Hacía ya dos meses que la conquista de Marruecos era un hecho consumado. Francia era dueña de la costa africana del Mediterráneo, hasta Tripoli, y había garantizado la deuda del territorio que acababa de anexionarse.
Decían que dos ministros habían ganado con esta operación una veintena de millones, y casi en voz alta se citaba el nombre de Laroche-Mathieu.
En cuanto a Walter, nadie ignoraba en París que había hecho una doble jugada. El empréstito le había valido de treinta a cuarenta millones, y se había embolsado otros ochos o diez con las minas de cobre y de hierro, así como con los inmensos terrenos comprados por casi nada antes de la conquista y revendido al día siguiente de la ocupación francesa a las compañías colonizadoras.
En unos cuantos días se había convertido en uno de los amos del mundo, en uno de esos financieros omnipotentes, más poderosos que los mismos reyes y que hacen inclinarse a su paso las cabezas, tartamudear las bocas y brotar toda la bajeza, toda la cobardía y toda la envidia que yacen en el fondo del corazón humano.
Ya no era el judío Walter, dueño de un Banco turbio, director de un periódico equívoco, diputado de quien se sospechan sucios manejos. Era el señor Walter, el rico israelita.
Quiso dar una prueba de ello. Sabiendo que el príncipe de Carlsburgo, propietario de un hermoso hotel en la calle del Barrio Saint-Honoré y que tenía un jardín que daba a los Campos Eliseos, andaba muy apurado de dinero, le propuso la compra, en veinticuatro horas, del inmueble con cuanto en él había, sin cambiar de sitio ni una butaca. Ofreció tres millones. El príncipe, tentado por la suma, aceptó.
Al siguiente día, Walter se instaló en su nuevo domicilio.
Entonces se le ocurrió otra idea, una verdadera idea de conquistador, de hombre que quiere adueñarse de Paris, una idea a lo Bonaparte.
Toda la ciudad iba entonces a ver un cuadro del pintor húngaro Charles Marcowich, expuesto en la tienda de Jacques Lenoble y que representaba a Cristo caminando sobre las olas.
Los críticos de arte, entusiasmados, declaraban que este lienzo era la más genial obra maestra del siglo.
Walter lo compró en quinientos mil francos; lo robó, por decirlo así, a la curiosidad pública. Y obligó a Paris entero a hablar de él, ya para envidiarlo, ya para condenarlo o bien para aplaudirlo. Luego hizo saber, por medio de los periódicos, que invitaba todas las personas conocidas en la sociedad parisiense a que una noche determinada acudiesen a su casa para contemplar aquella magistral producción de un maestro extranjero, para que nadie pudiese decir que había secuestrado una obra de arte.
Su casa estaría abierta a todos e iría quien quisiera. Bastaría enseñar en la puerta la tarjeta de invitación, que estaba redactada en estos términos.
«Los señores de Walter le ruegan a usted que venga a ver en su casa el día treinta de diciembre, de nueve a doce de la noche, el lienzo de Charles Marcowich, Jesús caminando sobre las olas, que estará iluminado con luz eléctrica».
Debajo, a manera de post-scriptum y en letra más pequeña, podía leerse: «A medianoche comenzará el baile».
Con esto, los que quisieran quedarse se quedarían, y Walter reclutaría entre ellos sus futuras relaciones.
Los demás contemplarían el cuadro, visitarían el palacio y desfilarían ante sus dueños con una curiosidad malsana e insolente. Después se irían por donde habían venido. Bien sabía Walter que volverían a su casa, como habían vuelto a las de sus correligionarios israelitas, que, como él, se habían hecho ricos.
Ante todo, era preciso que fuesen allí las damas aristócratas a quienes mencionan los periódicos, e irían para ver la cara a un hombre que ha ganado cincuenta millones en seis semanas; irían asimismo, para ver y contar a los demás; irían, finalmente, porque había habilidad y buen gusto en que un hijo de Israel invitase a la gente a admirar un cuadro de asunto cristiano. Parecía decir: «Fíjense ustedes: he pagado quinientos mil francos por el cuadro religiosos de Marcowich Jesús, caminando sobre las olas. Y esta obra maestra estará siempre ante mis ojos en mi casa, en casa del judío Walter».
En el gran mundo, en el mundo de las duquesas y del jockey, se habló mucho de esta invitación que, en resumidas cuentas, a nada comprometía. Se iba allí como se iba a ver las acuarelas de Petit. Los Walter poseían una obra maestra, y una noche abrían las puertas de su casa para que todo el mundo pudiese admirar aquélla. Nada más loable.
Desde hacía quince días, La Vie Française dedicaba en todos los números un eco a aquel acontecimiento del treinta de diciembre y se esforzaba por excitar la curiosidad pública. A Du Roy este triunfo del director le ponía rabiosos. Se había creído rico con los quinientos mil francos que arrebatara a su mujer, y ahora se veía pobre, espantosamente pobre, al comparar su fortuna con la lluvia de millones que había visto caer a su alrededor sin que le llegase ni una gota.
Su envidiosa cólera aumentaba día a día. Aborrecía a todo el mundo: a Walter, que nunca había estado en su casa, a su mujer, que, engañada por Laroche, le había aconsejado que no comprase acciones marroquíes; aborrecía, sobre todo, al ministro, que había jugado con él, que se había valido de él y que comía a su mesa dos veces por semana. Georges le servía de secretario, de agente, de amanuense, y mientras iba escribiendo lo que Laroche le dictaba, sentía unos deseos locos de estrangular a aquel belitre victorioso. Como ministro, Laroche no pasaba de una modesta medianía, y para conservar su cartera no dejaba adivinar que estaba podrido de oro. Pero Du Roy olía este oro en la manera de hablar, cada vez más ensoberbecida, del abogado advenedizo; en su gesto, cada día más insolente; en sus afirmaciones, más atrevidas a cada momento; en la absoluta confianza en sí mismo, en fin.
Laroche reinaba ahora en casa de los Du Roy. Comía allí los mismos días de la semana que antaño el conde de Vaudrec, ocupaba su mismo lugar en la mesa y hablaba a los criados como si fuese otro amo.
Georges lo toleraba temblando de ira, como un perro que quiere morder y no se atreve. En cambio, se mostraba frecuentemente duro y brutal con Madeleine que se encogía de hombros y decía:
—La verdad es que no te entiendo. Siempre te estás quejando y ahora ocupas una posición soberbia.
Él le volvía la espalda sin responder.
Al principio declaró que no asistiría a la fiesta del director y que no quería volver a poner los pies en casa de aquel cochino judío.
Desde hacía dos meses, la señora de Walter le escribía a diario para suplicarle que fuese, que la citase donde él quisiera, a fin de poder entregarle los setenta mil francos que había ganado para él.
Du Roy no contestaba a aquellas desesperadas misivas y las arrojaba al fuego. No era que renunciase a su parte en aquellos beneficios, pero quería enloquecer a su amante, tratarla despectivamente, a puntapiés. ¡Era demasiado rica! Había que mostrarse orgulloso.
El mismo día de la exposición del cuadro, como Madeleine le dijese que hacía mal en no ir, Georges contestó:
—Déjame en paz. Me quedo en casa.
Después de cenar dijo de pronto:
—En fin, más vale cargar con este mochuelo. Vístete en seguida.
Madeleine esperaba aquello.
—Dentro de un cuarto de hora estaré dispuesta —dijo.
Él se visitó gruñendo, y ya en el simón que los conducía siguió expectorando bilis.
El patio de honor del palacio de Carlsburgo estaba iluminado por cuatro arcos voltaicos, que en las cuatro esquinas semejaban cuatro azuladas lunas. Una espesa alfombra cubría los peldaños de la alta escalinata, sobre cada uno de los cuales había un hombre inmóvil y rígido como una estatua.
Du Roy rezongó:
—Todo esto es para deslumbrar a los tontos.
Y se encogió de hombros, con el corazón crispado de envidia.
Su mujer le dijo:
—¡Cállate y haz tú otro tanto!
Entraron y dieron sus pesados abrigos de pieles a los lacayos que se les acercaron. Algunas señoras, acompañadas de sus maridos se despojaban también de sus prendas de abrigo. Por todas partes se oía:
—¡Qué bonito está esto, qué bonito!
El vestíbulo estaba, asimismo, cubierto de alfombras y tapices, que representaban la aventura de Marte con Venus. De derecha e izquierda arrancaban dos tramos de escaleras que se reunían en el primer piso. La barandilla era maravillosa, de hierro forjado, y sus dorados antiguos, de apagados tonos, arrancaban discretos reflejos a los escalones, de mármol rojo. A la entrada de los salones, dos muchachitas en trajes de Locura, rosa el de la una y azul el de la otra, entregaban ramos de flores a las señoras. Todo el mundo lo encontró encantador.
Todas las salas estaban llenas de invitados.
Las mujeres, en su mayor parte, llevaban vestidos de calle, como para indicar que iban allí como iban a todas las exposiciones particulares. Las que pensaban quedarse al baile iban escotadas con los brazos desnudos.
La señora de Walter estaba en la segunda de aquellas estancias. La rodeaba un grupo de amigas y correspondía a los saludos de los visitantes. Muchos ni siquiera la conocían y se paseaban por allí como por un museo, sin hacer caso de los dueños de aquella mansión.
Cuando vio a Du Roy se puso lívida e hizo un movimiento para acercarse a él. Luego se quedó inmóvil, esperándolo. Él la saludó ceremoniosamente, en tanto que Madeleine la abrumaba con cumplidos y frases de afecto. Georges dejó a su mujer con la directora y se perdió entre la gente para escuchar los comentarios maliciosos que, sin duda, se estarían haciendo.
Cinco salones se sucedían en hilera. Estaban revestidos de telas preciosas, bordados italianos y alfombras orientales, de colores y estilos diferentes. Pero lo que sobre todo admiraba a la concurrencia y la hacía detenerse, era una reducida habitación a la moda de Luis XVI, un a manera de tocadorcito tapizado de seda azul pálido con dibujos rosa. Los muebles, de madera sobredorada y forrados con tela parecida a la que cubría las paredes, eran de admirable delicadeza.
Georges vio a gente muy conocida, la duquesa de Tarracine, los condes de Ravenel, el general príncipe de Andremont, la bellísima marquesa de Dunes y, en fin, a cuantas suelen asistir a los estrenos teatrales.
Alguien le cogió un brazo y una voz juvenil, una voz alegre le susurró al oído:
—¡Ah! ¡Al fin ha venido! ¡Qué malo es usted, Bel Ami! ¿Por qué no le vemos desde hace tanto tiempo?
Era Suzanne Walter, que lo miraba con sus ojos finamente esmaltados, bajo la rizosa nube de sus cabellos rubios.
Georges quedó encantado de verla, y le estrechó la mano con franca y decidida cordialidad. Luego se excusó:
—No me ha sido posible venir. He tenido tanto que hacer en estos dos últimos meses, que apenas he salido de casa.
La muchacha respondió muy seria:
—Eso está mal, muy mal, pero que muy mal. A mamá y a mí nos disgusta mucho no verlo, porque las dos lo adoramos. Cuando no viene, me muero de aburrimiento. Ya ve que se lo digo sin rodeos, porque no tiene usted derecho a eclipsarse de ese modo. Déme el brazo, y yo misma le enseñaré el Jesús, caminando sobre las aguas. Está allá, en el fondo, detrás del invernadero. Papá lo ha puesto allí para que los visitantes se vean obligados a pasar por todas las habitaciones. Y es que papá se da un tono con este palacio…
Avanzaban lentamente entre la concurrencia. Muchas personas se volvían para contemplar a aquel buen mozo y a aquella encantadora muñeca.
Un conocido pintor exclamó:
—¡Caramba, qué linda pareja! Como todo lo de aquí, por supuesto.
Georges pensaba. «Si yo hubiera sido verdaderamente listo, con ésta es con quien me hubiera casado. Quizá me hubiera sido fácil conseguirlo. ¿Cómo no se me ocurrió? ¿Cómo llegué a escoger a la otra? ¡Qué locura! Siempre se precipita uno demasiado y nunca reflexiona lo bastante».
Y la envidia, una envida amarga, le caía sobre el alma, gota a gota, como una hiel que corrompiese todos sus goces y le hiciese odiosa la existencia.
Suzanne decía:
—¡Oh, sí! Venga a menudo, Bel Ami. Ahora que papá es tan rico haremos locuras, nos divertiremos como unos insensatos.
Du Roy respondió, siempre fijo en su idea:
—¡Oh! Ahora se casará usted. Se casará con algún príncipe guapo y medio arruinado, y ya apenas nos veremos.
Suzanne dijo con franqueza:
—¡Oh, no! Todavía no. Yo quiero casarme con uno que me guste, que me guste mucho, que me guste del todo. Soy lo bastante rica para los dos.
Sonrío él con sonrisa irónica y presuntuosa, y, comenzó a enumerar los nombres de las personas que ante ellos pasaban: nobles que habían vendido sus rancios títulos a las hijas de negociantes, como ella, y que ahora vivían con sus mujeres o separados de ellas, pero en todo caso libres, impudentes, conocidos y respetados.
—De aquí a seis meses —concluyó— habrá usted mordido alguno de esos anzuelos, se lo aseguro. Será usted la señora marquesa, la señora duquesa, la señora princesa…, y me mirará desde muy alto, señorita.
La joven se indignó, y con el abanico le daba golpecitos en el brazo, jurándole que para casarse sólo escucharía a su corazón.
Du Roy reía burlonamente.
—Ya veremos, ya veremos. Es usted demasiado rica.
Ella le dijo:
—También usted ha tenido una herencia.
Lanzó Georges un «¡Oh!» de lástima.
—Apenas llega a veinte mil francos de renta —dijo—. No es mucho para los tiempos que corren.
—Pero su mujer ha heredado otro tanto.
—Sí, un millón para los dos. Cuarenta mil francos anuales. Con eso, no podemos echar coche.
Llegaban al quinto salón, donde, frente a ellos, se abría el invernadero, vasto jardín lleno de corpulentos árboles de los países tropicales, y a su abrigo, macizos de flores exóticas. Al entrar en aquel túnel de oscuro verdor, a cuyo través se filtraba la luz como una onda de plata, se sentía un tibio frescor de tierra mojada y una pesada atmósfera cargada de perfumes. Era una extraña sensación de malsana y deliciosa dulzura, de naturaleza ficticia, enervante y muelle. Se caminaba sobre alfombras de musgo entre dos espesas barreras de arbustos. De pronto, Du Roy vio a su izquierda, bojo una espaciosa bóveda de palmeras, un ancho pilón de mármol blanco, donde hubiera uno podido bañarse, y en cuyos bordes varios cisnes de porcelana de Delft arrojaban chorros de agua por sus entreabiertos picos.
El fondo del pilón estaba enarenado de un polvillo aireo y en el agua nadaban algunos enormes peces rojos, pintorescos monstruos chinescos, de ojos saltones y escamas recamadas de azul, una especie de mandarines de las ondas que, errantes y suspendidos sobre aquel fondo de oro, recordaban las extrañas labores de aquel remoto país.
Se detuvo allí el periodista con el corazón palpitante: «¡Esto, esto es lo que se llama lujo! —se decía—. ¡Éstas son las casas dónde hay que vivir! Otros lo han conseguido. ¿Por qué no he de lograrlo yo?». Y pensaba en los medios para ello, sin que de momento se le ocurriese ninguno, lo que le irritaba contra su impotencia.
Su compañera, un poco pensativa, había dejado de hablar. Georges la miraba de reojo. Y una vez más se repetía a sí mismo: «¡La verdad es que casándome con esta muñequita de carne y hueso hubiese resuelto el problema!».
En esto, Suzanne pareció despertar:
—¡Ahora, atención! —dijo.
E hizo avanzar a Georges entre un grupo de gente que obstruía el camino. Luego lo hizo torcer bruscamente a la derecha.
En medio de un bosquete de extrañas plantas, que ofrecían a la caricia del aire sus trémulas hojas abiertas como manos de finos dedos, se veía a un hombre inmóvil, en pie sobre el mar.
El efecto era sorprendente. Aquel cuadro, cuyo marco se escondía entre la oscilante verdura, parecía un oscuro rectángulo abierto en un fantástico e impresionante horizonte.
Había que fijarse bien para darse cuenta. Sólo se veía la mitad de la barca que ocupaban los apóstoles, apenas iluminaos por los oblicuos rayos de una linterna, cuya potente luz proyectaba uno de los discípulos, sentado en la borda, sobre Jesús, que hacia ellos iba.
El Cristo avanzaba, a pie enjuto sobre una ola, a la que se veía humillarse, sumisa, mansa, y acariciadora, bajo los divinos pasos que la hollaban. Todo en torno del Hombre-Dios eran tinieblas. Únicamente algunas estrellas lucían en el cielo.
Al vago resplandor del farol llevado por el que mostraba al Señor los rostros de los apóstoles parecían paralizados por la sorpresa.
Era, desde luego, la obra vigorosa e inesperada de un maestro, una de esas obras que agitan nuestras ideas y nos hacen soñar años enteros.
Cuantos la contemplaban permanecían en silencio. Luego se alejaban del lienzo pensativos, y ya no volvían a hablar sino de su precio.
Du Roy, después de haberlo examinado un rato, manifestó:
—Sólo la gente bien puede pagarse estos caprichos.
Pero, empujado y oprimido por la multitud de visitantes que querían ver el cuadro, retrocedió, llevando siempre bajo el brazo la manita de Suzanne, que se lo oprimía levemente.
—¿Quiere usted —le preguntó la jovencita— beber una copa de champaña? Vamos al buffet. Allí veremos a papá.
Atravesaron de nuevo los salones, donde la muchedumbre cada vez mayor, de visitantes se agitaba como las olas en el mar e iba por todas partes, cual si estuviese en su casa o en una fiesta pública.
En esto, Georges creyó oír:
—Ahí van Laroche y la señora de Du Roy.
Y estas palabras resonaron en su oído como esos lejanos rumores que nos trae el viento. ¿Quién las había pronunciado?
Miró a todos lados, y vio, en efecto, a su mujer, que pasaba del brazo del ministro. Hablaban bajito, en tono íntimo, sonrientes, los ojos del uno clavados en los del otro.
Le pareció a Georges que la gente cuchicheaba, mirándolos, y experimentó un deseo brutal y estúpido de arrojarse sobre ellos y deshacerlos a puñetazos.
Decididamente, su mujer lo ponía en ridículo. Se acordó de Forestier. Quizá dirían ya por ahí: «Ese cornudo de Du Roy». ¿Quién era, al fin y al cabo, Madeleine? Una advenediza, muy lista, eso sí, pero nada más. Y Georges discurría que, si su casa era frecuentada, era porque lo temían, porque conocían su influencia. Pero ¡qué cosas debían de decirse por ahí, de aquel matrimonio de periodistas! Con todo, nunca sería bastante cuando se trataba de una mujer que hacía de su casa un lugar sospechosos, que se ponía constantemente en evidencia y que, en todo, revelaba a la intrigante. Pero, ahora, iba a jugar con ella como con una pelota. ¡Ah, si él hubiese podido adivinar, si él hubiese sabido lo que hacía! Hubiera jugado con más acierto, con más ímpetu. ¡Qué magnífica partida habría podido ganar, con la linda Suzanne como premio! ¿Cómo había sido tan ciego que no lo comprendió así?
Mientras esto pensaba Georges, Suzanne y él llegaban al comedor, inmensa pieza con columnas de mármol y tapizadas de antiguos Gobelinos.
Walter divisó a su cronista y se fue hacia él con las manos tendidas. Estaba ebrio de júbilo.
—¿Lo ha visto usted todo? —dijo—. Tú, Suzanne, ¿lo has acompañado? ¡Cuánta gente!, ¿verdad, Bel Ami? ¿Ha visto usted al príncipe de Guerche? Ahora mismo ha estado aquí bebiendo un ponche.
Dicho esto, se precipitó hacia el senador Rissolin, que remolcaba a su mujer, aturdida y recargada como barraca de feria.
Un caballero saludó a Suzanne. Era joven, alto, delgado, un poco calvo, con patillas rubias y modales distinguidos, y a quien todo el mundo saludaba. Era el marqués de Dazolles. Sin saber por qué, Georges tuvo celos de él. ¿Desde cuándo lo conocía Suzanne? ¿Desde que era rica, sin duda? Du Roy adivinaba un pretendiente en aquel hombre.
Sintió que alguien lo cogía por el brazo. Era Norbert de Varenne. El viejo poeta paseaba sus grasientos cabellos y su frac raído con aire indiferente y aburrido.
—Esto es lo que se llama divertirse —dijo—. Dentro de poco empezará el baile y, luego, todo el mundo a la cama. Las muchachas se divertían mucho. Beba usted champaña. Es excelente.
Se hizo servir una copa, y, saludando a Du Roy, que tenía otra en la mano, dijo:
—Brindo por la victoria del talento sobre los millones…
Y, en voz baja, añadió:
—No es porque me moleste que los demás los tengan, ni porque yo los odie. Protesto por principio.
Georges no lo oía. Buscaba a Suzanne, que había desaparecido con el marqués de Cazolles y, dejando súbitamente a Norbert de Varenne, se fue tras el rastro de la joven.
Una oleada de invitados que querían beber lo detuvo. Cuando, al fin, pudo vencerla, se encontró frente a frente con el matrimonio Marelle.
Veía con frecuencia a la mujer, pero hacía ya tiempo que no tenía ocasión de saludar al marido, quien ahora le estrechaba ambas manos.
—¡Cómo le agradezco a usted, mi querido amigo —dijo—, el consejo que me dio por medio de Clotilde! He ganado más de cien mil francos con el empréstito marroquí, y a usted es a quien se lo debo. Es usted un amigo que no tiene precio.
Los hombres se volvían para mirar a aquella morenita tan linda y elegante. Du Roy respondió:
—A cambio de ese favor, querido amigo, me llevo a su esposa o, mejor dicho, le ofrezco el brazo. De vez en cuando conviene separar a los matrimonios.
El señor de Marelle se inclinó:
—Nada más justo. Si nos perdemos de vista, dentro de una hora volveremos a encontrarnos aquí miso.
—Perfectamente.
Los dos amantes, seguidos por el marido, desparecieron entre la muchedumbre de invitados. Clotilde decía:
—¡Qué suerte tienen estos Walter! O, si quiere, ¡qué vista para los negocios!
—¡Bah! —respondió Georges—. Los hombres audaces llegan siempre a donde quieren, sea por un medio, sea por otro.
Clotilde dijo:
—Ahí tienes dos chicas con veinte o treinta millones cada una. Y Suzanne, además, es muy bonita.
Du Roy no contestó. Le irritaba oír su propio pensamiento en otros labios.
Clotilde no había visto aún el Jesús, caminando sobre las olas. Georges se ofreció a acompañarla hasta el lugar donde estaba el cuadro. Por el camino iban, muy divertidos, hablando mal de la gente conocida y burlándose de la desconocida. Saint-Potin pasó a su lado; llevaba en la solapa del frac numerosas condecoraciones, lo que divirtió mucho a la pareja. Un exembajador, que seguía al periodista, lucía un bordado menos ostentoso.
Du Roy dijo:
—¡Qué de gente! Esto es una ensalada rusa.
Boisrenard, que, al paso, le había estrechado la mano, lucía, también en la solapa, una cinta verde y amarilla: la misma que llevaba el día del duelo.
La vizcondesa de Percemur, voluminosa y ostentosa, conversaba con un duque en el pabelloncito Luis XVI.
—Están pelando la pava —dijo Georges.
Atravesaron en invernadero, y, al otro extremo, vio Georges a su mujer, sentada muy cerca de Laroche-Mathieu, y casi ocultos ambos tras un macizo de plantas. El ministro parecía decir: «Nos hemos citado aquí. Nos hemos citado en público. Porque la opinión ajena nos tiene sin cuidado».
La señora de Marelle reconoció que el Jesús de Marcowich era asombroso. Luego, los dos volvieron en busca del marido, al que no encontraban.
—Y Laurine —preguntó Georges—, ¿sigue odiándome?
—Sí, cada día más. No quiere vete y se marcha en cuanto oye hablar de ti.
Georges no contestó. La repentina enemistad de aquella niña lo disgustaba y lo apesadumbraba.
Detrás de una puerta les salió al paso Suzanne.
—¡Al fin aparecen ustedes! —exclamó—. Bueno, Bel Ami, se va usted a quedar solo, porque me llevo a Clotilde para enseñarle mi alcoba.
Se alejaron las dos mujeres, a paso ligero, y se deslizaron a través de la concurrencia, con ese movimiento ondulante, con ese movimiento repentino que las de su sexo saben adoptar entre la multitud.
Casi al momento, una voz dijo:
—¡Georges!
Era la señora de Walter.
—¡Oh! —continuó muy bajito—. ¡Qué atrozmente cruel es usted conmigo! ¡Cuánto me hace sufrir inútilmente! He encargado a Suzanne que se llevase a ésa a quien usted acompañaba, para poder decirle unas palabras. Escuche: es preciso…, es preciso que le hable a usted esta noche… o, si no…, si no…, no sabe lo que seré capaz de hacer. Vaya, pues, al invernadero. Allí verá usted una puerta a la izquierda. Salga por ella al jardín, siga por la alameda que está enfrente. Al final, hay un cenador. Espéreme allí dentro de diez minutos. Si no quiere hacer lo que le digo, le juro que aquí mismo armaré un escándalo.
Georges respondió lentamente:
—Sea; dentro de diez minutos estaré en el sitio que me indica.
Se separaron. Jacques Rival estuvo a punto de hacer que Du Roy llegase tarde a la cita. Lo había cogido de un brazo y le contaba muy animadamente una porción de cosas. Venía, sin duda, del buffet. Al fin, pudo Du Roy desprenderse de él y dejarlo en manos del señor de Marelle, que había reaparecido entre dos puertas. Georges se fue más que a escape. Todavía tuvo que evitar ser visto por su mujer y Laroche. Lo consiguió fácilmente, porque ambos parecían muy entretenidos, y se encontró en el jardín.
El aire frío le hizo tiritar, como un baño de agua helada: «¡Diablo! —pensó—. Voy a pescar un catarro».
Se anudó al cuello el pañuelo de bolsillo, a guisa de bufanda, y siguió andando por la alameda. Iba muy despacio, pues al salir allí de los iluminados salones, apenas veía.
Divisaba, sí, a derecha e izquierda, dos hileras de arbustos sin hojas, y cuyas ramas, agitadas por el viento, recogían grises reflejos, procedentes de las ventanas del palacio. Hacia la mitad del camino vio también un bulto blanco que delante de él caminaba. Y la señora de Walter, con los brazos y el busto desnudos, le dijo con voz trémula:
—¡Ah! Al fin has venido… Pero ¿es que te has propuesto matarme?
Él replicó muy tranquilo:
—Nada de dramas, te lo ruego, ¿lo oyes?, o me largo ahora mismo.
Virgine había enlazado los brazos al cuello de Georges y acercaba a los de él sus labios.
—Pero ¿qué te he hecho yo? —le dijo—. Te portas conmigo como un miserable. Di, ¿qué te he hecho?
Él pugnaba por rechazarla.
—La última vez que nos vimos, ataste cabellos tuyos a los botones de mi chaleco, y la broma por poco me cuesta una ruptura con mi mujer.
La directora se quedó sorprendida. Luego, diciendo «no» con la cabeza, repuso:
—¡Oh! A tu mujer le tiene eso sin cuidado. Será alguna de tus queridas las que te habrá hecho una escena.
—Yo no tengo queridas.
—¡Calla esa boca! ¿Por qué no vienes a verme? ¿Por qué te niegas a comer en casa, aunque sólo sea una vez por semana? ¡Qué atroz suplico el mío! Te amo tanto que no tengo un solo pensamiento que no sea para ti; que no puedo mirar nada sin verte ante mis ojos, que no me atrevo a pronunciar una palabra por miedo a que sea tu nombre. Tú no comprendes esto. A veces creo que estoy entre unas garras o atada dentro de un saco… ¡Qué sé yo! Tu recuerdo, presente en mí a todas horas, me oprime la garganta, me desgarra algo aquí dentro, en el pecho, en el seno, hace temblar mis piernas hasta el punto de no dejarme andar. Me paso los días sentada en una silla, sin ver ni oír nada ni a nadie, pensando en ti…
Georges la miraba, asombrado. No era, no, la chicuela grandullona y medio chiflada que él creyera al conocerla. Era una mujer loca de amor, desesperado de amor, capaz de todo por amor.
Entre tanto, un proyecto, todavía confuso, brotaba en el cerebro de Du Roy.
—Querida —respondió—, el amor no es eterno. Viene y se va. Pero cuando se prolonga, como ocurre entre nosotros, se convierte en un horrible grillete. Yo estoy ya cansado de ti, ésta es la verdad. Ahora bien, si quieres ser razonable y tratarme como a un amigo, volveré a verte, como antes. ¿Te crees capaz de esto?
Virgine le puso ambas manos en el frac y dijo:
—Con tal de verte, soy capaz de todo.
—Entonces, de acuerdo. Somos amigos, nada más.
—De acuerdo —dijo ella.
Y luego, ofreciéndole los labios:
—Ahora, un beso: el último.
Georges se negó suavemente.
—No. Hay que atenerse a lo convenido.
La de Walter volvió el rostro para enjugarse dos lágrimas. Después, sacó del pecho un paquete atado con una cinta rosa y se lo alargó a Georges, diciéndole:
—Toma: ésta es tu parte de beneficios en el asunto de Marruecos. ¡Estaba tan contenta de haber ganado esto para ti! Toma, pues.
—No. Nunca cogeré ese dinero.
Entonces, ella se rebeló:
—¡Ah! Tú no me harás eso, ahora. Es tuyo, nada más que tuyo. Si no lo quieres, lo tiraré por una alcantarilla. Tú no puedes hacerme eso a mí, Georges.
Tomó, al fin, el fajo y se lo guardó en el bolsillo.
—Vámonos ya —dijo—. Vas a pillar una pulmonía.
—¡Mejor! —replicó Virgine—. ¡Ojalá me muera!
Cogió una mano de Georges, la besó con pasión, con rabia, con desesperación y volvió al palacio.
Du Roy regresó, a su vez, muy despacio, sumido en sus meditaciones. Entró en el invernadero con la cabeza erguida y la sonrisa en los labios.
Su mujer y Laroche ya no estaban allí. Comenzaban a desfilar los concurrentes que no habían de quedarse al baile. Du Roy vio a Suzanne del brazo de su hermana. Ambas corrieron hacia él para pedirle que bailara el primer rigodón, con el conde de Latour-Ivelin.
—Pero ¿quién diablos es ése? —preguntó, asombrado, el periodista.
Suzanne respondió, maliciosamente:
—Es un nuevo amigo de Rose.
Ésta se puso muy encarnada y murmuró:
—¡Qué mala eres, Suzanne! ¡Ese señor no es más amigo mío que tuyo!
La otra sonrió.
—Yo me entiendo —dijo.
Rose, enfadada, le volvió la espalda y se alejó.
Du Roy cogió familiarmente del codo a Suzanne, y con su voz más cariñosa le preguntó:
—Escuche, Suzanne. ¿Me cree usted su amigo?
—Desde luego, Bel Ami.
—¿Tiene confianza en mí?
—Confianza absoluta.
—¿Se acuerda usted de lo que le dije hace poco?
—¿A propósito de qué?
—A propósito de su matrimonio, o, mejor dicho, del hombre que se case con usted. —Sí.
—Pues bien, ¿quiere prometerme una cosa? —Sí, pero ¿qué cosa?
—Consultarme siempre que se pida su mano, y no aceptar a nadie sin que antes le diga mi opinión.
—Sí, lo haré con mucho gusto.
—Es un secreto entre los dos, ¿eh? Ni una palabra de esto a su padre ni a su madre.
—Ni una palabra.
—¿Me lo jura?
—Se lo juro.
Rival se acercaba muy apresurado.
—Señorita —dijo—, de parte de su padre que haga usted el favor de ir para empezar el baile.
La muchacha dijo:
—Vamos, Bel Ami.
Pero éste se negó, decidido a marcharse en seguida, y deseoso de estar solo para reflexionar. Le bullía en el cerebro un tropel de ideas nuevas, y se puso a buscar a su mujer. Al cabo de algún tiempo, la vio tomando chocolate, en el buffet, con dos caballeros par él desconocidos. Madeleine se los presentó, pero sin decirle sus nombres. Al cabo de unos instantes preguntó Georges:
—¿Nos vamos?
—Cuando quieras.
Madeleine lo cogió del brazo y el matrimonio atravesó de nuevo los salones, donde ya había poca gente.
—¿Dónde está la directora? Quisiera despedirme de ella —dijo Madeleine.
—Déjala —repuso él—. Trataría de llevarnos al baile, y estoy cansado. Ya es bastante.
—Tienes razón.
Durante el camino guardaron silencio. Pero ya en su alcoba, Madeleine dijo, de pronto, sonriendo y sin siquiera haberse quitado el velo de noche:
—Tengo que darte una sorpresa, ¿sabes?
—Tú dirás —gruñó él, malhumorado.
—Adivínalo.
—No quiero tomarme ese trabajo.
—Pues bien, pasado mañana es Año Nuevo.
—Sí, ¿y qué?
—Día de regalos.
—Sí.
—Bueno, pues aquí tienes el mío, que Laroche acaba de entregarme.
Y le alargó una cajita negra, que parecía un estuche de alhajas. La abrió con indiferencia: era la cruz de la Legión de Honor.
Se puso un poco pálido, sonrió y dijo:
—Hubiera preferido diez millones. Esto no le resulta caro.
Su mujer esperaba un transporte de júbilo, y aquella frialdad la irritó.
—Eres verdaderamente incomprensible —dijo—. Nunca estás contento.
El repuso tranquilamente.
—Ese hombre no hace más que pagarme una deuda. Y todavía me debe mucho.
Lo dijo de tal modo que sorprendió a Madeleine, quien respondió:
—De todos modos, eso está bien a tu edad.
—Todo es relativo. Más podría tener a estas alturas.
Dejó el estuche sobre la chimenea y contempló durante algunos segundos la brillante estrella que en su fondo yacía. Luego lo volvió a cerrar, se encogió de hombros y se metió en la cama.
El Boletín Oficial del Estado del primero de enero anunciaba, efectivamente, que don Prósper Georges Du Roy había sido promovido a caballero de la Legión de Honor, en pago a sus excepcionales servicios. El apellido estaba escrito en dos palabras, lo que satisfizo a Georges más que la misma condecoración.
Una hora después de haber leído esta noticia, que así se hacía pública, recibió Du Roy unas líneas de la directora, quién le suplicaba que aquella misma noche fuese a cenar a su casa, en compañía de Madeleine.
—Hoy cenamos con los Walter —dijo Georges a su mujer.
Esta repuso, asombrada:
—¡Ah! Yo creí que no querías volver a poner allí los pies.
Él rezongó:
—He cambiado de opinión.
Cuando llegaron, la directora estaba sola en el pabelloncito Luís XVI, que reservaba para las visitas de confianza. Vestía de negro y se había empolvado los cabellos, lo que le daba un aspecto encantador. De lejos, parecía vieja; de cerca, joven, y, de todas suertes, cuando se la miraba bien, era un cebo tentador para los ojos.
—¿Va usted de luto? —le preguntó Madeleine.
Virgine respondió, con tristeza:
—Sí y no. No he perdido a ninguno de los míos; pero he llegado ya a la edad en que una lleva luto por su propia vida. Hoy me lo he puesto para empezar el año. En lo sucesivo lo llevaré en el corazón.
Du Roy pensó: «¿Qué se le habrá ocurrido a ésta?».
La cena fue algo triste. Únicamente Suzanne la animaba con su incesante charla. Rose parecía preocupada. Todos colmaron de felicitaciones al periodista.
Se pasó la noche conversando y recorriendo los salones. Du Roy iba detrás, con la directora. Ésta lo retuvo, cogiéndolo del brazo:
—Escúcheme —le dijo—: ya no le molestaré más. Pero venga usted a verme, Georges. Ya ve que ni siquiera lo tuteo. Me es imposible vivir sin usted, imposible. No cabe imaginar esta tortura. Lo siento a usted dentro de mí, lo llevo en mis ojos, en mi corazón, en mi carne, día y noche. Es como si me hubiese dado a beber un veneno que me quemase las entrañas. No puedo más. No, no puedo más. Quisiera no ser para usted más que una vieja. Me he puesto los cabellos blancos para demostrárselo. Pero venga a verme, venga de cuando en cuando, como amigo.
Le había cogido la mano y se la apretaba, hasta clavarle las uñas.
Georges respondió cachazudamente:
—De acuerdo. No hay más que hablar. Ya ve que he venido en cuanto recibí su carta.
Walter, que iba delante con sus dos hijas y Madeleine, esperaba a Du Roy cerca de Jesús, caminando sobre las olas.
—Figúrese usted —le dijo— que ayer sorprendí a mi mujer arrodillada ante este cuadro y rezando, como si estuviese en una capilla. ¡Lo que pude reírme!
La señora de Walter replicó en voz firme en que vibraba una exaltación contenida:
—Ese Cristo es quien me salvará. Él me da fuerza y valor cada vez que lo miro.
Y deteniéndose frente al Dios en pie sobre el mar, murmuró:
—¡Qué hermoso es! ¡Qué miedo tienen y cuánto lo aman esos hombres! Mirad su cabeza, sus ojos… ¡Qué sencillo es y qué sobrenatural al mismo tiempo!
Suzanne exclamó:
—Se parece a usted, Bel Ami, se lo aseguro. Si llevase usted barba o si él fuese afeitado, serían ustedes igualitos. ¡Oh! Es asombroso.
La muchacha se empeñó en que Georges se pusiera al lado del lienzo, y todo el mundo convino en que, efectivamente, ambos rostros se parecían. Fue un asombro general. Walter encontró la cosa extraordinaria. Madeleine dijo sonriendo, que el Cristo tenía aspecto más varonil.
La señora de Walter, inmóvil, contemplaba fijamente el rostro de su amante y lo comparaba con el del Cristo. Estaba blanca como sus bancos cabellos.