Llegó el otoño. Los Du Roy habían pasado todo el verano en París, haciendo una intensa campaña en favor del nuevo Gabinete durante las breves vacaciones parlamentarias.
Aunque el calendario no pasaba aún de los primeros días de octubre, las Cámaras habían reanudado sus sesiones, porque los asuntos de Marruecos tomaban un cariz amenazador.
En el fondo nadie creía en una expedición militar en África, aunque en la sesión de clausura del Parlamento los diputados de la derecha, el conde de Lambert-Sarrazine, en un discurso rebosante de ingenio y aplaudido hasta por los dos centros, apostó y ofreció en prenda su bigote, como en otro tiempo hiciera un virrey de las Indias, contra las patillas del presidente del Consejo a que el nuevo Ministerio no podría menos de imitar al antiguo y enviar un cuerpo de ejército a Tánger, para que hiciese pareja con el de Túnez, por amor a la simetría, como quien pone dos floreros sobre la chimenea. Y había añadido: «La tierra de África, señores, es, en efecto, una chimenea para Francia, una chimenea que quema nuestra mejor leña, una chimenea de mucho tiro y que hay que alimentar con billetes de Banco. Os permitisteis el artístico capricho de adornar los bancos de la izquierda con ese muñeco tunecino; ahora veréis cómo el señor Marrot quiere imitar a su predecesores y engalanar los escaños de la derecha con un monigote marroquí».
Este discurso se hizo célebre y dio pie a Du Roy para diez artículos sobre la política colonial en Argelia y para continuar la serie que interrumpiera en sus primeros tiempos periodísticos. Apoyó enérgicamente la iniciativa de una expedición armada, aunque estaba convencido de que no se realizaría. Con todo esto, había hecho vibrar la cuerda patriótica y bombardeado a España con todo el arsenal de despreciables armas que suelen emplearse contra los pueblos cuyos intereses son contrarios a los vuestros.
Sus ostensibles relaciones con el poder habían dado a La Vie Française gran importancia. Publicaba antes que los periódicos más acreditados noticias políticas e indicaba mediante veladas insinuaciones, los propósitos de los ministros. Todos los periódicos de París y provincias buscaban las informaciones de su colega. Era citado, temido y comenzaba a ser respetado. No era ya el órgano sospechosos de un grupo de aventureros políticos, sino el órgano reconocido del Gobierno. Laroche-Mathieu era el alma del periódico y Du Roy su portavoz. Walter, diputado y director cauteloso, que sabía esconderse, se ocupaba en la sombra, según se decía, de un negocio de minas de cobre en Marruecos.
El salón de Madeleine se había convertido en un centro influyente, donde se reunían, una vez por semana, algunos ministros. El propio presidente del Consejo había comido dos veces en su casa, y las esposas de los hombres de Estado, que antes vacilaban en franquear su puerta, se envanecían ahora de ser sus amigas y le hacía más visitas que de ella recibían.
El ministro de Negocios Extranjeros era allí casi el amo. Iba a todas horas, llevaba telegramas, datos, informaciones, y se los dictaba ya al marido, bien a la mujer, como si fuesen alguno de sus secretarios.
Cuando Du Roy, luego de marcharse el ministro, se quedaba a solas con Madeleine, tronaba con amenazas en la voz y pérfidas insinuaciones en las palabras contra aquel vulgar advenedizo.
Su mujer se encogía despectivamente de hombros, y decía:
—Haz tú lo que él. Llega a ministro y podrás hablar. Entre tanto, cállate.
Él se retorcía el bigote y decía:
—Nadie se figura aún de lo que soy capaz. Ya se sabrá algún día.
Madeleine replicaba, con más desdén todavía:
—Vivir para ver.
La mañana de la reapertura de las Cámaras, la señora Du Roy, todavía en el lecho, hacía mil recomendaciones a su marido, que se vestía para ir a almorzar con Laroche-Mathieu y recibir sus instrucciones antes de la sesión con respecto al artículo que el día siguiente debía publicar La Vie Française, y que había de ser un a modo de declaración oficiosa de los proyectos del Gabinete.
Madeleine decía:
—No te olvides, sobre todo, de preguntar si el general Belloncle va a ser enviado a Orán, según era propósito del gobierno. Sería una gran combinación.
Georges, nervioso, respondió:
—Sé, tan bien como tú, lo que tengo que hacer. Déjame en paz y no me fastidies con tus tonterías.
Ella repuso, sin alterarse:
—Querido, lo que sé es que siempre te olvidas de la mitad de los encargos que te doy para el ministro.
Du Roy gruñó:
—Estoy ya hasta la coronilla del tal ministro. Es un idiota.
Siempre sin perder la calma, prosiguió Madeleine:
—No por eso es menos tu ministro que el mío. Y tú le necesitas más que yo.
Georges se había vuelto ligeramente hacia su mujer y reía sarcásticamente.
—Perdona —dijo—; pero a mí no me hace la corte.
—Ni a mí tampoco —contestó ella lentamente—; pero hace nuestra fortuna.
Calló Du Roy unos instantes, y al cabo de ellos dijo:
—Si me diesen a elegir entre todos tus adoradores, me quedaría aún con ese vejestorio de Vaudrec. ¿Qué será de él? No lo he visto desde hace ocho días.
Madeleine manifestó, sin denotar emoción alguna:
—Está enfermo. Me ha escrito para decirme que guarda cama a consecuencia de un ataque de gota. Deberías ir a verle. Ya sabes que te quiere mucho. Le darías una alegría.
—Sí, es verdad —respondió Georges—; iré en seguida.
Había acabado de aviarse y, ya con el sombrero puesto, comprobaba si se le había olvidado alguna cosa. No siendo así, se acercó a la cama, besó a su mujer en la frente y se despidió:
—Adiós, querida. No volveré hasta las siete, lo más pronto —y salió.
Laroche-Mathieu le esperaba ya, porque aquel día almorzaban a las diez, ya que el Consejo debía reunirse a mediodía, antes de la sesión.
En cuanto se sentaron a la mesa, solos los dos con el secretario particular del ministro, pues la señora de Laroche-Mathieu no había querido cambiar su habitual hora de comer, Du Roy habló del artículo y trazó sus líneas generales, consultando las notas que había garabateado en unas tarjetas de visita. Cuando hubo terminado preguntó:
—¿Tiene usted algo que modificar, señor ministro?
—Muy poco, mi querido amigo. Quizá trata usted en tono demasiado afirmativo la cuestión de Marruecos. Hable usted de la expedición militar como si debiera realizarse, pero dé a entender que no se realizará y que usted lo cree menos que nadie. Arréglese de manera que el público lea entre líneas que no nos meteremos en esa aventura.
—Perfectamente. He comprendido y me haré comprender. Mi mujer me encarga que le pregunte a usted si el general Belloncle va a ser enviado a Orán. Después de lo que acaba de decirme, me figuro que no.
El hombre de Estado respondió:
—No.
Se habló después de la próxima sesión. Laroche-Mathieu empezó a perorar, preparando así el efecto de las frases que unas horas después pensaba derramar sobre sus colegas. Agitaba la mano derecha, y levantaba en ella, bien el tenedor, ya el cuchillo, ora un pedazo de pan, y, sin mirar a nadie, dirigiéndose a la invisible Asamblea, expectoraba su elocuencia untuosa de guapo mozo bien peinado. Un bigotillo ensortijado dibujaba sobre el labio superior sus guías, que semejaban rabos de escorpión. El pelo, reluciente de brillantina y partido por la raya en medio de la frente, le caía sobre las sienes en ondas de Adonis provinciano… Quizá estaba un poco grueso, algo fondón, pero todavía joven. El vientre le levantaba el chaleco.
Su secretario particular comía y bebía tranquilamente, como quien está acostumbrado a esas duchas de elocuencia. Pero Du Roy, a quien la envidia del triunfo mordía en el corazón, pensaba: «¡Vete a paseo, mentecato! ¡Qué cretinos son estos políticos!».
Comparando su propia valía con la hueca hinchazón de aquel ministro, se decía Du Roy: «¡Diablo! ¡Si pudiera gastarme cien mil francos en presentarme diputado por mi distrito de Ruán, que hombre de Estado haría yo junto a esos granujas que no ven más allá de sus narices! Soy mejor que todos ellos».
Hasta que se sirvió el café, continuó hablando Laroche-Mathieu. Luego, y como viese que era tarde, pidió que enganchasen su berlina y tendió la mano al periodista, diciéndole:
—¿Ha comprendido usted, mi querido amigo?
—Perfectamente, mi querido ministro. Cuente usted conmigo.
Du Roy se encaminó directamente al periódico para escribir su artículo. A esa hora estaba citado, en la calle de Constantinopla, con la señora de Marelle, a la que seguía viendo con regularidad dos veces por semana: los lunes y los viernes.
Pero al entrar en la Redacción le entregaron un telegrama. Era de la señora de Walter, y decía:
Es absolutamente preciso que nos veamos hoy. Se trata de un asunto grave, muy grave. Espérame a las dos en la calle de Constantinopla. Puedo prestarte un gran servicio. Tuya hasta la muerte.
Virgine
—¡Por Dios vivo! —exclamó Georges—. ¡Qué lata!
Tuvo un acceso de mal humor, y se marchó en seguida, pues estaba exageradamente irritado para poder trabajar.
Desde hacía seis semanas, buscaba un medio de romper con la directora, sin que hubiese podido conseguir librarse de aquella adhesión encarnizada.
Después de su caída, sufrió la de Walter una espantosa crisis de remordimientos. Durante tres entrevistas consecutivas, colmó a su amante de reproches y maldiciones. Aburrido él de tales escenas y cansado también de aquella mujer madura y dramática, se limitó a no volver, creyendo que así acabaría la aventura. Pero entonces ella se aferró desesperadamente a él, se arrojó en este amor como quien se arroja a un río con una piedra atada al cuello. Georges se había dejado coger de nuevo por la debilidad, por complacencia, por miramiento. Y ella lo había aprisionado en una pasión desenfrenada, fatigosa, y lo perseguía con su ternura. Quería verle todos los días, le citaba por medio de telegramas, le salía al paso en las esquinas, en las tienda, en los jardines públicos.
Y en estos encuentros fortuitos le repetía, siempre con las mismas frases, que lo adoraba, que lo idolatraba, y se iba jurándole «que era muy feliz con haberle visto».
Era muy otra de como él la había soñado. Intentaba seducirlo con gracias pueriles, con amorosas chiquilladas, que a su edad resultaban ridículas. Como hasta entonces había sido absolutamente honrada, virgen de corazón, cerrada a todo sentimiento, ignorante de toda sensualidad, todo eso se la habría revelado de una vez a aquella prudente mujer, cuya apacible cuarentena podía compararse con un pálido otoño que siguiese a un frío verano. Y ahora, una especie de marchita primavera, cuajada de monótonas florecillas y abortados brotes, extraña floración de un alma de muchachita, de un amor tardío, ardiente e ingenuo, hecho de imprevistos arrebatos, de mimoserías propias de los dieciséis años, de molestas carantoñas, de gracias que habían envejecido sin haber sido nunca jóvenes. Le escribía diez cartas diarias, unas cartas en que la locura se vestía de necedad, de un estilo pintoresco, poético y risible, recargado como el de los indios, lleno de nombres de flores y pájaros.
En cuanto estaban solos, Virgine acariciaba a Georges con pesadas lagoterías[27] de chica grandullona, haciendo con los labios muecas un poco grotescas y dando saltitos que sacudían, bajo la blusa, sus senos demasiado voluminosos.
A Du Roy le daba ya náuseas oírse llamar «ratoncito mío», «chuchito mío», «minino mío», «alhajita mía», y ver que siempre, al ofrecérsele, representaba una comedia de infantil pudor, con miedosos melindres que a ella se le antojaban muy interesantes y a los que seguían jugueteos de colegiala pervertida.
Preguntaba, por ejemplo: «¿Para quién es esta boquita?», y si él no contestaba inmediatamente: «Para mí», insistía hasta ponerle los nervios de punta.
Le parecía a Georges que su amante debía de haber comprendido que en amor son precisos un tacto, una realidad, una prudencia y una medida extremados, y que al darse a él, ya madura, madre de familia, mujer de mundo, debía haberse entregado con gravedad, con ardor contenido, con lágrimas, tal vez; pero con las lágrimas de Dido, no con las lágrimas de Julieta.
Sin cesar repetía Virgine:
—¡Cuánto te quiero, niño mío! ¿Me quieres tú a mí, bebé?
Y no podía seguir oyéndola decir «Niño mío» y «bebé», sin que le diesen ganas de llamarla «vieja mía».
Su amante le decía:
—¡Qué locura he hecho al entregarme a ti! Pero no me arrepiento. ¡Es tan bueno amar!
Todo aquello le parecía a Georges irritante en tal boca. Virgine decía: «¡Es tan bueno amar!», como si hubiese podido decirlo una ingenua en el teatro.
Le exasperaba también la torpeza de sus caricias. Sensual, de pronto, bajo los besos de aquel buen mozo que con tal fuego le había encendido la sangre, ponía en los momentos de intimidad un ardor inhábil y una aplicación que daban que reír a Du Roy y le hacían pensar en los viejos que quieren aprender a leer.
Cuando lo había estrujado bien entre sus brazos, con esos ojos ardientes y profundos que tienen algunas mujeres ya pasadas, pero soberbias en su último amor; cuando lo había mordido con boca muda y trémula; cuando lo había aplastado bajo su carne pálida y maciza, fatigada, pero insaciable, todavía se agitaba vertiginosamente y ceceaba por hacerse la graciosa.
—¡Te quiero tanto! —decía— ¡te quiero tanto!… Haz un mimito a tu mujercita, amor mío…
A él le daban unas ganas locas de decirle una barbaridad, ponerse el sombrero y largarse, dando un portazo.
En los primeros tiempos de sus relaciones, se habían visto con frecuencia en la calle de Constantinopla; pero Du Roy, que tenía un encuentro con la señora de Marelle, encontraba ahora mil pretextos para negarse a acudir a aquellas continuas citas.
Entonces se vio obligado a ir todos los días a casa de los Walter, bien a almorzar, ya a cenar. Virgine le apretaba una mano por debajo de la mesa, o le ofrecía los labios detrás de las puertas. Pero a él le divertía más jugar con Suzanne, que lo regocijaba con sus travesuras. En su cuerpo de muñeca bullía un ingenio ágil y malicioso, improvisador, y burlón, que ostentaba a todas horas, como una marioneta de feria. Se mofaba de todo y de todos, con salidas mordaces. Georges excitaba su locuacidad y la incitaba a la ironía. Ambos se entendían a maravilla.
La muchacha lo llamaba a cada momento: «Escuche, Bel Ami». «Venga aquí, Bel Ami».
Él dejaba inmediatamente a la mamá para reunirse con la chiquilla, que le decía al oído alguna intencionada cuchufleta, y los dos reían con toda su alma.
Pero hastiado del amor de la madre, comenzó a sentir una invencible repugnancia. No podía verla, ni esperarla, ni pensar en ella sin encolerizarse. Dejó de ir a su casa, de contestar a sus cartas, de acudir a sus llamamientos.
Comprendió, al fin, Virgine que Georges ya no la quería y sufrió terriblemente. Pero se encarnizó con él, lo espió, lo siguió, lo esperaba en un coche de alquiler con las cortinilla echadas, a la puerta del periódico, en las calles por donde suponía que había de pasar.
Du Roy sentía deseos de maltratarla, de injuriarla, de pegarla y decirle claramente:
—Ea, basta ya. Me aburre usted.
Pero todavía le guardaba algunas consideraciones a causa de La Vie Française. Trataba, eso sí, a fuerza de frialdad, de rudeza disimulada con miramientos y hasta, alguna vez, con palabras rudas, de hacerla comprender que era preciso terminar de una vez.
Virgine se obstinaba, sobre todo en atraerlo a la calle de Constantinopla, y él temía a cada instante que las dos mujeres se encontrasen, cara a cara, en la puerta.
Su afecto por la de Marelle había, por el contrario, crecido durante el verano. La llamaba «mi chicuela». Decididamente le gustaba. Sus respectivas naturalezas tenían muchos puntos de contacto. Ambos pertenecían a esa raza de vagabundos de la vida, de vagabundos mundanos que se parecen indudablemente a los gitanos que andan por los caminos.
Habían pasado un delicioso verano de amor, un verano de estudiantes en vacaciones, con escapadas para comer en Argenteuil, en Bougival, en Maisons-Laffitte, en Poissy. Pasearon en barca y cogieron flores en los ribazos. Clotilde adoraba los peces del Sena, fritos, el conejo estofado, el pescado a la marinera, los cenadores al aire libre, en las tabernas y los gritos de los remeros. A él le gustaba ir con ella, en día despejado, en la imperial de un tren de circunvalación, y atravesar, diciendo alegres chuscadas, la campiña próxima a París, salpicada de horribles quintas burguesas. Y cuando tenía que separarse de Clotilde para ir a comer a casa de los Walter, sentía odio por la amante vieja y encarnizada, al acordarse de la otra, de la que acababa de dejar, y que había encendido su deseo y cosechado sus ardientes caricias entre la hierba que crece a orillas del agua.
Se sentía Georges, en fin, ya casi liberado de la directora, a quien había expresado de un modo casi brutal su resolución de romper con ella cuando recibió en el periódico el telegrama que lo citaba a las dos de la tarde, en la calle Constantinopla.
Sin dejar de andar, lo iba releyendo:
Es absolutamente preciso que nos veamos hoy. Se trata de un asunto grave, muy grave. Espérame a las dos en la calle de Constantinopla. Puedo prestarte un gran servicio. Tuya hasta la muerte,
Virgine
«¡Qué diablos me querrá esa lechuza! —pensaba—. Apostaría cualquier cosa a que no tiene nada que decirme. Me repetirá lo de siempre: que me adora. Con todo, habrá que ir. Me habla de una cosa muy grave, de un gran servicio. Acaso sea verdad. ¡Y Clotilde que va a ir allí a las cuatro! Es preciso que despache a la otra a las tres, lo más tarde, ¡diablo! ¡Con tal que no se encuentren las dos! ¡Qué estúpidas son las mujeres!».
Reconoció que la suya era la única que no le atormentaba. Vivía con él y parecía quererle mucho en las horas que destinaba al amor, pues no toleraba que se alterase el inmutable orden de las ocupaciones corrientes.
Mientras se encaminaba muy despacio al lugar de la cita, iba excitándose mentalmente contra la directora. «Buena la voy a poner si no tiene nada que decirme. El vocabulario de Cambronne va a resultar académico al lado del mío. Por lo pronto, le diré que no pienso poner más los pies en su casa».
Y entró en el piso para esperara a la señora de Walter.
Ésta llegó momentos después, y al verle dijo:
—¡Ah! Has recibido mi telegrama… ¡Qué suerte!
Él tenía cara de vinagre.
—Me lo han dado en el periódico cuando me disponía a ir a la Cámara. ¿Qué demonios quieres de mí?
Virgine, que se había levantado el velo del sombrero para besar a su amante, se acercó a él con el aire temeroso y sumiso de un perro acostumbrado a los golpes.
—¡Qué cruel eres! ¡Con qué dureza me hablas! ¿Qué te he hecho? ¡No puedes figurarte lo que me haces sufrir!
—¿Me contestas o no? —gruñó Georges.
Cerca de él, Virgine, en pie, lo miraba como si esperase una sonrisa. De pronto, hizo ademán de arrojarse en sus brazos.
—¿Te acuerdas de lo que me decías en la iglesia y de cómo me obligaste a venir a esta casa? Y ahora, ¡qué manera de hablarme! ¡Qué modo de recibirme! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué mal hice!
Du Roy golpeó furiosamente el suelo con el pie.
—¡Cállate de una vez! —dijo—. ¡Basta ya! No puedo verte una sola vez sin oírte esa monserga. Cualquiera diría que te seduje a los doce años y que eras inocente como un ángel. No, querida. Restablezcamos los hechos: no ha habido violación de menor. Te entregaste a mí en una edad en que ya se tiene uso de razón. Te lo agradezco, te estoy reconocido, pero nada me obliga a estar cosido a tus faldas hasta que me muera. Tú tienes marido, yo tengo mujer. Hemos satisfecho un capricho, y ahora, si te he visto no me acuerdo. Esto se acabó.
—¡Oh! —repuso ella—. ¡Qué brutal y qué grosero eres! ¡Qué infame! No, yo no era una chiquilla, pero jamás había amado, jamás había faltado a mi deber.
—Ya me lo has dicho veinte veces. Estoy harto de saberlo. Pero ya tenías dos hijas. Yo no te he desflorado.
La señora de Walter retrocedió.
—¡Oh, Georges! ¡Eso es indigno! —dijo.
Se llevó ambas manos al pecho y entre ahogos dejó escapar los sollozos que le henchían la garganta.
Cuando vio asomar las lágrimas, Georges cogió el sombrero, que había dejado en una esquina de la chimenea, y dijo:
—¡Ah! ¿Vas a llorar? Pues, entonces, buenas tardes. Y ¿para darme esta escena me has hecho venir?
Virgine dio un paso para impedirle avanzar. Su voz cobró firmeza por un esfuerzo de la voluntad, y dijo, entre interrupciones que la obligaba el dolor:
—No; he venido para…, para darte una noticia…, una noticia política…, para proporcionarte el medio de ganar cincuenta mil francos… o más, si quieres.
Du Roy, súbitamente dulcificado, repuso:
—¡Cómo! ¿Qué quieres decir?
—Anoche sorprendí, casualmente, una conversación entre mi marido y Laroche, que, por otra parte, no se ocultaban mucho de mí. Walter aconsejaba al ministro que no te pusiera al corriente del asunto, porque lo contarías todo.
Du Roy había dejado el sombrero sobre una silla, y escuchaba con mucha atención.
—¿Qué ocurre, pues?
—¡Van a apoderarse de Marruecos!
—Quita de ahí. Precisamente he almorzado hoy con Laroche, que casi me ha dictado las intenciones del Ministerio.
—No, querido; te han hecho una jugada, porque temen que se conozcan sus intenciones.
—Siéntate —dijo Georges, y empezó por acomodarse él en una butaca.
Su amante cogió un taburete bajito, y se sentó en él, entre las piernas del joven. Luego, prosiguió, en tono ya sereno:
—Como siempre estoy pensando en ti, ahora me fijo en todo lo que se cuchichea a mi alrededor.
Y comenzó a explicarle, lentamente, cómo desde hacía ya algún tiempo había adivinado que se tramaba algo a espaldas de él, que se servían de él, temiendo, al propio tiempo, su concurso.
—El cariño, ¿sabes? —decía—, la avispa a una.
Por fin, la víspera había visto claro. Se trataba, en suma, de un gran negocio, de un gran negocio urdido en la sombra. Y, al decirlo, sonreía satisfecha de su habilidad y se exaltaba al hablar como mujer de un financiero, acostumbrad a presenciar cómo se fraguaban las jugadas de Bolsa, las oscilaciones de los valores, las alternativas de alza y baja que, en dos horas, arruinaban a miles de modestos burgueses, de humildes especuladores que habían colocado sus ahorros en fondos que contaban con la garantía de hombres honrados, respetados, de políticos y banqueros.
—¡Oh! —decía Virgine—. Es tremendo lo que han imaginado, tremendo; Walter es, desde luego, quien lleva la batuta. Bien sabe lo que se hace. La combinación es de primera, puedes creerlo.
Georges se impacientaba con estos preliminares.
—Vamos, explícate de una vez.
—He aquí la cosa: la expedición militar a Tánger quedó decidida entre ellos el mismo día en que Laroche se encargó de la cartera de Negocios Extranjeros y, poco a poco, han ido revalorando el empréstito sobre Marruecos, que estaba muy bajo, a sesenta y cuatro o sesenta y cinco francos. Han hecho esto con mucha habilidad, por medio de agentes turbios, sin escrúpulos, que no despertaban recelos. Han engañado a los propios Rothschild, que se asombraban de verlos comprar marruecos. La respuesta fue el nombramiento de intermediarios. Éstos llevan su parte en el negocio. Esto tranquilizó a la gran Banca. Se va a hacer, pues, la expedición, y, cuando estemos allí, el Estado francés garantizará la deuda. Nuestros amigos habrán ganado cincuenta o sesenta millones. ¿Ves ahora el asunto? ¿Comprendes por qué tienen miedo de todo el mundo? ¿Miedo a la menor indiscreción?
Con la cabeza apoyada en el chaleco del joven y las manos en sus piernas, se estrechaba contra él, dispuesta a todo, a cambio de una caricia, de una sonrisa.
—¿Estás segura de lo que dices? —preguntó Georges.
Su amante respondió con aplomo:
—¡Oh! ¡Ya lo creo!
—Es tremendo, efectivamente. Por lo que hace a ese cochino de Laroche, ya lo cogeré por mi cuenta. ¡Oh, el muy granuja! Su cartera de ministro no le va a durar mucho en las manos. Por lo pronto —rezongó—, saquemos el mejor partido posible de todo esto.
—Puedes suscribirte al empréstito —dijo Virgine—; no está más que a sesenta y dos.
Él replicó:
—Sí, pero no tengo fondos disponibles.
Alzó ella los ojos al rostro de Georges, y le dijo:
—Ya había pensado en ello. Si fueses bueno conmigo, chuchito de mi alma, si me quisieses de veras, me permitirías que yo te los prestase.
Él respondió con brusquedad, con dureza, casi:
—¡Vamos! ¡Estaría bueno!
—Escucha —repuso Virgine con voz implorante—: puedes hacer una cosa, sin necesidad de que nadie te preste dinero. Yo iba a suscribirme al empréstito con diez mil francos, para ir haciendo unos ahorritos. Pues bien: me suscribiré con veinte mil y vamos a medias. Como comprenderás, yo no le voy a dar el dinero a Walter. Si el negocio sale bien, ganas setenta mil francos; si no, me debes diez mil, que ya me pagarás cuando te convenga.
Georges insistió aún en su negativa:
—No. Me gustan poco esas combinaciones.
Ella adujo varios argumentos para decidirlo. Le probó que, en realidad, comprometía él diez mil francos bajo su palabra; que los arriesgaba, en consecuencia, y que ella no le anticipaba un céntimo, puesto que el desembolso había de hacerlo el Banco Walter. Le demostró, en fin, que él era quien había llevado en La Vie Française la campaña que hizo viable aquel negocio, y que sería tonto si no se aprovechaba.
Como Georges vacilase aún, su querida añadió:
—Piensa que, en realidad, es Walter quien adelanta esos diez mil francos, y que vas a devolvérselos en servicios que valen más.
—Pues bien, sea —dijo, al fin, Du Roy—; voy a medias contigo. Si perdemos, te devolveré los diez mil francos.
Virgine se puso tan contenta que, levantándose de su asiento, cogió con ambas manos la cabeza de Georges y empezó a darle ávidos besos.
El joven no se opuso al principio, pero como ella se fuese enardeciendo, recordó que Clotilde llegaría de un momento a otro, y que, si él era débil, perdería el tiempo y dejaría en brazos de la vieja un ardor que estaría mejor empleado con la joven.
La rechazó, pues, suavemente, diciendo:
—Vamos, un poquito de formalidad.
La directora lo miró, desolada.
—¡Oh, Georges! ¿Ni siquiera puedo besarte?
—No, hoy no. Tengo un poco de jaqueca, y esto me sentaría mal.
Se levantó ella dócilmente, entre las piernas de su amante, y le preguntó:
—¿Quieres comer mañana en casa? ¡Qué alegría me darás!
Du Roy dudó unos instantes. Luego, sin atreverse a rehusar, dijo:
—Sí, por cierto. Iré.
—Gracias, amor mío.
Frotaba lentamente una mejilla contra el pecho del joven, con movimiento mimoso y rítmico. Uno de sus largos cabellos se enganchó en el botón del chaleco. Entonces, la de Walter tuvo una idea insensata, una de esas ideas supersticiosas en que, a veces, reside toda la razón de las mujeres. Arrolló muy despacito aquella hebra al botón, se arrancó luego otra e hizo lo propio con el siguiente, y, por tercera vez, repitió el juego, hasta que cada botón tuvo anudado su cabello.
Georges se los arrancaría, sin duda, al levantarse. Pero, así, no lo conseguiría del todo y llevaría sobre sí, sin darse cuenta, algo de ella, un mechón de cabellos que nunca había pedido. Era un lazo con que lo sujetaba, un lazo secreto e invisible, un talismán con que se lo aseguraba. A pesar suyo, Georges pensaría en ella, soñaría con ella y, al día siguiente, la amaría un poco más.
De pronto, dijo Du Roy:
—Tengo que dejarse porque me esperan en la Cámara para cuando acabe la sesión. Hoy no puedo faltar.
Virgine suspiró.
—¡Oh! —dijo.
Luego, resignada, añadió:
—Vete, amor mío. Pero no dejes de ir mañana a comer a casa.
De repente, se apartó de él. Sintió un instantáneo e intenso dolor de cabeza, como si le hubiesen pellizcado la piel con unas tenazas. Contenta de haber sufrido algo por su amante:
—¡Adiós! —le dijo.
Georges la estrechó en sus brazos, con una sonrisa compasiva, y la besó, con frialdad, en los labios.
Ella, enloquecida por este contacto, murmuró:
—¡Ya! —y dirigió una mirada suplicante a la alcoba, cuya puerta estaba a medio abrir.
Du Roy, apartándola de sí, le dijo precipitadamente:
—Tengo que irme. Voy a llegar tarde.
Virgine le ofreció los labios, que él apenas rozó. Entregando a su amante la sombrilla, que se dejaba olvidada, dijo Georges:
—Vamos, date prisa. Son más de las tres.
La directora salió delante de él, repitiendo:
—Mañana, a las siete.
—Mañana, a las siete —respondió el joven.
Y se separaron. Ella se fue por la derecha y él por la izquierda.
Du Roy llegó hasta el bulevar exterior. Luego, bajó por el de Malesherbes, muy despacio. Al pasar frente a una confitería, vio en una copa de cristal castañas heladas, y pensó: «Voy a llevarle una libra a Clotilde». Y compró un paquete de aquella golosina, que a la de Marelle le gustaba con locura. A las cuatro, llegó de nuevo al piso, para esperar a su joven querida.
Ésta llegó un poco retrasada, porque su marido había venido a pasar ocho días en París.
—¿Puedes venir mañana, a las siete, a cenar con nosotros? —preguntó Clotilde—. A él le encantará verte.
—No me es posible. Ceno en casa del director. Tenemos que hablar de una porción de asuntos políticos y financieros. Clotilde se había quitado el sombrero. Ahora se despojaba de la blusa, que la apretaba mucho.
Georges le enseñó el paquete.
—Te he traído castañas heladas —dijo.
La de Marelle dio unas palmaditas.
—¡Ay, qué bien! ¡Qué rico eres!
Las cogió, dando saltitos.
—Están deliciosas —declaró—. Me parece que no voy a dejar ni una.
Y, mirando a Georges con alegre sensualidad, añadió:
—Tú satisfaces todos mis vicios.
Comía las castañas despacito, y echaba frecuentes miradas al paquete, para ver si todavía quedaban algunas.
—Oye —dijo—, siéntate en esa butaca; yo voy a ponerme agachadita entre tus piernas para seguir mordisqueando mis bombones. Verás qué bien estoy así.
Sonrió Du Roy, se sentó y la puso entre sus muslos, como poco antes estuviera la señora de Walter.
Clotilde alzó la cabeza hacia él, y le dijo, con la boca llena:
—He soñado contigo, ¿sabes? He soñado que hacíamos un viaje muy largo, los dos solitos, en un camello que tenía dos jorobas. Tú ibas montado en una y yo en la otra. Llevábamos unos bocadillos envueltos en un papel y una botella de vino, y comíamos cada uno en su joroba. Pero, como no podíamos hacer otra cosa me aburría mucho. Estábamos demasiado lejos el uno del otro, y yo sólo quería desmontar.
Georges respondió:
—También yo quiero desmontar.
Se reía, muy divertido con la historia, y la estimulaba a decir gansadas, a charlar, a contar todas esas niñerías, todas esas tiernas bobadas que derrochan los enamorados. Chiquilladas, en fin, que le parecían encantadoras en boca de la de Marelle y en labios de la Walter le hubieran exasperado.
Clotilde lo llamaba también «amor mío», y en ella, estas palabras se le antojaban dulces y acariciadoras. Dichas por la otra, le habían asqueado e irritado pocos momentos antes. Y es que el lenguaje del amor no suena siempre lo mismo, porque toma el gusto de los labios de donde sale.
Pero, aunque estas locuras le agradaban, no dejaba Georges de acordarse de los setenta mil francos que iba a ganar. Por lo que, dándole unos golpecitos con los dedos en la cabeza, contuvo la locuacidad de su amante.
—Escucha, gatita —le dijo—. Voy a hacerte un encargo para tu marido. Dile, de mi parte, que mañana mismo se suscriba con diez mil francos al empréstito de Marruecos, que está a setenta y dos, y yo le aseguro que con eso habrá ganado de setenta a ochenta mil francos en tres meses. Recomiéndale absoluto silencio. Dile, también de mi parte, que la expedición a Tánger está ya decidida, y que el Estado va a garantizar la deuda marroquí. Pero no hables de esto con nadie más. Lo que te he dicho es un secreto.
Ella lo escuchaba muy seria.
—Te agradezco mucho tu consejo —manifestó—. Esta noche se lo diré a mi marido. Puedes estar seguro de que no hablará de esto con nadie. Es hombre muy de fiar. No tengas cuidado. No dirá nada a nadie.
Había acabado ya con las castañas. Estrujó el cartucho vacío entre las manos y lo arrojó a la chimenea. Luego dijo:
—Vamos a acostarnos —y sin levantarse, comenzó a desabrocharle el chaleco a Georges.
De pronto se detuvo. Había sacado, entre los dedos, un largo cabello.
—¡Mira —dijo riéndose—, un pelo de Madeleine! Esto es lo que se llama un marido fiel.
Mas, en seguida, se puso seria. Extendió sobre su mano el imperceptible cabello que acababa de encontrar y murmuró:
—No es de Madeleine, es negro.
Du Roy se echó a reír.
—Probablemente, será de la doncella —afirmó.
Pero ya Clotilde examinaba el chaleco con atención policíaca, y cogió un segundo cabello arrollado a otro botón. Advirtió luego un tercer cabello y, ya un poco nerviosa, exclamó:
—¡Ah! Tú te has acostado con una mujer que te ha atado sus pelos a cada botón.
Él, asombrado, balbucía:
—Te aseguro que no. ¡Estás loca!
De repente, recordó y comprendió. Un poco azorado al principio, se rehízo en seguida y volvió a reír burlonamente, satisfecho en el fondo, de que su amante se figurase que tenía partido con las mujeres.
Clotilde seguía su investigación y encontrando cabellos que desenrollaba y arrojaba luego sobre la alfombra.
Su instinto femenino le había hecho adivinar, y, enfurecida, rabiosa, a punto de llorar, febrilmente balbucía:
—Te quiere y ha tratado de hacerte llevar encima algo suyo. ¡Oh, cómo me engañas!
En esto, lanzó un grito, un grito estridente, de insensata alegría.
—¡Oh! —dijo—. ¡Es una vieja! ¡Mira, mira una cana! ¡Ah! ¡Ahora te dedicas a las viejas!… ¿Es que te pagan, di…, es que te pagan?…. ¡Ah! Te gustan las viejas, ¿eh? Entonces, yo no te hago falta. Guárdate a la otra.
Se levantó, cogió su blusa, que había dejado en una silla, y se la volvió a poner en un santiamén.
Georges, avergonzado y balbuciente, quería retenerla:
—¡Oh! La verdad es que eres estúpida…, yo no sé qué es esto… escucha… ven acá…, vamos a ver…, ven…
Clotilde repetía:
—Guárdate a la vieja… guárdatela… Dile que se haga una sortija con su pelito…, con su pelito blanco. Con eso te basta.
Con rápidos y nerviosos ademanes se había vestido, peinado y puesto el sombrero, y, como él intentase asirla, le dio, en pleno rostro, un soberano bofetón. Aprovechando el aturdimiento de Georges, abrió la puerta y se fue…
Cuando Du Roy se quedó solo, lo acometió un acceso de rabia frenética contra aquella mula vieja de la Walter. ¡Ah! Ahora sí que le iba a mandar a freír espárragos o a otra cosa peor.
Se frotó con agua la mejilla, que aún estaba roja, y a su vez salió, pensando en su venganza. Esta vez no la perdonaría. ¡Ah no!
Dio una vuelta por el bulevar y se detuvo ante el escaparate de una relojería para contemplar un cronómetro que, desde hacía tiempo, deseaba adquirir y que costaba mil ochocientos francos.
De pronto pensó: «Si gano mis setenta mil francos, podré pagarme ese capricho», y sintió en el corazón un jubiloso latido al imaginar todas las cosas que podría hacer con aquellos setenta mil francos.
Por lo pronto, sería diputado, compraría su cronómetro, jugaría a la Bolsa y luego…, luego…
No quiso ir al periódico, prefería charlar un rato con Madeleine, antes de ver a Walter y escribir el artículo. Se encaminó, pues, a su casa.
Cuando llegó a la calle de Rouot, se paró en seco. Se le había olvidado preguntar por el conde de Vaudrec, que vivía en la Chaussée D'Antin. Volvió dando un paseo, pensando en mil cosas agradables y buenas, sumido en un feliz ensueño de próxima fortuna. Penaba también en el granuja de Laroche y en aquella vieja apolillada de directora. En cuanto al enfado de Clotilde, no le inquietaba mucho, pues bien sabía que el perdón no se haría esperar.
Cuando llegó a la casa en la que vivía el conde, preguntó al portero:
—¿Cómo sigue el señor de Vaudrec? Me han dicho que estaba enfermo.
—El señor conde está muy mal. Seguramente no saldrá de esta noche. La gota ataca ya al corazón.
Quedó Du Roy tan impresionado que no sabía qué hacer. ¡Vaudrec, moribundo! Por el cerebro del joven pasó un tropel de ideas confusas, perturbadores, que no se atrevía a confesarse a sí mismo.
—Gracias…, ya volveré —tartamudeó, sin darse apenas cuenta de lo que decía.
Tomó un coche, que lo llevó a su casa.
Su mujer había llegado. Georges entró muy sofocado en el gabinete. Al verla, dijo de sopetón:
—¿Sabes que Vaudrec se está muriendo?
Madeleine estaba leyendo una carta. Alzó los ojos y preguntó tres veces seguidas:
—¿Eh? ¿Qué dices?… ¿Qué dices?… ¿Qué dices?…
—Digo que Vaudrec se está muriendo de un ataque de gota que se extiende ya al corazón.
Y añadió:
—¿Qué piensas hacer?
Ella se había levantado de su asiento, lívida y con el rostro agitado por nerviosas sacudidas. Lo ocultó luego entre las manos y se echó a llorar amargamente. Estaba en pie, convulsa de sollozos, destrozada por el dolor.
Logró de pronto sobreponerse a él, y enjugándose los ojos:
—Me…, me voy allá —dijo—. No te preocupes por mí…, no sé a qué hora volveré…, no me esperes.
—Muy bien. Vete —contestó él.
Se dieron la mano, y Madeleine se fue tan de prisa que se olvidó de coger los guantes.
Georges cenó solo, y después se puso a escribir su artículo. Siguió estrictamente las indicaciones del ministro, de suerte que dejó adivinar a los lectores que la expedición a Tánger no se realizaría. Lo llevó luego al periódico, conferenció unos minutos con el director y se volvió a su casa, fumando un cigarrillo y con el corazón alegre, sin acertar a explicarse por qué.
Su mujer no había vuelto aún. Se acostó solo y se durmió.
Madeleine regresó hacia medianoche. Georges despertó bruscamente y se sentó en el lecho.
—¿Qué hay? —preguntó.
Nunca había visto tan pálida ni tan emocionada a su esposa.
Ésta murmuró:
—Ha muerto.
Georges, la miraba fijamente.
—¡Ah! Y… ¿sin decirte nada?
—Nada. Cuando yo llegué había perdido el sentido.
Georges se quedó pensativo. A los labios le acudían preguntas que no se atrevía a formular.
—Acuéstate —dijo.
Ella se desnudó rápidamente, y se deslizó en el lecho, junto a su marido. Éste continuó:
—¿Había algún pariente a su cabecera?
—Un sobrino, nada más.
—¡Ah! ¿Lo visitaba a menudo el tal sobrino?
—Casi nunca. No se habían visto desde hacía diez años.
—¿Tenía más familia?
—No; creo que no.
—Entonces…, ¿lo heredará ese sobrino? —No lo sé.
—¿Era muy rico Vaudrec? —¡Oh! Muy rico.
—¿Sabes cuánto tenía, sobre poco más o menos? —No lo sé exactamente. Quizá uno o dos millones de francos. Georges no habló más. Madeleine apagó la luz, y ambos, tendidos el uno al lado del otro, permanecieron inmóviles, desvelados, sumidos en sus pensamientos.
Du Roy no tenía ganas de dormir. Ya le parecían pocos los setenta mil francos prometidos por la señora de Walter. De pronto, le pareció que Madeleine lloraba. Para asegurarse de ello, Georges preguntó:
—¿Duermes?
—No.
Tenía la voz trémula y empapada en llanto. Él continuó:
—Se me había olvidado decirte que tu famoso ministro nos ha tirado por la borda. —¿Cómo es eso?
Georges contó, muy por lo largo, con todo detalle, la maniobra urdida entre Laroche y Walter.
Cuando hubo terminado, le preguntó su esposa:
—¿Cómo sabes tú eso?
Du Roy respondió:
—¿Me permites que no te lo diga? Tú tienes tus medios de información, que yo no trato de averiguar. Yo tengo los míos, que deseo reservarme. En todo caso, respondo de la exactitud de mis noticias. Entonces ella murmuró:
—Sí, es posible. No me sorprende que hicieran cualquier cosa sin contar con nosotros.
Mientras hablaban, Du Roy, que no tenía sueño, se había ido acercando poco a poco a su mujer y le daba lentos besos en una oreja. Madeleine le dijo:
—Te ruego que me dejes. No estoy ahora para fiestas.
Georges, resignado, se volvió de cara a la pared, cerró los ojos y acabó por dormirse.