Al día siguiente, al entrar en el periódico, Du Roy se dirigió a Boisrenard.
—Mi querido amigo —le dijo—, tengo que pedirle un favor. Desde hace algún tiempo, algunos compañeros encuentran divertido llamarme Forestier. Ya me va cansando la broma. Ten la bondad de prevenir, amablemente, a esos camaradas que abofetearé al primero que, en lo sucesivo, se permita esa guasa. En ellos está pensar si vale la pena exponerse a una estocada. Me dirijo a ti porque eres un hombre sereno, que sabe evitar los extremos violentos, y también porque me serviste de padrino en otra ocasión.
Boisrenard se encargó de aquella comisión y Du Roy salió para hacer algunas diligencias. Volvió una hora después y nadie le llamó Forestier.
Cuando volvió a su casa oyó en la sala voces de mujer.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
La señora de Walter y la señora de Marelle —le contestó el criado.
Georges sintió que el corazón le latía un poco más de prisa. «Bueno, ya veremos», se dijo abriendo la puerta.
Clotilde estaba a un lado de la chimenea y en la zona luminosa de un rayo de sol que entraba por la ventana. A Georges le pareció que, al verle, palidecía un poco. Luego de haber saludado a la señora de Walter y a sus dos hijas, sentadas, como dos centinelas, una a cada lado de su madre, Du Roy se dirigió a su examante. Ésta le tendió su mano, que él estrechó con intención, como si dijese: «La amo a usted todavía». Ella correspondió a esta presión.
Georges preguntó:
—¿Le ha ido a usted bien durante el siglo que llevamos sin vernos?
Clotilde respondió con desenvoltura:
—Sí. ¿Y a usted, Bel Ami?
Y volviéndose hacia Madeleine, dijo:
—¿Me permites que le siga llamando Bel Ami?
—Desde luego, querida. Yo permito cuanto tú quieras —repuso Madeleine, con cierto matiz de disimulada ironía.
La señora de Walter hablaba de una fiesta que Jacques Rival iba a dar en su piso de soltero. Se trataba de un asalto de armas, al que asistirían muchas damas del gran mundo.
—Será muy interesante —decía—, pero estoy desolada, porque no tenemos quien nos lleve. Mi marido está fuera para entonces.
Du Roy se ofreció en seguida, y la señora de Walter aceptó.
—Mis hijas y yo le quedaremos muy agradecidas —dijo.
Georges contemplaba a la menor de las señoritas de Walter y se decía: «No está mal del todo esta Suzanne». Parecía una muñeca rubia y quebradiza, demasiado bajita, pero esbelta; tenía la cintura muy estrecha, bien proporcionados el pecho y las caderas, carita de miniatura, ojos de esmalte, de un azul grisáceo, agrandados por el lápiz con tonos y matices que parecían obra de un pintor minuciosos y fantaseador; la piel era muy blanca, tersa, suave, compacta, sin granos, tintes y afeites, y los cabellos crespos, rizosos, una leve maraña, hábilmente revuelta, una encantadora nube que se asemejaba, en efecto, a las cabelleras de las lindas muñecas de lujo que se veían pasar en brazos de las chiquillas, mucho menos altas que su juguete.
La hermana mayor, Rose, era fea, lisa como una tabla, insignificante. Una de esas muchachas en las que nadie se fija, a quien nadie habla y de quien nadie se ocupa.
La madre se levantó, y dirigiéndose a Du Roy le dijo:
—De modo que cuento con usted para el jueves, a las dos de la tarde.
—No faltaré, señora —respondió galantemente Georges.
En cuanto se hubo marchado, la señora de Marelle se levantó, a su vez.
—Hasta la vista, Bel Ami.
Fue ella entonces quien le dio un expresivo y prolongado apretón de manos. Georges se sintió conmovido por aquella silenciosa confesión, súbitamente enamorado otra vez de aquella burguesita bohemia y buena muchacha, a la que acaso quería de veras.
«Mañana iré a verla», pensó.
Apenas quedó solo frente a su mujer, Madeleine se echó a reír con una sonrisa franca y gozosa, y mirándole fijamente, dijo:
—¿Sabes que has inspirado una pasión a la señora de Walter?
Él respondió, incrédulo:
—¡Vamos, mujer!
—Que sí, hombre, te lo aseguro. Me ha hablado de ti con un entusiasmo loco, cosa rara en ella. Quisiera encontrar dos maridos como tú para sus hijas. Felizmente, en ella nada de esto tiene importancia.
Georges no comprendía lo que con esto quería decir su mujer.
—¿Cómo que no tiene importancia? —preguntó.
Madeleine replicó con la convicción de una mujer segura de sus juicios:
—¡Oh! La señora de Walter es una de esas mujeres de las que jamás se ha murmurado: lo que se dice jamás, jamás. Es intachable en todos los aspectos. A su marido le conoces tan bien como yo; pero ella es otra cosa. Desde luego, le ha costado muchos sufrimientos el haberse casado con un judío; pero le ha sido siempre fiel. Es una mujer honrada.
Du Roy quedó sorprendido.
—Yo creí que también ella era judía —dijo.
—Nada de eso. Es una señora parisiense que interviene en todas las obras piadosas de la Madeleine. Está casada por la Iglesia.
Georges dijo:
—¡Ah!… ¿De modo… que… le soy simpático?
—Positivamente, y del todo. Si no estuvieses ya comprometido, te aconsejaría que pidieras la mano de Suzanne. La de Suzanne mejor que la de Rose, ¿verdad?
Georges respondió, retorciéndose el bigote:
—¡Eh! Tampoco la madre es despreciable todavía.
Madeleine dijo con impaciencia:
—Con la madre no cuentes, ¿sabes, nenito? Por esa parte estoy bien tranquila A sus años no se comete la primera falta. Hay que decidirse antes.
Georges pensaba: «¡Si fuese verdad que me hubiese podido casar con Suzanne!».
Se encogió de hombros. «¡Bah! ¿Acaso el padre me hubiera aceptado nunca?».
Se prometió a sí mismo observar en adelante con más atención la actitud de la señora de Walter con respecto a él, sin preguntarse de momento qué ventaja podría sacar de ello.
Durante toda la noche, Du Roy se vio perseguido por los recuerdos de sus amores con Clotilde, recuerdos tiernos y sensuales al mismo tiempo. Evocaba sus ocurrencias, sus gracias, sus travesuras, y sin cesar se repetía:
«¡Es verdaderamente deliciosa! ¡Oh! Mañana iré a verla».
En efecto, al día siguiente, después de almorzar, fue a la calle de Verneuil. La misma criada de antaño le abrió la puerta, y con esa confianza peculiar a las domésticas de la clase media, le preguntó:
—¿Está usted bien, señor?
Georges replicó:
—Muy bien, hija mía.
Entró en la sala, donde una mano torpe hacía escalas en el piano. Era Laurine. Du Roy creyó que le saltaría al cuello; pero la niña se levantó con gravedad, saludó ceremoniosamente, como lo hubiese podido hacer una persona mayor, y se retiró con mucha dignidad. Tenía tal aire de mujer ultrajada, que Georges se quedó sorprendido. Entró la madre y le tomó y besó las manos.
—¡Cuánto he pensado en usted! —le dijo.
—Y yo en usted —respondió ella.
Se sentaron y sonrieron, mirándose fijamente y con deseos de besarse en los labios.
—Clotilde mía, la amo. —Y yo a usted.
—Entonces… entonces… ¿no me tomaste aborrecimiento?
—Sí y no. Al principio, aquello me dio mucha rabia. Pero luego comprendí tus razones, y me dije: «¡Bah! Un día u otro volverá a buscarme».
—No me atrevía a volver. Me preguntaba cómo sería recibido. No me atrevía, pero buenas ganas me daban. A propósito, dime ¿qué le pasa a Laurine? Apenas me ha dado los buenos días y se ha ido furiosa.
—No lo sé; pero desde tu matrimonio no se le puede hablar de ti. Voy creyendo que está celosa.
—¡Qué cosas tienes!
—Pues sí, querido. Ya no te llama Bel Ami. Te llama «el señor Forestier». Georges enrojeció. Luego, acercándose a Clotilde, dijo:
—Dame esa boca. Ella se la ofreció.
—¿Dónde podremos vernos ahora? —preguntó el joven.
—Pues… en la calle de Constantinopla.
—¿No está alquilado el piso?
—No. Lo he conservado yo.
—¿Qué tú lo has conservado?
—Sí. Siempre pensé que volverías. Jamás desesperé de recobrarte. Una bocanada de orgullosa alegría le llenó el pecho. Clotilde le amaba, pues, con amor verdadero, constante, profundo.
—Te adoro —murmuró—. ¿Y tu marido?
—¡Oh! Bien. Acaba de pasar un mes aquí. Anteayer se fue.
Du Roy no pudo menos de decir:
—¡Qué peso tienes con él!
—Sí, mucho. Pero cuando está aquí, no molesta demasiado. Digo, tú lo sabes.
—Verdaderamente. Por lo demás, es un hombre encantador.
—Y a ti —preguntó Clotilde—, ¿qué tal te va en tu nueva vida?
—Ni bien ni mal. Mi mujer es una camarada, una asociada.
—¿Nada más?
—Nada más. En cuanto a mi corazón…
—Comprendido. Es muy bonita, sin embargo.
—Sí, pero a mí no me dice nada.
Se acercó más a Clotilde y susurró:
—¿Cuándo volveremos a vernos?
—Pues… mañana…, si quieres.
—Sí, mañana. ¿A las dos?
—A las dos.
Georges se levantó para marcharse.
—Oye —balbució un poco azorado—, voy a tomar otra vez para mí el piso de la calle de Constantinopla. Lo quiero así, ¿sabes? No faltaría más sino que lo pagases tú.
Ahora fue ella quien le besó las manos en actitud de adoración, murmurando:
—Haz lo que quieras. A mí me basta haberlo conservado para que podamos vernos de nuevo en él.
Du Roy se fue muy satisfecho.
Al pasar ante el escaparate de un fotógrafo, el retrato de una señora alta, de ojos grandes, le recordó a la señora de Walter. «Es igual a ésta —se dijo—; no debe de estar mal todavía. ¿En qué consistirá que nunca me había fijado en ella? Tengo ganas de ver qué cara me pone el jueves».
Sin dejar de andar se frotaba las manos con íntima alegría, la alegría que proviene de la buena fortuna con las mujeres, la alegría egoísta del hombre listo que triunfa, la sutil alegría hecha de vanidad halagada y sensualidad satisfecha que da la ternura femenina.
Llegado el jueves, Georges dijo a Madeleine:
—¿No vienes a ese asalto en casa de Rival?
—¡Oh, no! Eso apenas me divierte. Iré a la Cámara de los Diputados.
Du Roy fue a buscar a la señora de Walter en un landó descubierto, pues hacía un tiempo admirable.
Se sorprendió al verla: tan bella y tan joven estaba. Lucía un vestido blanco, cuyo cuerpo, un poco abullonado, dejaba adivinar, bajo el encaje de seda, la henchida curva de los senos. Nunca le había parecido tan lozana. La juzgó verdaderamente apetitosa. Apacible y digna, como siempre, su aspecto de buena mamá hacía que pasase casi inadvertida a los ojos de los hombres. Apenas hablaba sino para decir cosas corrientes, razonables y sensatas, como convenía a sus ideas de orden, metódicas, aseguradas para todos los excesos.
Su hija Suzanne, completamente vestida de rosa, parecía un Wateau recién pintado, y la hermana mayor podía pasar por la señorita de compañía de aquel lindo muñeco.
Ante la puerta de Rival, se hallaba estacionada una fila de coches. Du Roy ofreció el brazo a la señora de Walter, y ambos entraron.
El salto se daba a beneficio de los huérfanos del sexto distrito de París, y estaba patrocinado por las esposas de todos los senadores y diputados que tenían alguna relación con La Vie Française.
La señora de Walter había prometido ir con sus dos hijas, pero no quiso figurar entre las damas que constituían el patronato, pues no prestaba su nombre más que a las obras emprendidas por el clero. Y no porque fuese muy devota, sino porque su matrimonio con un israelita la obligaba ante ella misma a cierta ostentación religiosa; y la fiesta organizada por el periodista tenía una a modo de significación republicana que podía hacerla parecer anticlerical.
Tres semanas antes se leía en los periódicos de todos los matices:
Nuestro ilustre compañero en la Prensa Jacques Rival ha tenido la feliz y generosa iniciativa de organizar, a beneficio de los huérfanos del sexto distrito de París, una fiesta en la linda sala de armas que tiene en su piso de soltero.
Las invitaciones serán hechas por las señoras de Laboigne, Remontel y Rosselin, esposas de los senadores de los mismos apellidos, y las de los conocidos diputados señores Laroche-Mathieu, Percerol y Firmin. Durante uno de los descansos se hará una cuestación[23], cuyo importe será inmediatamente entregado a la primera autoridad municipal del distrito o a la persona que la represente.
Era un reclamo «monstruo», urdido en provecho propio por el sagaz periodista.
Jacques Rival recibía a los que iban llegando en la antesala de su piso, donde había preparada una merienda cuyos gastos eran con cargo a los ingresos que se obtuviesen.
Con amable ademán indicaba la escalerita por donde se bajaba a la cueva en que había instalado la sala de armas y el tiro de pistola.
—Bajen ustedes, señoras y señores —decía—; bajen ustedes. El asalto se celebrará en los sótanos.
Cuando llegó la mujer de su director se precipitó a su encuentro. Luego, estrechando la mano de Du Roy le dijo:
—Buenas tardes, Bel Ami.
El otro, sorprendido, repuso:
—¿Quién le ha dicho que…?
Rival le cortó la palabra:
—La señora de Walter, aquí presente, y que encuentra muy bonito ese apodo.
La señora de Walter enrojeció.
—Le confieso a usted —dijo— que si le hubiese conocido antes hubiese hecho como Laurine: Le habría llamado Bel Ami. Le va muy bien ese nombre.
Du Roy contestó, riendo:
—Hágalo así, señora, se lo ruego.
La dama bajó los ojos.
—No —dijo—. No tenemos suficiente confianza para eso.
Georges murmuró:
—¿Me permite esperar que algún día la tendremos?
—Bueno, ya veremos —dijo ella.
El joven desapareció por la estrecha escalera, alumbrada por un mechero de gas. La brusca transición de la luz del día a aquella claridad amarillenta, tenía algo de lúgubre. Por los peldaños en caracol salía un olor a subterráneo, a cálida humedad, a moho de paredes lavadas para aquella ocasión; ascendían, asimismo, ráfagas de benjui[24], que recordaban los sagrados oficios, y emanaciones femeninas de Lubin, verbena, iris y violetas.
Por aquel hueco llegaba gran rumor de voces, un zumbido de inquieta muchedumbre.
La cueva estaba iluminada con guirnaldas de mecheros de gas y farolillos a la veneciana, ocultos bajo el follaje que tapizaba los salitrosos muros. La bóveda estaba adornada con helechos y el suelo alfombrado de hojas y flores.
Todo esto parecía encantador, deliciosamente fantástico. En el sotanillo del fondo, habían dispuesto una plataforma para los tiradores, con dos filas de sillas para los jueces. Y en la cueva grande se alineaban, de diez en diez, a derecha e izquierda, cerca de doscientas banquetas. Pero los invitados eran cuatrocientos.
Ante la plataforma, varios jóvenes, en traje de asalto, con los miembros tensos, la cintura doblada, el bigote enhiesto, tomaban ya actitudes de combate. Se los llamaba por su nombre, se designaba a los maestros y a los aficionados, entre los que figuraban todas las notabilidades de la esgrima. Alrededor de ellos, charlaban unos señores de levita, jóvenes y viejos, que tenían cierto aire de familia con los tiradores. Procuraban también ser vistos, reconocidos y nombrados. Eran los príncipes de la espada, vestidos de paisano, los maestros del botonazo.
Casi todas las banquetas estaban ocupadas por mujeres que levantaban gran revuelo de faldas y un vasto rumor de voces… Se abanicaban como en el teatro, porque en aquella gruta subterránea hacía un calor de horno. Algún guasón gritaba de cuando en cuando: «¡Horchata! ¡Limonada! ¡Cerveza!».
La señora de Walter y sus hijas ocuparon los asientos que les habían reservado, en primera fila. Después de dejarlas acomodadas, Du Roy hizo ademán de marcharse.
—Me veo obligado a dejarlas —dijo—; los hombres no podemos ocupara las banquetas. Están reservadas para las señoras.
Pero la señora de Walter contestó, vacilando:
—Quisiera que no se marchase usted para que vaya usted nombrándome los tiradores. Mire: si se queda en pie ahí, en la esquina de ese banco, no molestará a nadie.
Y al decir esto, miraba dulcemente a Du Roy.
—Vamos —insistió—, quédese con nosotros… señor Bel Ami. Le necesitamos.
Georges contestó:
—Obedeceré con mucho gusto, señora.
Por todas partes se oía: «Es muy graciosa esta cueva, muy mona».
¡Bien conocía Georges aquel salón abovedado! Se acordaba de la mañana que había pasado allí la víspera de su duelo, completamente solo, frente a un cartón que, desde el fondo del segundo sótano, lo contemplaba como un ojo enorme y temible.
Se oyó la voz de Jacques Rival, que venía de la escalera.
—¡Vamos a empezar, señoras! ¡Atención! Vamos a empezar.
Y seis caballeros de levitas muy ajustadas, para que resaltase más el tórax, subieron a la plataforma y se sentaron en las sillas destinadas al Jurado.
Sus nombres circulaban entre los espectadores: el general Raynaldi, presidente, un señor bajito y con unos bigotes muy grandes; el pintor Joseph Roudet, alto, calvo, con luenga barba; Mathieu de Ujar, Simón Ramoncel, Pierre de Garvin, los tres jóvenes y elegantes, y Gaspar Merleron, maestro de esgrima.
A ambos lados fueron colocadas sendas cartelas. La de la derecha decía: «Señor Crévecouer», y la de la izquierda: «Señor Plumeau».
Eran dos maestros, dos buenos maestros de segunda fila. Ambos eran secos, tenían cierto aire militar y ademanes harto duros. Hicieron, como autómatas, el saludo de armas y comenzaron a atacarse mutuamente. Con sus blancos trajes de tela y gamuza parecían dos pierrrots-soldados que se batieran por broma.
De vez en cuando se oía la palabra «¡tocado!» y los jueces adelantaban la cabeza con gesto de inteligentes en la materia. El público no veía más que dos marionetas vivas que se agitaban y extendían el brazo. No comprendía nada, pero estaba satisfecho. Sin embargo, aquellos dos fantoches no le hacían mucha gracia y los encontraba vagamente ridículos. Recordaban a los luchadores de madera que se venden, el día de Año Nuevo, en los bulevares.
Los dos primeros luchadores fueron reemplazados por los señores Plantón y Carpín, maestro civil e uno y militar el otro. Plantón era muy bajito y Carpín muy gordo. Se hubiera dicho que el primer floretazo desinflaría aquel globo como a un elefante de goma. Hubo risas. El señor Plantón saltaba como un mono; el señor Carpín no movía más que el brazo, pues a causa de su gordura no podía mover el resto del cuerpo. Cada cinco minutos se tiraba a fondo y echaba hacia adelante todo su peso con tal ímpetu, que parecía haber tomado la resolución más enérgica de su vida. Luego le costaba mucho trabajo volver a erguirse.
Los peritos estimaron su juego muy seguro y muy cerrado. Y el público, crédulo, lo estimó también así.
Vinieron luego los señores Porión y Lapalme, maestro y aficionado, respectivamente, que se entregaron a una desenfrenada gimnasia corriendo el uno alrededor del otro con verdadera furia, obligando a los jueces a huir con sus sillas a cuestas, atravesando y volviendo a atravesar la plataforma, el uno avanzando, retrocediendo el otro con vigorosos y cómicos saltos. Daban también brinquitos hacia atrás que hacían reír a las damas, y largas zancadas hacia adelante que, a pesar de todo, emocionaban un poco. Este asalto a paso gimnástico fue resumido por una voz, que gritó: «¡A ver si os dais de vera, que ya es hora!». La concurrencia, molesta por tal falta de gusto, hizo «¡chis!». El dictamen de los expertos fue conocido en seguida: los tiradores habían demostrado gran vigor y a veces falta de táctica.
La primera parte terminó con un interesante paso de armas entre Jacques Rival y el famoso profesor belga Lebegne. Rival gustó mucho a las señoras. Era realmente un guapo mozo, bien plantado, esbelto, ágil y más garboso que cuantos le habían precedido en su manera de mantenerse en guardia y tirarse a fondo; se advertía cierta elegancia mundana, que contrastaba con el estilo enérgico, pero un poco vulgar, de su adversario. «Se ve el hombre bien educado», decían todos.
Tuvo un gran éxito y fue muy aplaudido.
Al cabo de unos minutos se oyó en el piso de arriba un gran ruido que intrigó a los espectadores. Era un rumor de pisadas acompañado de sonoras risas. Los doscientos invitados que no habían podido acomodarse en la cueva se divertían, sin duda, a su modo. En la angosta escalera de caracol se amontaban hasta cincuenta hombres. Abajo, el calor era terrible. Se oían voces de «¡aire, aire!». El mismo guasón de antes daba agudos gritos que dominaban el vasto rumor de la concurrencia: «¡Horchata! ¡Limonada! ¡Cerveza!».
Rival salió a la plataforma. Estaba aún muy sofocado y seguía vistiendo su traje de esgrima.
—Voy a ordenar que les sirvan a ustedes un refresco —anunció, y corrió a la escalera.
Pero la comunicación con su piso estaba interceptada. Hubiese sido más fácil penetrar por el techo que atravesar la muralla humana que obstruía el paso por los peldaños.
Rival gritaba:
—¡Déjenme pasar! Voy por helados para las señoras.
Cincuenta voces gritaron: «¡Helados!». Al fin apareció una bandeja, pero no llevaba más que copas vacías. Los refrescos habían desaparecido en el camino.
Un vozarrón berreó: «¡Ahí dentro se ahoga uno! ¡Acabad de una vez, y vámonos!».
Otro chilló: «¡La colecta!», y el público, que apenas podía respirar, pero alegre, a pesar de todo, repitió: «¡La colecta, la colecta, la colecta!».
Seis señoras comenzaron a recorrer las filas de banquetas. Se oía el leve rumor de las monedas al caer en las bolsas que presentaban.
Du Roy iba diciendo a la señora de Walter los nombres de la gente conocida. Eran hombres de mundo, periodistas; los de los grandes periódicos, de los periódicos antiguos, que miraban de algo abajo a La Vie Française, con cierta reserva, hija de su experiencia. ¡Habían visto morir tantas de esas hojas político-financieras, hijas de turbias combinaciones y arrastradas por la caída de un Ministerio! Había también allí pintores y escultores, que son, por lo general, aficionados a los deportes; un poeta académico, que se mostraban unos a otros; dos músicos y muchos aristócratas extranjeros, cuyos apellidos silabeaba Du Roy: Rast, que quería decir rastacuero[25], para imitar a los ingleses, que añaden un esq: a sus nombres en las tarjetas de visita.
Alguien lo saludó:
—Buenas tardes, mi querido amigo.
Era el conde de Vaudrec. Du Roy se excusó con las damas y fue a estrecharle la mano.
Volvió en seguida y afirmó:
—Este Vaudrec es verdaderamente encantador. Huele a aristócrata a mil leguas.
La señora de Walter no contestó. Su pecho se henchía trabajosamente al recibir el aire de los pulmones. Esto atrajo la mirada de Du Roy, que, de vez en cuando, se encontraba con la directora, azorada, indecisa, y que, sin motivo alguno, se posaba en él para rehuirlo luego.
Los postulantes seguían pasando sus bolsas, ya llenas de plata y oro. En el estrado apareció una nueva cartela, donde se leía: «Gran sorpresa». Los miembros del Jurado ocuparon sus puestos, entre la natural expectación.
Salieron dos mujeres, florete en mano y en traje de armas: mallas muy ajustadas, de faldas que apenas les cubrían medio muslo y petos tan abultados, que las obligaban a tener la cabeza erguida. Ambas eran jóvenes y bonitas. Sonrieron al saludar a la concurrencia, que las ovacionó largamente.
Las combatientes se pusieron en guardia entre murmullo de piropos y cuchicheo de chistes.
Una leve y unánime sonrisa se dibujaba en los labios de los jueces, que aprobaban cada botonazo con «bravos» casi en voz baja.
Al público le gustaba mucho este asalto, y así se lo atestiguaba a las dos rivales, que encendían el deseo de los hombres y despertaban en las mujeres la innata afición del pueblo parisiense a las amables travesuras, a la elegancia un poco chulona, a la bella postiza y la gracia falsificada de las artistas de café cantante.
Cada vez que una de las muchachas se tiraba a fondo, el público se estremecía de gozo. La que volvía la espalda al público —una espalda bien llenita, por cierto— tenía a los espectadores con la boca abierta y los ojos encandilados, y no precisamente por su juego de muñeca.
Se las aplaudió frenéticamente.
Siguió a este asalto uno de sable; pero nadie se fijó en él, porque la atención de todos estaba pendiente de lo que ocurría en el piso superior. Desde hacía unos minutos se oía un gran ruido de muebles que eran arrastrados por el suelo, como en las mudanzas. De pronto los acordes de un piano atravesaron el techo y se oyó un rítmico rumor de pies que saltaban llevando el compás. La gente de arriba se estaba dando un baile para desquitarse de no ver nada de lo que abajo acontecía.
En la sala de armas estallaron grandes carcajadas. Luego el deseo de bailar se apoderó de las mujeres, que no volvieron a ocuparse de lo que pasaba en el estrado y empezaron a hablar a gritos.
Esta idea de organizar un baile que tuvieron los rezagados pareció muy divertida. No debían de aburrirse, ciertamente, arriba. Y todos los de abajo hubiesen querido estar allí. Pero ya dos nuevos adversarios saludaban y caían en guardia con tal autoridad, que todas las miradas siguieron sus movimientos.
Se tiraban a fondo y volvían a erguirse con gracia elástica y mesurado ímpetu; y con tal seguridad en sus fuerzas, tal sobriedad de gestos, tan correcta apostura y juego tan ponderado, que la indocta muchedumbre quedó sorprendida y encantada.
Su serena presteza, su cauta agilidad y sus rápidos ataques y contraataques, tan bien calculados que parecían lentos, atraían y cautivaban las miradas con ese irresistible poder que por sí misma tiene la perfección. El público se daba cuenta de que estaba presenciando un espectáculo de rara belleza, de que dos grandes artistas le ofrecían lo mejor de su arte con la habilidad, con el juego hábil y sagaz, el cálculo y la destreza que únicamente los maestros poseen.
Nadie hablaba ya: tal era la atención con que todos seguían el combate. Cuando, después del último botonazo, los dos adversarios se estrecharon la mano, estalló una tempestad de aclamaciones, hurras, bravos y aplausos. Todo el mundo conocía sus nombres: eran Sergent y Ravicnac.
Los ánimos más exaltados sentían ganas de armar camorra. Los hombres miraban a sus vecinos con deseos de disputa. En una sonrisa se veía una provocación. Quienes nunca habían tenido un florete en la mano fingían con el bastón ataques y paradas.
La gente empezó a subir, poco a poco, la estrecha escalera. Al fin llegaba la hora de beber. Pero esta esperanza se convirtió en indignación cuando se supo que los del baile habían acabado con todo y se habían ido, manifestando que no se saca a doscientas personas de sus casas para no dejarles ver nada.
No quedaba ni un pastel, ni una gota de champaña, ni de cerveza, ni un bombón, ni una fruta: nada, nada, nada. Aquello había sido un verdadero saqueo, una devastación, una limpieza total.
Todos querían saber detalles e interrogaban a los criados, que ponían una cara muy triste para disimular sus ganas de reír. «Las señoras —decían— eran las más ansiosas y han comido y bebido hasta ponerse malas». Se diría que era el relato de los supervivientes al saqueo y asolamiento de una ciudad invadida por los bárbaros.
Ya no cabía más que marcharse. Algunos caballeros se lamentaron de haber dado veinte francos para la colecta. Les indignaba que los de arriba se hubiesen atracado de todo sin soltar un céntimo.
Las damas del patronato habían recaudado más de tres mil francos. Descontados los gastos, quedaban libres mil ciento veinte para los huérfanos del sexto distrito de París.
Du Roy, que acompañaba a las de Walter, esperaba el landó. Ya en el coche, y sentado frente a la directora, su mirada tropezó con la de ella, acariciante, furtiva y, al parecer, azorada. «¡Diantre! —pensó—. Me parece que a ésta le voy gustando». Y sonrió, reconociendo que tenía mucho partido con las mujeres. Desde que había reanudado sus tiernas relaciones, la señora de Marelle daba muestras de amarlo frenéticamente.
Llegó a su casa de muy buen humor. Madeleine le esperaba en la sala.
—Te traigo noticias —dijo—. La cuestión de Marruecos se complica. Bien pudiera ocurrir que, de aquí a unos meses, Francia tuviese que hacer allí una demostración militar. En todo caso, esto va a servir de pretexto para derribar al Gobierno. Laroche aprovechará la ocasión para atrapar la cartera de Negocios Extranjeros.
Du Roy, por llevar la contraria a su mujer, fingía no creerla. No estarían lo bastante locos para reincidir en la torpeza de Túnez.
Madeleine se encogió, impacientemente, de hombros:
—¡Te digo que sí! ¡Te digo que sí! ¿No comprendes que en este asunto les va mucho dinero? Hoy, querido amigo, cuando se trata de maniobras políticas, no hay que decir: «Buscad a la mujer», sino «Buscad el negocio».
Georges, para excitarla más, contestó con un «¡Bah!» despectivo.
Ella se irritó, en efecto, y repuso:
—Eres tan ingenuo como Forestier.
Quería herirlo en lo vivo, y esperaba un acceso de cólera. Pero él respondió, con una sonrisa:
—¿Cómo ese cornudo de Forestier?
Madeleine, sorprendida, murmuró:
—¡Oh, Georges!
Éste insistió, con gesto indolente y sarcástico:
—¿Qué pasa? Tú misma me confesaste la otra noche que Forestier era cornudo —y añadió en tono de profunda lástima—. ¡Qué pobre diablo!
Madeleine le volvió la espalda sin dignarse contestarle. Luego de un minuto de silencio, dijo:
—El martes tendremos gente en casa. La señora de Laroche-Mathieu vendrá a comer con la vizcondesa de Percemur. ¿Quieres invitar a Rival y a Norbert de Varenne? Yo avisaré mañana a las señoras de Walter y de Marelle. Acaso tengamos también a la de Rissolin.
Desde hacía algún tiempo iba aumentando sin cesar el número de sus relaciones, y se valía de la influencia de su marido para atraer a su casa, de grado o por fuerza, a las mujeres de los senadores y diputados que necesitaban el apoyo de La Vie Française.
Du Roy respondió:
—Muy bien; yo me encargo de Rival y de Norbert.
Estaba contento y se frotaba las manos porque había encontrado una buena matraca para aburrir a su mujer y satisfacer el oscuro rencor, los vagos y roedores celos que nacieron en su alma el día del paseo por el Bosque. Ya no hablaría de Forestier sin calificarlo de cornudo. Bien se le alcanzaba que esto acabaría por poner rabiosa a Madeleine. Aquella misma noche supo encontrar otras dos ocasiones para nombrar a «ese cornudo de Forestier».
Ya no odiaba al muerto, lo vengaba.
Su mujer fingía no oírlo, y, sentada frente a él, sonreía con indiferencia.
El día siguiente, en el que Madeleine tenía que ir a invitar a la señora de Walter, Georges quiso adelantársela para encontrar sola a la directora y comprobar si estaba interesada por él. Esto le divertía y lo halagaba. Y ¿por qué no? Todo era posible.
A las dos se plantó en la casa del bulevar Malesherbes. Le hicieron pasar a la sala, en donde esperó.
Entro la señora de Walter, con la mano extendida hacia él y con una precipitación de buen augurio.
—¿Qué buenos vientos le traen a usted por aquí?
—Ningún buen viento, sino el deseo de verla a usted, y he venido no sé por qué, pues nada tengo que decirle. ¿Me perdona esta visita intempestiva y la franqueza de la explicación? Diga que me perdona.
Dijo esto en tono entre galante y festivo; pero en los ojos se revelaba la seriedad de su propósito.
La señora de Walter, sorprendida y un poco ruborizada, balbució:
—La verdad es… que no entiendo bien lo que quiere usted decir… Me lo dice así… tan de improviso…
Georges replicó:
—Es una declaración, hecha un poco en broma, para no asustarla.
Estaban sentados uno muy cerca del otro. La dama prefirió tomar aquello a chacota:
—Entonces, ¿es una declaración seria?
—¡Claro que sí! Ya hacía tiempo que quería hacérsela; mucho tiempo. Pero no me atrevía. ¡Tiene usted fama de ser tan severa, tan rígida!…
La de Walter había recobrado el dominio de sí misma.
—Y ¿por qué se ha decidido usted hoy precisamente?
—No lo sé —contestó Georges; y bajando la voz añadió—: Mejor dicho, porque desde ayer no he dejado de pensar en usted.
Palideció ella súbitamente, y balbució:
—Vamos, basta de niñerías. Hablemos de otra cosa.
Pero Du Roy cayó de rodillas ante ella tan rápida e inesperadamente, que le dio miedo. Intentó levantarse, pero él le había enlazado con ambas brazos la cintura y decía con apasionado acento:
—Sí, desde hace mucho tiempo la amo con locura. No me replique. ¿Qué quiere usted? Ya le digo que estoy loco. La amo. ¡Oh! ¡Si supiera cómo la amo!
Ella se ahogaba, jadeaba, trataba de hablar y no podía pronunciar una palabra. Lo rechazaba con las dos manos, y logró asirlo por los cabellos para impedir el contacto con aquella boca que veía acercarse a la suya. Movía la cabeza rápidamente, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, con los ojos cerrados para no verlo.
La tocaba a través de las ropas, la manoseaba, la palpaba, y esta caricia, brutal e intensa, la hacía desfallecer. De pronto, Georges se levantó y quiso abrazarla; pero ella aprovechó aquel segundo de libertad; se escapó, andando hacia atrás, y fue refugiándose de butaca en butaca.
Comprendió Du Roy que aquella persecución era ridícula. Se dejó caer en una silla, y escondiendo el rostro en las manos, fingió sollozos convulsivos.
Al fin se levantó.
—Adiós, adiós —dijo.
Y salió como quien huye.
En el vestíbulo cogió tranquilamente su bastón y ganó la calle, diciéndose: «Cristo, creo que esto es cosa hecha».
Y puso un telegrama a Clotilde, con objeto de citarla para el día siguiente.
Al llegar a su casa, a la hora de costumbre, preguntó a su mujer:
—Qué, ¿vendrá toda esa gente a tu comida?
—Sí —respondió ella—. La única que no es segura es la de Walter. No sabe si estará libre. Me ha hablado de no sé qué compromisos, de su conciencia, qué sé yo…. Me pareció que no estaba de humor… Pero eso no importa: creo que vendrá, a pesar de todo.
Georges se encogió de hombros:
—Sí ¡qué diablos! Vendrá.
No estaba, sin embargo, muy seguro de ello, y anduvo desasosegado hasta el día de la comida.
En la mañana de ésta, Madeleine recibió unas líneas de la directora.
«Al fin he conseguido, con gran trabajo, librarme de esos compromisos y estaré con ustedes. Pero mi marido no podrá acompañarme».
Du Roy pensó: «Qué bien he hecho en no volver par allí. Ya está calmada. Ahora, cuidadito».
Con todo, la esperaba con cierta inquietud. Llegó, al fin, recia, tranquila, y se mostraba algo fría y reservada. Él estuvo muy humilde, discreto y sumiso.
Las señoras de Laroche-Mathieu y Rissolin acompañaban a sus maridos. La vizcondesa de Percerol hablaba del «gran mundo». La señora de Marelle estaba encantadora con un vestido muy caprichoso, amarillo y negro, un atavío a la española, que dibujaba muy bien su lindo talle, su pecho y sus torneados brazos, y daba cierto aire enérgico a aquella cabecita de pájaro.
Du Roy se las arregló de modo que durante la comida tuvo a su derecha a la señora de Walter, y no le habló más que de cosas serias y con exagerado respeto. De vez en cuando, miraba a Clotilde, pensaba: «Cada vez está más bonita y más joven». Luego posaba los ojos en su mujer, y tampoco la encontraba mal, aunque guardase contra ella una cólera reconcentrada, tenaz y malévola.
Pero la directora lo excitaba por la dificultad de la conquista y por ese afán de novedad que siempre hay en los hombres.
La señora de Walter quiso retirarse temprano.
—La acompañaré a usted —le dijo Du Roy.
Ella rehusó el ofrecimiento. Pero el joven insistía:
—¿Por qué no quiere? Me ofende en lo vivo. No me deje en la creencia de que no me ha perdonado. Verá usted que formal me he vuelto.
La de Walter replicó:
—No puede usted dejar a sus invitados.
Sonrió Georges.
—¡Bah! Será cuestión de veinte minutos. Nadie se dará cuenta. Si usted me rechaza me herirá en lo más profundo del corazón.
—Pues bien, acepto —murmuró la señora.
Pero cuando estuvieron el coche, Du Roy, cogiéndola de una mano, dijo:
—La amo, la amo, la amo… Permítame decírselo. No la tocaré. Tan sólo quiero repetirle que la amo.
La esposa de Walter balbucía:
—¡Oh! Después de lo que ha prometido usted… Eso está muy… muy, muy mal…
Simuló él que hacía un gran esfuerzo sobre sí mismo, y prosiguió:
—Ya ve usted cómo me domino. Y, sin embargo… Permítame que le diga solamente esto: la amo…, y repetírselo todos los días… Sí, permítame ir a su casa para arrodillarme a sus pies durante cinco minutos y pronunciar esas dos palabras, mientras contemplo su adorado rostro.
Ella le había abandonado la mano, y respondió con entrecortado acento:
—No; no puedo, no quiero… Piense usted en lo que se diría de mí, en mis criados, en mis hijas… No, no… Es imposible.
Georges repuso:
—No puedo vivir sin verla. Ya en su casa, bien en otra parte, es preciso que la vea, aunque no sea más que un minuto cada día, que toque su mano, que respire el aire que levanta su vestido, que pueda contemplar esos ojos tan bellos y tan grandes, esos ojos que me vuelven loco.
La directora escuchaba, trémula, aquella vulgar cantinela de amor, y tartamudeó, azorada, de nuevo:
—No, no… Es imposible… Cállese.
Georges le habló al oído, muy bajito, comprendiendo que a aquella pobre mujer había que irla ganando poco a poco, que era preciso decidirla, darle una cita donde ella quisiera, por lo pronto, que luego ya sería donde quisiera él.
—Escuche usted… Es preciso…, la veré…, la esperaré a la puerta de su casa… como un pobre. Si no baja, subiré yo… pero la veré…, la veré… mañana.
—No, no —insistió la dama—; no venga. No le recibiré. Piense en mis hijas.
—Entonces, dígame usted dónde podré encontrarla…: en la calle…, en cualquier sitio…, a la hora que usted quiera…, con tal que la vea…. Le diré: «La amo», y me iré.
Vacilaba ella, trastornada por aquella palabrería. En esto, el carruaje entraba por la puerta cochera del hotel de los Walter. La señora dijo muy de prisa:
—Pues bien: mañana, a las tres y media, en la Trinidad —y dirigiéndose a su cochero—: Vuelva usted a llevar al señor Du Roy a su casa.
Cuando llegó, le preguntó su mujer:
—¿Dónde has estado?
—En telégrafos, para poner un despacho urgente —respondió él en voz baja.
La señora de Marelle se acercó:
—¿Me acompaña usted, Bel Ami? Ya sabe que no vengo a cenar tan lejos sino con esta condición.
Y volviéndose hacia Madeleine, le preguntó:
—¿Eres celosa?
—No; no mucho.
Los invitados empezaban a marcharse. La señora de Laroche-Mathieu parecía una criadita de pueblo. Era hija de un notario, y se había casado con Laroche-Mathieu cuando éste no era más que un abogadillo de tres al cuarto. La señora de Rissolin, vieja y presuntuosa, daba la sensación de una marisabidilla educada en los gabinetes de lectura. La vizcondesa de Percemur las despreciaba olímpicamente. Su «patita blanca», rozaba con repugnancia aquellas manos plebeyas.
Clotilde, envuelta en una nube de encajes, le dijo a Madeleine en la puerta de la escalera:
—Tu cena ha estado magnífica. De aquí a poco, tendrás el primer salón político de París.
En cuando se vio sola con Georges, lo estrechó en sus brazos.
—¡Oh mi querido Bel Ami! Cada día te quiero más.
El simón que los llevaba rodaba como un navío.
—Pero no cambio vuestro salón por nuestro cuartito —añadió la de Marelle.
—¡Oh! Ni yo tampoco —contestó Georges.
Pero al decirlo pensaba en la señora de Walter.