Capítulo 2

Hacía dos días que los Du Roy habían vuelto a París. El periodista reanudó sus antiguas tareas, en la esperanza de dejar pronto su sección de Ecos para asumir definitivamente las funciones de Forestier y dedicarse de lleno a la política.

Aquella noche, a la hora de cenar, regresaba a su casa, que era la misma que ocupara su antecesor, con el corazón lleno de alegría y en vivo deseo de besar a su mujer, a cuyos encantos físicos e invariable dominio estaba del todo sometido. Al pasar por el puesto de una florista, en lo bajo de la calle de Notre Dame de Lorette, se le ocurrió comprar un ramo para Madeleine. Eligió un gran manojo de rosas apenas abiertas, un manojo de perfumados brotes.

En cada descansillo de su nueva escalera, se miraba, complacido en aquellos espejos, cuya vista le recordaba sin cesar su primera visita a aquella casa.

Como se le había olvidado su llave, llamó, y el mismo doméstico, que también había respetado por consejo de su mujer, fue a abrir:

Georges preguntó:

—¿Ha vuelto la señora?

—Sí, señor.

Al pasar por el comedor, le sorprendió mucho ver tres cubiertos. Alzó la cortina de la sala y vio a Madeleine colocando en el florero que había sobre la chimenea un manojo de rosas muy parecido al suyo. Aquello le contrarió, le puso de mal humor, como si alguien le hubiera robado su idea, su atención y el placer que esperaba de aquellas flores.

—¿Tienes visita? —preguntó al entrar.

Ella respondió, sin volver la cabeza, y continuando el arreglo de sus flores:

—Sí y no. Es mi antiguo amigo, el conde de Vaudrec, que tiene costumbre de comer aquí los lunes, y que viene como antes.

Georges farfulló:

—¡Ah! Muy bien.

Se quedó en pie, detrás de ella, con su ramo en la mano. Sentía ganas de romperlo, de tirarlo. Sin embargo, dijo:

—Ten. Te traigo unas rosas.

Su mujer se volvió rápidamente:

—¡Ah! —exclamó sonriendo—. ¡Qué amable has sido al acordarte de esto!

Y le ofreció los brazos y los labios en un arrebato de placer tan sincero, que él se sintió consolado.

Cogió ella las flores, y las olió con vivacidad de niño travieso, las colocó en el florero que hacía juego con el otro y que estaba vacío. Luego dijo, contemplando el efecto:

—¡Qué contenta estoy! Mira qué bonita está mi chimenea.

Y en seguida añadió con convicción:

—Es muy simpático Vaudrec. Verás que pronto íntimas con él. El sonido del timbre anunció al conde. Entró con la misma naturalidad e igual desembarazo que si estuviese en su casa. Después de besar galantemente los dedos de la joven dueña de la casa, se volvió hacia el marido y, tendiéndole cordialmente la mano, le preguntó:

—¿Está usted bien, querido Du Roy?

No tenía el empaque ni la afectada gravedad de antes. Por el contrario, su afabilidad era síntoma de que la situación había cambiado. El periodista, sorprendido, trató de corresponder amablemente al saludo. A los cinco minutos, cualquiera hubiera creído que se conocían y estimaban desde hacía muchos años.

Madeleine, cuyo rostro estaba radiante, dijo:

—Les dejo a ustedes solos. Tengo que echar un vistazo a la cocina —y salió, seguida por las miradas de los dos hombres.

Cuando volvió, los encontró hablando de teatros, a propósito de una obra nueva, y tan completamente de acuerdo, que sus ojos revelaban la iniciación de una rápida amistad, nacida, sin duda, al descubrir ambos esta absoluta coincidencia de ideas.

Fue una cena deliciosa por lo íntima y cordial. El conde prolongó mucho la velada, pues se encontraba muy a gusto en aquel encantador hogar que acababa de formarse.

Cuando se hubo marchado Madeleine dijo a su marido:

—¿Verdad que es un perfecto caballero? Con el trato gana muchísimo. Ahí tienes lo que se llama un amigo abnegado, leal. ¡Ah! Sin el…

No acabó de formular su pensamiento. Georges replicó:

—Sí, lo encuentro muy simpático. Creo que nos entenderemos muy bien.

Sin hablar más de aquel asunto, Madeleine dijo:

—¿No sabes? Tenemos que trabajar antes de acostarnos. No tuve tiempo de hablar de esto antes de cenar, porque Vaudrec llegó en seguida. Me han traído, hace poco, graves noticias de Marruecos. Es Laroche-Mathieu, el diputado, el futuro ministro, quien me las ha dado. Es preciso que hagamos un artículo extenso, un artículo sensacional. Tengo datos y cifras. Vamos a ponernos a la tarea… ¡Ea! Coge la lámpara.

Pasaron al despacho.

Los mismos volúmenes se alineaban en la biblioteca, sobre cuya repisa se veían ahora los tres jarrones comprados por Forestier en golfo Juan, la víspera de su muerte, y la bolsa de piel con que el difunto se abrigaba los pies, aguardaba ahora los de Du Roy, que cogió un cortaplumas de marfil algo mordisqueado en la punto por los dientes del otro.

Madeleine se apoyó en la chimenea, encendió un cigarrillo y contó las noticias que tenía. Expuso luego sus ideas y el plan del artículo que imaginaba.

Su marido la escuchaba atentamente y tomaba notas. Cuando ella acabó. Georges hizo algunas objeciones, volvió a tomar la cuestión desde el principio, la amplió y desarrolló, a su vez, el plan, no de un artículo, sino de toda una campaña contra el Ministerio vigente. Se empezaría precisamente por este ataque.

Su mujer había dejado de fumar. Tal era el interés que en ella despertaban los argumentos de Georges, y con tal profundidad y clarividencia veía el asunto al apoyarlos.

De cuando en cuando musitaba:

—Sí… sí…; eso es muy bueno…, eso es magnífico…, eso es demasiado fuerte.

Y cuando Georges hubo a su vez terminado de hablar:

—Ahora, a escribir —dijo Madeleine.

Le tocaba a él el difícil comienzo y buscaba trabajosamente las palabras adecuadas. Entonces ella se le acercó despacio, se inclinó sobre su hombro y, muy bajito, le apuntó una frase al oído. Luego, como si vacilara, o vacilando realmente, preguntó:

—¿Es esto lo que querías decir?

—Sí, exactamente —replicó Georges.

Su mujer tenía agudos rasgos de ingenio, envenenadas ocurrencias de mujer para herir en lo vivo al presidente del Consejo. Mezclaba las burlas sobre su persona con las relativas a su política con tanta gracia que la risa era inevitable, al miso tiempo que sorprendía la justeza de la observación.

A veces, Du Roy añadía alguna línea, que hacía más profundo y más eficaz el alcance de un ataque. Poseía, además, el arte de lanzar reticencias malévolas, aprendidas al afilar la intención de los Ecos. Y cuando un hecho que Madeleine daba por cierto le parecía dudoso o comprometedor, se daba singular maña para hacerlo adivinar e imponerlo a la credulidad con más fuerza que si lo hubiera afirmado.

Cuando el artículo estuvo terminado, Georges lo leyó en voz alta, declamándolo. Ambos lo juzgaron admirable; sonrieron, encantados y sorprendidos, como si acabasen de descubrirse. Enmudecidos por la admiración y la ternura, se miraron mutuamente al fondo de los ojos y se abrazaron con arrebato, con ardiente amor, que del espíritu se les comunicaba a la carne.

Georges cogió de nuevo la lámpara y dijo:

—Ahora, a la camita.

—Pase usted primero, señor mío —respondió Madeleine—, ya que usted es quien alumbra el camino.

Pasó, en efecto, y su mujer le siguió haciéndole cosquillas, con la punta de un dedo, en el cuello, entre el nacimiento del pelo y el cuello almidonado para que anduviese deprisa.

El artículo apareció firmado por Georges Du Roy de Cantel, y fue muy comentado. En la Cámara produjo gran sensación. El viejo Walter felicitó al autor y le encomendó la sección política de La Vie Française. Los Ecos volvieron a manos de Boisrenard.

Entonces, el periódico inició una hábil y violenta campaña contra el Ministerio que a la sazón regía los destinos del país. El ataque, siempre bien dirigido y basado en hechos concretos, ora irónico, ora severo, era de efecto seguro y de una continuidad que asombraba a todo el mundo. Las demás hojas impresas citaban siempre La Vie Française y aún reproducían pasajes enteros de ella, y los hombres que ocupaban el Poder inquirían si, con una prefectura, se podría tapar la boca a aquel desconocido y encarnizado enemigo.

Du Roy se iba haciendo célebre en los círculos políticos. En la fuerza con que le apretaban la mano y en los sombrerazos con que le saludaban, notaba que su influencia crecía. Reconocía, desde luego, la parte que en esto tenía su mujer, quien, con su ingenio, su habilidad para informarse y lo numerosos de sus relaciones, lo llenaba de admiración y pasmo.

Al volver a su casa, casi siempre encontraba en la sala a un senador, un diputado, un magistrado, un general, que se tuteaban con Madeleine con la confianza de antiguos amigos que no excluye el respeto. «¿Dónde había conocido a toda esa gente?», se preguntaba Du Roy. «En la buena sociedad», decía ella. Pero ¿cómo había logrado captarse su confianza, su afecto? Esto es lo que no comprendía.

Con frecuencia, la señora Du Roy volvía a casa muy tarde, a la hora justa de comer. Sin quitarse siquiera el velo, decía:

—Hoy traigo cosa ricas. Figúrate que el ministro de Justicia ha nombrado dos magistrados que han formado parte de la Comisión mixta. Le vamos apegar un palo que le va a dejar recuerdo. Será algo sensacional.

Se le daba palo al ministro, y se le daba otro al día siguiente, y un tercero al subsiguiente. El diputado Laroche-Mathieu, que comía en la calle de Fontaine todos los martes, inmediatamente después de Vaudrec, que iniciaba la semana gastronómica, estrechaba vigorosamente las manos de la mujer y del marido, con demostraciones de un júbilo excesivo, y no cesaba de repetir:

—¡Cristo, que campaña! Si después de esto no triunfamos….

Esperaba, en efecto, el triunfo para hacerse con la cartera de Negocios Extranjeros, que desde hacía mucho tiempo acechaba.

Era uno de esos hombres políticos de muchas caras, sin convicciones, sin grandes medios, sin audacia, sin conocimientos serios, abogado de provincia, hábil equilibrista entre los partidos extremos, una especie de jesuita republicano, monje liberal de dudosa naturaleza, uno de tantos como brotan en el estercolero popular del sufragio universal.

Su maquiavelismo de aldea le daba cierto prestigio entre sus colegas, entre todos esos tipos sin profesión conocida o fracasada en todas, a los que suele hacerse diputados. Era lo suficientemente fulero, lo suficientemente correcto, lo suficientemente desenvuelto, lo suficientemente amable para triunfar. Tenía mucho partido en su mundo en la sociedad heterogénea, turbia y poco fina de los altos empleados en candelero.

Se decía de él doquiera: «Laroche-Mathieu será ministro». Y él creía con más fe aún que los demás que Laroche sería ministro.

Era uno de los principales accionistas del periódico de Walter, y su colega y asociado en varios asuntos financieros.

Du Roy lo apoyaba, vagamente confiado y esperanzado en el porvenir. Después de todo, no hacía más que continuar la obra comenzada por Forestier, a quien Laroche-Mathieu había prometido la cruz de la Legión de Honor para el día del triunfo. La condecoración luciría ahora sobre el pecho del nuevo marido de Madeleine: he aquí el único cambio. Por lo demás, todo se quedaba en casa.

Tan claro se veía esto que los compañeros de Du Roy comenzaron a gastarle bromas pesabas que la le iban molestando. No le llamaban más que Forestier. En cuanto llegaba al periódico, cualquier compañero le decía:

—¿Qué cuentas, Forestier?

Él fingía no haber oído, mientras buscaba su correspondencia en el casillero. Entonces la voz repetía más alto:

—¡Eh, Forestier!

Y se oían risas ahogadas.

Cuando iba a entrar en el despacho del director, el que lo había llamado así le decía:

—Perdona, chico. Es estúpido, pero ¡qué quieres! Te confundo siempre con el pobre Charles. Y es que tus artículos se parecen extraordinariamente a los suyos. Todo el mundo cae en la trampa.

Du Roy no contestaba, pero enrojecía. Y en su pecho iba naciendo una sorda cólera contra el difunto.

El mismo Walter, cuando, ante él, alguien mostraba su asombro por estas evidente semejanzas de fondo y de forma entre las crónicas del nuevo redactor político y las del antiguo, declaraba:

—Esto es de Forestier, pero de un Forestier más enterado, más viril y con más nervio.

Otro día, al abrir casualmente Du Roy el armario de los bilboquets, vio que los de su predecesor tenían alrededor del mango un crespón negro, y el suyo, el que él utilizaba para adiestrarse en tal juego, bajo la dirección de Saint-Potin, una cinta rosa. Estaban colocados por orden de tamaños, y en una cartela, parecida a las que se ven en los museos, alguien había escrito: «Antigua colección de Forestier y Compañía, Forestier-Du Roy, su sucesor, diplomado. Artículos de eterna duración, aplicables a todas las circunstancias, incluso en viaje».

Sin perder la calma, cerró el armario, y dijo en voz lo suficientemente alta para que todos lo oyesen:

—¡En todas partes hay imbéciles y envidiosos!

Pero estaba herido en su orgullo, herido en su vanidad, la vanidad y el orgullo recelosos del escritor que producen esa susceptibilidad nerviosa siempre en guardia que se advierte lo mismo en el reportero que en el poeta genial.

La palabra «Forestier» le desgarraba el tímpano. Temía oírla, y, esperándola, notaba que los colores le salían a la cara.

Aquel apellido era para él una burla sangrienta, más aún que una burla, un insulto casi. Aquello quería decir: «Es tu mujer quien hace esto, como era quien hacia lo del otro. Sin ella, no serías nada».

Admitía sin dificultad que Forestier no hubiese sido nada sin Madeleine; pero él… ¡vamos hombre!

Ya en su hogar la obsesión seguía. Todo en la casa le recordaba al difunto: los muebles, los bibelots, cuanto tocaba. En los primeros tiempos, apenas se daba cuenta; pero las pesadas bromas de sus compañeros habían causado en su ánimo una especie de llaga, y una porción de menudencias, hasta entonces inadvertidas, lo invadían ahora por entero.

No podía tocar un objeto sin ver en seguida sobre él la mano de Charles. No veía ni usaba sino cosas de que en otro tiempo se sirviera el difunto, y que éste había comprado, amado y poseído.

Georges comenzaba a irritarse incluso al pensar en las antiguas relaciones de su mujer y de su amigo.

A veces, se asombraba de su agitación y se preguntaba: «Pero ¿qué diablos es esto? No tengo celos de los amigos de Madeleine, jamás me preocupa lo que hace, entra y sale a su antojo… Y el recuerdo de ese tonto de Charles me pone nervioso».

Y añadía mentalmente: «En el fondo, no era más que un cretino. Esto es, sin duda, lo que me ofende. Me molesta que Madeleine hubiera podido casarse con semejante tonto».

Sin cesar se repetía: «¿Cómo es posible que una mujer como ésta hubiera podido apencar, ni siquiera por unos instantes, con ese animal?».

Su rencor aumentaba cada día en virtud de mil detalles insignificantes que le punzaban como agujas, al evocar el recuerdo del muerto, ya por una frase de Madeleine, bien por una palabra del criado o de la doncella.

Una noche, Du Roy, que era muy goloso, preguntó:

—¿Por qué no hay compota? Nunca la pones.

Su mujer respondió jovialmente:

—¡Ay, es verdad! Nunca me acuerdo. Quizá sea porque Charles la detestaba.

Georges le cortó la palabra con un gesto de impaciencia que no pudo reprimir:

—Ya me va hartando tanto Charles, ¿sabes? Siempre lo mismo: Charles por aquí, Charles por allá; a Charles le gustaba esto, a Charles le gustaba lo otro. Puesto que Charles ha reventado, dejémosle en paz.

Madeleine miraba con estupor a su marido, sin comprender a qué venía aquella súbita cólera. Como era muy lista, algo adivinó: era, sin duda, efecto del lento trabajo de los celos póstumos, que iban aumentando de segundo en segundo, por todo lo que recordaba al otro. Todo aquello se le antojaba pueril, pero la hería en lo vivo, y no respondía palabra.

Aquella irritación, que no había podido disimular, indignó a Georges consigo mismo. Pero cuando, aquella misma noche, después de estar preparando los dos sus artículos para el día siguiente, y como le estorbase la alfombrilla de piel, Georges la arrojó lejos de sí, de un puntapié, y preguntó riendo:

—¿Es que Charles tenía siempre frío en las patas?

Riendo también, contestó Madeleine:

—Sí. Le aterraba el reúma y no estaba bien del pecho.

Du Roy replicó, con feroz ensañamiento:

—Bien lo demostró, desde luego.

Y añadió, galante, besando la mano de su mujer:

—Felizmente para mí.

Obsesionado con su idea, preguntó todavía al acostarse:

—¿Usaba Charles gorro de dormir para que las corrientes de aire no le enfriaran las orejas?

Ella siguió la broma:

—No. Sólo se ponía un paño en la frente. Las orejas le tenían sin cuidado.

Georges se encogió de hombros, y dijo, con despectivo gesto de hombre superior:

—¡Qué idiota!

Desde entonces Charles constituyó para Du Roy un tema constante de conversación. Hablaba de él con cualquier motivo, y no le llamaba más que «ese pobre Charles», con gesto de infinita piedad.

Cuando volvía del periódico, después de haberse oído llamar dos o tres veces por el nombre de Forestier, se vengaba persiguiendo al difunto, con rencorosas burlas, hasta el fondo del sepulcro. Recordaba sus ridiculeces, sus pequeñeces, sus defectos; los enumeraba, complacidamente, los aumentaba y exageraba, como si hubiera querido combatir en el corazón de su mujer a la influencia de un temido rival.

Preguntaba, por ejemplo:

—¿Te acuerdas, Madeleine, de aquel día en que el tonto de Forestier se empeñaba en demostrarnos que los hombres gordos son más vigorosos que los delgados?

Otras veces quería saber una porción de detalles relativos a los defectos íntimos, secretos del muerto. Su mujer, a quién esto violentaba, no quería contestarle, pero él insistía, se obstinaba.

—A ver, cuéntame eso. Debía de esta muy gracioso en tales momentos.

Madeleine contestaba, sin mover apenas los labios:

—Vamos, déjalo en paz de una vez.

—No, dime: ¿es verdad que ese animal era muy patoso en la cama?

Y siempre acababa diciendo:

—¡Qué bruto era!

Una noche de fines de junio, Georges, asomado a la ventana, fumaba un cigarrillo. El calor, sofocante, le hizo entrar en ganas de dar un paseo.

—Madeleine —preguntó—, ¿quieres que vayamos al parque?

—Sí, por cierto.

Tomaron un coche descubierto y recorrieron los Campos Eliseos y la avenida del Bosque de Bolonia. No corría el menor soplo de aire. Era una de esas noches en que la atmósfera de París entra por el pecho con aliento de horno. Un ejército de coches de alquiler conducía, bajo los árboles, cientos de parejas de enamorados. Los vehículos iban y venían, sin cesar, en fila.

Georges y Madeleine se entretenían mirando aquellas parejas, que enlazadas, pasaban ante ellos en sus coches; la mujer, vestida de claro; el hombre, con traje oscuro. Era un inmenso río de amantes, que se deslizaban bajo el cielo estrellado y ardiente. No se oía más ruido que el sordo rumor de las ruedas sobre la arena. Pasaban y pasaban coches, cada uno con sus dos ocupantes, tendidos sobe el almohadillado asiento, muy juntos, alucinados por el deseo; en impaciente espera a la próxima unión. Las cálidas sombras parecían llenarse de besos. Una sensación de ternura flotante y de amor animal pesaba en el aire y lo hacían más sofocante. Todos aquellos seres, presas del mismo pensamiento, del mismo ardor, expandían en torno suyo un ambiente febril. Todos aquellos carruajes; sobre los que se dijera que había un revuelo de caricias, dejaban tras sí una ráfaga sensual, sutil y turbadora.

También Georges y Madeleine se sentían contagiados de aquella ternura. Se miraron dulcemente, con las manos unidas y el pecho un poco oprimido por la pesadez de la atmósfera y la emoción que les embargaba.

Cuando daban la vuelta a las fortificaciones, se besaron. Madeleine, un poco azorada, dijo:

—Somos tan niños como cuando íbamos a Ruán.

La gran corriente de coches de deshizo al entrar en la espesura del Bosque. En el camino de los lagos, que los jóvenes esposos siguieron, la densa noche de los árboles, el aire vivificado por las hojas y por los arroyuelos que corrían bajo el ramaje, cierto frescor que descendía de la amplia bóveda nocturna, tachonada de estrellas, daban a los besos de las rodantes parejas un encanto más penetrante y una sombra más misteriosa.

—¡Oh Made mía! —musitó Georges.

Y la estrechó contra sí.

Madeleine dijo:

—¿Te acuerdas qué pavoroso era el bosque de tu pueblo? Me pareció que estaba lleno de seres espantosos y que no tenían fin. En cambio, esto es delicioso. Hay caricias en el viento, y Sevres está al otro lado.

Du Roy respondió:

—¡Bah! en el bosque de mi pueblo no había más que ciervos, zorros, corzos, jabalíes y, de cuando en cuando, por aquí y por allá, la casa de algún guardabosques[22].

Esta palabra, el apellido del muerto, le sorprendió al salir de su boca, como si alguien lo hubiese gritado en el fondo de la espesura. Calló bruscamente, presa otra vez de aquel extraño malestar, de aquella irritación celosa, roedora, inevitable, que, desde hacía algún tiempo, le amargaba la vida.

Al cabo de un minuto, preguntó:

—¿Has venido aquí alguna vez por la noche, como hoy, con Charles?

—Sí, a menudo.

De pronto, sintió deseo de volver a su casa, un deseo impaciente que le excitaba los nervios y le oprimía el corazón. La imagen de Forestier había entrado en su espíritu, lo poseía, lo estrujaba. No podía pensar más que en él ni hablar más que de él.

—Oye, Made… —dijo con acento malévolo.

—¿Qué?

—¿Le pusiste alguna vez los cuernos al pobre Charles?

Ella contestó desdeñosamente:

—¡Qué estúpido te pones a veces con tu manía!

Pero él no cejaba en su idea:

—Vamos, Madeleine, se franca, confiésalo: ¿le pusiste los cuernos, di? Confiesa que le has puesto los cuernos.

Madeleine callaba, ofendida, como todas las mujeres, por esa pregunta.

Du Roy, obstinado, prosiguió:

—Si alguien ha tenido una cabeza a propósito, era él, sin duda. ¡Oh, sí! ¡Oh, sí! ¡Cómo me divertiría saber que Forestier fue cornudo! ¡Eh! Que facha más ridícula.

Observó que su mujer sonreía, movida, quizá, por algún recuerdo, e insistió:

—Ea, dímelo todo. ¿Qué importancia tiene eso? Al contrario, tendría mucha gracia que me confesaras que le engañaste, que me lo confesaras a mí.

Temblaba de impaciencia, con la esperanza y el deseo de sabe que Charles, el odioso muerto, el muerto aborrecido, el muerto execrado, llevó aquellos escarnecedores adornos frontales. Pero otra sensación, más confusa, aguijoneaba su deseo de saber.

—Madeleine, Made —repetía—, dímelo, te lo ruego. Ahí tienes uno que no los habría notado. Hubieras hecho muy mal en no ponérselos. Vamos, Made, confiesa.

A ella, sin duda, le hacía gracia aquella insistencia, pues se reía, con una risita breve y entrecortada.

Georges había acerado los labios al oído de su mujer.

—Vamos, vamos, confiésalo.

Madeleine se separó rápidamente, y dijo con brusquedad.

—Pero ¿tú crees que se puede contestar a semejantes preguntas?

Lo dijo en tono tan singular, que su marido sintió que le corría frío por las venas, y se quedó aturdido, asustado, un poco jadeante, como si hubiera sufrido una conmoción moral. No sabía qué hacer ni qué decir.

Entre tanto, el coche bordeaba el lago, donde el cielo parecía desgranar sus estrellas. Dos cisnes nadaban lentamente, casi invisibles, en la sombra.

Georges gritó al cochero:

—¡Vuelva usted!

Y el carruaje dio, en efecto, la vuelta y atravesó la fila de los demás, que iban al paso, y cuyas farolas parecían relumbrantes ojos, en la oscuridad de la noche.

Permanecía inmóvil, con los brazos cruzados y los ojos levantados al cielo, excesivamente agitado para reflexionar todavía. Tan sólo advertía cómo fermentaba el rencor y crecía la cólera que en el corazón del macho son siempre los caprichos del deseo femenino. Por primera vez sentía esa vaga angustia del esposo que sospecha. Estaba celoso, en fin, celoso por el muerto, celoso de extraña y punzante manera, en que ahora entraba, súbitamente, el odio hacia Madeleine. Puesto que había engañado al otro, ¿qué confianza había de tener en ella?

Poco a poco, su espíritu se iba serenando y endureciendo contra aquel sufrimiento. «Todas las mujeres —pensaba— son unas zorras. Hay que aprovecharse de ellas y no darles nada de uno».

La amargura le subía del corazón a los labios en palabras de menosprecio y aversión. Pero no las dejó salir. «El mundo es de los fuertes —se decía—. Hay que ser fuerte; hay que estar por encima de todo».

El coche iba ahora más de prisa. Pasó otra vez ante las fortificaciones. Du Roy contemplaba ante sí la rojiza claridad del cielo, semejante a la lumbre de una fragua desmesurada, y oía un rumor confuso, inmenso, continuo, hecho de ruidos numerosos y diversos, un rumor sordo, a la vez próximo y lejano, una vaga y enorme palpitación de vida, el aliento de París, que respiraba, aquella noche de estío, como un coloso rendido de fatiga.

Georges pensaba: «Sería estúpido criar bilis. Cada cual sólo debe preocuparse de sí mismo. La fortuna ayuda a los audaces. No hay más que egoísmo. Sólo que el egoísmo que nace de la ambición y el deseo de triunfar es preferible al egoísmo que inspiran las mujeres y el amor».

A la entrada de la ciudad, el Arco de la Estrella se erguía apoyado en sus jambas como un gigante informe que se dispone a echar a andar por la avenida que se abre ante él.

Georges y Madeleine se encontraron otra vez con el desfile de carruajes que volvían llevando hacia el nido, hacia el deseado lecho, a la eterna pareja, silenciosa y enlazada. Se dijera que la Humanidad entera pasabas rozándolos, ebria de júbilo, de placer y de felicidad.

Madeleine, que había adivinado algo de lo que ocupaba el ánimo de su marido, preguntó con su dulce voz:

—¿En qué piensas, amigo mío? Hace ya media hora que no me diriges la palabra.

—Pienso —respondió él, sonriendo irónicamente— en todos esos imbéciles que se abrazan y se besan, y me digo que hay algo mejor que hacer en la existencia.

Su mujer respondió:

—Sí…, pero esto, a veces, está bien.

—Está bien…, está bien… cuando no hay nada mejor que hacer.

El pensamiento de Georges seguía desnudando a la vida de su velo de poesía en una especie de rabia maligna: «Buen tonto sería en disgustarme, en privarme de algo, en incomodarme en atormentarme, en seguirme royendo el alma, como lo vengo haciendo desde hace algún tiempo». La imagen de Forestier se le presentó de nuevo, sin producirle ahora irritación alguna. Le pareció que acababa de reconciliarse, que volvían a ser amigos y le dieron ganas de decirle: «Buenas noches, viejo».

Madeleine, a quien este silencio incomodaba, propuso:

—Si antes de volver a casa tomásemos un helado en Tortoni…

Él la miró de reojo. Su fino perfil de rubia se mostraba iluminado por una guirnalda de luces de gas que anunciaba un café cantante.

Du Roy pensó: «¡Está bonita, caramba! ¡Bah! Tanto mejor. Tal para cual. Pero cuando yo vuelva a pasar un mal rato por ti, criarán pelo las ranas».

Al fin respondió:

—Eso me parece muy bien, querida.

Y dando el brazo a su mujer para bajar la escalera del café, sonrió, con su sonrisa de siempre.