Capítulo 1

Georges Duroy había vuelto a sus antiguas costumbres. Instalado en el entresuelo de la calle de Constantinopla, hacía vida ordenada, como hombre que se prepara para emprender una nueva existencia. Hasta sus mismas relaciones con la señora de Marelle habían tomado cierto cariz conyugal, como si el joven quisiera adiestrarse para el acontecimiento que se aproximaba. Su amante, sorprendida a menudo por la reglamentada tranquilidad de su unión, le decía riendo:

—Eres todavía más aburrido que mi marido. Para esto no valía la pena cambiar.

La señora Forestier no había vuelto aún. Se detenía en Cannes más de lo previsto. Georges recibió carta suya donde le anunciaba que no regresaría hasta mediados de abril. Ni una alusión a su despedida. Pero Duroy estaba resuelto a poner todos los medios para casarse con ella, si ella vacilaba. Tenía confianza en su estrella, confianza en esa vaga e irresistible fuerza de seducción que sentía en sí y que experimentaban todas las mujeres.

Un lacónico billete le anunció que la hora decisiva estaba próxima:

«Estoy en París. Venga a verme.

Madeleine Forestier».

Nada más. Lo había recibido a las nueve de la mañana y a las tres de la tarde estaba en casa de la viuda. Ella le tendió ambas manos y le sonrió con su bella y amable sonrisa, y los dos se miraron, durante algunos segundos, al fondo de los ojos.

Al fin, ella dijo:

—¡Qué bueno fue usted al ir allí, en aquellas terribles circunstancias!

—Habría hecho cuanto usted me hubiera ordenado —respondió él.

Se sentaron. Madeleine se informó de las novedades ocurridas: noticias de los Walter, de los demás compañeros y del periódico.

Pensaba con mucha frecuencia en el periódico.

—Lo echo mucho de menos —dijo—, pero mucho. Yo había llegado a ser periodista de corazón. ¡Qué quiere usted! Me gusta ese oficio.

Calló, y Georges creyó leer, creyó encontrar en su sonrisa, en el tono de su voz, en las palabras mismas, algo así como una invitación. Y aunque se había prometido no precipitar las cosas, tartamudeó:

—Pues bien…, por mí,… por mí…, ¿no volvería usted… a practicar ese oficio… con el nombre de Duroy?

Ella se puso de pronto seria y, poniéndole la mano en el brazo, dijo:

—No hablemos todavía de eso.

Pero él adivinó que aceptaba, y, cayendo de rodillas, le cubrió las manos de apasionados besos y tartajeó:

—Gracias…, gracias… ¡Cuánto la amo!

La viuda se levantó. Él hizo lo mismo y observó que estaba muy pálida. Entonces, el joven comprendió que le gustaba, quizá desde hacía ya tiempo, y como se hallaban cara a cara, la estrechó en sus brazos y la besó en la frente, con un beso largo, tierno y respetuoso.

Cuando Madeleine se desasió, resbalando sobre el pecho de él, dijo con voz grave:

—Escuche usted, amigo mío: todavía no estoy decidida a nada. Sin embargo, pudiera suceder que esto acabase en un sí. Pero va usted a prometerme que guardará el secreto hasta que yo le releve de este compromiso.

Él juró y se fue con el corazón rebosante de júbilo.

Desde entonces Duroy se mantuvo muy discreto en sus visitas a Madeleine y no solicitó su consentimiento expreso, pues la viuda tenía una manera de hablar del porvenir, de decir «más adelante», de hacer proyectos en que ambas existencias aparecían mezcladas que respondía mejor y más delicadamente que la más grave y formal aceptación.

Duroy trabajaba mucho, gastaba poco y trataba de ahorrar algún dinero parar que su matrimonio no le sorprendiera sin un céntimo, por lo cual se había hecho tan avaro como antes fuera pródigo.

Pasó el verano, luego el otoño, y nadie sospechó nada, porque se veían poco y de la manera más natural del mundo.

Un día, Madeleine le dijo, mirándole al fondo de los ojos:

—¿No ha dicho usted nada de nuestro propósitos a la señora de Marelle?

—No, amiga mía; fiel a mi palabra de guardar el secreto, no he dicho una palabra absolutamente a nadie.

—Pues bien: ya va siendo tiempo de prevenirla. Yo me encargo de los Walter. Lo hará usted esta semana, ¿verdad?

Él había enrojecido.

—Sí, mañana mismo.

Madeleine desvió lentamente los ojos, para no mostrar su turbación, y continuó:

—Si usted quiere, podemos casarnos a primeros de mayo. Sería muy conveniente.

—Estoy dispuesto a obedecerla a usted en todo y con toda alegría.

—Me gustaría mucho el sábado, diez de mayo, porque es el día de mi cumpleaños.

—Muy bien, el diez de mayo.

—Sus padres viven en Ruán, ¿no es cierto? Al menos así me lo dijo usted.

—Si cerca de Ruán, en Canteleu.

—¿A qué se dedican?

—Son…, son pequeños rentistas.

—¡Ah! Tengo muchos deseos de conocerles.

Él vaciló, un poco perplejo.

—Pero… es que son…

Al fin se decidió como hombre animoso.

—Mi querida amiga: son aldeanos, son taberneros, que se han quedado sin sangre en las venas para darme una carrera. No me avergüenzo de ellos, pero… su… rusticidad… su sencillez… pudieran serle a usted molestas.

Sonrió ella, deliciosamente, con el rostro iluminado de dulce bondad:

—No. Les querré mucho. Iremos a verles; es mi deseo. Ya volveremos a haber de esto. También yo soy hija de padres modestos, pero los he perdido. No tengo a nadie en el mundo… —y, tendiéndole la mano, añadió—: Exceptuando a usted.

Georges se sintió enternecido, emocionado, conquistado, como aún no lo había sido por mujer alguna.

—He pensado una cosa —dijo ella—, pero es muy difícil de explicar.

—¿Qué, pues?

—Pues bien, hela aquí: yo soy como todas las mujeres; tengo mis… debilidades, mis pequeñeces. Adoro lo que brilla, lo que suena. Me hubiera entusiasmado llevar un apellido noble. ¿No podría usted, con ocasión de su matrimonio, ennoblecerse un poco?

Había enrojecido, a su vez, como si hubiese propuesto algo indelicado.

Georges respondió sencillamente:

—También yo he pensado a veces en eso, pero no me parece cosa fácil.

—¿Por qué?

Él se echó a reír.

—Porque tengo miedo de ponerme en ridículo.

Madeleine se encogió de hombros.

—De ningún modo —dijo—, de ningún modo. Todo el mundo lo hace, y nadie se ríe por eso. Separe usted su apellido en dos, Du Roy. Así suena muy bien.

Georges contestó rápidamente, como hombre que conoce la materia:

—No, eso no resulta. Es un procedimiento demasiado sencillo, demasiado vulgar, demasiado conocido. Yo, al principio, pensé tomar el nombre de mi pueblo como seudónimo literario y después añadirlo al mío; más tarde, dividí éste en dos, como usted me proponía.

Ella preguntó:

—¿Usted es de Canteleu?

—Sí.

Madeleine vacilaba:

—No me gusta la terminación. Vamos a ver, ¿no podríamos modificar un poco esa palabra… Canteleu?

Cogió una pluma de la mesa y se puso a garabatear nombres para estudiar su efecto. De pronto exclamó:

—¡Mire, mire! ¡Ya está!

Y le alargó un papel donde él leyó: «Señora de Duroy de Cantel».

El joven reflexionó uno segundo, y luego dijo con gravedad.

—Sí, es muy bonito.

Ella, encantada, repetía.

—Duroy de Cantel, Duroy de Cantel, señora de Duroy de Cantel… ¡Es magnífico, magnífico! Ya verá usted —añadió— con qué facilidad lo acepta todo el mundo. Pero hay que aprovechar la ocasión, antes que sea demasiado tarde. Desde mañana mismo debe usted firmar sus crónica D. de Cantel, y Duroy, sencillamente, sus Ecos. Esto se hace todos los días en la prensa, y a nadie asombrará que tome usted un nombre de guerra. En el momento de nuestro matrimonio, podemos introducir todavía una modificación, con sólo decir a los amigos que había usted renunciado al du, por la modesta posición en que se hallaba, o sin dar explicación alguna. ¿Cómo se llama su padre?

—Alexandre.

«Alexandre, Alexandre», repitió ella dos o tres veces, escuchando la sonoridad de las silabas. Luego escribió en una hoja de papel blanco:

«Alexandre Du Roy de Cantel y señora tienen el honor de participar a usted el próximo enlace de su hijo don Georges Du Roy de Cantel con doña Madeleine Forestier».

Miraba lo escrito, un poco de lejos, encantada del efecto. Al fin declaró:

—Con un poco de método se consigue cuanto se quiere.

Cuando Duroy se vio en la calle, completamente decidido a apellidarse en lo sucesivo Du Roy, y hasta su Du Roy de Chantel, le pareció que había adquirido nueva importancia. Andaba con más gallardía, con la frente más alta y el bigote más enhiesto: como debe de andar un gentilhombre. Sentía dentro de sí cierto gozoso deseo de decir a los transeúntes: «Me llamo Du Roy de Chantel».

Pero, apenas estuvo en su casa, el recuero de la señora Marelle lo desazonó. Le escribió en seguida a fin de pedirle una cita para el día siguiente.

«Va a ser un mal trago —pensó—. Tendré que sortear un buen temporal».

Y con su nativa repugnancia a pensar en cosas desagradables, se puso a escribir un artículo sobre los nuevos impuestos que se iban a establecer para asegurar el equilibrio del presupuesto. Incluyó las partículas nobiliarias, que pagaban cien francos al año, y los títulos, desde el de barón hasta el de príncipe, y con cuotas que variaban entre quinientos y mil francos.

El día siguiente recibió una esquelita de su amante, quien le anunciaba que estaría allí a la una.

La esperó un poco febril, pero resuelto a precipitar las cosas, a decirle todo desde el primer momento y, pasada ya la primera impresión, a argumentar hábilmente para demostrarle que no podía seguir indefinidamente soltero, y que, como el señor de Marelle se empeñaba en seguir viviendo, él, Georges, había tenido que pensar en otra para hacerla su legítima compañera.

Con todo, se sentía emocionado. Cuando sonó la campanilla, el corazón le latía con violencia.

Clotilde se echó en sus brazos.

—Buenos días, Bel Ami —le dijo.

Pero como advirtiera la frialdad con que él la estrechaba, le miró atentamente y preguntó:

—Pero ¿qué te pasa?

—Siéntate —dijo Georges—. Tenemos que hablar seriamente.

Se sentó ella, sin quitarse el sombrero, alzando solamente el velillo, y esperó.

Duroy, con los ojos bajos, preparaba el comienzo de su discurso. Al fin, dijo:

—Mi querida amiga: lo que voy a decirte me preocupa, entristece y violenta sobremanera. Te quiero mucho, te quiero de corazón, y, por ello, el temor de causarte alguna pena me aflige más aún que la misma noticia que voy a comunicarte.

Clotilde, temblorosa y pálida, preguntó:

—¿De qué se trata? Dímelo pronto.

Con tono más resuelto, con ese fingido anonadamiento que se emplea para dar ciertas noticias, contestó Duroy:

—Me caso.

Clotilde lanzó un gemido de mujer que va a desmayarse, un doloroso gemido que le seguía desde el fondo del pecho, y comenzaron a darle tan fuertes ahogos que no podía hablar.

Al ver que no respondía, prosiguió Georges:

—No puedes figurarte cuánto he sufrido antes de tomar esta resolución. Pero no tengo ni posición ni dinero. Estoy solo, perdido en París. Necesito tener cerca de mí alguien que me aconseje, me consuele y me sostenga. Buscaba una asociada, una aliada, y la he encontrado.

Calló en espera de que ella replicara. Temía un acceso de furiosa cólera, violencias, injurias…

Clotilde tenía una mano sobre el corazón, como para contener sus latidos; su respiración, que seguía siendo entrecortada, penosa, le alzaba el pecho y le sacudía la cabeza.

Georges le cogió la mano, que ella había dejado caer sobre el brazo de la butaca. Pero Clotilde lo rechazó bruscamente y murmuró, sumida en una especie de estupor:

—¡Ah, Dios mío!

Duroy se arrodilló ante ella sin atreverse, con todo, a tocarla, y balbuceó, más impresionado por aquel silencio que por los arrebatos de antes:

—Clo…, ni pequeña Clo —suplicaba—, hazte cargo de mi situación, compréndeme bien. ¡Oh! ¡Si hubiese podido casarme contigo! ¡Qué felicidad! Pero estás casada. ¿Qué podía yo hacer? Reflexiona, anda, reflexiona. Tengo que crearme una posición, y esto no lo conseguiré mientras no tenga un hogar. ¡Si tú supieras!… A veces me asaltan ideas de matar a tu marido.

Hablaba con voz dulce, velada, seductora, que acariciaba el oído como una música. Vio dos lágrimas que se desprendían lentamente de los ojos de su amante y se deslizaban por sus mejillas, mientras nacían otras dos en los bordes de sus párpados.

—¡Oh! No llores más, Clo, te lo suplico; no llores más. Me estás destrozando el corazón.

Hizo ella un esfuerzo, un gran esfuerzo por mostrarse digna y orgullosa, y con la voz temblorosa de una mujer que va a romper en sollozos, preguntó:

—¿Quién es?

Georges vaciló un segundo, comprendiendo que así era preciso. Al fin dijo:

—La señora Forestier.

Se estremeció la de Marelle de pies a cabeza, y luego permaneció muda y tan abstraída en sus pensamientos, que pareció olvidarse que Georges estaba a sus pies. En sus ojos seguían formándose dos gotas transparente que, al caer, eran inmediatamente sustituidas por otras.

Se levantó, al fin. Georges adivinó que iba a salir sin dirigirle una sola palabra de reproche ni de perdón, y, en el fondo de su alma, se sintió herido y humillado. Con intención de detenerla, la agarró del vestido y a través de la tela la sujetó por las torneadas piernas, que, poniéndose rígidas, se aprestaron a resistir.

Georges suplicaba:

—No te vayas así, por lo que más quieras.

Ella lo miró de arriba abajo, con esa mirada llena de lágrimas y desesperación, tan encantadora y tan triste, donde se revela todo el dolor de que es capaz un corazón de mujer, y tartamudeó:

—Nada tengo…, nada tengo que decir…, nada tengo… nada que hacer. Tú…, tú tienes tu casa… Has sabido elegir lo que te conviene.

Y desasiéndose de un violento tirón hacia atrás, salió, sin que su amante intentase ya retenerla.

Una vez solo, Duroy se levantó. Estaba aturdido, como si le hubiesen dado un mazazo en la frente. Luego, como quien toma una decisión súbita, se dijo: «En fin, tanto peor o tanto mejor. Todo se ha resuelto sin escenas. Así me gusta». Y, sintiéndose libre y desembarazado para emprender su nueva vida, empezó a boxear contra la pared, dándole terribles puñetazos, en una especie de embriaguez de triunfo y de fuerza, como si estuviese combatiendo con el Destino.

La señora Forestier le preguntó:

—¿Se lo ha dicho usted ya a la señora de Marelle?

Y el joven replicó tranquilamente:

—Claro que sí.

Madeleine lo sondaba con sus claros ojos:

—¿Y no la ha impresionado?

—Nada, en absoluto. Por el contrario, le ha parecido natural.

La noticia no tardó en ser conocida por todos. A unos les asombró, otros pretendieron haberlo previsto; otros, en fin, sonrieron, como dando a entender que aquello no les sorprendía.

El joven que firmaba «D. de Cantel» sus crónicas, «Duroy» sus Ecos y «Du Roy» los artículos de fondo que de cuando en cuando empezaba a publicar, pasaba la mitad de los días en casa de su novia, que le trataba con fraternal familiaridad, en la que había, sin embargo, una oculta ternura, un a modo de deseo disimulado, como si fuese una flaqueza. La viuda había decidido que el matrimonio se celebrara en la más estricta intimidad, únicamente en presencia de los testigos, y que por la noche saldrían para Ruán. Al día siguiente irían a ver a los ancianos padres del periodista, a cuyo lado pasarían algunos días.

Duroy se había esforzado en hacerla desistir de este propósito. Pero no habiéndolo podido conseguir, se avino, al fin.

Así, pues, llegado el 10 de mayo, los nuevos esposos, que juzgaron inútiles las ceremonias religiosas, puesto que no habían invitado a nadie, volvieron a su casa, después de una breve excursión a la Alcaldía, hicieron el equipaje y se fueron a la estación de San Lázaro, para tomar el tren de las seis de la tarde, que los llevó a Normandía.

Apenas habían cambiado veinte palabras hasta el momento en que se encontraron solos en el vagón. En cuanto advirtieron que el convoy se ponía en marcha, se miraron y se echaron a reír para ocultar cierto malestar, que ninguno de los dos quería dejar ver.

El tren atravesó, despacio, la larga estación de Batignolles, y luego franqueó la costosa planicie que va desde las fortificaciones hasta el Sena.

Al pasar el puente de Asnières, la vista del río cubierto de embarcaciones, de pescadores y de bateleros, les arrancó alegres exclamaciones. El sol, un potente sol de mayo, derramaba sus oblicuos rayos sobre los barcos y sobre el agua en calma, que parecía inmóvil, sin corriente ni remolinos, coagulada bajo el calor y la última claridad del día agonizante. En medio del río, un velero que extendía sobre ambas bordas dos grandes triángulos de tela blanca para recoger el menos soplo de la brisa, parecía un enorme pájaro presto a volar.

Duroy dijo:

—Yo adoro los alrededores de París. Me traen, entre olor a fritangas, los mejores recuerdos de mi vida.

Madeleine replicó:

—¡Y las lanchas! ¡Qué grato es deslizarse sobre el agua bajo el sol poniente!

Se miraron como si no se atreviesen a continuar estas expansiones sobre su pasado y permanecieron en silencio, acaso saboreando ya la poesía del recuerdo.

Duroy, sentado enfrente de su mujer, le tomó una mano y se la besó lentamente.

—Cuando volvamos —dijo— iremos algunas veces a comer a Chatou.

—¡Tendremos tantas cosas que hacer! —contestó ella en un tono que parecía significar: «Habrá que sacrificar lo agradable a lo útil».

Georges conservaba entre sus manos las de su esposa, y se preguntaba, no sin cierto desasosiego, por medio de qué transición iniciaría otras caricias. No se hubiese turbado así ante la ignorancia de una doncella, pero la inteligencia avispada y despierta de Madeleine entorpecía su actitud. Temía parecerle un simple, demasiado tímido o demasiado brutal, excesivamente tardo o precipitado con exceso.

Apretaba aquella manita con leves presiones sin lograr que ella respondiera al llamamiento. Al fin, dijo:

—Eso de que sea usted mi mujer, me parece muy raro.

Ella pareció sorprendida.

—¿Y por qué? —preguntó.

—No lo sé; pero me parece extraño. Siento deseo de abrazarla y me admira no tener derecho a hacerlo.

Madeleine le ofreció serenamente su mejilla, que él besó como hubiera podido besar la de una hermana.

Duroy prosiguió:

—La primera vez que la vi, ¿se acuerda usted?, en aquella cena a que me invitó Forestier, pensé: «¡Caramba, que mujer! ¡Si yo encontrase una así!». Pues bien: ya la he encontrado, ya la tengo.

—¡Qué galante! —dijo ella, y clavó en él una mirada penetrante y jovial.

«Estoy demasiado frío, estoy hecho un estúpido», pensaba Duroy, y preguntó a su mujer:

—¿Cómo conoció usted a Forestier?

Madeleine contestó con provocativa malicia:

—¿Es que vamos a Ruán para hablar de él?

—Soy un necio —repuso Georges—. Me azora usted.

Y ella, halagada, repuso:

—¿Yo? ¡Imposible!

Georges se le iba acercando más y más. De pronto, la recién casada gritó:

—¡Un ciervo!

El tren atravesó, despacio, la larga estación de Batignolles, y había visto, en efecto, a un corzo que, asustado, ganaba de un salto un sendero.

Mientras su mujer miraba por la abierta ventanilla, Duroy se inclinó hacia ella y le dio un beso, un beso de amante, en los rizos del cuello.

Permaneció ella unos instantes inmóvil. Al fin, volvió la cabeza, y dijo:

—Me está usted despeinando. Déjeme ya.

Pero él ya no se iba de su lado, y, en prolongada caricia, paseaba su crespo bigote por la carne blanca.

Madeleine se sacudió, y repitió:

—Déjeme ya, basta.

Georges le cogió la cabeza, por detrás, con la mano derecha, y la volvió hacia sí. Luego se lanzó sobre la boca como un gavilán sobre su presa.

Su mujer se debatía contra él, le rechazaba, trataba de soltarse. Lo consiguió finalmente, e insistió:

—Pero acabe de una vez.

Él, sin escucharla, la estrechaba, la besaba con labios ávidos y trémulos, e intentaba tumbarla sobre el almohadillado asiento del vagón.

No sin gran trabajo logró Madeleine desasirse, y se levantó con presteza.

—Vamos, Georges —dijo—, acabemos de una vez. Ya no somos niños y bien podemos esperara hasta Ruán.

Georges, con el rostro encendido, permaneció en el asiento. Aquellas juiciosas palabras habían caído sobre él como un jarro de agua fría. Luego, recobrando en parte la serenidad:

—Sea —dijo alegremente—, esperaré. Pero ya no seré capaz de pronunciar veinte palabras de aquí a que lleguemos. Y fíjese usted en que todavía estamos en Passy.

—Yo hablaré por los dos —replicó ella.

Y volvió a sentarse tranquilamente al lado de su marido.

Habló, en efecto, con precisión de lo que haría a la vuelta. Debían conservar el piso que ella habitó con su primer marido, y Duroy heredaría también las funciones y los emolumentos de Forestier en La Vie Française.

Por lo demás, ya antes de su enlace, y con la segura visión de un hombre de negocios, había Madeleine organizado hasta en sus menores detalles la vida económica del matrimonio.

Se habían asociado bajo el régimen de la separación de bienes y estaban previstos todos los casos que pudieran ocurrir: muerte, divorcio, nacimiento de uno o varios hijos… El marido llevaba al nuevo hogar quince mil francos, según él; pero de esta suma, mil quinientos eran prestados, el resto procedía de sus ahorros que hiciera durante un año, en espera de aquel acontecimiento. La mujer aportaba cuarenta mil francos, que, a lo que decía, le dejara Forestier.

Madeleine lo recordó para ponerlo como ejemplo.

—Era un muchacho muy económico, muy ordenado, muy trabajador. Hubiera hecho fortuna en poco tiempo.

Duroy no la escuchaba, ocupado por otros pensamientos.

Ella, abstraída, a su vez, en alguna idea íntima, callaba también de cuando en cuando; pero en seguida reanudaba la charla.

—De aquí a tres o cuatro años podrá usted ganar muy bien treinta o cuarenta mil francos anuales. Es lo que hubiera ganado Charles.

Georges, que empezaba a encontrar larga la lección, respondió:

—Me parece que no vamos a Ruán para hablar de él.

Su mujer le dio un cariñoso bofetón en la mejilla.

—Es verdad —dijo—; lo había olvidado.

Y se echó a reír.

Georges, tenía, afectadamente, las manos en las rodillas como los niños buenos.

—Con ese gesto parece usted un palomino atontado.

A lo que él repuso:

—Estoy en mi papel. El papel que acaba usted de darme, y no me saldré de él.

—¿Por qué?

—Porque ha tomado usted la dirección de la casa y hasta la de mi persona. Eso le compete, en efecto; para eso es viuda.

Madeleine hizo un gesto de asombro.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que tiene usted una experiencia que disipará mi ignorancia y una práctica del matrimonio que despabilará mi inocencia de soltero.

Madeleine exclamó:

—¡Eso es demasiado fuerte!

—Es la pura verdad —replicó él—. Yo no conozco a las mujeres, ¿estamos?, y usted conoce a los hombres, puesto que ya es viuda, ¿estamos?, e incluso puede empezar ahora mismo, si gusta, ¿estamos?

Ella exclamó muy alborozada:

—¡Ay, qué gracia! ¿Y cuenta usted conmigo para eso?

Duroy dijo con voz de colegial que recita de memoria su lección:

—Pues claro que sí, ¿estamos? Claro que cuento. Y cuento también con que la enseñanza de usted será provechosa… en veinte lecciones… diez, para la parte elemental…: lectura, escritura, gramática…, y diez, para perfeccionarme y la retórica. Porque no sé nada, nada, ¡estamos!

Madeleine, muy divertida, le dijo:

—¡Qué ganso eres!

Él continuó:

—Puesto que eres tú quien empieza a tutearme, seguiré inmediatamente tu ejemplo, y te diré, amor mío, que te adoro cada vez más, de segundo en segundo y que Ruán está muy lejos.

Hablaba ahora con inflexiones de actor, y hacía graciosas muecas que divertían mucho a su joven esposa, acostumbrada a las pintorescas maneras y chistosas bromas de la bohemia literaria.

Madeleine miró a su marido de perfil y le pareció verdaderamente atractivo. En el deseo que entonces se despertó en ella había algo de la tentación de mordisquear una fruta en el árbol mismo y que es contenido por la razón que nos aconseja digerir la comida para cuando el manjar esté en sazón.

Ruborizándose por sus propias ideas, dijo:

—Pues bien, señor discípulo: crea usted en mi experiencia, en mi gran experiencia; los besos en un vagón del ferrocarril no tienen valor alguno. Van a parar al estómago.

Y ruborizándose más aún, añadió:

—No hay que gastar la pólvora en salvas.

Duroy se reía cínicamente, excitado por las intencionadas frases que salían de aquella linda boca. Se santiguó, y agitó vivamente los labios, como si bisbisease una plegaria.

Luego dijo:

—Acabo de encomendarme a San Antonio. Ahora soy de bronce.

Caía dulcemente la noche, envolviendo en su sombra, transparente como leve crespón, la dilatada campiña que a la derecha se extendía. El tren bordeaba el Sena, y los recién casados contemplaban el río que se desarrollaba, junto a la vía, como una cinta de metal pulimentado, los reflejos rojos y las manchas que en las aguas ponía el cielo, teñido por el sol poniente de púrpura y de fuego. Estas lumbres se iban extinguiendo poco a poco. Todo se oscurecía, todo se ensombrecía tristemente. El paisaje se hundía en la negrura de la noche con ese temblor siniestro, con ese mortal estremecimiento que cada crepúsculo sacude la tierra.

Esta melancolía de la noche que entraba por la ventanilla abierta invadía también las almas de los esposaos, tan alegres momentos antes, y que ahora guardaban silencio. Se habían ido aproximando el uno al otro, y, muy juntos, contemplaban el agonizar del día, de aquel hermoso y claro día de mayo.

Encendido en Nantes el quinqué del vagón, derramaba sobre el gris almohadillado de éste una luz amarillenta y vacilante.

Duroy abrazó a su mujer por la cintura y la atrajo hacia sí. El punzante deseo de instantes atrás se había convertido en ternura, una ternura lánguida, un blando deseo de consoladoras caricias, de esas caricias con que se duerme a los niños.

—Te voy a querer mucho, mi pequeña Made —susurró muy bajito.

La dulzura de aquella voz puso un rápido escalofrío en la carne de la joven esposa, que, inclinándose hacia Georges, cuya cabeza reposaba en el tierno refugio de su seno, le ofreció los labios.

Fue un beso largo, callado y profundo, al que siguió un rápido impulso, un súbito y delirante abrazo, una lucha ahogada, un acoplamiento violento y torpe. Luego siguieron uno en brazos del otro, un poco decepcionados ambos, fatigados y enternecidos todavía, hasta que el silbido del tren anunció una estación próxima.

Madeleine se arregló con la punta de los dedos los alborotados cabellos.

—Esto ha estado muy mal hecho —dijo—, somos unos chiquillos.

Él, besándole las manos con rapidez febril, repuso.

—Te adoro, Madeleine, te adoro.

Hasta Ruán permanecieron casi inmóviles, con las caras juntas y los ojos fijos en la ventanilla, donde la noche se iluminaba, de cuando en cuando, con las luces de las casas. Estaban locos de contento con esta proximidad y con la esperanza de un contacto más íntimo y más libre.

Se alojaron en un hotel cuyas ventanas daban al muelle, y después de cenar frugal, muy frugalmente, se acostaron. La camarera les despertó a las ocho de la mañana.

Cuando hubieron bebido las tazas de té que la muchacha había dejado sobre la mesilla, Georges Duroy miró a su mujer, y luego, con el gozoso impulso del hombre feliz que acaba de encontrar un tesoro, la estrechó en sus brazos, balbuciendo:

—Mi pequeña Made, te quiero mucho, mucho, mucho…

Sonrió ella, confiada y satisfecha, y, devolviéndole los besos, le dijo:

—Y yo también…, quién sabe.

A Georges seguía inquietándole la proyectada visita a sus padres. Con frecuencia había prevenido a su mujer, la había preparado, sermoneado. Creyó que era ocasión de insistir:

—Son unos campesinos, campesinos del campo, ¿sabes?, no de opereta.

Ella reía.

—Ya lo sé; bastante me lo has dicho. Vamos, levántate y déjame a mi levantarme.

Georges saltó del lecho, y dijo mientras se ponía los calcetines:

—Vamos a estar muy mal en su casa, muy mal. No hay más que una cama vieja, con un jergón, en mi alcoba. En Canteleu no se conocen los colchones de muelles.

Madeleine parecía encantada.

—Será una delicia dormir mal, al ladito…, al ladito tuyo, y que le despierte a una el canto de los gallos.

Se había puesto el peinador, un amplio peinador de franela blanca, que Duroy conoció en seguida. Al verlo experimentó una sensación desagradable. ¿Por qué? Su mujer poseía, y él no lo ignoraba, una docena completa de esas prendas matinales. No era, pues, cosa de que se deshiciera de aquel equipo para comprar uno nuevo. A pesar de todo, él hubiese querido que sus ropas íntimas, sus ropas de noche, sus ropas de amor no fuesen las mismas que había visto el otro. Le parecía que aquella tela suave y tibia conservaba aún algo del contacto de Forestier.

Se fue hacia la ventana, encendiendo un cigarrillo.

La vista del puerto, del ancho río lleno de navíos de esbeltos mástiles y de vapores cuya carga dejaban las grúas, con gran estrépito, sobre los muelles, le impresionó, aunque ya hacía mucho tiempo que conocía aquello.

—¡Caramba, qué hermoso es esto! —exclamó.

Madeleine se acercó a la ventana, y poniendo ambas manos en los hombres de su marido y apoyándose en él con abandono, quedó seducida y emocionada por el espectáculo. A su vez, dijo:

—¡Qué bonito, qué bonito! No sabía yo que pudiera haber tantos barcos juntos.

Partieron una hora después, porque tenían que almorzar con los viejos, ya avisados desde días antes. Un desvencijado carruaje que sonaba a chatarra los llevó, dando tumbos, por un largo bulevar bastante feo; atravesaron luego unas praderas regadas por un riachuelo, y, finalmente, comenzaron a subir la cuesta.

Madeleine, rendida de cansancio, se amodorraba bajo la penetrante caricia del sol, que le procuraba un calor delicioso, e iba como sumergida en un tibio baño de luz y de aire campestre.

Su marido la despertó.

—¡Mira! —dijo.

Se habían detenido, recorridos ya dos tercios de la pendiente, en un lugar afamado por la vista que ofrecía, y que era visitada por todos los viajeros.

Se dominaba desde allí el inmenso valle, ancho y profundo, que el claro río cruzaba en grandes ondas de uno a otro extremo. Se le veía venir de muy lejos, salpicado de islas y describiendo una curva, antes de atravesar Ruán.

Más allá, sobre la orilla derecha, aparecía la ciudad, ligeramente velada por la niebla matutina. El sol arrancaba vivos reflejos a sus tejados, a sus mil campanarios, esbeltos y puntiagudos, o rechonchos y chatos, frágiles y trabajados como inmensas alhajas; a sus torres cuadradas o redondas, rematadas por coronas heráldicas, a sus atalayas, a sus torrecillas, a todo ese pueblo gótico, en fin, erizado de iglesias dominadas por la aguada flecha de la catedral, sorprendente aguja de bronce, fea, extraña, desmesurada, la más alta del mundo.

Enfrente, al otro lado del río, en el vasto barrio de San Severo, se elevaban sobre las techumbres, las redondas, henchidas y frágiles chimeneas de las fábricas. Más numerosas que los campanarios, sus hermanos, erguían, hasta en la lejana campiña, sus largas columnas de ladrillo, que enviaban al cielo azul su negro aliento de carbón.

La más elevada de todas, casi tan alta como la pirámide de Keops —que es, en este orden, la segunda montaña debida al trabajo humano—, igual, casi, de su comadre la flecha de la catedral, la Centella parecía la reina de aquel pueblo trabajador, lleno de humo de fábricas, como su vecina era la reina de la puntiaguda muchedumbre de monumentos religiosos.

Más allá de la población obrera, se extendía un bosque de pinos. El Sena, después de haber pasado entre las dos ciudades, continuaba su curso a lo largo de una prolongada cuesta ondulante, poblada en lo alto de árboles y que a trechos mostraba su blanca osamenta de piedra. Al fin, el río desparecía en el horizonte, después de haber descrito otra amplia curva. Se veían navíos que seguían o remontaban la corriente, remolcados por lanchas de vapor, de tamaño como moscas, y que arrojaban un humo espeso. Las islas, a flor de agua, se alineaban, una junto a otra, o bien dejaban entre sí grandes espacios, como desiguales cuentas de un rosario de verdor.

El cochero esperó a que los viajeros saliesen de su éxtasis. Sabía, por experiencia, cuánto dura la admiración en cada especie de turistas. Pero cuando el carruaje se puso nuevamente en marcha, Duroy divisó, a unos centenares de metros, a dos ancianos que avanzaban hacia ellos, y saltando del coche gritó:

—¡Ahí están! Los reconozco.

Eran dos campesinos, hombre y mujer, que caminaban con paso irregular y se balanceaban, dando hombro con hombro. Él era bajo rechoncho, de encendido color, un poco barrigudo y vigoroso, a pesar de sus años; la mujer, alta, seca, encorvada y triste; la verdadera mujer de campo, resignada y sumisa, que trabajaba desde su infancia y no había reído nunca, mientras el marido bromeaba y bebía con los parroquianos.

También Madeleine había bajado del coche y miraba llegar a aquellos dos pobres seres, con el corazón oprimido y una tristeza que no había previsto. Los viejos no reconocían a su hijo en aquel caballero tan guapo, ni hubieran podido adivinar que aquella hermosa señora, vestida de claro, era su nuera.

Caminaban sin hablar, de prisa, al encuentro del hijo esperado, y sin fijarse en aquellas personas de la ciudad a quienes seguía un carruaje.

Pasaron de largo. Georges, que reía gritó:

—¡Buenos días, papá Duroy!

Se detuvieron los dos ancianos, estupefactos, primero, y luego como embrutecidos por la sorpresa. La madre fue la primera en serenarse, y balbució, sin dar un paso:

—¿Eres tú, hijo mío?

El joven respondió:

—Pues claro que soy yo, el mismo Duroy —y avanzando hacia ella, la besó en ambas mejillas con ruidosos besos filiales. Luego abrazó a su padre, que se había quitado la gorra, una gorra a la moda de Ruán: alta, de seda, parecida a la que usan los tratantes en ganado.

Al fin, Georges presentó:

—Aquí tienen ustedes a mi mujer.

Los dos campesinos la miraban. La miraron como quien mira a un fenómeno, con temerosa inquietud, unida a una especie de satisfacción aprobatoria en el padre y de celosa hostilidad en la madre.

El buen hombre, que era por naturaleza alegre, con una alegría empapada de sidra y alcohol, se fue creciendo y, dirigiéndose a su nuera, le preguntó guiñando maliciosamente un ojo:

—¿También a ti te podemos besar?

—¡No, que no! —respondió el hijo.

Y Madeleine, algo violenta, ofreció sus mejillas al besuqueo del viejo, que se limpió en seguida los labios con el dorso de la mano.

La vieja, a su vez la besó con maldad hostil. No, no era aquélla la nuera que había soñado, la garrida y lozana granjera, coloradita como una manzana y de formas redondas como una yegua preñada. Tenía un aire indolente aquella señora, con sus volantes y su olor a almizcle. Porque para la anciana, todos los perfumes eran almizcle.

Echaron todos a andar, detrás del coche que conducía el equipaje de los recién casados. El viejo cogió a su hijo por un brazo, y quedándose ambos un poco atrás, le preguntó con interés:

—Dime: ¿van bien tus asuntos?

—Bien, muy bien.

—Me alegro. Es todo lo que quería saber. Y tu mujer, ¿tiene dinero?

—Cuarenta mil francos —respondió Georges.

El padre lanzó un leve silbido de admiración, y no pudo decir más que «¡Cuántos!». Tanto le impresión aquella suma. Después añadió, muy convencido:

—¡A fe mía que es una hermosa mujer!

Porque la encontraba a su gusto, él, que en sus buenos tiempos tenía fama de conocer bien el paño.

Madeleine y la madre iban juntas, delante, sin hablar palabra. Los dos hombres las alcanzaron.

Llegaron al pueblo, un pueblecito situado junto a la carretera, y compuesto de diez casas a cada lado: unas, de ladrillo; otras de adobes; las primeras, con techumbre de pizarra; las otras, cubiertas de paja.

El cafetín del tío Duroy, «A las Bellas Vistas», era una casucha compuesta de planta baja y granero. Estaba a la entrada del pueblo, a la izquierda, y sobre la puerta, una rama de pino indicaba, al uso antiguo, que allí se daba de beber al sediento.

En la taberna, y sobre las mesas unidas cubiertas con sendas servilletas, estaba todo dispuesto para la comida. Avisada para que ayudase a servir la tía Brulín, saludó con una gran reverencia. Al fijarse en aquella dama tan hermosa y reconocer luego a Georges exclamó:

—¡Ay Jesús mío! ¿Eres tú, chiquillo?

Duroy respondió alegremente:

—Sí, yo soy, tía Brulín.

Y sin más tardar la besó, como había besado a sus padres.

Luego, dirigiéndose a su mujer, añadió:

—Ven a nuestra alcoba, te quitarás el sombrero.

Por la puerta de la derecha la hizo entrar en una pieza fría, enladrillada, con las paredes encaladas y su cama con cortinas de algodón. Un crucifijo con su pililla de agua bendita, y dos láminas en colores, que representaban a Pablo y Virginia bajo una palmera azul y a Napoleón I sobre un caballo amarillo, eran todo el adorno de aquella limpia y desolada estancia.

Apenas estuvieron solos, Georges besó a Madeleine.

—Buenos días, Made —le dijo—. Estoy contento de haber vuelto a ver a los viejos. Cuando se está en París, no se piensa en esto; pero luego, aquí, se alegra uno de haber venido.

En esto, el padre gritó, golpeando la puerta con los nudillos:

—¡Vamos, vamos! La sopa está en la mesa.

Y todos fueron a sentarse a ella.

Fue un largo almuerzo de aldeanos, una serie de platos mal ordenados: salchichas después de una pierna de cordero, tortilla después de las salchichas. El tío Duroy, a quien la sidra y unos cuantos vasos de vino habían puesto muy alegre, soltó el grifo de sus gracias favoritas, las que reservaba para las grandes ocasiones según él, les habían ocurrido a sus amigos. A pesar de que las conocía todas, Georges reía, reanimado por el aire natal, ganado de nuevo por el amor a la tierra, a los lugares que han rodeado nuestra niñez; por todas las sensaciones y los recuerdos vueltos a hallar; por las cosas de antaño vueltas a ser. Naderías: la señal de un cuchillo en una puerta, una silla paticoja que nos recuerda un suceso insignificante, el ancho aliento de resina y de árboles que nos viene del bosque vecino, de los senderos, del arroyo, del estercolero.

La madre no hablaba. Siempre triste y seria, espiaba con el rabillo del ojo a su nuera; sentía hacia ella un odio naciente, un odio que provenía del corazón, un odio de aldeana envejecida en el trabajo con los dedos roídos y los miembros deformados por sus rudas tareas, contra aquella mujer de la ciudad, que le inspiraba la repulsión de un ser maldito, réprobo, impuro, hecho para la molicie y el pecado. Se levantaba a cada paso para cambiar los platos, para llenar las copas con el vino blanco o tinto de las garrafas o con la espumosa y dorada sidra de las botellas, cuyo tapón saltaba con alegre ruido.

Madeleine apenas comía, apenas hablaba. Sonreía, como siempre; pero ahora su sonrisa era melancólica y resignada. Estaba decepcionada, dolorida. ¿Por qué? Ella era quien había querido ir. No ignoraba adónde iba: a casa de unos aldeanos, de unos pobres aldeanos. ¿Cómo los había soñado ella, que generalmente no soñaba?

¿Lo sabía siquiera? ¿Acaso las mujeres no esperan siempre algo distinto de lo que realmente es? ¿Los había imaginado, de lejos, más poéticos? No; pero sí más literarios, más nobles… más afectuosos, más decorativos. Y, sin embargo, no los deseaba con maneras de personajes de novela. ¿De dónde procedía, pues, que le chocasen sus infinitas menudencias invisibles detalles, sus groserías inaprensibles, su naturaleza rústica, sus dichos, sus gestos y su alegría?

Madeleine pensó en su madre, de la que nunca hablaba con nadie: una institutriz seducida, educada en Saint-Denis, muerta de miseria y de dolor cuando Madeleine tenía doce años. Un desconocido se encargó de la educación de la pequeña. ¡Su padre, sin duda! ¿Quién era? Nunca pudo saberlo a punto fijo, aunque tuviese vagas sospechas.

El almuerzo no acababa nunca. Iban entrando parroquianos, que estrecharon la mano de Duroy padre y lanzaban exclamaciones de asombro al ver al hijo, y miraban de reojo a su joven esposa, guiñando maliciosamente el ojo, lo que venía a significar: «¡Diantre! ¡No está mal del todo la mujer de Georges Duroy!».

Otros, no tan íntimos, se sentaban ante las mesas de madera y gritaban:

—¡Un litro! ¡Un cuartillo! ¡Dos cañas! ¡Un chato!

Y se ponían a jugar al dominó, dando grandes golpazos con las fichas de hueso, blancas y negras.

La madre de Duroy no cesaba de ir y venir. Servía a la clientela, con su gesto lastimoso; cobraba, limpiaba las mesas con una punta de su delantal azul.

El humo de las pipas de barro y de los cigarros de cinco céntimos llenaba la sala. Madeleine empezó a toser, y dijo:

—Si saliésemos… No puedo más.

Todavía no habían acabado de comer. El viejo Duroy se disgustó. Entonces su nuera se levantó y fue a sentarse en una silla delante de la puerta que daba a la carretera, esperando que sus suegros y su marido acabaran de tomar el café y las copitas de licor.

Georges se le reunió en seguida y le preguntó:

—¿Quieres que demos un paseo por el Sena?

Ella aceptó con júbilo.

—¡Oh sí! Vamos…

Bajaron la montaña, alquilaron una lancha en Croisset y pasaron el resto de la tarde bordeando una isla, bajo los sauces, adormecidos ambos por el suave calor de primavera y arrullado por las mansas ondas del río.

Regresaron al anochecer.

La cena, a la luz de un candil, fue para Madeleine más penosa aún que el almuerzo. El padre de Duroy, que tenía una semiborrachera, no hablaba. La madre conservaba su hosca expresión.

La mezquina luz arrojaba a las paredes las sombreas de las cabeza, con enormes matices y gestos desmesurados. A veces, se veía una mano gigantesca que esgrimía un tenedor de tamaño como un bieldo y se lo llevaba a la boca, que se abría como el hocico de un monstruo, y cuando alguien se movía un poco, la llama amarillenta y vacilante iluminaba su perfil.

Cuando acabaron de cenar, Madeleine se llevó afuera a su marido, para salir de aquella sala donde flotaba continuamente un olor a tabaco y a bebida.

Cuando hubieron salido, él preguntó:

—¿Te aburres aquí?

Ella quiso protestar, pero Georges la interrumpió:

—No, si ya lo he notado. Si quieres, mañana mismo nos vamos.

Madeleine contestó:

—Sí, sí quiero.

Caminaban despacio. Era una noche tibia, cuya sombra acariciadora y profunda parecía llena de ligeros rumores, de roces, de susurros. Entraron por un sendero bordeado de altos árboles, entre dos negras barreras de espesura.

—¿Dónde estamos? —preguntó Madeleine.

Georges respondió:

—En el bosque.

—¿Es muy grande?

—Tan grande como los mayores de Francia.

Un olor a tierra, a árboles, a musgo, ese perfume a la vez fresco y antiguo de los bosques frondosos, hecho de savia, de brotes y de la hierba muerta y segada de los forrajes, parecía dormir en aquel vial. Madeleine levantó la cabeza y vio lucir las estrellas entre las copas de los árboles, y aunque ni el más leve soplo de brisa agitaba el ramaje, la esposa de Duroy sintió en torno suyo la vaga palpitación de aquel océano de hojas.

Un singular estremecimiento le pasó por el alma y le recorrió la piel; una indefinible angustia le oprimió el corazón. ¿Por qué? No acertaba a comprenderlo; pero le parecía que se había perdido, que se ahogaba, que estaba rodeada de peligros, abandonada de todos, sola, sola en el mundo, bajo aquella bóveda que vibraba en la altura.

—Tengo miedo —dijo—. Quisiera que volviésemos a casa.

—Bien; volveremos.

—¿Y marcharemos mañana a París?

—Sí, mañana.

—Por la mañana.

—Mañana por la mañana, si quieres.

Cuando legaron a casa de los Duroy, los viejos estaban acostados. Madeleine durmió mal; la despertaba cualquiera de los ruidos, para ella nuevos, del campo: el grito del mochuelo, los gruñidos de un cerdo encerrado en una pocilga pegada a la pared, el canto de un gallo que anunció la media noche.

A las primeras luces de la aurora, ya estaba levantada y dispuesta a partir. El equipaje estaba ya preparado.

Cuando Georges anunció a sus padres que se marchaban, ambos quedaron al pronto sorprendidos, pero en seguida comprendieron de dónde partía aquella determinación.

La madre dijo sencillamente:

—Pronto te volveremos a ver.

—Sí, este verano.

—Entonces, tanto mejor.

La vieja rezongó:

—Te deseo que no tengas que arrepentirte de lo que has hecho.

Para apaciguar su mal humor, Georges regaló a sus padres doscientos francos. A eso de las diez llegó el coche, que un chicuelo había ido a buscar; los recién casados abrazaron a los ancianos campesinos y se fueron.

Mientras bajaban la cuesta, Duroy se echó a reír.

—¿Lo ves? —dijo—. Ya te lo había anunciado. No debiera haberte presentado al señor y a la señora Du Roy de Cantel, padre y madre.

Ella también se río, y repuso:

—Ahora estoy muy contenta. Son unas buenas personas, a quienes empiezo a querer, y les enviaré golosinas desde París.

Después añadió:

—Du Roy de Cantel… Ya verás, cómo a nadie le asombran nuestras esquelas de participación de boda. Diremos que hemos pasado ocho días en las posesiones de tus padres.

Y acercándose a él, le rozó con los labios una guía del bigote:

—¡Buenos días, Georges!

Él replicó, poniendo una mano en la cintura de su mujer.

—¡Buenos días, Made!

Al fin divisaron en lo profundo del valle el ancho río, que, bajo el sol de la mañana, se deslizaba como una cinta de plata, las chimeneas de las fábricas, que elevaban al cielo sus nubes de carbón, y los campanarios que se erguían en la vieja ciudad.