Todos estaban nerviosísimos, mientras Pete sacaba la película de la máquina. Los niños y su padre formaron un círculo para poder ver bien la fotografía.
Pero, cuando Pete la enseñó, todos se echaron a reír. ¡Era una fotografía de Morro Blanco!
—¡Seré zopenco! —Exclamó el señor Hollister, todavía trémulo, a causa de las carcajadas que había soltado—. Nos olvidamos de sacar a la gata del sótano. El animal rozó la cinta, haciendo funcionar el flash. ¡Y ahí tenemos su fotografía!
—Y fíjate, es muy buena —rió Pete.
—Tendremos que intentarlo otra vez —suspiró Ricky. Lo haremos también esta noche.
—Muy bien —asintió el señor Hollister.
Después de desayunar, preguntó a sus hijos si entre la una y las dos de la tarde querrían hacerle un favor. Él tenía que ir a dar una conferencia al Club de Hombres de Negocios de Shoreham, de donde se había hecho socio hacía pocos días, y, como Tinker tenía que hacer algunas entregas a aquella hora, necesitaba ayuda en la tienda.
—¿Queréis ir vosotros a sustituirme, hijos?
—Claro que sí, papá —dijeron a coro, todos, incluso la pequeña Sue.
—Eso está bien. Me alegra ver que estáis deseosos de ayudar.
—Papá —dijo Pam, mirando a su padre con orgullo—; me gusta mucho saber que los señores de Shoreham quieren que tú des una conferencia.
—Apenas te conocen, John —recalcó la señora Hollister, sonriente—. Es un cumplido.
El marido sonrió ante tantos halagos y explicó que los hombres de negocios deseaban que él les hablase de sus inventos y de cómo tenía las ideas para hacerlos.
—Yo creo que les has agradado, papá —añadió Pete.
El muchachito admiraba enormemente a su padre y más de una vez había dicho a Pam que, cuando fuese mayor, querría ser como él.
—Bien. Bien. Ahora se me ocurre otra cosa que voy a mencionar en mi charla —dijo el padre, con un guiño.
—¿Qué es, papá? —preguntó Holly.
—Sois vosotros, hijos. Diré a todos cuánto me habéis ayudado a hacer prosperar el «Centro Comercial».
Besó a toda su familia y salió de casa. Poco después, Holly se escabulló silenciosamente a su habitación. Estuvo muy callada durante un largo rato y su madre se preguntó si estaría haciendo alguna diablura. Ya estaba a punto de llamarla, cuando Holly bajó las escaleras con un rebujo en sus brazos.
—Mira, mamá, he estado haciendo una cosa que necesitaba hacer —declaró—. Tenía que vestir a Morro Blanco con vestidos de muñeca.
La gata estaba vestida con un pomposo vestido color de rosa que se anudaba al cuello con una cintita negra. En la cabeza, la gata lucía un coquetón gorrito azul y las uñas afiladas de sus patas traseras estaban escondidas dentro de unos zapatos chiquitines del mismo color azul que el gorro.
Ya todos sus hermanos se habían acercado, corriendo, a ver a Morro Blanco. Cuando Holly, que sostenía al animal muy apretado, aflojó un poco las manos, la gata saltó al suelo.
—¿Podrá andar con todas esas ropas? —preguntó Ricky.
Al principio, Morro Blanco se quedó quieta, pero luego, con los dientes, se dio dos buenos tirones del vestidito.
—¡Quieta, Morro Blanco! —Reprendió Holly—. ¡Anda un poquito!
El gato miró un momento a la niña y luego empezó a andar lentamente, levantando muy alta cada pata para no enredarse con el vestido.
—Está presumiendo, igual que una chica con un vestido nuevo —rió Pete.
—Es verdad —asintió Pam—. O puede que se crea ser el tamborilero mayor de un desfile.
Al oír la palabra desfile, los ojos de Ricky se iluminaron.
—¡Viva! —gritó—. ¡Vamos a hacer un desfile de animales! Sí. Sí. ¡Ahora mismo!
—Podemos vestir también a todos los gatines —añadió Pam.
—¡Qué «perciosos»! —exclamó Sue, dando grititos de alegría—. Yo voy a buscarlos ahora mismo. —Y recogió a Morro Blanco, diciéndole—: Anda, guapa dime dónde tienes a tus niños.
—Si vamos a hacer ese desfile de animales, puede que nuestros amigos quieran traer sus animalitos —dijo Pete.
—¡Eso es! ¡Buena idea! —Aplaudió Ricky—. Dave Meade tiene un coatí[1] y Jeff Hunter un pato.
—Ann tiene dos marmotas —recordó Holly— y Donna Martin una tortuga.
—Y nosotros podemos preparar el carro, como si fuese un coche de bomberos. ¡Zip tirará del carro como n los desfiles de verdad!
Los niños se dispersaron en todas direcciones para disponer el desfile de animales. Media hora más tarde, el patio trasero de los Hollister estaba lleno de actividad.
Jeff había llegado con su pato, al que acababa de adornar con una gran cinta encarnada en el cuello. Dave llevó su coatí sujeto por el collar, mientras el animal, de brillantes ojitos, no cesaba de revolcarse por la hierba.
Donna intentaba que su tortuga se hiciese amiga de las marmotas de Ann, pero los animales no se prestaban mucha atención unos a otros.
Pronto se presentaron Sue y Pam, llevando los cinco gatitos en una cesta. Humo y Medianoche iban vestidos como muñecos, y Tutti-Frutti, Bola de Nieve y Mimito llevaban atavío de muñeca, como su madre.
Cuando las niñas dejaron el cesto en el suelo, los gatitos salieron corriendo. ¡Qué risa daba verles pasear por el prado, maullando y moviendo el rabo! Mimito descubrió un saltamontes y lo cazó de un zarpazo. Sus hermanitos corrieron junto al gatito, mientras los niños reían.
Al poco salió Ricky por la puerta del garaje, tirando del carro. Algo había cambiado en el aspecto del carro y era que los lados habían sido recubiertos con papel rojo. Dentro del carro iba la manguera verde, de regar el jardín, enrollada alrededor de un tronquito de árbol. A uno de los lados del carro se veía una escalera de mano, sujeta con unos cuantos clavos.
—¡Muy bien! —aplaudió Dave—. Parece un verdadero coche de bomberos.
—Ahora mismo empezará el desfile —anunció Pam—. Ven aquí, Zip, que te pondremos los arneses.
El obediente perro pastor se acercó a Pam, quien le colocó las tiras de cuero alrededor del cuerpo.
—Zip puede abrir el desfile —propuso Ricky.
Pero Holly y Pam recordaron a su hermano que, en los desfiles de verdad, los coches de bomberos van al final de todo. Y Pete opinó:
—Yo creo que el primero debe ser el coatí de Dave.
Tras unos momentos de discusión se decidió que el primero de la fila sería el coatí. Después iría Morro Blanco con sus hijitos, luego el pato, las marmotas y la tortuga. Ricky iría al final, con el coche de bomberos.
Mientras todos intentaban alinear sus animalitos, Donna y Jeff comprendieron que la tortuga y las marmotas no serían capaces de ir al mismo paso que los demás.
—Entonces, «tendremos» que llevarles en coche —reflexionó Sue.
—¡Claro! ¡Eso haremos! —asintió Ann—. ¿En dónde podemos montarlos?
—Yo tengo un camión de carga —ofreció Jeff.
A todos les pareció muy bien y Jeff salió corriendo, camino de su casa. A los pocos momentos ya estaba de vuelta con un bonito camión azul, donde se metió a los animalitos poco andarines.
—Ahora ya estamos preparados para salir. Pero me habría gustado tener música —dijo Ricky.
La señora Hollister, que había estado mirando, divertida, a los niños desde el porche, les dijo:
—Si esperáis un poco, os traeré el tocadiscos pequeño.
—Pon «La Marcha de las Bonitas Muñecas» —gritó Pam, muy nerviosa.
La señora Hollister colocó inmediatamente el tocadiscos sobre la hierba y puso el disco favorito de sus hijos.
—¡Marcha al frente! —gritó Pete.
El coatí empezó a andar airosamente, seguido del pato que avanzaba dando bandazos. Morro Blanco, con la cabeza muy alta, marchaba delante de sus cinco hijitos. Después iba Ann, tirando del camión que llevaba a las marmotas y la tortuga, y Zip cerraba la marcha, tirando del improvisado coche de bomberos, mientras Ricky sujetaba orgullosamente las riendas.
—Parece que saben marchar al compás de la música —rió Pam, viendo cómo los animalitos daban la vuelta al patio.
—Mi pato nunca se había portado tan bien —dijo Jeff—. ¡Es un verdadero pato de infantería!
Después de dar la primera vuelta, el coatí se aproximó más al tocadiscos y acabó parándose para ver cómo giraba el disco, pero Dave le dio un empujoncito y el animal continuó andando.
Cuando el coche de bomberos pasó junto al tocadiscos, Zip volvió la cabeza para espantar a un moscón que zumbaba en la hierba. De pronto, una de las ruedas del carro chocó contra el tocadiscos y la aguja se deslizó sobre el disco haciendo un desagradable ruidillo:
—¡Iiiiihhh!
Aquello asustó al pato, que levantó las alas y se remontó un poco sobre el suelo, para ir a caer en seguida sobre el lomo del coatí. Éste echó a correr describiendo pequeños círculos, y aterró a toda la procesión de gatitos.
—¡Eh, quietos! —gritó Pete.
Pero su advertencia ruidosa sólo sirvió para que aumentase la confusión.
A los pocos instantes, todos los animales corrían enloquecidos por el patio, mientras cada niño se esforzaba por alcanzar al animal que le pertenecía.
Dave alcanzó su coatí en la copa de un árbol. El pato de Jeff aterrizó en el techo del garaje y el niño tuvo que subir tras él. Ann rescató a sus marmotas en el porche.
Morro Blanco y sus gatitos fueron los más inteligentes de todos porque corrieron al porche y se sentaron en la baranda a mirar a los otros.
—En verdad ha sido una bonita exhibición —dijo Dave, al despedirse—. Deberías haber cobrado entrada.
Cuando sus amigos se marcharon, los niños Hollister se sentaron a comer. Antes de la una, la señora Hollister acompañó a todos al «Centro Comercial».
Durante el trayecto, Pete murmuró al oído de Pam:
—Seguramente papá piensa que somos buenos dependientes. A ver si podemos vender mucho, mientras él está fuera.
Cuando llegaron a la tienda, el señor Hollister dijo a Tinker que sus hijos se quedaban a ayudarle, y luego se marchó a dar el discurso.
Apenas había cruzado la puerta cuando sonó el teléfono. Era el señor Hunter que necesitaba cinco botes grandes de pintura. ¿Había alguien disponible para que se los llevasen inmediatamente?, preguntó el señor.
Tinker consultó con los niños lo que podían hacer. Pete dijo que él mismo se ocuparía de aquel encargo, mientras los demás despachaban y Tinker hacía los otros repartos. Y Pete cogió una carretilla donde colocó la pintura para el señor Hunter.
Entre tanto, los demás niños ocuparon sus puestos detrás de los mostradores.
Los demás, menos Sue. La pequeña se escabulló hasta el recipiente automático del agua fresca y cogió un vaso de papel. Le gustaba mucho oír gorgotear el agua en la gran botella, mientras ella oprimía el botón para que bajase. Sue bebió un vaso y, en seguida, volvió a apretar el botón para beber otro.
—No te bebas toda el agua, Sue —advirtió Pam—. Tienes que dejar por si algún cliente tiene sed.
La botella estaba casi vacía, pero la pequeña Sue notaba una sed enorme, enorme. Y se tomó otro vaso.
En aquel momento, entró un señor en la tienda. Quería comprar un juguete para su hijo. Mientras los niños indicaban distintos juguetes, Sue siguió bebiendo. Y, cuando el cliente se hubo decidido a comprar un garaje, la botella estaba completamente vacía.
—¡Huy, Sue! —regañó Pam—. Ahora tendremos que poner otra botella.
Encontró otra botella allí cerca. Cuando regresó Pete, sacó el tapón con un sacacorchos. Luego, intentó levantar la botella para colocarla en su sitio, pero le resultó demasiado pesada. Pam se ofreció a ayudarle. Entre las dos podrían levantar la enorme botella. Estaban a medio camino cuando la botella les resbaló de las manos y… ¡pum!
La botella acababa de dar en el suelo, se rompió en varios pedazos y el agua se derramó por todas partes.
—¡Canastos! —exclamó Ricky—. ¡Mirad lo que habéis hecho! A papá no va a gustarle.
Pam cogió una bayeta y empezó a secar el agua, mientras Pete recogía los vidrios de la botella rota.
—Parece que hemos dado más pérdidas que ganancias —dijo Pete, lastimeramente—. Espero que podamos hacer una buena venta para pagar este desperfecto.
Aún no había acabado de decir aquello, cuando entró en la tienda Joey Brill.
—Dile que se vaya —rogó Ricky a su hermano mayor.
Pero Pete le contestó que no podía hacer eso porque podía ser que Joey hubiera ido a comprar algo. Pete se acercó a Joey y, como si fuera un dependiente de verdad, preguntó:
—¿En qué puedo servirte?
Joey se mostró enfurecido.
—¿Que en qué puedes servirme? Devuélveme mi gata.
—Lo siento, pero tu gata no está aquí.
—Entonces, vete a casa y tráemela —ordenó Joey.
Pete le repuso que en aquel momento no podía hacerlo. Tenía que permanecer en la tienda de su padre, mientras que Tinker estaba fuera.
—¿De modo que aquí no hay nadie, más que críos? —preguntó Joey, dirigiendo una maligna mirada a su alrededor.
—Nada más que nosotros. Estamos cuidándonos de la tienda —anunció Pete, muy orgulloso.
Joey no dijo nada, pero empezó a pasear de un lado a otro, tocando esto y aquello, como si estuviera examinando cosas que pensaba comprar. Al fin se detuvo ante una mesa en la que se exhibían toda clase de herramientas y cogió una llave inglesa que empezó a hacer girar en su mano.
Pete se acercó a él, preguntando:
—¿Piensas comprar esa llave inglesa, Joey?
—No.
—Entonces, déjala. No tienes que tocar las cosas que no piensas comprar.
Joey miró a Pete despectivamente, y dijo:
—Prueba a quitármela tú.
Mientras Pete se aproximaba para cogerle la herramienta, Joey hizo un rápido movimiento, bajando la mano. La llave se soltó de su mano y cruzó toda la tienda.
—¡Oh! —gritó Pam, cubriéndose la cara con las manos.
La llave inglesa fue a parar a una estantería llena de platos. Y, en el mismo instante, se oyó un estrépito aterrador.