ZIP JUEGA AL CABALLO

¿Sería posible que fuese Tinker el hombre que rondaba la casa de los Hollister?

—Que no sea. Que no sea —rogó Holly, ingenua.

Él asintió y fue a telefonear. Habló con Tinker y le pidió que fuese en seguida a verle. A los pocos minutos, el empleado llamaba a la puerta de los Hollister y el padre le llevó al cuarto de estar.

—Tinker, ¿esto es de usted? —preguntó el señor Hollister, mostrándole el pañuelo que había encontrado Pam.

El viejo miró el pañuelo con sorpresa.

—Sí, es mío —admitió.

El señor Hollister le explicó que lo habían encontrado en el jardín y el hombre repuso:

—Debe de ser que se me ha caído esta noche.

—¿Es que ha estado usted aquí? —preguntó, inmediatamente, Pete.

Tinker contestó que había tenido necesidad de ir a ver al señor Hollister para concretar los detalles sobre un envío que tenía que hacerse a la mañana siguiente. Y, mientras se acercaba a la casa de los Hollister, vio a alguien corriendo por el patio de detrás.

—Quise averiguar quién era y le seguí, pero, cuando llegué cerca, ya no pude ver a nadie.

—¿No advirtió usted nada más interesante? —preguntó el señor Hollister.

Tinker estaba muy inquieto, y se balanceaba, apoyándose cada vez en uno de sus pies.

—Al final de la calle oí sonar la sirena de la policía —repuso— y, como no quería que me vieran rondando por su casa, me marché rápidamente. Pensaba ponerle al corriente de la presencia de ese hombre en su casa, mañana, cuando nos viéramos en la tienda.

—Comprendo —dijo el señor Hollister, que en seguida se puso a hablar con su empleado del asunto del envío.

Cuando concluyeron de hablar aquellos detalles, el señor Hollister pidió:

—Antes de irse, haga el favor de mostrarme dónde estaba el hombre que merodeaba por nuestra casa.

Salieron de la casa y Tinker fue a señalar el lugar en que había visto al hombre. ¡Era exactamente el sitio en que los arbustos ocultaban la ventana del sótano!

—¡Ese hombre debió de saltar por la ventana! —reflexionó Pete.

—Creo que debemos registrar bien otra vez el sótano —declaró el señor Hollister—. Puede haber otra pista que nos haya pasado por alto.

Todos bajaron y empezaron a mirar por un lado y otro. Incluso la pequeña Sue, que ahora ya estaba despierta, imitaba a sus hermanos buscando una pista. De repente, la pequeñita se agachó y cogió algo de la chimenea.

—¡Mira lo que he encontrado, Pammie! —dijo, abriendo la manecita para que su hermana viera lo que tenía en ella.

Era una bonita piedra, blanca con rayas rosadas.

Pam se quedó sin respiración.

—¡Es igual que las que encontramos en la isla Zarzamora! ¿Te acuerdas, Holly, de las piedrecitas que parecían huevos de paloma? ¿Es que las has dejado tú en la chimenea?

Holly contestó que no. Sus piedrecitas estaban en el cajón del tocador.

—¿Por qué? —añadió Holly.

Pam enseñó a todos la bonita piedra y explicó que había muchas como aquélla en la isla Zarzamora.

—Papá, ¿tú crees que es alguien que vive en la isla, el que viene a rondar por nuestra casa?

El señor Hollister no creía eso posible, ya que en la isla no vivía nadie, y Tinker fue de la misma opinión.

—Pero esto ha llegado ya demasiado lejos —afirmó el señor Hollister—. Tenemos que atrapar a ese intruso.

—¿Cómo? —preguntó Pam.

El padre miró a todos con expresión misteriosa, contestando:

—Ya os lo diré mañana, cuando vuelva de trabajar. Pero os haré un pequeño adelanto —añadió, sonriendo—. ¡Le haremos una fotografía!

Y ya no quiso decir nada más.

Entonces los niños tomaron una especie de aperitivo, consistente en leche, pan, crema de cacahuetes y jalea de colores, y se acostaron. El señor Hollister se aseguró de que la casa quedaba bien cerrada, aunque no creía que el merodeador volviese aquella noche.

A la mañana siguiente, los niños fueron despertados por los ladridos de Zip. Pete se asomó a la ventana y vio que Dave entraba en el patio, corriendo con el perro.

—¡Hola! —saludó Pete, desde arriba.

—Salid ya, dormilones. Tengo una gran idea que quiero explicaros —dijo Dave.

Verdaderamente, los hermanos Hollister se despertaban más tarde de lo usual aquella mañana. Habían corrido tanto el día antes en el State Park que les hizo falta un largo descanso.

Sin embargo, en cuanto estuvieron despiertos, se vistieron rápidamente y bajaron corriendo a desayunar. En seguida que acabaron, salieron al patio para que Dave les pusiese al corriente de su gran idea.

Cuando Pete le preguntó, Dave repuso:

—Un carro tirado por perros. Podríamos utilizar a Zip.

Y explicó que en un libro había visto dibujos donde se veían a niños belgas montados en carros tirados por perros.

—¡Hombre, a mí me parece estupendo! —exclamó Pete.

—Podré pasear en el carro por toda la ciudad y llevarme también a Sue —planeó Holly.

Todos los niños se sintieron entusiasmados con la idea de Dave.

—Nosotras podremos preparar los arneses, mientras los chicos hacéis el carro —propuso Pam.

—Lo haremos ahora mismo —resolvió Dave Meade—. Iré a casa a buscar un dibujo de esos carros belgas, tirados por perros. Y haremos nuestro carro igual que ésos.

Salió corriendo y, a los pocos minutos, ya estaba de vuelta con el dibujo del carro y el perro. Pam cogió papel y lápiz para hacer un dibujo de los aparejos que eran necesarios.

—En el garaje tenemos dos ruedas viejas —recordó Pete—. Podemos utilizarlas.

Y Dave dijo que, en su cuadra, tenía un coche viejo de llevar bebés.

—Yo iba en él cuando era pequeño —explicó—. No creo que a mamá le importe que lo usemos para nuestro carro.

Pete, Ricky y Dave corrieron al patio de los Meade, mientras las niñas Hollister entraban rápidamente en su casa para hablar con su madre. Cuando le contaron lo que querían hacer, la señora Hollister dijo que podían coger unos cuantos cinturones viejos que ya no se usaban.

Mientras Pam y Holly cortaban los cinturones en varias tiras, la pequeña Sue, que las observaba, dijo con su vocecilla chillona:

—Pero si no le hemos preguntado a Zip si él quiere… A lo mejor no le gusta tirar de un carro.

—¡Es verdad! —Repuso en seguida Holly—. ¿Qué pasará si Zip va tirando del carro y de pronto ve un conejo? Di, ¿qué pasará?

—Nosotros le haremos parar —contestó Pam.

Al poco rato, los chicos volvieron cargados con el cesto de un viejo coche de niño, y corrieron con aquello al garaje. Después de mucho martillear, los muchachos sacaron al patio un artefacto de extraño aspecto. En la parte baja del cochecito, pusieron dos ruedas de carro.

—Ahora tenemos que colocar las varas para que quede una a cada lado del perro —dijo Pete.

Ricky sabía dónde encontrarlas. Al otro lado del garaje había dos viejas varas de tender la ropa. Pete se encargó de aserrarlas a la medida conveniente y los tres chicos se dispusieron a colocarlas en su carrito nuevo.

—Dejadme probarlo —pidió Ricky, entusiasmado—. Tiraré del carro como si fuera Zip.

Y se colocó entre las varas, cogiendo una con cada mano. En seguida empezó a dar vueltas alrededor del garaje, por la parte exterior.

—¡Eh! ¡No vayas tan deprisa! —le advirtió Pete, cuando vio que su hermano llevaba el carro, inclinándolo sobre una de las ruedas al tomar las curvas. Pero Ricky no le hizo ningún caso.

En la próxima curva el carrito cayó de lado y se le desprendieron las ruedas y las varas, porque rodó dos veces sobre sí mismo y quedó en el suelo boca abajo.

—¡Mira lo que has hecho! —exclamó Dave, con desespero—. Tendremos que volver a hacerlo todo.

—Lo siento —murmuró Ricky, avergonzado—. Yo os ayudaré. —Y en seguida añadió con un guiño—: Pero ha sido un accidente estupendo, ¿verdad?

—Ya lo creo —contestó el bonachón de Pete—. Deberías haber salido en la televisión.

Los chicos se pusieron en seguida a la tarea de reconstruir el carro, que esta vez quedó doblemente fuerte. Cuando lo llevaban hacia la casa, aparecieron las niñas por la puerta trasera.

—¡Ya tenemos los arneses preparados! —anunció Pam—. Hasta se los hemos probado a Zip y le van a la medida.

—Necesitamos riendas —recordó Holly.

Para ello, la señora Hollister les dio unas tiras de tela, y los niños silbaron, llamando a Zip. El perro salió saltando entre unos matorrales y fue a lamer la mano de Pam.

—¿Serás un perro bueno y tirarás de nuestro carrito? —preguntó Sue a Zip, mientras le acariciaba tiernamente.

Después de mirar el carro, Zip empezó a menear la cola.

—Eso es que contesta que sí —aseguró Holly—. Vamos a ponerle los arneses.

Al principio, Zip no supo qué querían los niños y empezó a retorcerse de un lado a otro. Pam opinó:

—A mí me parece que lo mejor será que uno de nosotros le acompañe andando, la primera vez, para que no se asuste.

Ricky subió en el carro y Pam acompañó a Zip a dar una vuelta por el patio.

—¡Chicos! ¡Esto es estupendo! —gritó Ricky—. ¡Qué bien lleva el carro este perro!

—Me parece que ya le he entrenado bastante. Ahora subiré yo —dijo Pam.

La niña saltó al carrito y cogió las riendas, tirando de ellas suavemente y, mientras, Zip paseó alrededor del patio, como si toda su vida la hubiera pasado arrastrando un carro.

Después que cada uno de los mayores hubo dado dos vueltas, subieron al carro Holly y Sue. Las dos niñas estaban a mitad de su paseo, cuando desde el caminillo lateral, alguien gritó:

—¡Ja, ja! ¡Todos sois muñequitas, yendo en un coche de bebés! ¡Qué gracia tiene! ¡Ja, ja!

—Ya está ahí el pesado de Joey —se lamentó Pam, al ver acercarse al chico.

Pero, al ver divertirse a los otros, Joey exigió:

—Quiero dar un paseo en eso.

—Como piensas que es un coche para muñecas no vamos a dejarte subir —le repuso Pete.

Holly y Sue seguían montadas en el carro.

—No, ¿eh? —masculló Joey, enfurecido—. Yo arreglaré las cuentas con vosotros. —Y en seguida, se puso a gritar—: ¡Zip, un gato! ¡Un gato, Zip! ¡Ssss, atrápalo, atrápalo!

Aunque, por lo general, Zip era muy tranquilo cuando jugaba con los niños, ahora, al oír la palabra «gato», se paró en seco y puso muy tiesas las orejas.

—¡Allí, en el árbol! ¡En el árbol! —gritó Joey.

Zip dio un aullido y salió corriendo en la dirección que le señalaba Joey; luego, apoyándose sobre las patas traseras, levantó las delanteras sobre el tronco, para mirar mejor entre las ramas.

Mientras esto ocurría, todos los Hollister gritaban, porque el carro se había levantado por uno de los extremos, y Sue y Holly habían caído de cabeza sobre la hierba.

—¿Ves lo que has hecho? —gritó Pam.

—¡Lo mejor será que salgas de aquí inmediatamente! —dijo Pete, amenazador, saliendo en persecución del camorrista.

Joey prefirió no llegar a una pelea, porque Pete estaba verdaderamente rabioso, y salió corriendo calle abajo, mientras los Hollister y Dave ayudaban a levantarse a las dos pequeñas.

—¿Os habéis hecho daño? —preguntó Pam.

Sue lloraba un poco.

—No…, no «tenemos daño», sólo… miedo.

Pero no quiso volver a subir en el carro. Los demás estuvieron paseando por el patio, en el carro, durante la tarde. Cuando llegó el padre a casa se echó a reír viendo a Zip, que ya estaba muy cansado, tirando del carro.

Pete sugirió que se podía usar para llevar los envíos que tuviera que hacer el «Centro Comercial». Pero el señor Hollister movió negativamente la cabeza, diciendo:

—Me temo que el pobre Zip llevaría una verdadera vida de perro si le dedicásemos a eso. Dejadle suelto y dadle carne y un buen hueso, como premio a este día de trabajo.

Mientras Holly se encargaba de eso, Pam preguntó a su padre cómo harían la fotografía del merodeador.

—Prometiste decírnoslo hoy —insistió.

Su padre le pasó un brazo por el hombro.

—Es muy sencillo —dijo.

Y en seguida comunicó sus planes a los niños. Pete tenía una cámara fotográfica que hacía fotografías de interior. La colocarían en el sótano para que el merodeador se hiciese, sin darse cuenta, una fotografía.

—¡Estupendo! —exclamó Pete.

Después de cenar, su padre y él bajaron a preparar aquel cepo. Pete situó su cámara con una cinta atada al disparador. Su padre le ayudó a tender la cinta a través de la ventana del sótano y de la puerta de salida.

—Si alguien toca la cinta, es seguro que la cámara captará su imagen —dijo Pete, feliz.

Los niños casi no podían aguardar a la mañana, pete, incluso llevó a Zip a su habitación para que no espantase al intruso.

Aunque la casa estuvo toda la noche silenciosa, el señor Hollister no pudo dormir mucho, pero tampoco oyó ningún ruido que le hiciera levantarse.

A la mañana siguiente, él y sus hijos corrieron al sótano. Pete fue el primero en coger la cámara fotográfica.

—¡Papá! —exclamó—. ¡Ha funcionado el flash! ¡Ya tenemos una fotografía del hombre!