Acercándose a la niña, Pete le pidió que le dejase ver el cochecito por debajo. Cuando la niña le dijo que podía mirar, Pete dio la vuelta al cochecito. Marcadas con un hierro al rojo, en la madera del juguete se veían las iniciales S. H.
¡Sue Hollister! ¡Era el cochecito de Sue!
Estaba Pete poniendo otra vez derecho el cochecito, cuando se acercó el hermano mayor de aquella niña.
—¿De dónde habéis sacado este coche? —le preguntó Pete.
—Lo hemos comprado esta mañana para regalárselo a mi hermana porque es su cumpleaños —contestó el niño.
—¿Lo habéis comprado?
—Sí. En la tienda de segunda mano.
Pete preguntó dónde estaba aquella tienda y, cuando el otro chico se lo explicó, él corrió hacia la parte central de Shoreham. La tienda de segunda mano estaba a sólo dos manzanas de separación del «Centro Comercial».
Pete entró en la tienda y se presentó al robusto propietario.
—¿Y qué es lo que deseas, hijo? —preguntó el vendedor.
Cuando Pete le hubo explicado lo del furgón de mudanzas vacío y el cómo acababa de descubrir el coche robado de Sue, el hombre exclamó:
—¡Eso es terrible! De haber sabido que era un coche robado, no lo habría comprado.
—¿Quién se lo vendió? —preguntó Pete.
El vendedor le repuso que había comprado el cochecito a un desconocido, vestido con ropas muy viejas.
—¿Qué aspecto tenía ese hombre? —volvió a preguntar Pete.
El tendero se rascó la cabeza, murmurando:
—Pues, lo único que recuerdo bien es que llevaba un sombrerito pequeño, muy estrafalario.
—Me gustaría que me devolviesen el cochecito de mi hermana —dijo Pete.
Al vendedor le pareció muy natural el deseo de Pete y, mientras acompañaba al chico a casa de la niña, no cesaba de repetir lo mucho que lamentaba lo ocurrido.
Cuando llegaron a la casa, el vendedor llamó al timbre y salió a abrir la madre de la niña. Fue Pete quien habló con ella.
—Por equivocación, les vendieron a ustedes el cochecito de mi hermana —dijo.
Al principio, la señora no sabía de qué estaban hablando. Entonces, el tendero le explicó que habían comprado un juguete robado y que era preciso devolverlo a su propietario. La señora no estaba muy decidida a devolver el cochecito, pero, como el hombre le recordó que estaba castigado por la ley el comprar y vender mercancías robadas, acabó devolviendo el coche y aceptando el dinero que había pagado por él.
—Si vuelvo a ver a ese hombre —rugió el vendedor con voz terrible— avisaré a la policía.
—Y haga también el favor de decírnoslo a nosotros —pidió Pete—. Seguramente ese hombre tiene las demás cosas que robaron del furgón.
Pete se sentía avergonzado mientras avanzaba por la calle, empujando el cochecito, y aún fue mayor su apuro cuando se encontró con Joey.
—¡Oh! ¡Ha, ya! —gritó Joey, burlón—. ¡La chiquitina Hollister jugando a las muñecas!
Pete se puso muy colorado, pero siguió adelante sin hacerle caso, y llegó a su casa empujando el cochecito.
¡Qué contenta se puso Sue al verle!
—¡Con lo que necesita mi muñeca tomar el aire! —dijo, cariñosa, corriendo a casa para buscar a Annie, la única muñeca que tenían ahora.
Ricky, que estaba subido en un árbol, construyendo un refugio, y Pam que le observaba, corrieron adentro para enterarse de cómo había aparecido el cochecito. Cuando Pete contó todo lo que sabía, sus hermanos se pusieron muy nerviosos y desearon encontrar en seguida al hombre del sombrerito estrafalario. Pero la señora Hollister les dijo que no quería que anduviesen por la ciudad. Cuando la mamá se marchó a sus tareas, Pete habló con su hermana mayor:
—¿Y si buscamos el escondrijo?
—Muy bien —contestó Pam, entusiasmada—. Pero ¿dónde buscamos?
—Yo creo que estará por alguna parte de las escaleras secretas.
Los dos niños cogieron una linterna, subieron al desván y abrieron la puerta que daba a las escaleras secretas. Encendiendo la linterna, miraron bien por toda la parte superior de la escalera y luego abajo; después volvieron arriba y por último abajo otra vez.
—Estoy viendo que no hay nada —dijo Pete, muy descorazonado.
Pam se apoyó en la pared, para descansar y, al hacerlo, tocó con la mano un botón muy pequeño, escondido en la pared. Y entonces se oyó un ruido que parecía el chasquido de un muelle.
—¡Huy! —exclamó Pete, al notar que la pared en que se apoyaba se movía—. ¿Qué es esto?
Pete enfocó en seguida la luz de la linterna sobre la pared. Una pequeña puertecita había girado en dirección a la chimenea. Los dos niños miraron a través de aquella puerta.
—Es un cuartito —cuchicheó Pam.
Ella y Pete registraron la habitación que no era más grande que un armario y no tenía ninguna ventana.
—Si alguien había guardado aquí un tesoro, ya se lo han llevado —dijo Pete.
Cuando mostraron sus descubrimientos al resto de la familia, todos quedaron muy extrañados. ¿Para qué habría sido utilizado aquel cuarto?
Aquella noche, cuando la familia Hollister se hubo acostado, en toda la casa reinó el silencio y la quietud. Incluso Zip, que había estado todo el día cazando ranas a la orilla del agua, dormía profundamente en la cocina.
Pero, a media noche, se oyó un rumor extraño. Zip fue el primero en darse cuenta de aquel ruido, sordo, pero inquietante. El perro empezó a ladrar, mientras corría alrededor de la cocina.
Pete se despertó y muy silenciosamente entró en la habitación de sus padres. El señor Hollister ya estaba levantado.
—Papá, ¿tú crees que es el hombre que vimos por la ventana quien ahora hace ese ruido?
—¡Si es él, le atraparemos! —afirmó el señor Hollister, muy serio.
Él y su hijo mayor bajaron rápidamente las escaleras. Zip seguía ladrando y arañando la puerta del sótano. El señor Hollister abrió aquella puerta, encendió la luz y, cautelosamente, bajó las escaleras, seguido de su hijo.
No se veía a nadie. Ambos miraron en todos los posibles escondites hasta que, por fin, el señor Hollister abrió la puerta de la escalera secreta. Mientras Pete miraba en el cuarto secreto, el señor Hollister encendió su linterna para subir al piso alto.
Cuando bajó, dijo que allí tampoco había visto nada. Pete probó a abrir la puerta del sótano que daba al patio. Estaba cerrada y además, ocurría algo extraño.
—Mira, papá —advirtió Pete.
Cuando se acercó el señor Hollister, su hijo explicó:
—La puerta está cerrada, pero la llave está puesta por fuera.
¡Alguien había estado en el sótano! La persona que había estado allí cerró por fuera, seguramente para entretener a sus perseguidores.
El señor Hollister echó el cerrojo a la puerta del sótano y dejó abierta la entrada de la cocina, para que Zip pudiera ocuparse de cualquiera que entrase en el sótano.
A la hora del desayuno, los demás niños se sintieron muy asombrados al saber lo ocurrido.
—Desde luego, es un fantasma humano y va a ser difícil atraparle —dijo el señor Hollister—. Pero no podemos hacer nada, de no ser que ese hombre vuelva.
A media mañana, Pam y Holly fueron hacia el lago.
—Vamos a dar una vuelta en la barca —propuso Holly.
—No debemos ir lejos —advirtió Pam—. ¿Dónde están los remos?
—Yo los buscaré.
Y Holly corrió hacia el garaje. Volvió en seguida con los remos y saltó a la barca.
—¿Me dejas remar? —preguntó.
—Bueno. Pero sólo por esta parte poco profunda, como ha dicho mamá.
Pam desató la cuerda que sujetaba la embarcación y empujó para que la barca se pusiera en marcha con ella y Holly dentro. Holly no era muy habilidosa en aquella tarea y chapoteaba con los remos, hundiendo y levantándolos con fuerza. Pam tenía que apartarse a un lado y a otro para no quedar empapada en agua. Antes de que ninguna de las dos se dieran cuenta, ya se encontraban navegando en aguas bastante profundas.
—¡Huy! ¡Mira qué nube tan negra y tan grandota! —advirtió Holly, con la vista hacia arriba.
—Va a llover. Tenemos que volver a la orilla.
Holly había visto muchas veces a Pete hacer girar deprisa una barca, hundiendo un remo en el agua, sin moverlo, y remando rápidamente con el otro. Y probó a hacerlo ella también.
Pero, al intentarlo, los dos remos se le escaparon de las manos, resbalaron de sus encajaduras y fueron a parar al agua. Antes de que Pam tuviera tiempo de alcanzarlos, los remos se habían ido lejos.
—¡Ay, qué mala suerte! —lloriqueó Holly—. ¿Qué haremos ahora?
Pam sabía que no debía asustarse.
—Remaremos con las manos —decidió.
Las dos niñas empezaron a manotear en el agua todo lo deprisa que pudieron. Pero se había levantado un fuerte viento que empujaba a la barca. Muy pronto pudieron ver las orillas de la isla Zarzamora. ¡El viento estaba empujando la barca hacia la isla! Cuando tocó la orilla, Pam salió de la barca y ayudó a su hermana a saltar a la playa pedregosa.
—¡Qué contenta estoy de haber llegado aquí! —dijo Holly, suspirando tranquilizada—. Pero ¿cómo volveremos a casa?
—Esperando a que alguien venga a rescatarnos —contestó Pam, sin perder la esperanza.
Después de caer una ligera llovizna, se alejó la nube tormentosa y el viento cesó. Pam tomó a Holly de la mano y empezaron a pasear juntas por la orilla.
—¿Crees que vivirá alguien aquí? —preguntó Holly a su hermana.
—Papá dice que aquí hubo una granja, pero ahora no vive nadie —contestó Pam.
—Pues hoy ha estado alguien —aseguró Holly. ¡Fíjate!
La niña señalaba un grupo de piedras colocadas en la arena. Era una especie de fogón provisional, lleno de negras cenizas.
Mientras miraba a su alrededor con extrañeza, Pam hizo un descubrimiento sorprendente. Junto a la hoguera apagada se veía… ¡una fotografía de la casa de los Hollister, medio rota y empapada en agua!
—Es igual que la que enviaron a papá los de la agencia —comprobó Holly—. ¿Cómo habrá llegado aquí?
Pam contestó que podía ser que el agente de la inmobiliaria hubiera ido a la isla de excursión y se le hubiese caído la fotografía del bolsillo.
Muy de pronto, Holly se olvidó de que se encontraban aisladas en la isla Zarzamora, porque se distrajo recogiendo las lindas piedrecitas que encontró en la arena. Algunas eran blancas y con rayitas coloradas como los caramelos.
—¡Parecen huevos de Pascua! —gritó Holly, entusiasmada y eligiendo una docena de aquellas piedras dijo a su hermana—: Éstas se las llevaré a mamá.
En cambio, Pam, aunque no decía nada, empezaba a preocuparse. No aparecía nadie por el lago.
Holly se alejó, buscando más piedras. No tardó en ver unas de alegres colores junto a una charca, a corta distancia de la orilla.
La pequeña estaba segura de poder saltar por encima del charco, pero, al intentarlo, se cayó en medio del agua. Inmediatamente, sus pies se hundieron en la arena húmeda. Holly luchó por salir de allí, pero, cuanto más se movía, más se le hundían los pies.
—¡Pam, ven en seguida! ¡Me hundo!