Al oír aquel grito, Pete y Pam miraron hacia arriba. ¡El gran rimero de botes estaba a punto de caer sobre sus cabezas!
Los niños se apartaron a un lado, mientras los botes iban a parar al suelo, repiqueteando. El señor y la señora Hollister y los clientes que había en la tienda llegaron corriendo, para ver qué pasaba y quién era el que había dado el grito de advertencia.
—Menos mal que he avisado a tiempo —dijo un hombre de edad que ahora se encontraba junto a los niños. Era alto, delgado y de ojos brillantes.
—Muchas gracias —dijo el señor Hollister—. Ricky, Pete y Pam podían haber recibido serias heridas. No puedo comprender cómo se han venido abajo.
—Los empujó un muchacho —explicó el desconocido—. No sé quién es, pero le he visto salir corriendo por esa puerta lateral.
Al oír pronunciar la palabra «muchacho». Pete echó a correr hacia la puerta lateral y el callejón que daba a la avenida. Vio que un chico desaparecía por la esquina. Pete intentó alcanzarle, pero pronto lo perdió de vista.
—Puede que fuera Joey —dijo Pete, pensativo—. Ya lo averiguaré.
Cuando volvió a la tienda, los botes ya habían sido recogidos y el hombre desconocido hablaba con el señor Hollister. Dijo que era Roy Tinker, pero que todo el mundo le llamaba simplemente Tinker. Había estado trabajando en el «Centro Comercial» hasta que le pilló un coche y le tuvieron que llevar al hospital.
—Hummm —murmuró el señor Hollister, mientras miraba a su alrededor la tienda que se estaba llenando de compradores—. ¿Qué le parece si se queda a trabajar conmigo?
Cuando Tinker contestó que le parecía muy bien, los niños se sintieron complacidos de que en el «Centro Comercial» trabajase un hombre tan simpático.
El señor Hollister dijo a Tinker que podía encargarse de conducir la camioneta pequeña del almacén, además de despachar en la tienda. Después de darle las gracias, Tinker se puso inmediatamente a atender a los compradores.
Durante la tarde, Pete vendió algunas herramientas y Ricky y Holly varios juguetes. Pam se ocupó del mostrador donde se vendían las semillas para plantar. Hasta la pequeña Sue ayudó, despachando unas perchas de muñeca a otra niña como ella.
—Esto es divertidísimo —dijo Pam, cuando, por la tarde, ya iban a cerrar—. Mucho más bonito que jugar a las tiendas. ¡Qué contenta estoy de que tengamos el «Centro Comercial», y a Tinker…, y la casa!
—¡Tres aplausos para los Felices Hollister! —dijo Tinker, participando de su entusiasmo.
Cuando llegaron a casa, los niños encontraron cinco sobrecitos que parecían estar esperándoles.
—¿Qué será esto? —se preguntaba Pam.
—Algo agradable —contestó, sonriendo, la señora Hollister.
Todos abrieron sus respectivos sobres: eran la primera correspondencia que recibían en la casa nueva. Holly fue la primera en leer la suya.
—¡Es una invitación! —gritó—. ¡Una invitación para una reunión!
A medida que iban leyendo sus respectivas invitaciones, cada niño estallaba en exclamaciones de alegría. Las cartitas habían sido escritas por Jeff y Ann Hunter, que vivían al final de aquella misma calle. La reunión sería a las dos de la tarde del día siguiente y se celebraba para presentar a los demás vecinos a los hermanos Hollister.
Al día siguiente, los cinco niños se presentaron puntuales. Jeff y Ann salieron a abrirles la puerta. Jeff tenía ocho años, el cabello liso y oscuro y los ojos azules, y se parecía mucho a su hermana; con la diferencia de que Ann tenía diez años y el cabello rizado. Sus pestañas largas, sombreaban sus ojos grandes y cuando sonreía, se le formaban hoyitos en las mejillas.
Pam comprendió inmediatamente que había encontrado una nueva amiga y se sintió muy contenta. Ella se encargó de presentar a sus hermanos y hermanas a la señora Hunter, diciendo que los Hollister se alegraban mucho de aquella invitación.
—Yo estoy encantada de que a la casa grande haya venido a vivir una familia tan simpática —le contestó la señora Hunter con una sonrisa.
Mientras Jeff estaba enseñando a Ricky el cuarto de los juguetes, llegó Dave Meade. Era un chico de doce años, con el cabello siempre revuelto, que vivía tres puertas más allá de los Hollister. Él y Pete empezaron en seguida a hablar del lago, de la pesca y de las barcas.
Holly se estaba preguntando si no habría niñas de su edad, cuando llegó Donna Martin. Donna tenía siete años, era regordeta y tenía un hoyuelo en cada mejilla.
—Estoy muy contenta de que hayáis venido a vivir aquí —dijo a Holly—. ¿Te gustará venir alguna vez a jugar con mi casa de muñecas?
¡Qué alegres estaban todos! Llegaron algunos niños más y luego sonó un fuerte timbrazo en la puerta.
—¿Quién será ahora? —se preguntó Ann, mientras corría a abrir.
Al otro lado de la puerta se oyó una voz ruidosa que decía:
—Soy yo.
¡Era Joey Brill! Los hermanos Hollister, al verle, se quedaron con la boca abierta, y Joey también se mostró asombrado.
—¿Cómo habéis venido aquí? —preguntó el chico con muy malos modales.
—Nos han invitado —repuso Pam.
—¡Vaya ocurrencia han tenido los Hunter! —Gruñó Joey—. Nadie sabe quiénes sois.
La señora Hunter se acercó a decir:
—Joey, si no vas a portarte bien es mejor que te vayas.
—Bueno. Bueno.
—¿Joey vive cerca? —preguntó Holly, en voz muy bajita, a Donna.
—En la esquina —contestó Donna—. A nadie le gusta ese chico. Siempre está haciendo diabluras.
—Entonces, ¿por qué le han invitado?
Ann, que había oído hablar a las niñas, explicó:
—Mi mamá es muy buena y siempre piensa que Joey se portará bien.
Al principio, Joey no hizo ninguna travesura. Pero cuando llevaba unos minutos quieto empezó a importunar a Pete.
Yo sé lanzar una pelota mucho más lejos que tú, y remo en una barca mucho más deprisa, y soy mucho más rápido que tú nadando por debajo del agua.
—Ya lo veremos cualquier día —contestó Pete, sin hacerle mucho caso.
Pam se llevó a un lado a Ann Hunter para preguntarle:
—¿Joey siempre fanfarronea tanto?
—Sí. Y ésa es una de las cosas por las que es tan antipático a todos.
Los niños estuvieron haciendo juegos durante dos horas. La señora Hunter les ayudó a jugar a las sillas musicales. Cuando a Ricky le tocó sentarse enfrente de Joey éste se dejó caer sentado sobre el pecoso Hollister, y hubo que expulsar a Joey del juego.
—Seguro que te has creído que yo era Pam —rió Ricky, divertido—. ¿Por qué se te ocurre sentarte encima de un chico?
—Estate quieto —gritó Joey, dando a Ricky un fuerte empujón.
—Basta, Joey —dijo con severidad la señora Hunter, mientras Joey se ponía muy hosco y se marchaba a un rincón.
Fue Holly quien ganó y recibió como premio una muñeca muy pequeñita, vestida de encaje.
—Voy a llamarla Ann, como tú —dijo Holly a Ann Hunter.
Después, todos los niños salieron al jardín, donde había columpios y toboganes, y se divirtieron mucho durante veinte minutos.
Entonces la señora Hunter les hizo pasar al porche, donde se habían preparado mesas y sillas. Todos corrieron a ocupar sus puestos.
Cada niño encontró en su sitio un gran plato de crema helada, un pedazo de pastel y un pequeño obsequio. Todos abrieron los envoltorios que contenían gorritos de papel y notitas en donde se les decía la buenaventura. Sonaron muchas carcajadas, mientras cada uno leía en voz alta las cosas que les predecía la notita.
—Escuchad la mía —dijo Donna Martin.
«Si trepas por los árboles y luces una cola,
No te quepa duda de que eres una mona».
Cuando le llegó a Holly el turno de leer, Joey Brill que estaba junto a ella, acercó la cabeza para leer lo impreso.
—Lo leeré yo —protestó Holly.
«Si tienes algún vecino que te tiene manía,
Puedes estar segura de que su nombre es María».
—María, María —rieron varios niños, señalando a Joey Brill—. El nombre de Joey es María.
Joey se puso furioso. Quería pegar a alguien, pero no se atrevía. Holly se reía con tantas ganas, que tuvo que agachar la cabeza hasta que la nariz casi tocó el helado.
Y, de pronto, Joey tuvo una idea. ¡Empujó la cabeza de Holly hacia abajo y le hundió la cara en el helado!
En cuanto hubo hecho aquello, el chico se levantó de la mesa y corrió hacia la puerta. Y en el mismo instante salió Pete en su persecución. Alcanzó a aquel muchacho tan mal intencionado cuando atravesaba el césped y, de un salto, se lanzó a agarrarlo por los pies para hacerle caer al suelo. Los dos rodaron sobre la hierba, mientras los otros se acercaban a mirar.
—¡Dale su merecido! —gritó Dave.
Cuando los dos contrincantes se pusieron en pie, Joey dio un puñetazo a Pete y Pete le dio otro fuerte golpe. Al fin, apareció la señora Hunter.
—¡Basta! ¡Basta! —gritó, separando a los dos chicos y después dio a Joey una reprimenda.
El chico se puso muy enfurruñado y gruñó:
—Todo es por culpa de éstos. Los Hollister creen que pueden venir a nuestra ciudad a hacer todo lo que les da la gana. Pero ¿a quién pueden interesar los Hollister? Si hasta tienen una casa donde hay fantasmas…
Después que Joey se marchó corriendo, Pete se volvió a Jeff para preguntarle:
—¿Ha dicho fantasmas? ¿En nuestra casa?
Todos los niños empezaron a contestar al mismo tiempo, y cada uno daba una explicación distinta, hasta que Pete consiguió que hablasen uno tras otro.
—He oído decir que construyó esa casa un señor muy rico que escondió dentro mucho dinero. Luego se olvidó de donde lo había puesto —informó Jeff.
—No me extraña —declaró Dave—. Hizo tantos pasadizos secretos que cualquiera se olvidaría de dónde ha escondido un tesoro en una casa como ésa.
Pam no podía creerse una cosa así y dijo a los demás lo que pensaba. Pero Donna repuso:
—Nuestra lavandera dice que ese viejo anda dormido y por las noches va a vuestra casa a buscar su tesoro.
Los Hollister ya no sabían qué pensar. Cuando se despidieron de sus nuevos amigos, corrieron a casa para explicarle a su madre aquella noticia tan misteriosa. Pero la señora Hollister no se preocupó en absoluto.
—Tonterías —dijo—. No hay casas con fantasmas. Además, el que construyó esta casa es un caballero anciano, muy atento, que vive con su hija en el otro extremo de la ciudad.
—Entonces, ese señor que anda dormido tendrá que dar un paseo muy largo, ¿verdad? —rió Ricky—. ¿Usará un mapa de señor sonámbulo para venir?
—Pues, si en nuestra casa no hay fantasmas, ¿por qué se oyen esos ruidos tan raros? —objetó Holly.
Tampoco Pam acaba de estar tranquila.
—¿Y cómo vimos aquella cara por la ventana del desván? —preguntó.
La señora Hollister aseguró que todo tendría su explicación y que no se preocupasen más.
—Ahora salid a jugar un rato, hasta que sea hora de acostaros —dijo, alegremente.
A la mañana siguiente, Pete decidió averiguar más detalles sobre todo aquello del tesoro escondido, preguntando a las personas mayores del vecindario. Habló con los padres de algunos de sus nuevos amigos.
Las explicaciones siempre coincidían. El anciano que había sido propietario de la casa grande, nunca hizo daño a nadie, pero fue siempre algo raro. Echaba a todos los niños que se acercaban a su casa y casi nunca hablaba con los vecinos. Pero nadie sabía exactamente qué tesoro podría existir, ni dónde habría sido escondido.
—Si hubo algún tesoro, ese hombre se lo llevaría con él —dedujo la señora Smith.
Tan ocupado estuvo Pete con sus pesquisas que sin darse cuenta se apartó más de medio kilómetro de su casa. Cuando, viendo lo lejos que estaba, iba a dar media vuelta para volver, vio a una niña que empujaba un coche de muñecas. Aquello le resultó familiar. Su hermana tenía un coche como aquél…
¿Podría ser aquél el cochecito de Sue, que había desaparecido en el furgón?