—Liz, ¿qué estás…? —Anne no pudo continuar. Se quedó mirando la pistola sin expresión alguna. Yo permanecí en silencio, mirando el pálido y tenso rostro de aquella mujer. A pesar de todo lo que he contado hasta ahora, a pesar de mi festejado don, me quedé tan sorprendido que incluso llegué a pensar que, en realidad, nunca había percibido nada.
—Liz, ¿qué significa esto? —preguntó Anne.
Fue terrible mirar a los ojos de Elizabeth.
—Tú —dije con incredulidad—. ¿Tú?
—No te atrevas a hablarme así —espetó.
Mi cuerpo se crispó cuando su dedo empezó a tensar el gatillo.
—¿Elizabeth? —Anne no entendía nada. Era obvio por el sonido confuso de su voz.
—Tenías que entrometerte ¿verdad? —dijo Elizabeth, dirigiéndose a mí—. Tenías que entrometerte.
—Elizabeth. Aparta… aparta esa pistola.
—¿Te gustaría que lo hiciera, verdad? —preguntó—. Te habría gustado que la policía me la hubiese quitado. Pero no lo hicieron porque Frank dijo que había sido un accidente. ¿No crees que fue un gesto muy bonito por su parte? —Su voz transmitía todo el desprecio y el odio que había estado reprimiendo durante meses.
—¿Qué ocurre? —exigió saber Anne.
—¿Puedo sentarme? —pregunté.
—Puedes sentarte —repitió Elizabeth, en tono burlón—. ¿Qué diferencia puede haber?
Me senté lentamente, para que el movimiento no la asustara, y puse mi mano sobre la de Anne.
—¿Liz? —preguntó mi esposa.
—La escena no será bonita —continuó diciendo, ignorándola—. No será bonita.
Había empezado a hablar con desprecio, pero terminó casi con un sollozo.
—Elizabeth, deja esa arma…
—¡Cállate! —Una lágrima se deslizó por su mejilla, pero no pareció darse cuenta—. No quiero oír ni una palabra.
—Elizabeth, ¿qué ocurre? —preguntó Anne, que seguía sin saber qué estaba ocurriendo.
—Elizabeth es la… —empecé a explicarle.
—¡Dejad de susurrar! —ordenó.
—Liz, vas a despertar… —Anne se interrumpió cuando, movido por el pánico, le apreté con fuerza la mano.
—¿… a Richard? —dijo Elizabeth, con ojos centelleantes—. ¿A tú bebé?
Oí que Anne cogía una bocanada de aire.
—¿Qué…? —murmuró.
—Háblanos de ello, Liz —dije yo, con rapidez—. Si podemos ayudarte, lo…
—Ayudarme. —Emitió un sonido repugnante y compulsivo que supuestamente era una carcajada—. ¿Vais a ayudarme? ¿Acaso vais a devolverme mi bebé? ¡Responded!
Tragué saliva con dificultad.
—No, Elizabeth —respondí—. Pero podemos ayudarte con la policía.
Se sentó muy erguida en la silla. La piel de sus pálidas mejillas se tensó.
—Jamás veréis a la policía —dijo—. Jamás volveréis a ver a nadie. Eres un entrometido. Un puto entrometido. Te oí cuando los Sentas estuvieron aquí. Oí lo que decías. Estaba fuera, en el porche. Lo oí todo. ¡Jodido entrometido…!
Se le quebró la voz y cogió aire con fuerza, intentando reprimir el llanto.
—Elizabeth… —dijo mi esposa, con un hilo de voz.
—¿Os gustaría saber cómo la maté, verdad? —preguntó Elizabeth—. ¡Cómo maté a aquella zorra!
En sus labios, aquella palabra resultaba espeluznante.
—Eso es lo que era —continuó—. No le importaba nada. No, no le importaba nada de nada. Para ella, siempre estaba abierta la veda de hombres. Siempre. Cualquier hombre. Cualquiera. Incluso los maridos. Cualquier marido.
Oí que Anne sollozaba suavemente. El bueno de Frank, pensé. El bueno de Frank.
—No… no le bastaba con robarle el marido a su propia hermana —dijo Elizabeth—. No; no le bastaba. —El arma vaciló en sus manos—. Tenía que explayarse, tenía que robar otros maridos. Cualquiera, cualquiera le servía. Siempre y cuando… se metieran con ella en su asquerosa cama. —Elizabeth pronunció las últimas palabras con los dientes apretados. Su cuerpo temblaba de furia.
—Liz… —empecé a decir, pero no me prestó atención.
—Yo lo descubrí —continuó—. Lo descubrí. Todos creéis que soy… estúpida. La pobre Elizabeth. La pobre Elizabeth. No se entera de nada, de nada. Pobre Elizabeth. No es más que una… estúpida. —Un nuevo sollozo sacudió su cuerpo.
Me levanté.
—¡Siéntate! —gritó con furia.
Obedecí en el acto. Ella me miró colérica y advertí que, prácticamente, había perdido por completo la cordura. No resultaba sorprendente, después de lo mucho que había sufrido.
—Lo descubrí —repitió, con una terrible y vacía sonrisa en los labios—. Lo descubrí. Frank creía que no lo sabía, pero por supuesto que lo sabía. Por eso permitió que tuviera un bebé. ¿Eso no lo sabíais, verdad? Tuve que negociarlo. Tuve que hacer un trato…
De repente, la mano con la que no sostenía la pistola se cerró sobre su mejilla y un ojo.
—¡Tuve que hacer un trato con mi propio marido para poder tener un hijo! Es maravilloso, ¿verdad? ¿No os parece maravilloso?
—Liz, no… —murmuré. Me sentía enfermo escuchando aquella voz lastimosa que describía todos los horrores que había tenido que sufrir.
—Vais a oír toda la historia —dijo ella, apuntándonos con la Luger. Me acerqué aún más a Anne, preparándome para cubrirla con rapidez si era necesario—. Vais a oír todos y cada uno de sus repugnantes detalles.
Se recostó en el asiento.
—Frank salió aquella noche. No sé adonde fue, ¿pero a quién le importa eso? Probablemente salió con alguna chica, con alguna buscona —se interrumpió, estremeciéndose. Tenía los labios apretados y la expresión de una demente—. Vi que Sentas venía hacia aquí —continuó—. Su mujer estaba fuera, así que vino… arrastrándose hacia aquí. —Su voz era un gemido despectivo—. Como un perro que olfatea el aire y sabe que hay una perra en los alrededores.
La pobre Elizabeth; la tímida y buena de Elizabeth.
—No se quedó demasiado rato —continuó—. No tardaron demasiado. Entonces salió. La casa estaba a oscuras, de modo que me acerqué. La puerta no estaba cerrada con llave… y entré. No estaba en el salón, pero eso yo ya lo sabía. Sólo había un lugar en el que podía estar, un lugar en el que podía estar alguien de su calaña. Sólo podía estar en la cama. Así que… yo… —Parecía sofocada por el recuerdo—. Cogí el atizador… ése que hay allí. ¿Eso no lo sabíais, verdad? Y me dirigí hacia el dormitorio.
En el salón reinaba un silencio sepulcral, excepto por la áspera respiración de Elizabeth Wanamaker, que lo único que había deseado en toda su vida era tener un hijo y ser amada.
—Todavía estaba vestida —prosiguió, con voz dura y salvaje—. Aún tenía puesto el vestido. ¡El negro! —Durante un breve instante esbozó una sonrisa espantosa—. Aquel por el que me preguntaste, ¿recuerdas? El que… el que tenía los símbolos aztecas. Ni siquiera se lo había quitado. —Su voz volvía a estar cargada de odio—. Simplemente se lo había subido por encima de la cadera. ¡Eso es todo! ¡Eso era lo único que necesitaba! ¡Se lo había subido como una… como una…!
Se cubrió los ojos con la mano a la vez que un terrible sollozo sacudía su pecho.
—¡Oh, Dios! —sollozó—. ¡Oh Dios! ¡La maté y volvería a hacerlo de nuevo! ¡Una y otra vez, y otra más! —Un hilo de baba se deslizó por su mandíbula, pero no se dio cuenta. Permaneció sentada, jadeante—. La maté —repitió, con placer renovado—. La golpeé en la cabeza mientras estaba tumbada. Se levantó y la golpeé de nuevo. Cayó al suelo. Volví a golpearla. Se arrastró hasta el vestíbulo y la seguí. La golpeé una vez más. Entró a rastras en el salón. La golpeé de nuevo. Y otra vez. Y otra más. Y otra.
Siguió canturreando con voz mecánica estas palabras hasta que, de repente, se interrumpió y nos miró.
—¿No estás sorprendida, Anne? —preguntó—. ¿No te sorprende lo que es capaz de hacer la pequeña Liz? ¿Lo que es capaz de hacerles a las zorras y a los maridos que se acuestan con zorras?
—Elizabeth… —Anne era incapaz de mirarla. Bajó la mirada y cerró los ojos.
—Elizabeth, escucha… —dije yo.
Me miró.
—Escucha —repetí—. Deja que te ayudemos. No estás bien, Liz. Nadie va a castigarte por algo que hiciste cuando no estabas bien. Tú…
—¡Bien! —exclamó, prácticamente riendo—. ¡No estoy bien! Oh, eres brillante. ¡Brillante! No estoy bien. Qué astuto eres.
Se inclinó hacia delante, mortalmente calmada de nuevo. Sufría los repentinos cambios de humor de los locos.
—No me importa lo que pueda ocurrirme —continuó—. ¿No lo entendéis? No me importa. He perdido a mi bebé. Lo he perdido y nunca podré tener otro. He perdido a mi marido y no quiero tener otro. He matado a una mujer… a una zorra. He intentado matar a un hombre. ¿Creéis que me importa lo que pueda pasarme? ¿Creéis que hay algo que aún puede hacerme daño? ¿En serio lo creéis?
—¿Quieres hacer más daño, Eliz…?
—¡Sí! —espetó, con los dientes apretados—. ¡Sí, quiero hacer daño! ¡Quiero hacer daño! Quiero que otras personas sepan qué es… sufrir. ¡Quiero que otros lo sepan!
—Elizabeth, si bajas esa pistola no te ocurrirá nada —dije—. Si no…
—¡No ocurrirá nada! —Soltó otra carcajada, ahora más fuerte—. ¡Eres tan divertido! ¡Oh, Dios, eres tan divertido!
—¿Mamá?
Nos quedamos paralizados al oír la voz de Richard. Mi corazón dio un vuelco; Anne jadeó y guardó silencio; los ojos de Elizabeth se deslizaron hacia el pasillo.
De repente, se levantó.
—¡Sí! —dijo.
—¡No!
Antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, me había levantado y le estaba interceptando el paso. Con un grito desquiciado, Elizabeth levantó el arma y disparó. Anne chilló cuando algo se estrelló contra mi cráneo, derribándome. Se me escapó un gemido y sentí que caía, pero instantes después, movido por el instinto, volvía a estar sobre mis rodillas, intentando levantarme. Algo caliente y húmedo se deslizaba por mi ojo derecho. Al ver que Elizabeth corría hacia el pasillo me abalancé sobre ella, clavándole las uñas en los zapatos.
De pronto, un terrible alarido sacudió las paredes de la casa. Me pasé la mano por el caliente líquido que se deslizaba sobre mis ojos y caí sobre el sofá.
Elizabeth empezó a retroceder por el pasillo, con una expresión de profundo terror en el rostro.
—No —murmuró—. No. No.
Tropezó y logró mantener el equilibrio. Sus ojos observaban algo. Algo que se movía tras ella. Yo no podía ver nada, pero de pronto supe de qué se trataba. Oí que Richard lloraba.
—No te acerques —dijo Elizabeth, con una voz profunda, inhumana—. No te acerques…
Sus tobillos se doblaron bajo su peso y cayó. Un grito desgarró sus labios.
—¡No te acerques! —Levantó la pistola y disparó al aire. La ensordecedora explosión sacudió la sala. Richard gritó. Con un sonido sofocante, jadeante, Elizabeth empezó a retroceder sobre la moqueta. Un hilo de saliva se deslizaba por su temblorosa mandíbula.
—¡No! —gritó.
Dirigió el arma hacia su propia cabeza y apretó el gatillo. Se oyó un chasquido cuando el percutor golpeó el cargador, que estaba vacío. Apretó el gatillo una vez más y otra, pero fue en vano. Entonces, con un gemido de absoluto terror, sus ojos se pusieron en blanco y su cabeza cayó pesadamente al suelo.
Me quedé sentado, mirándola. Anne se inclinó sobre mí, con los ojos abiertos de par en par por el miedo.
—Estoy bien —murmuré—. Ve con Richard…
Me envolvió la oscuridad.
Recuperé el sentido en una cama desconocida. Anne estaba sentada a mi lado, mirándome ansiosa. Cuando mis ojos empezaron a parpadear para abrirse, me cogió la mano.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Por supuesto. —Parpadeé y miré a mi alrededor—. ¿Dónde estamos?
—En Inglewood —respondió—. En el hospital.
—Oh. —Entonces recordé lo sucedido—. ¿Cómo está Richard?
—Muy bien —respondió—. Está fuera, en la sala de espera. Una enfermera le está contando un cuento.
—Gracias a Dios —dije—. Cuando Liz empezó a… —gruñí cuando una suave oleada de dolor recorrió mi cabeza—. ¿Qué ocurrió?
—Una bala te rozó la cabeza.
—¿Es grave?
—No; el doctor dice que te pondrás bien —se inclinó y me besó—. Dios mío, tenía tanto miedo… —murmuró.
Le di un beso en la mejilla.
—¿Qué tal está la chiquitina? —pregunté.
—Sigue estando aquí dentro —respondió—, aunque sólo Dios sabe por qué.
Reí suavemente.
—Tal y como han ido las cosas, creo que nunca querrá salir —bromeé.
Anne sonrió y me apretó con fuerza la mano.
—Siempre recordaré cómo te levantaste y te enfrentaste a aquella arma para salvar a Richard —dijo.
—No lo hice demasiado bien —respondí—. Fue necesario que Helen Driscoll me salvara.
—¿Crees que…?
—Por supuesto. Sé que Elizabeth la vio… pero soy incapaz de comprender por qué yo no. Por cierto, ¿dónde está?
—En un hospital penitenciario —respondió.
—Pobre mujer —dije, con un suspiro.
Por alguna razón, recordé el peine y me di cuenta de que la muerte que había percibido había sido la de Helen Driscoll. Aunque nunca lo sabría con certeza, me atrevía a apostar que Elizabeth había llevado aquel peine en su bolsillo la noche que la había asesinado. La había matado en la oscuridad, de una forma tan brutal que Helen Driscoll nunca supo quién había sido su asesino, aunque creía que había sido su cuñado.
Incluso después de muerta.
—Y no se me ocurre nada mejor que ir a casa de Elizabeth y hacerle preguntas sobre Helen —dije, recordando el miedo y el recelo de su mente—. Menudo médium estoy hecho.
—¿Crees que… todavía lo eres? —preguntó Anne.
—No lo sé —respondí.
Pero no lo soy. No sé qué ocurrió. Quizá, la herida que recibí en la cabeza afectó a alguna zona de mi cerebro… o quizá sólo había tenido aquel poder de forma limitada o para un propósito específico. En cualquier caso, ha desaparecido.
De todos modos, estoy orgulloso de decir que no me equivoqué en mis predicciones pues, a finales de septiembre, Anne ingresó en el hospital y, después del parto, cuando me reuní con ella, me preguntó con una vocecita dulce y sedada:
—¿Ha sido niña?
La besé y sonreí.
—¿Acaso lo dudabas? —respondí.