Volví en mí con una violenta acometida. La visión y el sonido me golpeaban como mazas: Sentas avanzando hacia mí, con el rostro encendido de cólera; su esposa intentando detenerlo; Anne levantándose de la silla para ayudarme; la habitación girando y temblando a mi alrededor. Sentía una terrible sequedad en la garganta y en la parte superior del pecho, como si esa zona hubiera sido privada de hidratación. Tenía un palpitante dolor de cabeza.
—¡Cariño! —Observé el rostro de Anne, distendido por el miedo, cuando se arrodilló junto a mí.
—¡Suéltame! —oí gruñir a Sentas—. ¡Quién coño se cree que es, inventando una mentira como ésa!
Y la voz de la señora Sentas, diciéndole, prácticamente histérica:
—¡Para! ¡Para!
No pude seguir la transición de su pelea desde el salón hasta que salieron de casa. El tiempo y el movimiento se unían de forma demencial. Creía que estaba en el suelo y, de repente, descubrí que estaba tumbado en el sofá. Anne, estaba inclinada sobre mí, pasándome un paño húmedo y frío por la cara.
—Agua —fue lo primero que logré decir. Debía de parecer un legionario perdido en medio del desierto, deshidratado y ronco. Cuando volví a pedírsela, debía de tener un aspecto terrible, puesto que Anne corrió a la cocina y regresó con uno de los enormes vasos marrones lleno hasta arriba de agua. Me la bebí de un trago.
Entonces volví a tumbarme, con un suspiro.
—Dios —dije—. Lo había olvidado.
—¿Qué? —Aún parecía aterrada.
Le di unas palmaditas en la mano y esbocé una débil sonrisa.
—Estoy bien —dije—. Había olvidado que los médiums tienen una sed atroz… aunque la verdad es que no había planeado estropearlo todo de esa forma. ¿Qué diablos ha ocurrido?
Anne me lo explicó.
—No me extraña que se fueran —comenté.
—Con un portazo —añadió ella. Movió la cabeza a la vez que esbozaba una dolorosa sonrisa—. Ha sido un verano infernal.
Le devolví una sonrisa igual de dolorosa y nos abrazamos. Apenas nos quedaban ánimos. Percibía que aquella tormentosa sensación de miedo y temor reverencial regresaba.
—Anne… —empecé.
—No lo digas.
Tragué saliva.
—De acuerdo —accedí—. Pero… respecto a Sentas… Se echó hacia atrás, con una expresión preocupada.
—Te aseguro que le has hecho enfadar.
—Creo que sé por qué —comenté.
No formuló la pregunta, pero supe que la estaba pensando.
—Helen Driscoll nunca regresó al este —dije.
—¿Ella…? —Anne me miró, expectante.
—Murió aquí —dije—. Sentas la mató.
—¿Qué?
—Pondría la mano en el fuego —dije—. Todo encaja. Si él estuviera convencido de que ha regresado al este, no estaría tan incómodo. Me refiero a lo que ha ocurrido hoy.
—Bueno, yo diría que…
—¿Qué, cariño?
—Pensé que, quizá… estaba teniendo una aventura con Helen Driscoll y temía que lo supieras e intentaras chantajearlo o algo así. No creo que creyera ni una palabra de lo que dijiste sobre… ese asunto espiritista.
—Yo tampoco lo creo —dije—, pero si sólo fuera lo que tú crees… Y, por cierto, yo también lo creo, considero que su reacción ha sido desmesurada. Estoy convencido de que se acostaba con Helen Driscoll, pero también creo que la mató y que después escribió aquella nota para que su hermana creyera que había regresado al este, a Nueva York.
—Pero entonces… ¿dónde está?
—Probablemente, enterrada en algún cañón.
Anne se estremeció.
—Es espantoso —dijo—. Pero… ¿cómo podemos saberlo con certeza? Si está muerta, ¿cómo podremos demostrárselo la policía? —Percibí que hablaba con rapidez para mantenerse en la superficie, para evitar sumergirse en qué significaba que Helen Driscoll estuviera muerta y, sin embargo, la hubiéramos visto y oído.
—No lo sé —dije—. Estoy seguro de que nadie se tomará con seriedad mi testimonio.
—Si al menos supiéramos dónde está enterrada… asumiendo que tengas razón, claro… y estoy bastante inclinada a creerlo. —Volvió a encogerse de hombros—. Oh, Dios. Y él estaba aquí, intentando pegarte.
—Shhh. —La envolví entre mis brazos y le di unas palmaditas en la espalda. Intenté buscar una respuesta, pero lo que había dicho era completamente cierto. ¿Qué podía decir a la policía para convencerla? ¿Soy médium y la mujer asesinada se me apareció en una visión? En el juicio, nadie me tomaría en serio. De hecho, ni siquiera me permitirían ir a juicio. Se reirían de mí en la comisaría.
Pero sabía que era cierto. Lo sabía. Todo apuntaba hacia Sentas: cómo había reaccionado cuando Richard había pronunciado su nombre; lo nervioso que había estado esta misma noche; sus obvios intentos por mantener a su esposa alejada de nuestra casa, por miedo a que pudiera descubrir algo; la nota supuestamente dejada por Helen Driscoll; el hecho de que su hermana no la hubiera visto partir. Además, el conjunto de la situación en sí sólo reforzaba mi convicción: una esposa fea y autoritaria, un marido que parecía un animal y, para completar el cuadro, el hecho de que la hermosa hermana de la esposa viviera en la casa de al lado. Probablemente, Helen había amenazado a Sentas con contarle la verdad a su hermana; entonces, la furia había eclipsado su mente y sus ojos enloquecidos habían buscado algo con lo que hacerle daño, con lo que…
—¡Mierda! —exclamé.
—¿Qué sucede?
—El atizador. —Fui hasta él y, respirado hondo, lo cogí.
Anne vio que mi cuerpo se crispaba.
—Por eso lo dejé en el suelo aquella noche —le expliqué—. Es… —Cautelosamente, lo dejé caer—. Con esto la mató —anuncié.
Anne me miró a mí y después, al atizador.
—¿Puedes traerlo aquí, a la luz, por favor? —le pedí.
—¿Es necesario?
—Yo no puedo tocarlo, cariño —expliqué.
Lo cogió y lo sostuvo bajo la brillante luz de la lámpara, como si fuera una serpiente.
—Lo imaginaba —dije.
—¿Qué?
—Lo limpió. Estoy seguro de que limpió todas las pruebas.
Anne hizo una mueca, pues sabía exactamente a qué me refería. Podía verlo en su mente. Volvió a dejar el atizador en su soporte mientras yo contemplaba la chimenea.
—¿No crees que tendría que haber alguna prueba en alguna parte? —preguntó.
—Probablemente, a estas alturas, ya habrán desaparecido. Ni siquiera sé por dónde empezar a buscar.
—Si es cierto —dijo Anne—, ¿no podrían… obligarlo a confesar?
Negué con la cabeza.
—Si no hay cuerpo, no hay…
Entonces se me ocurrió.
—Me pregunto… —empecé.
Anne no dijo nada, pero vi que el miedo regresaba a su rostro.
—Esas viejas historias sobre… fantasmas, sobre casas encantadas —dije—. Normalmente, enterradas bajo las casas, encuentran…
—Tom… —Parecía indispuesta—. Ten un poco de compasión.
—Lo siento —dije—. Sé que es algo horrible, pero podría ser cierto, Anne. Aquella expresión suplicante en el rostro de la mujer…
—Tom, por favor…
—Bueno, sólo hay una forma de averiguarlo.
—No —murmuró; entonces, disgustada, añadió—: ¿Ahora?
—Sentas podría irse, Anne. Si cree que tengo algo definitivo contra él, podría escapar.
—Sí, pero… —Se dejó caer con pesadez sobre el sofá—. No puedo ayudarte —dijo, moviendo la cabeza—. Oh, Dios, desearía que todo esto fuera un sueño. Si descubriera que hemos estado viviendo encima de un… —Cerró los ojos.
—Sólo serán unos minutos —dije, dirigiéndome hacia la cocina.
—¿Tom?
Abrí la puerta.
—¿Dónde… dónde vas a buscar? —preguntó.
Gesticulé débilmente.
—Debajo de la casa, supongo —respondí—. No creo que lo… hiciera en el patio de atrás. Podría haberse desenterrado accidentalmente.
Observé durante un instante su afligida expresión, y a continuación di media vuelta.
—Enseguida vuelvo —dije.
Salí al frío aire de la noche y recorrí el callejón hasta llegar a la puerta lateral del garaje. Una vez dentro, encendí la luz y cogí la pala de mano, pues el espacio que había debajo de la casa era demasiado pequeño para utilizar la de mango largo. A continuación, solté la linterna de su gancho y regresé al exterior.
No me extrañaba que Anne se sintiera tan mal, pensé mientras me dirigía al patio de atrás. La idea de que podíamos haber estado viviendo durante más de dos meses sobre la tumba de una mujer apaleada no resultaba demasiado agradable.
No teníamos sótano; sólo había una pequeña pared de hormigón junto a la toma de la manguera y un hueco apenas lo bastante grande para pasar por él. Dejé en el suelo la linterna y la pala, retiré la pantalla metálica y la apoyé contra la casa. A continuación encendí la linterna, cogí la pala de mano y me arrastré bajo el edificio.
Tenía la sensación de que me encontraba en una nevera.
El arenoso suelo estaba frío y húmedo. Deslicé el haz de luz de la linterna a mi alrededor, sintiendo una oleada de alivio cada vez que sólo me mostraba tierra lisa e intacta.
Pero mi alegría no duró demasiado. De repente di un respingo y mi brazo se quedó paralizado: la blanca luz de la linterna estaba iluminando un pequeño montón de tierra. Sentí que los latidos de mi corazón se aceleraban hasta convertirse en un ruido sordo, lento y rezagado. Mi primer impulso fue retroceder y marcharme, llamar a la policía e informarles de lo que había allí.
Entonces me di cuenta de que no podía hacerlo puesto que, al fin y al cabo, podía tratarse de algo completamente distinto. La casa era bastante nueva y era posible que sus constructores hubieran enterrado allí material inservible, como argamasa, trozos de madera o cemento.
Tragué saliva y me arrastré hacia el montón. Mientras lo hacía, las dudas empezaron a disiparse, pues tenía la impresión de que oía a alguien hablándome al oído, dictándome: «Sí».
El espacio que rodeaba al montón era muy estrecho, así que prácticamente tuve que tumbarme para poder cavar. Estaba envuelto en silencio; sólo se oía el sonido de la húmeda tierra cayendo al suelo con cada movimiento de pala. Intenté ignorar el creciente latido de percepción de mi mente. Deprisa, parecía decir. Deprisa. Vacilé. Me alegraré cuando todo esto acabe, me dije a mí mismo. Me alegraré cuando podamos recuperar algo parecido a una vida normal. Puede que buscara a un verdadero médium que pudiera enseñarme a controlar por completo esta habilidad, este «talento descontrolado». Entonces, ya no podría hacemos daño; entonces, yo podría…
Un sonido de revulsión desgarró mis labios al ver la mano que había desenterrado.
Pequeños trozos de tierra se deslizaban por el borde del agujero y rebotaban en los dedos. Era incapaz de apartar los ojos de ellos.
Pero, de repente, hundí la pala en el suelo y la retiré lo más deprisa que pude.
—Muy bien —murmuré—. Muy bien. Ya está. Ya está.
Había encontrado la prueba. Ya estaba hecho.
En cuanto regresé al exterior, me incorporé con rapidez, cepillé el polvo de la camisa y los pantalones, volví a colocar la pantalla en su sitio y me dirigí hacia la cocina, apagando la linterna.
Una vez dentro, dejé la linterna encima de la mesa. Anne, que estaba en el salón, se giró al instante y me miró. No dijo ni una sola palabra. Me acerqué a ella.
—Oh —dije sorprendido—. Hola, Elizabeth.
Me saludó con la cabeza. Estaba sentada en la butaca verde y todavía llevaba puesto el abrigo.
—Le dije a Elizabeth que viniera a casa si se sentía sola —dijo Anne.
Sabía que sólo había dicho eso para llenar el silencio. Sabía que sólo había una cosa en su mente.
—Bueno… —miré a Elizabeth—. ¿Le has hablado…?
—No.
Elizabeth observaba fijamente mi ropa. Al bajar la mirada, advertí que estaba manchada de tierra húmeda.
—Bueno, ¿has encontrado algo? —preguntó Anne, inesperadamente.
Tragué saliva.
—Está allí abajo —dije.
—Oh, Dios.
Se oyó un crujido al otro lado de la sala.
—Bueno, bueno —oí decir a Elizabeth.
Cuando me giré, estaba apuntándome con la Luger.