Cuando la señora Sentas abrió la puerta, eran poco más de las siete de la tarde.
—¿Sí? —preguntó. Hablaba de forma fría, regia.
—¿Podría hablar con usted y con su marido, señora Sentas? —pregunté.
—¿De qué quiere hablar con nosotros? —frunció el ceño con curiosidad.
Carraspeé.
—Es un asunto… bastante delicado —expliqué—. ¿Puedo pasar?
Me miró un momento, como si no acabara de saber si yo era humano o no. Entonces, con una expresión de asco, preguntó:
—¿Es absolutamente necesario? Mi marido y yo nos estábamos preparando para salir.
—Se trata de su hermana —dije.
Creo que si la hubiera pinchado con una aguja, no se habría sobresaltado tanto.
—¿Mi…? —se interrumpió.
—¿Puedo entrar? —pregunté de nuevo.
Retrocedió, tragando saliva. Mientras cerraba la puerta, pasé al salón.
—Siéntese, por favor —me dijo.
Me senté en el sofá, mirando a mi alrededor. Era idéntico a nuestro salón en lo que respectaba al tamaño pero todos los parecidos terminaban ahí. El nuestro estaba decorado con viejos muebles americanos baratos, mientras que el de Sentas era de estilo francés… y al parecer, de la variedad más elegante: mesas de mármol negro, sillas y sofás antiguos, espejos dorados, gruesas cortinas y moquetas aún más recias. No necesitaba la ayuda de mis dotes de médium para saber que aquella decoración se amoldaba a los gustos de la señora Sentas.
Se sentó en el borde de una silla de época mientras su marido salía de la cocina, con una bebida en la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó, mirándome como si fuera un vendedor entrometido.
—El señor Wallace dice que tiene algo que contarnos sobre Helen —anunció su esposa.
—¿Ah sí? —Sentas se acercó a otra silla y se sentó—. ¿Y bien?
Tragué saliva, nervioso. Una cosa era hacer conjeturas con Anne, pero otra muy distinta era sentarme delante de los Sentas y contarles lo que les había venido a decir.
—Me pregunto… si podría decirme si ha tenido noticias de su hermana recientemente…
—¿Por qué quiere saberlo? —me interrumpió Sentas, antes de que hubiera terminado la frase.
—Tengo una razón —dije—. ¿Y usted?
—No tengo ni idea de qué… —empezó a decir.
—Harry. —Habló en voz baja, pero lo hizo enmudecer al instante. Yo me volví hacia la señora Sentas. Parecía algo alterada.
—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó.
—¿Qué pretende? ¿Leer una carta que nos haya enviado? —dijo Harry Sentas, desafiante.
Miré a su esposa un instante antes de responder.
—No —respondí, mirando a Harry.
—Señor Wallace, le he hecho una pregunta —dijo la señora Sentas, con frialdad.
Volví a mirarla. Percibía que tras aquella severidad se ocultaba un intenso miedo.
—Se lo pregunto, señora Sentas, porque tengo algo que contarle sobre su hermana. Pero antes necesito saber si…
—¿Qué tiene que decirnos? —preguntó.
—Me temo que tendrá que tener paciencia conmigo.
—¡Señor Wallace, exijo saber de qué está hablando!
—Estoy hablando de su hermana, señora Sentas —respondí—. Creo que está muerta.
La señora Sentas se crispó y, a continuación, permaneció sentada, inmóvil.
—¿De qué está hablando? —preguntó Harry a gritos. Dejó caer el vaso sobre la mesa y se levantó—. ¡Ten cuidado, muchacho!
—Harry… —dijo su esposa. Le temblaba la voz.
Se hizo el silencio. Lamenté haber sido tan brusco, aunque podría decirse que ella no me había dejado otra opción.
La señora Sentas cogió una temblorosa bocanada de aire.
—¿Por qué dice que está…? —Fue incapaz de terminar la frase.
Me preparé para responder.
—Porque la he visto en nuestra casa.
—¿Qué? —Se inclinó hacia delante; sus ojos negros estaban abiertos de par en par.
—La he visto —repetí.
La señora Sentas se estremeció.
—¿Quién diablos se cree que es, viniendo aquí con una historia tan absurda como ésa? —gritó Sentas, encendido—. ¡Váyase al diablo!
—No es ninguna… —empecé a decir.
—No sé a qué está jugando —dijo, señalándome—, pero será mejor que tenga mucho cuidado. Se lo advierto.
—Harry…
Se interrumpió y miró nervioso a su esposa.
—Escucha, Mildred —dijo—. Esto es algún tipo de… —Volvió a interrumpirse instantáneamente, al ver que ella le decía que no con la cabeza.
—No ha recibido noticias suyas, ¿verdad? —pregunté.
—No desde que regresó a Nueva York —respondió, con voz profunda.
—¿Hace cuánto tiempo de eso?
—Ya hará casi un año.
—Escuche, amigo; no queremos oír ni una palabra más, ¿comprende? —dijo Sentas.
—Harry, por favor.
—¿Quieres que nos quedemos aquí sentados oyendo todas estas gilipo… —empezó a decir a su esposa, pero entonces se interrumpió y me miró colérico—. ¡Salga de aquí! —gritó—. ¡Ahora mismo!
Me levanté.
—Señor Wallace, ¿qué ha querido decir con eso de que ha visto a mi hermana en su casa? —preguntó la señora Sentas, alzando la voz.
—Exactamente eso —respondí—. La he visto. Si usted también quiere verla, venga a mi casa dentro de una hora.
—¡Maldita sea! ¡Haga el favor de salir de aquí! —rugió Sentas, avanzando hacia mí.
—Manténgase alejado de mí —dije, dirigiéndome hacia la puerta.
—¡Señor Wallace!
Me giré. La señora Sentas estaba de pie, mirándome fijamente.
—Si esto es una especie de broma… —empezó a decir, con voz tensa.
Abrí la puerta.
—No es ninguna broma —respondí.
Sentas corrió hacia la puerta y la cerró de un portazo a mis espaldas, golpeándome los talones de los zapatos.
—¡Si vuelve por aquí llamaré a la policía! —gritó.
Exhalé fatigado mientras avanzaba hacia la acera. Al otro lado de la calle vi a Elizabeth sentada en su jardín. Anne estaba de pie, junto a ella, y las dos me estaban mirando. Sin duda alguna, el portazo les había llamado la atención. Anne, tras decirle algo a Elizabeth, empezó a cruzar la calle.
—Bueno, ha sido una enorme estupidez —anuncié, cuando entró en casa detrás de mí.
—¿No van a venir?
—Claro que no —dije, con tristeza—. Sentas me ha echado de su casa, literalmente. Y lo más probable es el mes que viene nos obligue a desalojar. De hecho, estoy seguro de que su esposa lo hará.
Anne soltó una carcajada.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
Me encogí de hombros y respiré hondo.
—Sólo Dios lo sabe —respondí.
Anne me miró sin decir nada.
—¿Qué tal está Elizabeth? —pregunté.
—¿Cómo va a estar? —respondió ella—. Está viva: sólo eso.
—Pobre mujer.
—Le… he hablado de…
—¿De qué?
—De lo ocurrido. No se lo he contado todo, por supuesto. Solo lo de Helen Driscoll.
—Oh. —Sacudí la cabeza—. Estoy seguro que eso va a ayudarle a levantar el ánimo.
—Bueno… vio que ibas a casa de Sentas y me preguntó si tenías algún problema con él.
Asentí y me dejé caer sobre la butaca verde.
—Bueno —dije—. No ha servido de nada. Si tan sólo… Sonó el teléfono.
—¡Va a despertar a Richard! —exclamó Anne, corriendo hacia el vestíbulo.
—¿Dígame? —oí que decía en voz baja. Silencio—. ¿Oh? —Pausa—. Sí, exacto. —Otra pausa—. Adiós.
Regresó al salón, con una expresión de sorpresa en el rostro.
—Van a venir —anunció.
El timbre sonó a las ocho y cuarto.
—Iré a abrir —dije. Estábamos en la cocina, tomando el postre.
—¿Tom?
Me detuve en el umbral.
—¿Sí?
—¿Será… terrible?
Tuve intenciones de mentirle, pero me contuve.
—No lo sé, cariño. Si te soy sincero, no tengo ni idea de qué va a ocurrir. Por eso quiero que vayas a casa de Elizabeth hasta que todo haya terminado.
El timbre volvió a sonar. Anne sacudió la cabeza.
—No voy a dejarte solo —dijo—. Si te ocurre algo, quiero estar aquí.
Sonreí.
—Puede que no ocurra nada en absoluto —dije—, pero también es posible que logremos zanjar de una vez por todas este asunto.
El timbre de la puerta sonó con insistencia. Podía imaginar a Sentas pulsándolo, mordiéndose los labios, impaciente.
—Será mejor que abras antes de que la eche abajo —dijo Anne, intentando que sonara divertido.
—No temas —comenté—. Sería incapaz de estropear algo de su propiedad… o, mejor dicho, de su mujer.
Crucé el salón y abrí la puerta.
—Hola —dije.
Sentas soltó un gruñido y su esposa asintió con la cabeza. Cuando entraron, advertí cómo miraban la mesita para jugar a las cartas y las cuatro sillas que se alzaban en medio del salón.
—Buenas noches —saludó Anne.
Sentas volvió a gruñir.
—Señora Wallace —dijo Mildred Sentas, con tensa educación.
—¿Quieren sentarse? —invitó mi esposa, señalando el sofá.
Ocuparon sus asientos torpemente, con rigidez.
—Escuchen —dijo Sentas antes de que Anne y yo nos hubiéramos sentado—. No piensen ni por un segundo que vamos a seguirles el juego en… esta historia suya. No tenemos ninguna intención de hacerlo. Sin embargo, mi esposa está preocupada porque hace tiempo que no tiene noticias de su hermana, ¿saben? Ésa es la única razón de que estemos aquí. Si todo esto no es más que una broma o algo así… —No terminó la frase. No era necesario.
—Les aseguro que no es ninguna broma —dije.
—¿Entonces qué es? —preguntó la señora Sentas—. ¿A qué se refería cuando nos dijo que viniéramos aquí si queríamos ver a mi hermana?
—Me refería…
—¿Y qué me dice de lo que hizo su hijo la otra noche? —me acusó Sentas—. Supongo que eso tampoco era una broma.
Observé su airado rostro.
—¿No creerá que era él quien hablaba, verdad? —pregunté.
Empezó a barbotar una respuesta, pero se interrumpió.
—¿Qué intenta decir? —preguntó entonces, con voz asustada.
—Creo que era su cuñada —respondí.
—¿Qué?
—¡Señor Wallace, ya es suficiente! —interrumpió la señora Sentas, colérica—. ¡O hace el favor de explicarse o nos vamos!
—Me encantaría explicárselo —dije.
Rápidamente y omitiendo los detalles insignificantes, les hablé de la hipnosis y sus consecuencias.
—¿Eso es… cierto? —preguntó la señora Sentas con incredulidad, en cuanto hube terminado.
—Si lo desea, puede llamar al Doctor Porter para que se lo verifique —le dije.
—Puede que lo haga —respondió.
—Nunca había oído tantas estupideces juntas —comentó Sentas, aunque su voz carecía del aplomo habitual.
—Sigo sin entender por qué dice que mi hermana está… muerta —dijo la señora Sentas.
—He dicho que creo que lo está —respondí—. Por eso le pregunté si había recibido noticias suyas. El hecho de que no haya sido así…
—¿Nos está diciendo que lo que ha visto ha sido su… fantasma? —preguntó, con desdén.
—Creo que sí —respondí, evitando mirar a Anne.
—Confío en que…
—¡Vamos! —espetó Sentas.
—Confío en que sea consciente de lo que nos está pidiendo que creamos —repitió la señora Sentas, con frialdad.
—Soy consciente de ello —respondí—. Pero he visto a su hermana. Estoy seguro de ello.
—¿Y cómo sabe que era ella? —preguntó la señora Sentas—. Asumiendo que la viera… cosa que dudo.
Le hablé del vestido y de la conversación que había mantenido con Elizabeth.
—¿Vio eso? —murmuró—. ¿Aquí?
—¡Oh! ¡Por el amor de Dios! —interrumpió Sentas—. Lo único que sucede es que vio una fotografía de Helen y ahora intenta engañamos. ¿Qué se cree usted…?
—¿Y para que iba a querer engañarlos, señor Sentas? —interrumpí con frialdad—. ¿Cree que tengo algo que ganar contándoles estas cosas?
Empezó a responder, pero se controló y me miró colérico. Me volví hacia su esposa.
—¿Cuándo abandonó California su hermana? —pregunté.
—El pasado septiembre.
—No pretendo curiosear, pero ¿tenía alguna razón concreta para hacerlo?
Negó con la cabeza.
—No, no la tenía.
—¿Se comportó de forma extraña cuando se fue?
—No la vimos marchar, señor Wallace.
Aquellas palabras fueron como un electroshock.
—No lo entiendo —dije, mirándola fijamente.
—Simplemente nos dejó una nota —respondió.
Intenté controlar los atronadores latidos de mi corazón.
—Ya veo —dije—. Bueno… ¿quiere que intentemos…? —señalé la mesa de cartas y las sillas.
—Venga, Mildred. Vayámonos de aquí de una vez —dijo Sentas.
Ella lo ignoró. Me miraba fijamente.
—¿Qué espera conseguir, señor Wallace? —preguntó—. Le aseguro que no me creo ni una sola palabra de toda esta historia, pero estoy preocupada por Helen.
—Es muy sencillo —respondí—. Nos sentaremos alrededor de esta mesa e intentaré… localizar a su hermana, por decirlo de algún modo.
—¡Oh! ¡Por…! —Sentas se levantó con brusquedad—. ¡Puede que estés lo bastante loca para quedarte aquí, Mildred, pero yo no!
—Vamos a quedarnos —fue todo lo que dijo. En aquel instante percibí el conjunto de la relación que existía entre ellos: el hombre ignorante y gritón se había casado con la mujer fea pero acomodada, pues ella había preferido esa opción a la soltería.
Me levanté.
—¿Entonces nos sentamos? —sugerí.
Las dos mujeres ocuparon sus asientos, en silencio. La señora Sentas, cuyo rostro era una máscara desprovista de emoción, tenía la espalda muy rígida. Su esposo se sentó enfrente de mí, murmurando una maldición. La silla crujió bajo su peso. Se cruzó de brazos y me miró con pesar. Advertí que había algo animal en sus ojos… y en su mente. Oleadas de dicha sensación me abofeteaban, de forma fría y hostil.
—Veamos —dije, intentando ignorarlo—. Permanezcan sentados en silencio, por favor.
La señora Sentas no se movió. Anne me dedicó una mirada asustada y se estremeció. Sentas se recostó en la silla, que chirrió.
—Menuda estupidez —murmuró.
Entonces, todo quedó en silencio. Esperé a que se hubieran acomodado y cerré los ojos. El único sonido que oía era la pesada respiración de Sentas. Intenté poner la mente en blanco. Tenía la certeza de que iba a ocurrir algo. No sé por qué estaba tan seguro; sólo era una convicción que tenía.
Al cabo de un rato empecé a preguntarme por qué Sentas respiraba tan fuerte, pero de repente descubrí, con el último vestigio de mi conciencia, que era yo quien respiraba así. Mi pecho se esforzaba en coger aire mientras unas nubes de oscuridad cubrían mi mente. Advertí que mis pies y mis tobillos, mis manos y mis muñecas estaban fríos como el hielo. Mi respiración se hizo aún más fuerte, hasta convertirse en un violento flujo de aire. Tuve una momentánea visión de los tres mirándome, pero entonces todo se volvió negro.
Anne me contó lo sucedido.
Casi en el mismo instante en que cerré los ojos, mi respiración se hizo agitada. Mi cabeza cayó flácida sobre mi cuello y empezó a colgar de un lado a otro. Las manos, que tenía apoyadas en el regazo, fueron resbalando hasta que quedaron colgando inertes, crispándose de forma ocasional. Mis rasgos se relajaron, mi mandíbula se distendió y mis rasgos perdieron definición: parecían de plástico, carentes de personalidad.
Esto continuó durante varios minutos.
Entonces, mí acelerada respiración se detuvo y permanecí completamente inmóvil.
Todos se sobresaltaron cuando, de repente, levanté la cabeza con los ojos cerrados. Se oyó un seco chasquido procedente de mi garganta y un silencioso crujido… como el sonido que emitiría un idiota intentando hablar.
Y entonces, las palabras salieron por mi boca.
—Mildred —dije con voz monótona e inexpresiva.
La señora Sentas dio un respigo y se encogió en su asiento. Sus negros ojos estaban fijos en mi rostro.
—Mildred —dije—. Mildred.
Mildred exhaló con dificultad.
—Será… será mejor que responda —le dijo Anne, en un susurro.
—¿Mildred? —insistí.
—… sí —dijo ella.
De pronto, mi rostro adoptó una expresión de profunda desesperación.
—Mildred —dije, con voz quebrada por la emoción—. Oh, Dios, Mildred. ¿Dónde estás?
—Oh… —La señora Sentas estaba temblando, mirándome horrorizada.
Alargué el brazo.
—¿Mildred?
—No —gimió, echándose hacia atrás.
—Maldita sea. ¡Paren esto! —murmuró Sentas.
Toqué la fría y temblorosa mano de Mildred y la cogí. Ella gimió. Intentó apartarla, pero no la solté.
—Lo siento, Mildred —dije, con tristeza—. Dios mío, lo siento tanto, querida.
Un Sentas de ojos enloquecidos empezó a incorporarse, pero Anne levantó la mano para impedírselo.
—¡No! —susurró con furia.
—Mildred —dije—. Soy yo, Helen.
De repente, la señora Sentas se inclinó sobre la mesa, llorando desconsolada.
—Mildred, no me odies —dije—. Por favor, no me odies.
—¡Detén esta maldita…!
Sentas guardó silencio cuando, con un siseo serpentino, retiré la mano y me senté bien erguido en la silla. De repente, mis ojos se abrieron.
Lo miré fijamente.
—Venga, vayámonos de aquí —le dijo a su esposa, al parecer pensando que yo había despertado.
—Harry —dije con una voz terrible.
Me miró con furia.
—Escucha, muchacho —empezó a decir, pero al instante guardó silencio y me observó boquiabierto, pues se había dado cuenta de que no estaba despierto.
—Harry —repetí—. Harry Sentas. —Apreté los dientes y el aire empezó a sisear entre ellos—. Que Dios te envíe al infierno, Harry. Sucio bastardo. Maldito hijo de…
De repente, cerré los ojos y me los tapé con la mano.
—Oh, Dios mío. ¿Qué he hecho? —sollocé. Levanté la cabeza y extendí unas manos implorantes hacia Harry Sentas. Las lágrimas se deslizaban por mis mejillas—. ¿Harry, por qué? —pregunté—. ¿Por qué, Harry? ¿Por qué?
Con un grito ronco, Harry Sentas volcó la mesa sobre mí, haciendo que cayera de espaldas al suelo.