Bajé de un salto el porche hacia el frío y húmedo césped, sofocando un grito, y corrí hacia la acera.
Ya me encontraba en la mitad de la calle cuando un segundo disparo explotó en la oscuridad. Apreté con fuerza los dientes e intenté correr más rápido, subiendo a la acera y cruzando su jardín como una exhalación. La luz de una única lámpara iluminaba el salón.
Alan estaba equivocado. Por alguna razón, eso fue lo primero que pensé mientras me detenía y miraba por la ventana.
Porque Frank estaba desplomado sobre el suelo del salón, exactamente en la misma posición en la que lo había visto aquel día. Todo era igual: el retorcido dolor de su rostro, la mirada de sus ojos, la sangre deslizándose por el pecho de su camisa blanca.
Sólo había una diferencia.
Elizabeth estaba de pie, como una estatua, en el umbral del vestíbulo, con la Luger en las manos y una expresión trastornada y afligida en el rostro. Entre el silencio pude oír los chasquidos del gatillo, que apretó una y otra vez.
Cuando entré, giró la cabeza con brusquedad y me miró unos instantes, antes de desplomarse sobre la moqueta sin emitir sonido alguno. Oí el golpe de la Luger al chocar contra la alfombra.
Después de aquello, todo fue movimiento y confusión.
Corrí hacia Frank y me arrodillé junto a él, buscando el latido de su corazón. Estaba allí, pero era muy débil. Al parecer, sólo le había alcanzado una de las balas, pero ésta se había hundido en su pecho. Me levanté, sintiendo una fuerte palpitación en las sienes, y esquivé el cuerpo de Elizabeth de un salto. Cogí una sábana limpia que encontré en el armario del vestíbulo, volví a pasar por encima de Elizabeth y extendí la sábana, doblándola a lo largo. Entonces, arrodillándome junto a Frank, la envolví a su alrededor con toda la delicadeza que pude. Él gruñó suavemente mientras lo hacía. Ahora estaba inconsciente. Tenía los ojos cerrados.
A continuación corrí hacia el teléfono del vestíbulo y pedí una ambulancia. Una vez hecho esto, me las arreglé para dejar el peso muerto de Elizabeth sobre el sofá. Su rostro era del color de la cera y estaba frío al tacto. Abrí el cuello de su pijama y le froté las muñecas. Mientras lo hacía, sus ojos parpadearon.
Me miró durante unos instantes como si no me hubiera visto en su vida. Entonces, de repente, se incorporó.
—¡Frank! —jadeó.
Intenté que permaneciera acostada.
—Túmbate, Elizabeth. Túmbate.
—No, no.
Se resistió. Tenía los ojos fijos en Frank y presionaba mis manos con los hombros, intentando incorporarse. Repetía una y otra vez el nombre de su marido.
Entonces, de repente, la fuerza pareció abandonarla y se desplomó sobre el cojín del sofá. Sus ojos se cerraron herméticamente y un largo y tembloroso suspiro cruzó sus pálidos labios. No sabía qué estaba pasando.
Estaba comprobando el estado de Frank una vez más cuando oí unos pasos en el exterior. Pensé que sería Anne, pero resultó ser el hombre que vivía en la casa de la derecha.
—¿Qué ocurr…? —empezó a decir, pero se interrumpió, boquiabierto—. ¡Dios santo! —murmuró lentamente. Se quedó ahí de pie, mirando a Frank.
Poco después apareció Anne, que se había puesto un abrigo encima. Su única reacción fue mirar sin expresión alguna a Frank durante un momento y después a mí. Entonces, se sentó junto a Elizabeth y la cogió de la mano. Oí los secos y jadeantes sollozos de Elizabeth mientras yo hacia presión con la sábana sobre la herida para detener la hemorragia.
La ambulancia llegó en cinco minutos. La policía, minutos después.
Cuando regresamos a casa, fui al cuarto de baño para lavarme las manos. Al ver que la pila aún no se había vaciado, apreté los dientes y di media vuelta para dirigirme a la cocina. Intenté ocultar mis dedos manchados de sangre cuando pasé junto a Anne. Ella no dijo nada.
Mientras caminaba hasta la cocina, oí que el reloj daba la una. Había sido una noche increíble. ¡Menos mal que Alan había dicho que ya no tenía de qué preocuparme! Sus palabras me resultaron grotescamente divertidas.
Me estaba secando las manos cuando oí un susurro. Al mirar por encima del hombro vi que Anne estaba en el umbral, con los ojos clavados en mí. Di media vuelta y colgué la toalla. Me pregunté qué iría a decirme ahora. La verdad es que ya no podía haber muchas más cosas que lograran asustarla.
Mientras me giraba, vi que se sentaba a la mesa. Empecé a caminar, pero al instante me detuve. Me apoyé en el mármol del fregadero y nos miramos el uno al otro.
Por fin habló.
—¿Morirá? —preguntó, con serenidad.
No era eso lo que esperaba oír. Durante un instante sólo pude mirarla.
—No lo sé —dije entonces.
Advertí que su garganta se movía.
—Claro que lo sabes —espetó—. Simplemente, no quieres decírmelo.
—No —respondí—. No lo sé. Sólo sentí… que Elizabeth iba a hacerlo.
Bajó la mirada. La observé durante un prolongado momento y, entonces, me acerqué a la mesa y me senté delante de ella.
—Escúchame, Anne. Creo que sabes… o al menos, espero que sepas lo mal que me siento por todo esto. No soy ningún monstruo, Anne. Créeme: sigo siendo el mismo hombre con el que te casaste. Odio darte miedo y odio que todo esto esté sucediendo en un momento como éste, pero no puedo hacer nada por impedirlo. ¿No te das cuenta? ¿Crees que lo estoy haciendo a propósito? ¿Crees que intento hacerte daño? Lo que me ha ocurrido no ha sido culpa mía. Sólo soy una víctima, como tú. No sé qué significa ni por qué ha tenido que ocurrirme a mí, pero está sucediendo, Anne. Yo lo he asumido. Es algo real… y no va a detenerse; de eso estoy seguro. Soy incapaz de imaginar cómo va a terminar todo esto, pero forma parte de mí. ¿Qué más puedo decirte? Si tan sólo lo aceptaras, si no te resistieras con tanta fuerza… No resulta tan aterrador cuando lo aceptas. Créeme, Anne. Si lo aceptas, deja de ser terrible. Sólo puede hacerte daño si opones resistencia, si crees que es algo antinatural. ¿No lo entiendes?
Mis palabras debieron de ser bastante apasionadas, porque Anne me dedicó una mirada compasiva y casi comprensiva.
Que no tardó en desvanecerse.
—¿Y qué hay de nosotros? —preguntó—. ¿Crees que todo va a seguir igual? ¿Crees que puede seguir igual estando tú así? ¿Acaso cada día va a ser… una nueva tortura? ¿Y si… y si empiezas a ver cosas sobre mí, sobre nosotros? Yo lo sabría, Tom; estoy segura. Serías incapaz de ocultármelo, serías incapaz de fingir que no has visto nada. —Sacudió la cabeza con movimientos cortos y agitados—. ¿Cómo podría funcionar? La vida sería insoportable. Yo sólo estaría… esperando a que ocurriera algo terrible. —Se cogió las manos con fuerza y las miró, mordiéndose el labio inferior—. Supongo que tienes razón, pero… —De repente me miró y preguntó—: ¿Me estás leyendo la mente en estos momentos?
—Anne, yo… —Sentía que me faltaban las palabras—. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué crees que soy? ¿Un mago? Por supuesto que no te estoy leyendo la mente. Probablemente no podría hacerlo por mucho que lo intentara. Ya te he dicho que ahora es distinto. Antes captaba cosas, quisiera o no quisiera, pero ahora tengo que concentrarme. No sé qué es lo que piensas que puedo hacer, pero… créeme: no es tan fantástico como eso. No estás… desnuda ante mi mente. Nada lo está. Yo… yo… simplemente no sé qué decir, Anne.
Dejó escapar el aire lentamente.
—No lo sé —dijo—. Yo tampoco lo sé. No sé si estoy preparada para esto. Para vivir así cada día. —Sacudió la cabeza.
—Cariño, no va a ser así cada día. ¿Crees… que Elizabeth va a disparar a su marido cada día? ¿Crees que tu… madre…? —No terminé la frase.
—¿Qué me dices de la mujer? —preguntó—. Helen Driscoll, si es que es ella.
—Es un asunto que aún debo zanjar —admití—. Pero… en cuanto esté solucionado…
—¿Y crees que vas a poder solucionarlo?
—Por lo menos voy a intentarlo, Anne.
Guardó silencio. Podía oír el profundo sonido de las agujas del reloj en la alacena. Permanecí sentado un minuto; después, empecé a levantarme.
—Si lo intento… —dijo Anne entonces.
Volví a sentarme y la miré.
—Si lo intento —repitió—, ¿me lo contarás todo? ¿Todo, Tom?
—Ya te he dicho…
—Me refiero a todo —repitió—. Incluso sobre nosotros.
—Si es lo que quieres, por supuesto que lo haré. —Alargué el brazo sobre la mesa y le cogí la mano—. Sólo quiero que estés conmigo —dije—. No quiero que vuelvas a huir. Te necesito, Anne. Eso no ha cambiado.
Intentó sonreír.
—He escrito a mi tía —continué—. Supongo que pronto recibiré noticias suyas. Entonces sabremos… si hay algo más. Eso hará que las cosas te resulten más fáciles, ¿verdad? Si sabes que es algo que hay en mi familia…
Anne, tras vacilar unos instantes, me apretó la mano.
—Lo intentaré, Tom —dijo—. No… puedo prometerte nada más. Estoy segura de que me asustará terriblemente, pero lo intentaré.
Permanecimos un rato sentados en silencio.
—¿Morirá, Tom? —preguntó ella, entonces.
—No lo sé, Anne —respondí—. Ésa es la verdad. La sensación de muerte que recibí hacía referencia a Elizabeth, no a Frank. La verdad es que no lo entiendo. Pero… bueno, debía de ser él.
Me miró fijamente. Advertí que se mordía el labio inferior.
—Tom —dijo.
—¿Qué?
—¿Qué… me dices de mí?
—Cariño, no sé nada de ti… ni de nosotros.
Entonces lo recordé y esbocé una sonrisa.
—Sólo…
En su rostro se dibujó una expresión de terror.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¿Te sentirías muy mal si te dijera que creo que vamos a tener una hija? —pregunté.
Me miró sin decir nada. Entonces, sus ojos se endulzaron y las comisuras de sus labios empezaron a temblar.
—¿En serio? —murmuró.
Sostuve sus manos entre las mías.
—Creo que sí —respondí—. ¿Te molesta saberlo?
No creo que me oyera. Estaba mirando hacia el futuro.
—Una niña —dijo—. Vamos a tener una hija.
Al día siguiente, cuando regresé a casa del trabajo Elsie estaba en su jardín, regando el césped. Mientras avanzaba por el camino de acceso, se acercó a mí.
—¿No es terrible? —dijo.
Supongo que, por un instante, se notó que no tenía ni idea de qué me estaba hablando.
—Oh —dije entonces—. Sí. Es terrible.
—Estamos todos tan conmocionados —continuó—. Es terrible. Ohhh.
Reconocí aquel estremecimiento. Era el mismo que había fingido la noche que Phil le había hablado de los alfileres que clavaban en la garganta de las personas hipnotizadas.
—¿Por qué haría algo así? —preguntó Elsie—. Creía que eran muy felices.
No necesitaba telepatía ni ningún tipo de percepción afín para saber que sólo sentía la típica curiosidad femenina.
—De verdad que no lo sé, Elsie.
Soltó una risita.
—Es terrible —repitió.
—Sí —respondí, dando media vuelta.
—Sobre todo lo del bebé —añadió.
Durante una fracción de segundo, dejé de caminar y estuve a punto de detenerme. El placer que sentía por no estar expuesto a su mente se desvaneció en un instante.
—El… —empecé a decir, pero entonces doblé rápidamente la esquina de casa y entré.
Anne estaba en la cocina, pelando patatas.
—¿El bebé? —pregunté, después de darle un beso.
Ella asintió con tristeza.
—Esta mañana —dijo—. Supongo que ha sido consecuencia de la conmoción. Ha sufrido un aborto.
—Oh… —Sentí náuseas. Al fin y al cabo, la visión había sido real: la muerte hacía referencia a Elizabeth. Jamás habría sido capaz de imaginar algo tan terrible.
—Pobre criatura —dije.
—Sí. Ahora, Elizabeth lo ha perdido todo.
Permanecimos unos instantes en silencio.
—Entonces, Frank no va a morir —dije.
Anne sacudió la cabeza.
—No. Él vivirá. —Apretó los labios con amargura—. Él vivirá.
Dos días después fuimos al hospital a recoger a Elizabeth. No tenía ningún pariente que la llevara a casa y Frank seguía ingresado. No había cargos criminales contra ella. Frank había dicho a la policía que había sido un accidente; que ninguno de los dos sabía que la pistola estaba cargada. Supongo que sentía que tenía que intentar compensar a su esposa… por inútil que fuera su gesto.
Ella se mantuvo hermética en todo momento. No dijo nada cuando fuimos a buscarla a su habitación ni mientras la acompañamos hasta el coche. Anne y yo avanzábamos a ambos lados de ella. Elizabeth daba pasos lentos y vacilantes, como si de la noche a la mañana hubiera envejecido y se hubiera debilitado.
La vuelta a casa la realizamos prácticamente en silencio. Los intentos de conversación de Anne, referentes al tiempo y otros temas inocuos, fueron recibidos en silencio o respondidos con palabras tan débiles que ni siquiera se oían.
Durante aquel trayecto capté algunas de las impresiones mentales más terribles que he percibido jamás. Fue entonces cuando descubrí que el más espeluznante de los momentos puede desarrollarse a plena luz del día y en el más mundano de los lugares. La noche no es un requisito necesario, como tampoco las tormentas los fuertes vientos ni el azote de la lluvia son el escondite de doctores dementes. Aquí no había monstruos; sólo tres seres humanos. No había criaturas extrañas de la oscuridad. No había sonidos ni visiones espectrales. Sin embargo, nunca podré olvidar las náuseas que sentí.
La sensación procedía de Elizabeth; no me cabía ninguna duda de ello. Empezó lentamente, como un remordimiento carente de fuerza, una desesperación, un anhelo lastimoso. No permaneció demasiado tiempo. Se fue intensificando gradualmente, lanzando zarcillos de desnuda emoción, hasta convertirse en una horrible masa de cruel deseo. Era tan intenso que no tenía que concentrarme para sentirlo. Las emociones tan fuertes te abruman. Era una emoción de reivindicación y de frío deseo animal, tan intensa que resultaba aterradora.
Cuando la imagen estalló en mi mente, sentí que mi cuerpo se crispaba sobre el asiento y sujeté el volante con tanta fuerza que la sangre abandonó mis manos.
La visión procedía de Elizabeth. Se estaba inclinando sobre Anne con unas manos temblorosas que parecían garras; estaba arañando sus caderas; estaba abriendo en canal su carne y desmenuzándola en sangrientos jirones para liberar al bebé que llevaba en sus entrañas; estaba gritando como una posesa; estaba desgarrando su carne suturada… y depositando a nuestro bebé en su cuerpo.
Me sentí aliviado al llegar a casa.
Anne quería quedarse con ella, pero Elizabeth le dijo que prefería estar sola. Me alegré. Mientras cruzábamos el porche, oímos que cerraba la puerta con llave.
—Tom… ¿va a hacerse daño? —preguntó Anne. Ahora, su voz transmitía una infantil confianza; confiaba en mi habilidad como hombre que podía verlo todo.
Empecé a decirle que era posible, pero de repente me interrumpí. Sabía que no tenía ningún derecho a decir eso. No tenía ni idea de lo que Elizabeth podía hacer.
—No lo sé, Anne —respondí—. No sabría decírtelo. Ya te lo dije. No soy ningún mago.
—Lo siento. —Me cogió del brazo—. De todos modos, debería quedarme con ella.
—Estará bien —dije.
Cuando llegamos a casa, Anne llamó a la puerta de Elsie para ver qué tal se estaba portando Richard.
La carta estaba en el buzón.
La llevé al salón y la leí. Creo que sonreí un poco. La verdad es que era una especie de anticlímax.
Cuando Anne regresó, se la tendí. Sus labios se separaron mientras la leía.
—Tu abuelo —dijo, con serenidad.
—Mi bisabuelo —corregí—. Castor James Wallace, de Yorkshire, Inglaterra. Resulta divertido. Me había olvidado por completo de él. Creo que mi madre me contó algo cuando era pequeño.
—De modo que era médium —dijo Anne.
—Eso parece.
Instantes después, Anne dobló la carta y la guardó en el bolsillo.
—¿Y bien? —pregunté.
Dejó escapar un suave suspiro.
—Bueno. Supongo que ésa es la razón.
—¿Y lo aceptas? —pregunté—. ¿Podrás vivir con ello ahora?
Anne suspiró. Parecía indefensa.
—Eres mi marido, Madame Wallace. —La abracé hasta que gimió—. Pero tendrás que tomártelo con calma. A Sam no le gusta la presión.
—A Sandra —la corregí.
Froté mi mejilla contra su suave cabello. Recordé que me había pedido que se lo contara todo, pero no pensaba hablarle de lo que había pasado por la mente de Elizabeth. Sabía que, en el futuro, tendría que matizar mi promesa. Había mentiras y mentiras.
—Bueno —dijo finalmente—. ¿Ahora qué?
—Aún tengo que zanjar un asunto —anuncié.
—¿Helen Driscoll? —preguntó.
Asentí.
—Helen Driscoll.