Pero no podía contarle nada a Anne en aquellos momentos. Estaba demasiado alterada. Toda la tensión que había ido acumulando en su interior parecía haber reventado y ahora no se podía hacer nada por controlarla. La muerte de su madre, los sobresaltos que había tenido por mi culpa y, cuando había bajado la guardia creyendo que todo había acabado, una nueva oleada de temor. No era sorprendente que hubiera perdido los nervios.
La acosté. Le di un sedante y me quedé con ella hasta que se sumió en un pesado sueño. En cuanto estuve seguro de que dormía, regresé a la cocina y cogí el bloc de notas. En todo este asunto había más de lo que Alan había dicho. Sí Helen Driscoll deseaba vivir aquí de nuevo, ¿por qué estaba recibiendo mensajes escritos por ella? Y lo que era más importante, ¿por qué hablaba por boca de mi hijo, dirigiéndose a su cuñado?
Eso era imposible… a no ser que hubiera ocurrido algo antes de que regresara al este. A no ser que…
No. Me negaba a creerlo. No estaba preparado para dar ese paso. Era una trampa. En esta ocasión, tenía que enfrentarme a ello con astucia, no con el ingenuo deseo de engullir, en un instante, todo aquello que los filósofos habían estado buscando durante toda su vida. No estaba dispuesto a cometer de nuevo el mismo error. Lo único que iba a admitir era que en este asunto había algo más de lo que Alan y yo creíamos.
Cogí el lápiz, lo sujeté suavemente sobre el papel y miré por la ventana de la puerta. Se supone que eso es lo que tienes que hacer en lo que se denomina escritura automática. Está más allá de la voluntad, más allá del arte consciente de escribir. Algunas personas leen mientras escriben; otras lo hacen dormidas.
Intenté desviar mi atención del lápiz. Deseaba alejarlo de mi mente para que mi subconsciente pudiera controlarlo. Observé la cocina de Elsie y la vi sentada junto a sus padres y Ron. Estaban jugando su partida semanal de bridge. El rostro de Elsie se contorsionó en una risa salvaje, cuyo sonido entró flotando por la ventana. Me pregunté si el ruido que hacían me distraería, pero entonces me di cuenta de que aquello exactamente lo que necesitaba, de modo que observé a Elsie con atención.
Pensé en las veces que había palpado su mente. Pensé en lo terrible que sería el mundo si el hombre descubriera su potencial y pudiera saber qué pensaban aquellos que lo rodeaban. Sin duda alguna, la sociedad se desplomaría. Si todas y cada una de las personas fueran un libro abierto para sus vecinos, no podría existir ninguna sociedad. A no ser, por supuesto, que en cuanto prevaleciera dicha condición, el hombre adquiriera madurez y fuera capaz de hacer frente a sus recién descubiertas habilidades.
Transcurrió una hora. Tenía la mano tan agarrotada que empezaba a dolerme, pero el lapicero permanecía inmóvil.
Transcurrió una hora más. Decidí desistir. Era evidente que no iba a conseguir nada. Mientras me ponía el pijama, advertí que Helen Driscoll cada vez se manifestaba de forma más tenue. Primero se había aparecido ante mí, después había hablado por boca de mi hijo y, finalmente, había controlado mi mano para escribir su nombre. Si era un espíritu, algo que no estaba dispuesto a admitir, estaba muy confundido. Este pensamiento me hizo sonreír. ¿Sería posible? No, seguro que no. El hecho de que las personas conservaran su conciencia personal después de la muerte no podía garantizarles de ningún modo una repentina omnisciencia. De hecho, la abrupta inmersión en el limbo debía de hacerles temblar de miedo. Una vez leí en un libro sobre espiritismo que las almas suelen negarse a admitir que están muertas e intentan proseguir su existencia en su nivel anterior. Por lo tanto, si Helen Driscoll estuviera…
Aparté esa idea de mi mente al instante. No estaba dispuesto a seguir por ahí. Decidí que, para solucionar mi problema inmediato, lo mejor que podía hacer era contactar con Helen Driscoll recurriendo al método habitual: ir a verla, Ya no tenía ninguna duda. No temía el agotamiento físico, Sospechaba que me estaba convirtiendo, al menos en parte, en lo que Alan había denominado médium «desarrollado», en un médium que no era una víctima indefensa de su percepción, Sin embargo, ignoraba por completo por qué estaba ocurriendo eso.
A la una menos veinte me senté en el sofá, apagué las luces y empecé a concentrarme.
No eché la cabeza hacia atrás ni cerré los ojos. Tenía la impresión de que esos gestos eran forzados. Probablemente ni siquiera era necesario apagar la luz. Si mal no recuerdo Alan había dicho que los verdaderos médiums pueden recibir manifestaciones incluso a plena luz del día… pero también había leído en alguna parte que la luz debilita los fenómenos psíquicos. Había optado por el camino más sencillo pues, al fin y al cabo, no era más que un novato.
Mi búsqueda de Helen Driscoll no fue un proceso positivo ni agresivo. No murmuré: «¿Dónde estás? Si estás ahí, golpea la pata de la mesita de café, una vez para decir sí, dos para decir no». En cierto sentido, me limité a vaciar mi mente de cosas no esenciales y esperé a que se manifestara. Yo no era un general controlando las fuerzas psíquicas, sólo un médium a través del cual éstas podían expresarse.
Me encontraba en este estado medio letárgico cuando empezaron las intrusiones. Como estaba intentando contactar con Helen Driscoll, no esperaba lo que ocurrió.
Fue una sensación de tensión y sentimientos dobles: consternación y reacción a dicha consternación. Me removí sobre el sofá y miré a mi alrededor como si esperara verla en la habitación… pero no había nada; sólo esa sensación de agitado malestar, similar a lo que había sentido aquella primera noche. Sin embargo, ahora era distinta, pues mi sistema sólo reflejaba el sentimiento; la tensión estaba en cualquier otro lugar, diferente a mi cuerpo.
Pensé que aquello tenía algo que ver con Helen Driscoll, de modo que obré en consecuencia. ¿Era ése su sentimiento, su emoción? Lo ignoraba, pero no me parecía probable. En aquella atmósfera había un aura ajena a ella. Intenté palparla. ¿Estaba inquieta, estaba teniendo problemas para revelarse ante mí? ¿Le estaba costando recorrer este camino ahora que yo y a no era lo que había sido?
Empecé a levantarme para coger una vez más el bloc y el lápiz.
En aquel instante, una emoción animal golpeó mi mente y volví a sentarme con pesadez. Era demasiado fuerte, demasiado cercana. Se expandía con fluidez, precipitándose ante mi mente, asentándose en breve cohesión, subdividiéndose. Era como si estuviera viendo reflejos en el agua y alguien hubiera hundido en ella la mano, haciendo que la imagen se desvaneciera antes de unirse.
Aún desprevenido, pensé exclusivamente en Helen Driscoll. Estaba seguro de que lo que estaba sintiendo era su emoción. Intentaba transmitirme algo, pero ignoraba qué. Era algo vago e incipiente que no perduraría. Allí había cólera; una cólera violenta. Y también había resentimiento, resquemor. Ignoraba hacia quién se dirigía. Sólo estaba seguro de que pertenecía a Helen Driscoll. Se me ocurrió que, quizá, estaba enfadada con Sentas por alguna razón. Al fin y al cabo, se había dirigido a él diciendo: Sabes quién soy, Harry Sentas.
Conjeturas de todo tipo pasaron con rapidez por mi mente consciente, oscureciendo mis impresiones. Conjeturé que había estado muy unida a su hermana y que Sentas, resentido por dicha relación, la había obligado a marcharse con su desagradable conducta. Que estaba enamorada de Sentas y que, en vez de enfrentarse a la inevitable vergüenza de que su hermana lo descubriera, había optado por irse, Incluso pensé que Sentas lo había descubierto y que ésa era la razón por la que Helen Driscoll había abandonado su casa y por la que siempre se respiraba una atmósfera de tensión entre Sentas y su esposa, como si fueran actores intentando interpretar a una pareja equilibrada pero fracasaran por su exceso de formalidad.
Seguí pensando en todo esto y distorsionando aún más las imágenes, hasta convertirlas en calumnias ininteligibles. Lo único que permanecía constante eran las oleadas de creciente furia.
De repente, aterrado, pensé que aquellas sensaciones emanaban de Anne. Y que el objeto de su resquemor era yo.
Intenté apartar esta idea de mi mente, pero fui incapaz. Sabía que podía ser cierta. En su desesperación, en su posible resentimiento por haberme revelado sus esperanzas más íntimas en vano, en la tensión general de estar embarazada en esta casa en la que recibía un susto tras otro, era perfectamente posible que, bajo la influencia del sueño, estuviera enviando oleadas de odio hacia mi persona.
Me levanté. Volví a sentarme. No podía creerlo. No podía.
La furia se intensificó. Palabras, como extremidades incorpóreas, pasaron tambaleantes por mi mente. Al principio eran demasiado inconexas y demasiado insustanciales para poder comprenderlas. Lo intenté con todas mis fuerzas, pero el exceso de concentración las debilitó aún más. No tardé en darme cuenta de que tenía que relajarme. Lo intenté. Las impresiones volvieron a saltar por mi mente. Palabras. Cruel Despiadado. Hogar. Esposa, tú. Desprecio. Brutal y yo. No sabes que…
Y entonces, adulterio.
De repente lo supe. Y, al saberlo, fue como si un millón de fragmentos de espejo se hubieran unido de repente, permitiéndome contemplar el verdadero reflejo. Me quedé boquiabierto.
La luz del vestíbulo se encendió.
Di un tremendo respingo. Mi esposa caminaba lentamente por la moqueta de luz que cubría el suelo del salón.
—¿Tom? —preguntó.
Fue un momento terrible. Era como estar suspendido en dos lugares a la vez; ser consciente de dos acontecimientos independientes pero simultáneos.
—Tom, ¿estás ahí? —preguntó, con voz macilenta, asustada.
—No —fue lo único que pude decir.
—Tom, qué… —Se interrumpió y vi que su forma se hacía borrosa y confusa ante mis ojos. La otra escena centelleó con claridad.
Frank y Elizabeth…
Entonces, la imagen de Anne cobró nitidez. Su mano se levantó en pequeños y pesados movimientos y se apoyó en su mejilla.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, con un tembloroso hilo de voz.
No respondí. Estaba observando a Elizabeth, que miraba a Frank con el rostro enloquecido de dolor. Entones vi la expresión, entre malhumorada y sorprendida, que se dibujaba en el rostro de su esposo.
Ella lo sabía.
—Tom, ¿qué estás haciendo? —La voz de Anne perforó la oscuridad de la habitación, obligándome a regresar. De repente, oí el susurro de su camisón y una de las lámparas de las mesas rinconeras se encendió. Anne estaba inclinada sobre ella con el rostro tenso, mirándome—. ¿Qué estás haciendo?
—Es Elizabeth —oí que decían mis labios, con voz ronca. Y mientras pronunciaba estas palabras, recordé las de Alan; Esperemos que esté desactivada—. ¡Oh, Dios mío! —Di media vuelta y corrí hacia la puerta.
—¿Adonde vas? —preguntó Anne, con voz chillona.
—¡Tengo que…! —No terminé la frase. Abrí la puerta de un tirón y salí corriendo a la calle, descalzo.
—¡Tom!
Su grito fue desgarrador. Por un instante vacilé, conmovido por su desesperación.
Entonces, el sonido de un disparo resonó en el aire.