La tarde siguiente, cuando llegué a casa del trabajo, Anne estaba esperándome en la puerta. Me dio un beso y me miró con expresión inquisidora. Yo le sonreí.
—Creo que ha funcionado —dije.
Durante unos instantes no dijo nada. Después, se acercó un poco más a mí y me abrazó.
—Gracias a Dios —murmuró.
Entramos en la cocina y, mientras ella preparaba la cena, le conté que, al parecer, Alan había eliminado lo que fuera que me había estado importunando. Aquella noche, además de no haber tenido aquel sueño, había dormido apaciblemente y había despertado sintiéndome despejado. Y durante la jornada laboral no había habido ninguna intrusión en mi mente. En ese respecto, al menos, volvía a ser una isla.
—De todos modos, me cuesta creer que una única visita a Alan haya puesto fin a todo eso —comentó Anne.
—Sólo fue necesaria una visita de tu hermano para desencadenarlo —repliqué.
—Tienes razón —respondió—. Bueno, creo que Alan es maravilloso.
Le conté que me había hipnotizado rápida y eficientemente, y que «había suavizado algunas arrugas psíquicas con la palma de la sugestión». En el mismo instante en que salí del trance había sido consciente del cambio, porque la tensión había desaparecido y sólo quedaba una sensación de bienestar. Dicha sensación seguía en mí y, obviamente, estaba quitándole a Anne un gran peso de encima.
—Nunca sabrá lo aliviada que estoy —comentó—. No sé cuánto tiempo habría podido soportarlo. Aún no he asumido la… muerte de mamá. Y…
Me levanté, me acerqué a ella y la rodeé entre mis brazos. Anne apoyó la cabeza en mi pecho, fatigada.
—Ha sido una semana terrible para ti —dije—. Intentaré compensarte.
Ella sonrió y me acarició la mejilla.
—Has regresado —dijo—. Eso es lo único que importa.
—He regresado —repetí.
Mientras me cambiaba de ropa, le conté que Alan iba a publicar el caso en una de las revistas de psiquiatría («usando sólo las iniciales, por supuesto»). Aquel asunto, en su conjunto, lo intrigaba.
Estaba a punto de entrar en el cuarto de baño cuando Anne me llamó.
—Si vas a entrar allí para lavarte, no lo hagas —dijo—. El desagüe del lavabo está atascado. Ha tardado el día entero en vaciarse.
—¿Se lo has dicho a Sentas? —pregunté.
—Llevo todo el día llamándolo, pero deben de haber salido —respondió—. ¿Te importa intentarlo de nuevo?
—De acuerdo. —Regresé al vestíbulo y marqué el teléfono de Sentas.
Su esposa respondió.
—¿Diga?
—Señora Sentas, soy Tom Wallace, el vecino de al lado. ¿Está su marido en casa?
—Un momento, por favor —respondió. Dejó el auricular y oí el sonido amortiguado de sus pasos alejándose, mientras llamaba a su marido.
Instantes después, oí la voz de Sentas por el aparato.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—La… hum… la tubería de la pila del cuarto de baño está atascada, señor Sentas —respondí—. Tarda horas y horas en vaciarse.
—¿Su hijo ha tirado algo ahí? —preguntó.
—No lo creo —respondí—. Le estaríamos muy agradecidos si le echara un vistazo… o si pudiera arreglarlo.
—Acabo de llegar a casa —espetó—. Ni siquiera he cenado.
—Bueno… ¿entonces después de cenar? —pregunté—. Nos urge bastante.
En el breve espacio de silencio que prosiguió, casi pude ver la expresión dura e irritada de su rostro.
—De acuerdo; me pasaré por ahí —accedió.
—Gracias —respondí. Pero él ya había colgado.
Entré en la cocina.
—Tan cordial como siempre —comenté—. Es un hombre encantador.
Anne esbozó una pequeña sonrisa.
—Puede que también él haya tenido algún problema —dijo.
—Sí, puede. —Me acerqué a la ventana y miré hacia la calle. Richard y Candy estaban en el jardín de al lado sentados en el cajón de arena de Candy, cavando con cucharas.
—Se lo pasan muy bien juntos, ¿verdad? —dije.
—Hum —fue el silencioso comentario de mi esposa.
—¿Qué significa «hum»?
—Significa que se pelean tanto durante el día que, cuando llegas a casa del trabajo, están demasiado cansados para seguir peleándose.
—¿Richard se pelea?
—Bueno, prefiero utilizar la prerrogativa de mis padres y decir que suele ser culpa de Candy. De hecho, casi siempre lo es. Esa niña no tiene ninguna disciplina.
—Eso no es bueno —dije, observándolos.
—Tom, ¿cuándo quieres hacer la compra? —preguntó Anne, cambiando de tema—. ¿Te va bien esta noche?
—¿Hay mucho que comprar? —pregunté.
—Bastante —respondió—. La semana pasada no fuimos porque me golpeé en la cabeza.
—Es cierto. Bueno… ¿cuánto tiempo queda antes de la cena?
—Estoy haciendo pastel de carne, así que cenaremos dentro de una hora, más o menos.
—Entonces iré ahora. Por cierto, ¿qué tal está tu cabeza?
—Bien.
—Sería divertido que ahora empezaras a leer mentes —dije.
—Hilarante —añadió ella.
Le di unas palmaditas en la espalda mientras pasaba por su lado. Tras sacar el bloc de notas y un lápiz del cajón, regresé a la mesa y me senté.
—¿Qué has hecho con las hojas que escribí? —pregunté.
—Las he guardado en una caja —respondió.
—Se las enseñaremos a nuestros nietos —bromeé.
Anne intentó sonreír. Me di cuenta de que seguía estando triste por su madre, así que no dije nada más.
Cogí el lápiz y dibujé seis pequeños rectángulos que representaban los seis pasillos de la tienda, para ir anotando el nombre de cada uno de los productos que Anne recitara en su pasillo correspondiente. Era una costumbre que había adoptado durante el primer año de nuestro matrimonio. De este modo evitaba tener que desandar mis pasos, y dada la inmensidad de los supermercados de Los Ángeles podía ahorrarme kilómetros y minutos.
—¿Qué tengo que comprar? —pregunté.
—Veamos… Necesitamos azúcar, harina, sal, pimienta.
—Espera. —Escribí los nombres en sus correspondientes lugares—. Continúa.
—Mantequilla. Pan.
Lo anoté.
—¿Algo más?
—Zumo de naranja. Huevos. Beicon.
—Sigue.
—Diversos tipos de sopa. Diversos tipos de cereales. En cuanto lo hube anotado, la miré.
—Sí —dije—. ¿Qué más…?
Me interrumpí de golpe, mirándome la mano. Estaba escribiendo…
Por sí sola.
Estoy seguro de que se me erizó el vello. Me quedé ahí sentado, observando boquiabierto los movimientos del lápiz y lo que estaba escribiendo. Apenas oía lo que Anne me decía.
El lápiz se detuvo.
—¿Hum? —dije con brusquedad, mirando a Anne.
—Te he preguntado si has anotado esto último.
—No, no. Estaba… aún con el anterior.
Anne no había visto lo sucedido.
—Me preguntaste que qué más —protestó.
—Lo sé. Pero… olvidé uno.
—He dicho galletas saladas, mantequilla, galletas y mantequilla de cacahuete.
—De acuerdo —respondí, logrando mantener la voz calmada.
Mientras Anne echaba un vistazo a la alacena para ver qué más necesitábamos, taché rápidamente las palabras que había escrito y, mientras lo hacía, advertí que la letra no era mía. A continuación copié en otra hoja los productos que había nombrado. No le dije nada. Sabía que no debía hacerlo. Ha sido un accidente, me repetía a mí mismo una y otra vez. No ha sido más que un pequeño incidente. No significa nada.
Diez minutos después estaba en el coche dirigiéndome al supermercado, con la mirada fija en la carretera, pensando en las palabras que había escrito. Era incapaz de borrarlas de mi mente.
Soy Helen Driscoll.
Sentas no apareció hasta después de las nueve.
En cuanto terminé de cenar fui al garaje para arreglar el cochecito de Richard, que necesitaba tornillos nuevos y una capa de pintura. Me apetecía tan poco hacerlo que lo había ido dejando durante semanas, pero aquella noche me sentía incapaz de quedarme en casa. Temía que ocurriera algo más.
He dicho que «temía» que ocurriera algo más, pero lo que sentía era ligeramente distinto. No me daba miedo lo que pudiera ocurrirme, sino que temía por Anne. No era necesario tener telepatía ni nada similar para ser consciente del estado de sus nervios. Durante la semana anterior había superado con creces su cuota de sustos. En condiciones normales, la muerte de su madre (a la que estaba muy unida), añadida a la presión de vivir con un hombre que había pasado por lo que yo, habría sido más que suficiente para acabar con el ánimo de cualquiera, por fuerte que fuera. Y el hecho de que todo esto hubiera sucedido durante un periodo de gestación caracterizado por una tensión nerviosa extrema lo hacía cinco veces peor. No podía decirle lo que había escrito en el bloc. Me daba miedo hacerlo.
Mientras pintaba el cochecito, seguí pensando en aquellas palabras.
Era incapaz de imaginar qué significaban. Que hubiera visto a Helen Driscoll era una cosa… Además, Alan me había asegurado que tenía una explicación razonable. Sin embargo, recibir lo que parecía ser un mensaje de ella, escrito con lo que suponía que era su letra, iba más allá de la lógica.
De todos modos, no estaba tan preocupado por mí mismo como por Anne. Por alguna razón (supongo que relacionada con mi visita a Alan) sentía que algo había cambiado en mi interior. La sensación de miedo, de recelo, había desaparecido, pero ahora estaba mucho más preocupado por mi esposa. Esperaba, por su bien, que no hubiera nuevos incidentes, pero los hubo, por supuesto… y no tardaron demasiado en desarrollarse. Cuando tuvo lugar el primero, ella no estaba presente. Doy gracias a Dios por ello.
Faltaban unos diez minutos para las nueve cuando apareció en el garaje para decirme que Richard estaba dormido y que si me importaba echarle un ojo mientras ella iba a casa de Elizabeth para ayudarla a enhebrar una bobina en su máquina de coser. Le dije que no había ningún problema y, después de que se marchara, entré en casa. Estaba anocheciendo.
Me senté en la cocina, con el bloc de notas delante.
Cogí el lápiz y lo giré con indecisión entre mis dedos. Desde que todo esto empezó, me había dado cuenta de que la curiosidad seguía siendo un factor muy importante. Supongo que lo entendéis: no importaba lo que hubiera ocurrido; el interés seguía estando allí. Era inevitable.
Acababa de decidir que intentaría escribir de nuevo cuando oí un golpe en la puerta principal. Di un respingo y dejé el lápiz sobre la mesa con rapidez. Entonces, pensando que seguramente sería Anne que traía algo pesado y no podía abrir la puerta, dejé el lápiz en su pequeño soporte, situado a un lado del bloc, y guardé todo en el cajón.
Era Sentas, que parecía cansado y molesto.
—Hola —lo saludé.
—¿Sigue atascado? —preguntó con brusquedad.
—Sí. —Me hice a un lado para que pudiera entrar. Lo hizo como si fuera un intruso, no el propietario.
Fue directo al cuarto de baño y abrió el grifo. La pila empezó a llenarse de agua; el desagüe era incapaz de tragarla. Sentas dejó el grifo abierto, observando atentamente como aumentaba el nivel. ¿No crees que sería buena idea cerrar el grifo?, pensé. No lo hizo; lo dejó abierto hasta que la pila estuvo llena hasta los topes. Sólo entonces lo cerró.
—Hum —dijo, mirando el agua. Sumergió la mano en ella y acercó uno de sus dedos al desagüe. Hizo una mueca de asco.
—¿Su esposa se ha lavado el cabello recientemente? —preguntó.
—No lo sé.
—Hay un montón de pelo. Por eso está atascado.
—Ya veo. Bueno… ¿qué podemos hacer?
Dejó escapar un fatigado suspiro.
—Ahora mismo nada —respondió.
Has sido tú quien ha llenado a rebosar la maldita pila, pensé, irritado.
—Llamaré… al fontanero por la mañana —añadió, a regañadientes.
—¿No es posible que venga uno ahora? —pregunté.
—No; es demasiado tarde. —Empezó a avanzar hacia el vestíbulo—. Llamaré por la mañana.
Entonces fue cuando ocurrió. Fue más terrible, si cabe, porque sucedió sin previo aviso, porque se desarrolló mientras manteníamos una conversación mundana sobre un desagüe atascado.
—Sentas —oímos.
Sentas se quedó paralizado. Como yo.
—Sentas. Harry Sentas —dijo la voz.
Empecé a temblar.
—Sabes quién soy, Harry Sentas.
Era la voz de mi hijo de dos años.
Y sin embargo, no era su voz. Procedía de sus cuerdas vocales, pero pertenecía a otra persona. ¿Habéis visto alguna vez un espectáculo de marionetas en el que los adultos que las mueven hablan con voz aguda, supuestamente a través de los labios inmóviles de sus títeres? Esto era algo parecido: la voz de un muñeco hablando con el distorsionado falsete del ventrílocuo.
—Sabes quién soy, Harry Sentas. Sabes quién soy.
Sentas cogió aire con dificultad. Su rostro había perdido todo el color. Estaba pálido.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó, con una voz gutural, temblorosa.
Abrí la boca para responder, pero no salió nada por ella.
—Sabes quién soy, Harry Sentas —dijo mi hijo o, mejor dicho, aquella voz—. Me llamo Helen Driscoll.
Sentas y yo dimos un respingo a la vez. Él empezó a avanzar hacia el dormitorio, pero al instante retrocedió, como si estuviera ejecutando algún paso de baile grotesco. Se volvió hacia mí.
—¿Qué tipo de broma es ésta? —preguntó.
—Le juro que… —murmuré.
—Sabes quién soy, Harry Sentas —repitió la voz.
Sentas me miró atentamente durante un prolongado momento. Después, bruscamente, dio media vuelta y cruzó el salón.
—Malditas bromas —espetó—. ¡Arregle usted mismo la pila!
La casa se sacudió con el portazo de la puerta.
Avancé hasta el dormitorio con las piernas entumecidas, hasta llegar junto a la camita de Richard. Le oí murmurar en la oscuridad.
—Regresa —decía, con aquella espeluznante voz de muñeco—. Regresa aquí, Harry Sentas.
Entonces guardó silencio. Un tembloroso suspiro recorrió su cuerpo y volvió a sumirse en un sueño profundo y tranquilo.
•
Estaba sentado en el sofá cuando regresó Anne.
Creo que lo supo en el mismo instante en que me vio.
—No —dijo, con un hilo de voz—. Oh, no.
En su voz había tristeza; una tristeza cansada, rendida.
—Anne, siéntate —le pedí.
—No.
—Cariño, por favor. Tienes que enfrentarte a ello, por tu bien.
Se quedó de pie, temblando, mirándome.
—Siéntate —repetí—. Por favor.
—No.
—Siéntate.
Se acercó y se sentó en el extremo opuesto del sofá, al borde del cojín, como una niña temerosa pero obediente. Cruzó los brazos, aferrándose a los antebrazos con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos.
—Te estoy diciendo esto —empecé— porque… bueno, si ocurre delante de ti y no te he prevenido antes, podrías asustarte.
Se cubrió los ojos con las manos y empezó a llorar.
—Oh… que Dios nos ampare —sollozó—. Creía que había terminado. Creía que todo había terminado.
—Cariño…
Levantó la mirada, con los dientes apretados y una expresión casi enloquecida en el rostro.
—No podré soportarlo mucho más —advirtió, con una voz que sobre todo asustaba por lo tranquila que sonaba—. No podré soportarlo mucho más.
—Anne, quizá…
Me interrumpí, nervioso. Por un instante había estado a punto de sugerirle que fuera con su madre hasta que todo hubiera acabado, pero logré recordar a tiempo que ya no estaba entre nosotros.
—¿Quizá qué? —preguntó.
—Nada. Yo…
—¿Vamos a tener secretos otra vez? —preguntó. Por el sonido de su voz, supe lo cerca que estaba del límite—. ¿Vamos a tener secretitos otra vez?
—Cariño, escucha —supliqué—. Si nos enfrentamos a esto ahora, podremos…
—¡Enfrentamos a ello! —explotó—. ¿Qué te crees que he estado haciendo hasta ahora? ¡He estado viviendo con ello! ¡Agonizando con ello! ¡No puedo soportarlo más!
Me acerqué rápidamente a ella y abracé con fuerza su tembloroso cuerpo.
—Shhh, pequeña —susurré inútilmente—. No te preocupes. Todo irá bien. Ahora es diferente; diferente. Ya no estoy indefenso. —Las palabras parecían fluir por mi boca y, mientras lo hacían, supe que eran ciertas—. Ahora puedo controlarlo, Anne. Sí nos enfrentamos a ello, no podrá hacernos daño. Créeme. Ya no estoy indefenso.
—Pero yo sí —sollozó—. Yo sí.
La sostuve entre mis brazos durante largo tiempo, sin hablar. Y durante ese tiempo tomé una decisión. Una decisión que sabía que era inevitable. Ahora tenía sentido. Lo que le había dicho a Anne era cierto. Estaba seguro de ello. Ya no era una marioneta indefensa.
Ahora podía hacer que las cosas fueran a mi manera.