14

Anne me pidió que fuera a casa de Elsie a buscar unos moldes que le había prestado. Le dije que vale y crucé el salón, esquivando el atizador que seguía en la moqueta. Al salir a la calle vi que Elizabeth se había desplomado en el césped de su jardín. Unos médicos se inclinaban sobre ella. El corazón me dio un vuelco, pero no podía detenerme porque Anne estaba ansiosa por recuperar sus moldes.

Recorrí el callejón hasta llegar al porche trasero de Elsie, donde había una señal en la que ponía: Casa de Elsie. Llamé a la puerta y abrió, vestida con una bata amarilla mojada que se aferraba a su cuerpo. Me invitó a pasar. Le pregunté si podía devolverme los moldes y me dijo que sí. Cuando se encorvó para sacarlos de la alacena, la falda de su bata se deslizó por su pierna derecha y me miró con una sonrisa en la boca. ¿Tommy?, preguntó. Retrocedí, Instantes después se incorporó con los moldes en la mano y me los tendió. En el mismo instante en que los toqué recibí una descarga eléctrica. No podía moverme. Elsie empezó a deslizar sus dedos por mi cabello. Tommy, dijo Tommy. La parte delantera de su bata se abrió. Estaba completamente desnuda. Tommy, imploró. Tommy.

Me aparté y abrí la puerta. Estaba atrancada. Me cogió del brazo. Ven conmigo, Tommy, dijo. Presionó su cuerpo contra el mío y empezó a besarme en la mejilla. Abrí la puerta con todas mis fuerzas y salí. Anne estaba de pie en nuestro porche trasero, mirándonos. ¡Déjame en paz, Tommy!, gritó Elsie, soltando una risita nerviosa. ¡Anne, por el amor de Dios! ¿No te das cuenta de que no he hecho nada?, grité. Anne retrocedió y, al llegar a la puerta de la cocina nos dio la espalda. ¡Anne!, la llamé. ¡Aléjate de mí!, me gritó ella.

Giré sobre mis talones y le pegué un bofetón a Elsie, que cayó al suelo de la cocina con un grito de sorpresa. ¡Te mataré!, aulló. Di media vuelta y corrí por el callejón. Giré a la izquierda al llegar a la calle y empecé a correr hacia la avenida. Dorothy pasó por mi lado y le pregunté que adonde se creía que iba. A hacer de canguro para Elsie, respondió con tristeza. Mantente bien lejos de nuestra casa, le advertí. Vete al infierno, espetó ella.

Seguí corriendo. Al otro lado de la calle vi que Frank detenía su coche y ayudaba a salir a una diminuta pelirroja. He invitado a comer a mi jefe, me dijo con una sonrisa. ¡Serás animal!, le grité. Frank rió con disimulo. La pelirroja y él pasaron junto a Elizabeth, que se retorcía sobre el césped, gritando de dolor.

Ahora estaba corriendo como un loco. Las casas se precipitaban a mi lado. Al llegar a la avenida encontré unas vías férreas. Qué extraño, pensé. Nunca me había dado cuenta de que el tren pasaba por aquí. Empecé a correr por ellas, boqueando para coger aire. A lo lejos vi unas luces que centelleaban en la noche como novas. Qué será eso, pensé. Aceleré mis pasos. Advertí que había perdido los moldes y pensé que Anne se enfadaría conmigo, pero entonces recordé lo sucedido con Elsie y supe que, de todas formas, Anne no volvería a hablarme.

Seguí corriendo. Me pregunto qué estará sucediendo allí, pensé. Había una gran actividad: luces, hombres trabajando y corriendo de aquí para allá, ruido de sirenas.

De repente me detuve sobre mis pasos, horrorizado, y contemplé la espeluznante escena. Toda ella me rodeaba. Un tren se había convertido en una inmensa confusión de escombros. La locomotora había descarrilado y yacía sobre un costado; las ruedas aún giraban lentamente y el vapor escapaba siseando, como el aliento de un animal agónico congelándose durante la gélida noche. No podía moverme. Observé la catástrofe. Los camilleros corrían de un lado a otro, entre las ambulancias y los cuerpos que se diseminaban por la zona. Vi una cabeza sobre la gravilla. Sólo una cabeza. Era incapaz de apartar los ojos de ella.

Apártese, por favor, oí que me decía una voz. Al girarme vi un policía que estaba guiando a unos médicos. Dios mío, ¿qué ha sucedido?, pregunté. Un descarrilamiento, fue su respuesta.

Volví a mirar los escombros. Ahora podía ver qué había ocurrido: la locomotora había chocado contra algún objeto en la vía y había descarrilado, dando rienda suelta a su fuerza destructora durante unos veinte metros de tierra antes de volcar sobre su lado derecho y abalanzarse sobre el resto de los vagones. Después de rastrillarlos, se había deslizado chirriando y dando tumbos sobre la gravilla, hasta que su propio peso la había detenido y los vagones más ligeros que tenía detrás, movidos por inercia, se habían plegado como un dentado y sangriento acordeón.

¡Oh, no!, exclamé. ¡Oh, Dios mío, no!

Me incorporé. La oscuridad presionaba fríamente mis ojos. Oí a Anne a mi lado, respirando profundamente dormida.

Ignoro por qué lo hice. Sólo sé que el sueño seguía aferrándose con fuerza a mi mente, así que me levanté y avancé tambaleante hasta la cocina. Encendí la luz y abrí un cajón de la alacena, del que saqué un bolígrafo y un bloc de notas de Anne y los llevé a la mesa. Entonces me senté y anoté con todo lujo de detalles lo que recordaba de aquel sueño. Llené una página y media de frases breves y cortadas como: Tren descarrila. Se desliza sobre la gravilla. Vuelca. Personas caen por las ventanas. Mueren aplastadas.

Me llevó unos cinco minutos garabatear todo el sueño. Cuando terminé, me quedé ahí sentado, con languidez, mirando lo que había escrito. Después dejé el bolígrafo, me levanté y regresé al dormitorio, sin cuestionarme siquiera porque no había visto a Helen Driscoll. Me acosté junto a Anne y cerré los ojos. Durante unos instantes me pregunté por qué había soñado aquello y por qué me había molestado en escribirlo, pero me quedé dormido sin tener una respuesta.

El despertador sonó a las seis cuarenta de la mañana siguiente.

Abrí los ojos e hice una mueca de dolor. Me dolía la cabeza y tenía el estómago revuelto. Gruñí.

Anne detuvo la alarma del despertador y se volvió hacia mí.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—No me encuentro bien —respondí. El dolor llegaba a oleadas a mi cabeza. Eran tan intensas que necesitaba prepararme para recibirlas y tenía que mantenerme completamente inmóvil. Cada vez que Anne se movía sobre el colchón, me provocaba punzadas adicionales de dolor.

—¿Qué te ocurre? —preguntó.

—Me duele el estómago y la cabeza.

—Lo mismo de siempre —comentó, mirándome con preocupación.

No respondí. Mantuve los ojos cerrados.

—¿Quieres… que llame al médico? —me preguntó.

—No, no. Estoy bien. Sólo… llama a la oficina y di que no podré… —jadeé cuando un calambre azotó mi estómago. Me volví sobre un costado y levanté las piernas.

—Cariño, ¿estás bien?

El calambre cesó.

—Estoy bien —murmuré—. Pero… me quedaré un rato más en la cama.

—Llamaré a la oficina.

Me acosté sobre la espalda mientras ella iba al vestíbulo a telefonear. Contemplé el techo, pensando que no eran sólo los sobresaltos y el hecho de esperarlos lo que podía acabar conmigo: también podían conseguirlo los efectos secundarios, que cada vez eran más intensos. Me sentía enfermo y exhausto, como si algún vampiro invisible hubiera estado chupándome el cuello durante toda la noche, hasta dejarme sin sangre y sin vida.

—Supongo… que no te apetecerá desayunar —dijo Anne. Estaba de vuelta, en el umbral.

—No, gracias.

Se acercó y se sentó junto a mí. Empezó a acariciarme el cabello, pero incluso la suave presión de sus dedos acentuaba el dolor. Apartó la mano con una mueca.

—Lo siento —dijo.

—No pasa nada.

Tragó saliva.

—¿Quieres que te traiga una aspirina? —preguntó.

—Sí, por favor —respondí, aunque sabía que lo único que necesitaba era descansar.

—Tom, ¿has…? —empezó a decir, pero entonces vaciló y se interrumpió.

Sabía que creía que había vuelto a ver a aquella mujer mientras dormía y que, de alguna forma, eso había causado mi malestar.

—No. No la he visto —respondí, sin siquiera esperar a que acabara la frase. ¿Para qué esconderlo a estas alturas?, pensé.

—Ya.

Permaneció sentada a mi lado un rato, como si quisiera hacerme más preguntas. Después se levantó, me trajo una aspirina y abandonó la habitación, cerrando suavemente la puerta a sus espaldas.

Me quedé tumbado en la cama, intentando dormir pero siendo incapaz de hacerlo, oyendo conversar a Richard y a Anne en el dormitorio de al lado. En un momento dado, la puerta se abrió y Richard asomó su carita con un alegre: «¡Hola, papi!», pero Anne se lo llevó, diciéndole que papá no se encontraba bien.

—¿Ta malito? —estaba preguntando Richard cuando la puerta se cerró. Sonreí para mis adentros, pero me dolió. Tenía que permanecer completamente inmóvil para mantener a raya el dolor.

Intenté dormir pero no pude. No paraba de repetirme a mí mismo que debía hacer algo. Anne tenía razón. Debía hacer algo. Tenía que haber una respuesta. Puede que mi amigo Alan Porter pudiera ayudarme. No sabía cómo podría hacerlo… pero esto no podía continuar de forma indefinida. Los inconvenientes de mi nuevo don empezaban a superar sus dudosas ventajas.

Anne regresó diez minutos después de haber abandonado la habitación.

Estaba pálida.

Se detuvo junto a la cama, mirándome fijamente. Era la misma mirada que me había dedicado la mañana que murió su madre.

Empecé a preguntarle qué ocurría, pero me interrumpí. No necesitaba ningún puente. De pronto, ya no había ninguna necesidad de explicaciones. Sólo tenía que mirar la expresión de su rostro y el bloc de notas que sostenía en la mano.

—Lo… has oído en la radio —dije, con voz grave. Anne era incapaz de hablar—. ¿Verdad? —Levanté una ceja e hice una mueca de dolor. Ella siguió mirándome fijamente—. ¿Verdad, Anne?

Ella asintió. Lentamente.

—Oh, Dios mío. —Apoyé la cabeza en la almohada y la miré. Mi pecho subía y bajaba con un movimiento espasmódico—. ¿Cuándo ocurrió?

—Anoche.

—Oh —fue lo único que pude decir.

—¿Cuándo escribiste esto? —preguntó, en voz baja.

—Anoche —respondí—. Lo soñé. Entonces… desperté y lo anoté. No sé por qué lo hice. Yo…

Anne se sentó lentamente sobre la cama. Parecía sobrecogida. Sus ojos se posaron en el bloc de notas y después en mí. Movía los labios pero, al parecer, era incapaz de encontrar las palabras correctas.

—Puede que ahora me creas —recuerdo haber dicho.

Respiró hondo, temblando.

—No lo sé —murmuró. Volvió a mirar el bloc—. Esto, esto…

Nos quedamos sentados en silencio, Anne mirando las notas y yo mirándola a ella. No había nada que decir. Todo estaba allí, en la superficie, donde podía verse fácilmente.

Poco después se levantó y salió del dormitorio. Oí que salía a la calle. Minutos después estaba de vuelta. Cuando regresó a la habitación, supe que había ido a casa de Elsie a pedirle el Mirror-News.

Pasamos la media hora siguiente comparando lo que yo había escrito con lo que aparecía en el periódico.

Tren descarrila, había escrito. «Según el bombero Maxwell Taylor», rezaba el diario, «un obstáculo en su camino hizo que la locomotora se saliera de la vía».

Focos. Ambulancias. Camilleros, había escrito. El periódico informaba: «La escena era una pesadilla iluminada por focos deslumbrantes. Los camilleros corrían de un lado a otro, entre sus ambulancias y las víctimas que se diseminaban por un área de cien metros cuadrados.

Cabeza en el suelo, había escrito. El columnista Paul Coates explicaba: «Vi una cabeza en el suelo. Sólo una cabeza, sin cuerpo. Un médico la cubrió con una manta.

Me apoyé sobre la almohada y miré a Anne. Mis manos temblaban débilmente sobre las sábanas.

Ella sacudió la cabeza.

—No… no lo sé —dijo—. Simplemente, no sé qué decir.

Miró la primera página del periódico, con su deslumbrante y terrible titular: 47 MUERTOS EN DESCARRILAMIENTO DE TREN. Era la fotografía que podría haber tomado durante mi sueño.

—No lo sé —repitió—. No lo sé.

Dormí la mayor parte del día. Fue un sueño pesado, narcotizado, durante el que mi cuerpo recuperó la energía que me había sido arrebatada.

Me levanté sobre las tres de la tarde. Anne estaba en la cocina, pelando judías. Mientras cruzaba el salón vi que Richard y Candy estaban jugando en el patio de atrás. Habían encontrado un gatito y gritaban alborozados mientras el animal perseguía su cola. Esbocé una débil sonrisa y entré en la cocina.

Anne levantó la mirada. Me senté enfrente de ella.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó.

—Sí.

—Bien. ¿Tienes hambre?

—No mucha, pero me apetece un poco de café.

Me sirvió una taza. Yo me quedé sentado, bebiendo sorbos, mientras ella seguía pelando las judías.

—¿Se lo has contado a alguien? —pregunté.

Emitió un sonido que para cualquiera, excepto para mí, podría haber parecido de diversión.

—¿A quién podría contárselo? —preguntó—. ¿A Elsie? ¿A Elizabeth?

—No lo sé.

—No tengo intenciones de hablar de esto con nadie —añadió.

—No —dije—. Por supuesto que no.

Dejó el cuchillo sobre la mesa.

—Tom —dijo con firmeza.

—¿Qué?

—¿Qué más ocurrió?

—¿Cuándo?

—Mientras estuve en Santa Bárbara —respondió—. Y antes de eso. —Observó la expresión de mi rostro y añadió—: No voy a decirte nada, Tom. Yo… tengo que creerte. Después de lo que ha ocurrido esta mañana…

—Estás diciendo que ya no crees que…

—¿Cómo podría creerlo? —me interrumpió.

De modo que le hablé de Helen Driscoll, del peine de Elizabeth, del atizador y de Elsie… pero sin incluir el sueño. Se lo conté todo en un abrir y cerrar de ojos.

En cuanto hube terminado, me miró unos instantes. Entonces, con un suspiro, recogió el cuchillo y siguió pelando las judías.

—¿Y… crees todo eso? —preguntó, sin mirarme.

—¿Tú no?

Vi que su garganta se movía.

—No me hagas esa pregunta —respondió—. No quiero pensar en ello, y si tienes alguna idea de lo que va a sucederme, tampoco quiero que me lo cuentes.

—No lo haré.

Levantó la mirada.

—¿Eso significa que la tienes? —preguntó, con un hilo de voz.

Sacudí la cabeza.

—No.

Prosiguió con su tarea.

—¿Hasta cuándo? —preguntó—. ¿Cuándo empezarás a saber cosas sobre mí?

—Cariño…

Volvió a soltar el cuchillo.

—Tom, ¿qué vas a hacer? —preguntó—. ¿Vas a permitir que siga adelante, sin hacer nada?

Fui incapaz de mirarla. No tenía respuesta para su pregunta.

—Te dije que no permitiría que te hiciera daño —dije.

—Qué divertido —murmuró.

Me levanté y dejé la taza en el fregadero.

—Haré algo, pronto —dije—. No sé el qué… pero lo haré. Te lo prometo.

Se encogió de hombros y supe que no me creía.

—¿Puedes devolverle el periódico a Elsie? —preguntó.

—De acuerdo.

Abandoné la cocina y, tras entrar en el salón, recogí el periódico del sofá y lo doblé. Ya estaba en el porche cuando Anne me llamó. Me acerqué a la ventana y le pregunté qué quería.

—¿Podrías pedirle los moldes que le presté?

Le dije que sí sin pensarlo pero, al instante, mi cuerpo se quedó rígido. Me costaba respirar y era incapaz de moverme. ¿Cómo era posible que unas palabras tan simples pudieran provocar ese efecto? Pedirle los moldes que le había prestado. Eran tan simples que incluso resultaban absurdas… y, sin embargo, me hicieron sentir como si estuviera descendiendo por un pozo de locura en el que no sólo los objetos mundanos que me rodeaban eran fuentes de horror, sino también las palabras más corrientes pronunciadas por personas conocidas.

Estuve a punto de volver a entrar en casa, decirle a Anne que me encontraba mal y preguntarle si le importaba ir a buscar los moldes… pero sabía que con mi mentira sólo conseguiría iniciar una nueva espiral de recelo y miedo, así que di media vuelta, rodeé la casa y empecé a alejarme por el callejón que discurría junto al hogar del Elsie, con la carne de gallina.

El sueño se repetía una vez más: última hora de la tarde; el cielo nublado; yo subiendo los escalones del porche y llamando a la puerta. Casi esperaba encontrar la señal en la que ponía Casa de Elsie.

Cuando abrió la puerta, la bata amarilla se aferraba a su cuerpo, pero no estaba mojada. Ésa era la única diferencia.

—Hola —saludó.

—Te traigo el periódico —dije, como un autómata. Tenía la impresión de que aquella voz no me pertenecía.

—Oh, gracias. —Lo cogió.

Me quedé ahí de pie.

—¿Algo más?

—¿Tienes…? —Tragué saliva con dificultad—. ¿Tienes nuestros moldes?

—Oh, sí —respondió, dando media vuelta.

Miré automáticamente hacia el armario inferior… y sentí que el vello se me erizaba al ver que se inclinaba y abría la puerta.

Cuando la bata se deslizó por su pierna derecha, retrocedí sin darme cuenta. Elsie soltó una risita mientras intentaba taparse, pero la bata resbaló una vez más.

—Bueno —dijo.

Con un escalofrío, abrí la puerta y salí de aquella casa.

—¿Adonde vas? —la oí decir a mis espaldas. Bajé los escalones del porche de un salto, corrí hasta el callejón, entré en el jardín, dejé atrás el garaje y doblé la esquina de nuestra casa. Sólo entonces me detuve y me apoyé en la pared. Estaba temblando con fuerza. La realidad y el sueño parecían discurrir al unísono. Era incapaz de distinguir el uno del otro. Si Helen Driscoll hubiera salido en ese momento del salón, me habría asustado pero no me habría sorprendido. Si hubiera visto a Elizabeth tumbada en el césped rodeada de médicos, me habría parecido aterrador pero no increíble. Cada vez me costaba más respirar. Sentía que mi mente estaba aproximándose a algún tipo de clímax.

De pronto, por alguna razón, recordé los moldes. Estaba preocupado. No podía regresar sin ellos. Anne me preguntaría por qué no los había traído y no podría explicarle el motivo. Tenía que regresar con algún molde, pensé. Con cualquier molde.

Me aparté de la pared y empecé a correr por el jardín. Miré hacia atrás y vi a Elsie en el porche posterior, mirándome de forma extraña. Empezó a decir algo, pero yo corrí más rápido y crucé la calle. Subí a la acera y crucé a todo correr el jardín de Frank y Elizabeth. Subí de un salto los escalones del porche.

Y me quedé paralizado.

Frank yacía en el suelo del comedor, formando un confuso montón. La sangre salía a borbotones por la parte delantera de su camisa blanca.

—¡Frank!

Entré como una exhalación, gritando su nombre por segunda vez.

Entonces se sucedió una confusión de acciones. Yo estaba de pie en el umbral, observando boquiabierto el suelo vacío, Elizabeth salió corriendo de la cocina, con una tensa expresión de alarma. Frank salió corriendo del dormitorio, diciendo: «¿Qué diablos…?».

Me quedé ahí de pie, aturdido.

—Oh, no —murmuré—. Oh, no.

¡Te estás volviendo loco! Estas palabras se aferraron a mi mente.

—¿Qué diablos ocurre? —preguntó Frank. Ambos me miraron sorprendidos. Sentí que la habitación empezaba a dar vueltas a mi alrededor.

—¡No! —recuerdo haber gritado.

Entonces, todo se volvió negro.