13

Me recosté en la silla. Las manos me temblaban sobre el regazo.

—Supongo que te estarás preguntando por qué quiero saberlo —dije, intentando controlar la excitación de mi voz.

—Bueno, yo… —Elizabeth parecía estar algo asustada de mí.

—Encontré una fotografía en uno de los cajones de casa y quería saber si sería de la anterior inquilina —expliqué.

—Ah. —Creo que me creyó. En cualquier caso, el aura de recelo pareció desvanecerse de su mente.

Seguimos conversando sobre temas triviales. En cuanto terminé el café y me levanté para irme, Elizabeth me preguntó por su peine.

—¡Oh… Dios mío! —exclamé—. ¿Todavía lo tenemos en casa?

Ella sonrió.

—No importa.

—Ahora mismo voy a buscarlo.

—Oh, no. Puedo…

—Por supuesto que no. Ahora mismo te lo traigo. Ya has esperado demasiado. —Abrí la puerta—. Enseguida vuelvo.

—De acuerdo.

En cuanto la puerta se cerró a mis espaldas, toda la excitación que sentía se desbordó. Tenía los puños cerrados con fuerza, el aliento me asfixiaba. ¡Aquella mujer era Helen Driscoll! Puede que eso no demostrara que había vida después de la muerte, pero sí que demostraba algo que para mí era igual de emocionante: que Helen Driscoll todavía quería estar en esa casa y que, aun estando a cinco mil kilómetros de distancia, transmitía ese deseo con tanta fuerza que podía verla en mi salón.

Deseaba que Anne regresara para poder explicárselo, para que supiera qué estaba ocurriendo y dejara de preocuparse por mi estado mental. Ya no estaba molesto por su actitud; tenía que reconocer que, dadas las circunstancias, era la más normal del mundo. Sin embargo, dichas circunstancias quedaban fuera de su comprensión. Durante unos instantes tuve la certeza de que no me creería… pero entonces me di cuenta de que sí que lo haría. Elizabeth era mi testigo.

Yo no había visto a Helen Driscoll en mi vida… y sin embargo, aquel vestido había existido.

Eso era lo que estaba pensando cuando entré en la cocina. El peine estaba en la repisa de la ventana, encima del fregadero. Fui hasta allí y lo cogí.

—¡Ay!

Fue un grito breve y jadeante. El grito de un hombre que ha tocado algo vivo cuando menos lo esperaba.

En el mismo instante en que mi mano se cerró alrededor del peine, sentí un repentino e intenso hormigueo en los dedos, como si hubiera tocado un cable desnudo. Retrocedí y el peine cayó en el fregadero.

Me quedé allí de pie, temblando, contemplándolo en silencio. Ignoro la expresión que se había dibujado en mi rostro, pero supongo que era de miedo y estupefacción. Estupefacto era como me sentía… y estaba aterrado por algo demasiado rápido para identificarlo pero demasiado poderoso para ignorarlo.

Bajé la mano con cautela, pero al instante retiré los dedos, como si el peine fuera algo letal. Tenía la garganta seca. Tragué saliva con dificultad y seguí mirándolo. Cualquier pensamiento sobre Helen Driscoll desapareció de mi mente. Ahora, un nuevo elemento había entrado en ella, arrasando con todo.

Me quedé ahí parado un par de minutos, mirando el peine, mientras mi mente se esforzaba en encontrar alguna lógica a la situación. Era imposible. Imagina que sales de casa una mañana para ir al trabajo y que de repente, al doblar una esquina, te encuentras con un dragón de siete cabezas. Imagina que intentas racionalizar, asimilar o incluso comprender lo que estás viendo, aunque al mismo tiempo eres consciente de que sigues siendo tú, yendo al trabajo una mañana normal y corriente.

En la mente no existe ningún canal de aceptación para la aparición repentina de algo inusual, y ésa es la razón por la que me quedé mirando el peine, sin ser capaz de moverme; ésa es la razón por la que bajé la mano más de una decena de veces para tocarlo, pero fui incapaz de hacerlo; ésa es la razón por la que mi mente parecía incompetente.

Finalmente saqué un cuchillo del cajón de la alacena lo acerque al fregadero y empujé el peine con él. Nada. Volví a tocarlo. No sentí nada. Mire de reojo el peine, incapaz de comprender lo sucedido.

Entonces, dejé a un lado el cuchillo y volví a coger el peine.

En esta ocasión no fue tan violento, pero seguía allí. Mientras lo levantaba, alarmado y sintiéndome indefenso, la habitación pareció teñirse de negro y el frío me envolvió.

Muerte. El concepto era inconfundible.

Dejé caer de nuevo el peine y me quedé ahí, temblando, mirándolo. En el suelo, parecía bastante inofensivo.

No podía dejar de temblar. De nuevo, era terriblemente consciente de la incertidumbre, de la falta de control de mi percepción. Siempre sucedía cuando menos lo esperaba. Recordé el experimento que realizaban los psicólogos para hacer enloquecer a los perros: cuando menos lo esperaba el animal, normalmente cuando se estaba inclinando sobre su cuenco para comer, alguien tocaba una enorme gaita, cuyos elevados y vibrantes tonos lo enervaban. Si esta acción se repetía unas decenas de veces, el perro se volvía loco y degeneraba en una forma crispada y babosa de su antiguo ego.

Yo me sentía igual… pero con la terrible dimensión añadida de que era consciente de lo que ocurría. Sabía que, en ocasiones, cuando no estaba preparado para ello, cuando estaba emocionalmente desequilibrado, estas cosas podían ocurrir… y sacudirme con fuerza. Si continuaban durante el tiempo suficiente, yo también acabaría convirtiéndome en una lastimosa criatura, crispada y recelosa.

En un abrir y cerrar de ojos, guardé el peine en un sobre y se lo llevé de vuelta a Elizabeth.

Sólo cuando estuve de nuevo en su cocina y se lo devolví, pensé en la terrible conexión: cuando la palabra Muerte había aparecido de forma tan clara en mi mente, tenía su peine en mis manos.

El día fue una agonía.

La euforia que me había invadido al averiguar quién era aquella mujer no había durado demasiado. Permanecí sentado en el salón durante la mayor parte del día, esperando a que ocurriera algo más, pero eso no fue de gran ayuda. Los sustos pueden acabar con un hombre, pero también el hecho de no saber de dónde proceden.

A última hora de la tarde tenía los nervios destrozados. El grito de un niño en la calle hacía que mis músculos se tensaran; el claxon de un coche hacía que gritara sobresaltado; el matraqueo de una persiana movida por la brisa me hacía volver la cabeza tan deprisa que cientos de agujas de dolor se clavaban en mi cuello. Cuando sonó el teléfono, aproximadamente a las cinco, la taza de café que estaba bebiendo escapó de mis manos como si tuviera vida propia y rodó por la moqueta del salón, esparciendo su contenido.

Temblando, me levanté y contesté al teléfono. Era Anne. Me dijo que el funeral había terminado y que iba a regresar a casa de su padre para ver a algunos parientes. Se podría en marcha a las ocho. Le dije que bueno.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí —respondí—. Estoy bien.

Después de colgar, cogí una cerveza con la esperanza de relajar la tensión y los nervios. Anne tiene razón, pensé mientras recogía los fragmentos de la taza que había roto y limpiaba la mancha que había dejado el café en la moqueta. Tiene razón. Debería ir a ver a Alan Porter. Probablemente lo haría, en algún momento de la semana siguiente. ¿Pero cómo iba a poder ayudarme? Yo sabía que no estaba loco; lo único que ocurría era que no sabía cómo controlar mi percepción. ¿Qué podría hacer aquel hombre para poner fin a mi problema? Yo era un radiorreceptor abierto a todas las bandas y carente de modulador. No había ninguna mano que controlara las manijas ni ningún ojo observador que me alertara cuando entraba algún mensaje. Todo era ciego… y por lo tanto, aterrador.

La verdad es que, antes de colgar, ya había marcado la mitad del número del teléfono de Alan. Sabía que no podía hacer nada por mí. Él se ocupaba de las aberraciones mentales. Yo no era el tipo de caso que pudiera tratar.

Por alguna razón, ya fuera debido al tiempo o a mí, lo que había sido un día caluroso se convirtió en una fría tarde. Al atardecer me puse un jersey pero seguía teniendo frío, así que decidí encender la chimenea.

Tras coger algunos leños y dejarlos en el hogar, fui a buscar algunas astillas para prenderlas. Debían de ser las ocho cuando encendí el fuego. Estaba oscureciendo y las nubes, coloradas por el sol, empezaban a teñir el cielo de púrpura.

Me senté en el sofá, contemplando las pequeñas llamas y pensando en Elizabeth.

Intenté convencerme a mí mismo de que había sido obra de mi imaginación pero, a estas alturas, ese tipo de defensa resultaba inútil. Sabía que no eran imaginaciones. Habían ocurrido demasiadas cosas para que pudiera tener alguna duda. El poder que había en mí me aterraba, pero no podía negar su existencia.

Pero Elizabeth… la pobre y serena de Elizabeth. ¿Cómo podía quedarme ahí sentado, sabiendo lo que sabía? Conocía la maldición del profeta, la agonía de lo que había visto. ¿Cómo era posible que, siglos atrás, alguien como Nostradamus fuera capaz de soportar el aplastante horror de creer lo que sabía?

¿Y cómo era posible que Elizabeth fuera a morir? Me negaba a creerlo.

La respuesta llegó casi a la vez que la pregunta. En el parto. Era muy delgada y tenía la cadera estrecha. Era su primer hijo. Y por lo que sabía, había un largo historial de embarazos infructuosos en su familia.

Me mordí el labio. Pensar en ello me hacía sentir miserable. ¿Qué era aquello que había dicho Anne? Lo único que quiere es un hijo. Era una verdad demasiado terrible. Eso era lo único que le permitía seguir adelante. Lo sabía con certeza. Eso era lo único que le permitía soportar los crueles abusos de Frank, sus rabietas y su falta de atención.

Y Elizabeth moriría sin llegar a conocer a su hijo.

Permanecí sentado en el silencioso salón, contemplando el fuego a través de una gelatinosa neblina de lágrimas, llorando por Elizabeth y por mí mismo porque los dos necesitábamos ayuda y no teníamos a nadie a quien recurrir.

Entonces, mientras estaba allí sentado, el fuego empezó a apagarse y la habitación se oscureció. Me levanté, me arrodillé delante de la chimenea para mover los leños y cogí el atizador.

¡Otra vez!

En esta ocasión fue un grito de agonía lo que desgarró mis labios. El atizador cayó de mis manos y rebotó por la moqueta.

—¡No! —recuerdo haber gritado—. ¡No, no, no, no!

La furia y el horror me hicieron enloquecer. Deseaba envolverme en un caparazón y olvidarme del mundo, que sólo era una selva de trampas. Todos los lugares se convertían en una amenaza; todo aquello que tocaba se impregnaba de terrible vida.

Pasó largo tiempo antes de que fuera capaz incluso de levantarme. Me acuclillé en el suelo, con la cabeza casi entre las piernas, temblando como un poseso y sintiendo el estómago sumamente revuelto. Tenía unas náuseas tan terribles que estaba seguro de que iba a vomitar de un momento a otro, pero incluso eso habría sido un alivio. El tiempo se había detenido y yo me había quedado congelado con él, solo, indefenso y enfermo.

Por fin, creo que horas después, todo pasó. Me levanté temblando y avancé dando bandazos hasta el sofá. Me dejé caer en él y encendí una lámpara y luego otra. El fuego se había apagado. Lo contemplé unos instantes, antes de que mis ojos se desviaran hacia el atizador, como si algo les hubiera llamado la atención. Era negro, de hierro, tenía un mango en forma de espiral y el extremo había sido doblado, por una máquina o un hombre, para que formara un ángulo recto. Eso era todo. No era más que un objeto sencillo y funcional que no resultaba ninguna amenaza para la vista… y sin embargo, para mí, aquel atizador poseía todos los elementos de una pesadilla. Y me sentía tan incapaz de tocarlo de nuevo como de volar.

Cuando Anne llegó a casa, me encontró en la cocina. Llevaba dos horas allí, pues temía regresar al salón a pesar de que había encendido todas las luces. Estaba sentado, bebiendo cerveza y mirando fijamente las mismas tiras cómicas del periódico del domingo, sin extraer de ellas ni un ápice de sentido ni de humor.

Cuando entró, di un ligero respingo y moví bruscamente la cabeza, supongo que con una expresión de terror en el rostro. Por desgracia, Anne pudo ver esa expresión antes de que me diera tiempo a reemplazarla por una de bienvenida.

Y estoy seguro de que también sintió que estaba temblando cuando la envolví entre mis brazos y la besé.

—Hola, cariño —dijo con voz amable.

—Me alegro de que estés aquí. —Me costó un gran esfuerzo hablar.

Respiré hondo y le sonreí.

—¿Dónde está Richard?

Señaló hacia la puerta con la cabeza.

—Se ha quedado dormido en el asiento de atrás —respondió—. No quería cogerlo en brazos por el embarazo, ya sabes.

—Por supuesto —sonreí nervioso—. Iré a por él.

—De acuerdo.

Casi me alegré de poder escapar de su campo visual. Salí a la calle y abrí la puerta trasera del Ford. Richard tenía la piel cálida y las mejillas rosadas. Bajo la manta sólo asomaba su carita. Durante unos instantes me quedé mirándolo, sintiendo una oleada de amor. Me incliné y le besé en la mejilla. Él suspiró y su manita se removió en la manta.

—Te quiero, hijo mío —recuerdo haber susurrado, como si fuera un hombre condenado que veía por última vez a su adorado hijo.

Mientras entraba en casa, con Richard en brazos, vi que Anne estaba de pie junto a la chimenea, con el atizador en las manos. Me miró, forzando una sonrisa.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, intentando usar un tono despreocupado.

Tragué saliva.

—Yo… encendí la chimenea —dije—. Se me cayó el atizador y no me molesté en recogerlo. Ah, y esa mancha se debe a que se me ha caído un poco de café.

—Ah. —Dejó el atizador en su sitio mientras yo salía de la habitación. Percibí la nerviosa desconfianza que irradiaban tanto su voz como su mente.

Cuando regresé, estaba sentada en el sofá. Me sonrió y dio unas palmaditas en el cojín que había a su lado.

—Ven a sentarte conmigo —dijo.

Estaba tensa. Sabía exactamente cómo se sentía. No podía hablarle de Helen ni de Elizabeth ni del atizador.

Me senté junto a ella. Era consciente de que se había alzado un muro entre nosotros, pero me alegraba de que hubiera regresado; su amor, su calidez, la vuelta a la normalidad.

—Cuéntame qué tal ha ido el… —empecé a decir, con la esperanza de evitar que habláramos de mí.

—Ha sido lo de siempre —respondió.

Me di cuenta de lo mucho que había llorado, pues la piel que había alrededor de sus ojos estaba hinchada. Le pasé el brazo alrededor del cuello y ella apoyó la cabeza en mi pecho. Por un momento, nuestros roles se invirtieron: yo me convertí en el consolador.

—¿Fue terrible? —pregunté.

Tragó saliva.

—Bastante malo. Sobre todo después, cuando nos reunimos todos los parientes. Algunas personas están tan… jodidamente contentas después de un funeral.

—Lo sé —respondí—. Lo sé. Es una reacción habitual.

Permanecimos un momento en silencio.

—¿Qué tal está tu padre? —pregunté.

—Está bien. Va… va a quedarse con mi tío John un mes o así. Creo que se irán a pescar unas semanas.

—Oh. Eso está… bien. —Busqué una palabra neutra, como nuestra conversación.

Silencio de nuevo. No intenté romperlo, aunque era consciente de que, tarde o temprano, tendría que hablar con ella de ese tema.

—Tom —dijo, por fin.

—¿Sí?

Sabía qué iba a decir, pero le daba miedo hacerme enfadar o herirme con las palabras equivocadas. Me di cuenta de que tenía que ayudarla.

—¿Estás preocupada por mi cordura, verdad? —pregunté.

La pregunta la cogió desprevenida. Oí que tragaba saliva.

—Eso suena bastante… brusco —dijo.

—¿Y por qué tendría que sonar de otra forma? —Apreté los labios, enfadado conmigo mismo por estar siendo tan duro con ella.

—Tom, yo…

—No pasa nada —dije—. Sé que eso era lo que sentías anoche. Entonces me indigné, pero ya no estoy enfadado. Supongo que era inevitable que te sintieras así.

Por un instante pensé en utilizar a Helen Driscoll como una prueba a mi favor, pero me di cuenta de que el hecho de que la mencionara en ese momento sólo empeoraría las cosas.

—¿Qué quieres que haga? —pregunté—. Antes de que me lo digas, quiero que sepas que estoy completamente seguro de mi salud mental. Sé que, en teoría, ésa es una de las señales más obvias de la locura pero… bueno, es así. Por lo que a mí respecta, estoy tan cuerdo como tú. Simplemente poseo una habilidad que se desencadenó de alguna forma que ignoro. Yo…

Me detuve, sabiendo que si continuaba, empezaría a citar ejemplos y se me escaparía lo que había ocurrido ese día y el anterior. No quería que eso ocurriera; no en estas circunstancias.

—Bueno, no me dejas mucho que decir —dijo. Era evidente lo mucho que le incomodaba esta situación.

—Pues yo no sé qué más puedo decir.

La oí tragar saliva.

—Tom… —Respiró hondo—. Tom, esta noche, cuando llegué, me miraste como si…

—Lo sé, lo sé —la interrumpí—. Estaba nervioso. Eso es todo. Puede que esté estresado.

—No, hay algo más —replicó—. Los sueños, lo que ocurrió la otra noche con la canguro, el… atizador. No sé por qué no lo recogiste, pero estoy segura de que no fue porque no te apetecía.

—Por supuesto que sí —respondí. No se me da demasiado bien mentir.

Anne vaciló.

—¿Harías algo por mí? —preguntó, por fin.

—¿Qué?

—Prométeme que lo harás.

—Cariño, antes tengo que saber de qué…

—Está bien, está bien —me interrumpió—. ¿Escribirás a tu familia y…?

—¿… les preguntaré si hay algún loco en ella?

Intenté que mi voz sonara divertida, pero sólo conseguí que fuera airada.

—Tom, estás siendo injusto. No he sido yo quien ha comenzado todo esto. ¿No lo entiendes? Llevo encima un hijo tuyo… y eso ya es bastante duro. No puedo soportar lo que está ocurriendo. Necesito encontrarle una explicación.

—Está bien. Lo siento.

—En cierta ocasión me contaste algo sobre tu padre —dijo—. Me dijiste que solía hacer… ya sabes, trucos de magia.

La miré sorprendido.

—Pero no eran más que eso —respondí—. Trucos de magia.

Fue una respuesta puramente automática pues, al instante, empecé a pensar que era posible que hubiera una conexión; una conexión muy definida.

Mientras permanecimos sentados en el sofá, recordé a mi padre saliendo del salón y pidiéndonos a alguno de nosotros que escogiera un nombre y un teléfono del listín; cualquier nombre, cualquier número, de cualquier parte de la gruesa guía. Lo hacíamos y cerrábamos el listín. Entonces, papá regresaba, abría la guía y descubría el número que habíamos elegido. Nos parecía algo divertido y misterioso pero, como papá siempre lo hacía de forma tan despreocupada, nunca se nos ocurrió pensar, ni por un segundo, que pudiera ser algo más que un truco de magia.

Ahora me lo pregunté por primera vez. Y la palabra herencia apareció en mis pensamientos.

—¿Les escribirás? —preguntó Anne, interrumpiendo mi reflexión.

—De acuerdo. Les escribiré. Seguramente, alguno de mis abuelos fue médium o algo similar, ¿no crees?

—Tom, no bromees con esto.

Le di unas palmaditas en la espalda.

—Vale.

Más tarde, mientras me cepillaba los dientes, oí a Anne en la cocina fregando los platos.

—¿Le has devuelto el peine a Elizabeth? —preguntó cuando vino al dormitorio.

Me senté en la cama y me incliné para quitarme los zapatos, porque no deseaba que viera la expresión de mi rostro.

—Sí —respondí—. Esta mañana.

—Qué bien —dijo mi esposa.