12

Era de noche.

Estaba sentado en la cocina, bebiendo cerveza y contemplando el mantel.

Odiando a Anne por haberme dejado solo.

—¿Por qué? —recuerdo haber dicho, como si ella pudiera oírme—. ¿Por qué no me dejaste ir contigo? ¿Era culpa mía saber que tu madre había muerto? ¿Acaso pedí yo saberlo? ¿Era ésa una razón suficiente para dejarme aquí solo?

Cerré los ojos. Caminé dos kilómetros y medio hasta un cine local, sólo para salir de casa. Después fui a un bar, tomé algunas cervezas y miré los combates en la televisión. De regreso a casa, me detuve en una tienda de licores y compré dos litros de cerveza y los periódicos del domingo. Leí los periódicos, mirando todas las noticias sin asimilar ninguna. Para cuando terminé el primer litro de cerveza, era incapaz de ver con la claridad necesaria para seguir leyendo, así que encendí la televisión y contemplé sombrío la pantalla, insultando airado a los artistas. Finalmente la apagué y me quedé ahí de pie, mirando fijamente la masa menguante de luz gris, observando los ligeros centelleos antes de que la pantalla se volviera completamente negra. Entonces regresé a la cocina, donde estaba en estos momentos, dando cuenta del segundo litro de cerveza.

Y esperando.

Sabía que no había escapatoria. No podía dormir en la calle. Tarde o temprano tendría que meterme en la cama y dormir.

Y cuando lo hiciera, ella regresaría.

Lo sabía con la misma certeza con la que sabía que, después del funeral, Anne regresaría con Richard.

—Demasiado tarde —le recriminé, a ciento veinte kilómetros de distancia—. Demasiado tarde. Cuando regreses, será demasiado…

Me puse rígido. ¿Había oído un ruido en el comedor? Me mordí los labios y escuché con tanta atención que me dolieron los tímpanos. Me quedé ahí sentado, paralizado, con los ojos fijos en el mantel, incapaz de mirar hacia la penumbra del salón.

—¿Estás ahí? —murmuré—. ¿Estás ahí?

Levanté la cabeza de repente.

—¡Estás ahí!

Pero no estaba allí. En mi pecho estalló algo terriblemente similar a un sollozo. Lo oí. Tenía miedo. Era un bebé al que le daba miedo la oscuridad, un niño pequeño al que le daban miedo los fantasmas. Todos los años de razón y dogmas se habían roto en pedazos. Había estado bebiendo cerveza con la esperanza de anular la percepción pero, al bajar las barreras de la resistencia consciente, lo único que había conseguido era que ésta se intensificara. Acababa de descubrir que nunca debes emborracharte si lo que deseas es evitar las tensiones del interior. Beber sólo abre las puertas y permite escapar a los prisioneros que la voluntad consciente mantiene encerrados.

—Te odio —dije, borracho—. Te odio por haberme dejado aquí. ¿Qué tipo de esposa eres, dejándome aquí solo? Sabes que está aquí. Sabes que quiere algo de mí. Tú…

Jadeé al oír una fuerte carcajada en la casa de al lado. Oí que Elsie decía alegremente: «¡Oh, parad ya!».

Me estremecí. Todos somos monstruos en el fondo, pensé.

—Y el más monstruoso de los monstruos es el monstruo hembra —murmuré—, porque son monstruos astutos; porque son monstruos de la mentira; porque pueden acechar de forma monstruosa, escondiéndose tras una capa de falsedad; porque son monstruos del engaño.

Apoyé la cabeza en mis brazos y me pregunté, por un momento, si debería cruzar el callejón para ir a la fiesta de Elsie. Pero sabía que no podía hacerlo. Quedar expuesto a su mente con todas esas personas alrededor era más de lo que podía soportar.

—Anne, no quiero que…

Guardé silencio. Me levanté aturdido y llevé la botella de cerveza al fregadero. Vertí su contenido y observé cómo desaparecía la espuma ámbar por el desagüe. Después tiré la botella a la basura.

Estaba solo.

—Estoy solo en esta casa.

Pegué un puñetazo al mármol del fregadero.

—¿Por qué me has dejado solo? —pregunté, furioso.

Di media vuelta y avance tambaleante hasta el umbral. Por la mañana, Anne había estado en este mismo lugar, mirándome horrorizada. Recordaba aquella mirada. Con todo lujo de detalle.

—Supongo que lo pedí —dije—. Supongo que…

Mi cuello restalló cuando miré hacia el salón.

—De acuerdo. ¿Dónde estás? —grité—. ¡Maldita sea, si te…!

Di un respingo cuando sonó el teléfono. Me quedé ahí inmóvil, mirando hacia el recibidor.

Entonces corrí como un poseso hasta la entrada y descolgué el auricular.

—¿Anne?

—Tom. ¿Dónde estabas? Llevo llamándote toda la noche.

Cerré los ojos y sentí que la tensión se desvanecía.

—Salí —respondí—. No… podía quedarme en casa. Fui a ver una película.

—¿Te encuentras bien?

—Claro que sí. No es nada. Yo… simplemente me alegro de oír tu voz.

—Tom. No sé qué decir. Excepto que… que te hablen de tu madre y después…

—Lo sé, lo sé. No tienes que darme explicaciones, cariño —respondí—. Lo sé perfectamente. Sólo dime que no me odias, que no…

—Cariño, ¿qué estás diciendo? —preguntó—. Por supuesto que no te odio. Fui una estúpida y…

—No, no, no. No te eches la culpa. Todo va bien, créeme. Siempre y cuando tú no me odies.

—Oh… Tom, cariño.

—¿Estás bien? ¿Y Richard?

—Sí, por supuesto. Pareces alterado.

—Oh. —Se me escapó una débil risita—. Es que estás hablando con dos litros de cerveza. He estado consolándome.

—Oh, cariño, lo lamento tanto… —dijo—. Por favor, perdóname. Sabes que no quería decir lo que dije, que no lo sentía…

—No te preocupes. Todo está bien. —Tragué saliva—. Cuándo… ¿cuándo es el funeral?

—Mañana por la tarde —respondió.

—¿Qué tal está tu padre?

—Se lo está tomando muy bien. —Guardó silencio unos instantes—. Ojalá estuvieras aquí conmigo. Para mí fue terrible dejarte así.

—También yo desearía estar ahí. Podría ir por la mañana, en autobús.

—Oh, no. Volveré a casa al anochecer. No tienes por qué…

—De todos modos lo haré.

—No amor mío. Quédate en casa. Y… tómatelo con calma.

Estas tres últimas palabras fueron las responsables.

Puede que fuera su forma de pronunciarlas… pero en ese instante mi cuerpo se puso rígido, a la defensiva. Mientras seguía hablando, empecé a darme cuenta de que me estaba ocultando algo. Para cuando nos dimos las buenas noches y colgó, me sentía casi tan mal como antes de que llamara.

¿Qué ocurría? Me quedé ahí parado, con el auricular en la mano, escuchando el suave pitido de la línea.

Lo supe cuando colgué el aparato.

Anne creía que me estaba volviendo loco.

Me dejé caer pesadamente en el sofá y me quedé ahí sentado, temblando. Era incapaz de asumirlo. Yo mismo había considerado esa posibilidad, pero la había descartado. En cambio, Anne lo creía con tanta firmeza que ni siquiera me había dicho lo que pensaba. Simplemente me estaba complaciendo, estaba siendo condescendiente conmigo.

Mis manos se cerraron en puños.

—Sé amable con el loco que suelta espumarajos por la boca —murmuré, tenso—. Háblale con palabras dulces, no vaya a ser que despiertes su ira y decida matarte. Oh… ¡Dios!

Golpeé los blancos nudillos de mis puños contra mis piernas.

Entonces, en ese estado de dolor y rabia, empecé a sentirlo en mi interior.

Me quedé sentado en el sofá durante más de una hora, con la cabeza echada hacia atrás y contemplando el techo.

De repente, sentí un hormigueo en la cabeza.

No intenté rebelarme. Estaba tranquilo y deseaba que ocurriera. Sentía la necesidad de dejar que pasara. De hecho, alargué el brazo para apagar la lamparilla de la mesa y volví a recostarme en el sofá. Entonces, envuelto en la oscuridad, me concentré en dejar que ocurriera.

Al parecer, esto provocó el efecto contrario, de modo que me relajé y dejé que siguiera su propio curso, sin intentar colaborar. Nunca había sido tan consciente de ser un indefenso canal para su flujo, pero no me resistí. Estaba resentido con Anne, con el mundo en general, por dudar de mí. De acuerdo, si querían creer que estaba perdiendo la cordura, allá ellos.

La cólera también hizo que se desvaneciera. Cualquier destello consciente de voluntad parecía limitar su avance. Volví a relajarme y permanecí recostado en el sofá, esperando, olvidándome de todas mis preocupaciones. Me di cuenta de que la razón de que hubiera tardado tanto aquella primera noche se debía a que me había estado resistiendo.

Fue muy similar a lo que había ocurrido aquella primera noche, pero más acelerado. Se repitieron los destellos y las chispas de emoción y pensamiento. Regresaron las visiones y el ardiente entramado de recuerdos, la confusión de rostros, ideas y concepciones. Eran como estrellas fugaces en un negro firmamento de observación medio narcotizada.

Entonces, todo pareció alcanzar de nuevo su cénit y me di cuenta de que, en vez de desaparecer, permanecía suspendido en ese punto, manteniéndome en un estado de tensa percepción.

Ahora.

Lentamente, como si Anne acabara de entrar en la habitación y yo estuviera levantando la cabeza para mirarla, me volví hacia la ventana.

¿Era un sueño? Ninguno me había parecido nunca tan real. Casi podía sentir la suave y pálida piel de aquella mujer, la textura de su oscuro vestido, la despeinada suavidad de su cabello. Sentí una sombría satisfacción al verla allí; era como si hubiera venido a demostrar que yo tenía razón y que los demás se equivocaban. Y me di cuenta de que la razón de que no la hubiera visto la noche anterior era que la presencia de Anne había debilitado su influencia.

Entonces, la penetrante mirada de aquellos ojos negros hizo que mi satisfacción mermara. Un escalofrío de miedo recorrió mi columna. Me quedé ahí sentado, rígido. Podía oír los sonidos de la fiesta de Elsie en la casa de al lado.

—¿Quién eres? —pregunté. Mi voz era prácticamente un susurro.

No hubo respuesta. Sentí una gélida picazón en el cuero cabelludo.

—¿Qué quieres?

No respondió. La miré detenidamente. Deslicé los ojos por su cuerpo, asimilando todos y cada uno de los detalles: el extraño vestido, las perlas, el reloj de su mano izquierda, el anillo de perlas del dedo corazón de esa misma mano, los oscuros zapatos de piel, los calcetines, incluso la plenitud de su figura. Ella no se movió.

—¿Qué quieres? —pregunté de nuevo.

Sus ojos volvieron a mirarme, suplicantes, y advertí que sus pálidos labios se movían. De repente, me incliné hacia delante. El corazón me latía con fuerza.

—Dímelo. —Estaba ansioso, pues acababa de darme cuenta de que aquella mujer no iba a quedarse mucho más tiempo conmigo—. Dímelo, por favor.

Pero estaba hablando con un oscuro y vacío salón. Observé el punto que había ocupado. Ya no había nada.

Excepto una cosa.

Un débil y patético sollozo en la oscuridad.

Que desapareció en un instante.

Deseaba pedirle a la señora Sentas que me hablara de su hermana, pero era consciente de lo extraño que sería que le hiciera aquella pregunta. ¿Qué se suponía que debía responder cuando me preguntara por qué quería saberlo? Bueno, verá, no hago más que ver un fantasma en mi salón y

Sabía qué ocurriría a continuación. Me dirían: Treinta días, siguiente caso.

Además, ya no creía que aquella mujer fuera un fantasma. De hecho, mi mente se acobardó al pensar que tenía que volver a cruzar ese abismo. Recordaba la emoción que me había embargado cuando creí haber encontrado la prueba de lo que los hombres denominan «el más allá», pero me negaba a enfrascarme de nuevo en aquella idea. Al menos conservaba el escepticismo. Ya no dudaba de la existencia de esa mujer y, teniendo en cuenta lo que eso implicaba, era suficiente.

Desperté a las nueve de la mañana siguiente. Era domingo. Me quedé tumbado en la cama, mirando los dibujos que trazaba la luz del sol en el techo. Durante unos instantes me invadió de nuevo la incredulidad, pero no tardó en desvanecerse. Ahora no podía dudarlo. Aunque no hubiera tenido aquel omnipresente dolor de cabeza ni aquel molesto nudo en el estómago, tenía que creer.

Resultaba extraño estar allí tumbado, sabiendo que todo lo que había ocurrido tenía cierta lógica, que no estaba volviéndome loco… y sin embargo, ahí estaba, en una soleada habitación, oyendo el sonido de un cortacésped al otro lado de la calle. El aire transportaba el estridente zumbido del motor del avión de juguete de un niño, el sol brillaba y la gente iba a misa. Y entre todo esto, supe que todas las pruebas de lo que nosotros llamamos «vida» no eran más que una diminuta proporción del conjunto. Lo sabía. Ahora, todas mis dudas se habían disipado.

Después de desayunar, después de haber descartado la idea de preguntarle a la señora Sentas sobre su hermana, fui a la casa de enfrente a ver a Frank y a Elizabeth.

Cuando llegué al porche posterior vi que Elizabeth estaba sentada a la mesa de la cocina, bebiendo café. Levantó la cabeza cuando llamé suavemente a la puerta. Una débil sonrisa suavizó sus facciones.

—Entra, Tom —dijo.

Lo hice.

—Buenos días —saludé.

—Buenos días.

—¿Ese holgazán está todavía en la cama?

Asintió.

—¿Qué tal está Anne? —me preguntó—. Ayer no la vi en todo el día.

Le conté lo de su madre.

—¡Oh no! —exclamó consternada—. ¡Es terrible!

Tenía la impresión de que deseaba saber porque no la había acompañado a Santa Bárbara, pero que consideraba que sería descortés preguntármelo.

—De modo que estas solo —dijo—. Frank me dijo que había hablado contigo ayer y que tú… se interrumpió.

—No debí oírlo —comenté—. Supongo que estaba ensimismado en mis pensamientos.

—Eso mismo es lo que le dije —sonrió—. ¿Te apetece una taza de café?

—Sí, gracias. —Beber café con ella me daría la oportunidad de preguntarle sobre Helen Driscoll.

Cosa que hice después de que me hubiera servido una taza y hubiera vuelto a sentarse a la mesa.

—¿Qué cómo era físicamente? —preguntó Elizabeth.

—Sí.

Reflexionó unos instantes. ¿Porqué quieres saberlo? La esencia de estas palabras apareció en mi mente y supe que las estaba pensando. Estuve a punto de responder, pero me obligué a detenerme.

—Bueno, ¿era…? —me detuve. No quería proporcionarle una descripción exacta.

—¿Qué ibas a decir? —preguntó.

—Nada.

—Ah. —Sus ojos se mantuvieron fijos en los míos durante unos instantes y pensé en lo hermosa que sería si tan sólo tuviera un poco de color, un poco de vida en la cara, es decir, un poco de felicidad.

—La verdad es que no la conocía demasiado —explicó—. Nos trasladamos a esta casa unos seis meses antes de que se marchara y… nunca tuvimos demasiada relación con ella. Era bastante reservada.

—Ya veo.

—Y respecto a como era… —Elizabeth se mordió el labio inferior, pensativa—. Veamos… era bastante alta. Tenía el cabello moreno. Los ojos oscuros.

Advertí que me había inclinado hacia delante y que la estaba mirando con atención.

—¿Tenía algún vestido negro? —pregunté, intentando (me temo que con poco éxito) que mi voz sonara despreocupada.

Elizabeth me miró. Su mente era una mezcla de recelo y curiosidad.

—¿Un vestido negro? —preguntó.

—Sí. Negro, con una… especie de dibujo encima.

—Bueno… —Tragó saliva—. Tenía un vestido que había comprado en Tijuana. Vi uno parecido cuando Frank y yo estuvimos allí.

—¿Era oscuro?

—Sí —respondió—. Negro. Y tenía pequeños dibujos encima. Eran una especie de símbolos aztecas.

¿Y solía llevarlo con un collar de perlas?

Elizabeth retrocedió ligeramente. Supongo que debía pensar que estaba hablando con un demente. Cuando respondió, apenas pude oír su voz.

—Sí.