Recibimos la carta a la mañana siguiente, poco después de las diez.
Regresé a la cocina y se la entregué a Anne, preguntándome por qué me sentía tan inquieto. Por la letra del sobre sabía que era de su padre. Entonces recordé que le había dicho a Elsie que iríamos a visitar a la madre de Anne aquella noche y me pregunté si habría sido algo más que una simple coincidencia.
Anne abrió la carta y empezó a leerla. Una expresión de preocupación se adueñó de su rostro.
—¡Oh, no! —exclamó.
Es tu madre. Estuve a punto de pronunciar en voz alta estas palabras, pero logré cerrar la boca antes de que se diera cuenta. Levantó la mirada.
—Mi madre está enferma —dijo.
La miré. Podía oír el tictac del reloj de la alacena.
—¡No! —exclamé.
Creyó que me refería a la carta. Mientras seguía leyendo sentí un gran peso en mi interior, tirando de mí. No aparté la mirada de Anne en ningún momento. Empezaba a sentirme enfermo.
—Papá dice que…
Se interrumpió y me miró con muda sorpresa. Empezó a hablar, pero se detuvo de nuevo. Lo hizo varias veces. Cuando por fin se obligó a continuar, supe que lo hacía en contra de su voluntad.
—¿Qué sucede? —preguntó en voz baja. Estaba asustada.
Moví la cabeza a los lados.
—Nada —respondí. Mi voz era débil y artificial.
Ella siguió mirándome. Sentía los fuertes latidos de mi corazón. No podía apartarlos ojos de ella. Vi que su pecho se sacudía con aliento incontrolado.
—Quiero que me digas qué ocurre —repitió.
—No es nada. —Me sentía mareado. La habitación daba vueltas a mi alrededor. Estaba seguro de que iba a caerme de un momento a otro.
—¿Qué ocurre?
—Nada. —Parecía un estúpido loro de repetición. Seguí mirándola fijamente.
—Tom…
En ese momento sonó el teléfono.
El sonido que salió de mi interior fue terrible: una especie de plañido, un grito gutural y estremecedor, cargado de miedo. Anne retrocedió asustada.
El teléfono siguió sonando.
—¿Qué ocurre? —repitió, ahora con voz vacía, cansada.
Tragué saliva, pero el nudo permaneció en mi garganta. El teléfono siguió sonando. Intenté hablar, pero no pude. Sacudí la cabeza de nuevo. Eso era lo único que podía hacer: sacudir la cabeza.
De pronto, con un gemido, se levantó y cruzó corriendo el salón hasta llegar al recibidor. El teléfono dejó de sonar.
—Hola —oí que decía. Silencio—. ¡Papá!
Eso fue todo. Se hizo un silencio absoluto. Apoyé mis temblorosas manos en el mármol del fregadero y me quedé ahí, mirándome los dedos.
Oí que colgaba. Esperé. No vengas aquí, pensé. No me mires. Oí sus pasos, lentos y pesados, avanzando por la moqueta del salón. No, supliqué. Por favor. No me mires.
Oí que se detenía en el umbral de la cocina. No dijo nada. Tragué saliva con esfuerzo. Entonces me tuve que girar. No podía soportarlo por más tiempo. No podía quedarme ahí parado mientras todos sus pensamientos me asaltaban.
Di media vuelta.
Me estaba mirando. En toda mi vida, sólo había visto una vez una mirada como ésa. La vi en el rostro de una niñita cuyo perro acababa de ser atropellado. Era una mirada repleta de mudo terror y de sobrecogedora incredulidad.
—Lo sabías —dijo.
Extendí una mano implorante.
—Lo sabías —repitió. Ya no había nada que ocultara la revulsión y el miedo de su voz—. También sabías esto. Lo supiste antes de que llamaran.
—Anne…
Con un gemido mudo, dio media vuelta y huyó al salón. La seguí.
—¡Anne!
Corrió hacia el cuarto de baño y cerró la puerta tras ella. Cuando logré alcanzarla, ya había echado la llave. Oí el inicio de sus secos y desgarradores sollozos.
—¡Anne, por favor!
—¡Aléjate de mí! —gritó—. ¡Aléjate de mí!
Me quedé ahí de pie, temblando y oyéndola llorar desconsoladamente por su madre, que había muerto aquella mañana.
Se fue a Santa Bárbara a primera hora de la tarde, llevándose a Richard consigo. Ni siquiera le pregunté si quería que la acompañara. Sabía que no quería. No me había dirigido la palabra desde que salió del cuarto de baño hasta que se marchó. En silencio y con los ojos vacíos de lágrimas, había metido algo de ropa en una maleta, había vestido a Richard y se había marchado. No había hablado con ella… ¿pero acaso puedes hablar con tu esposa cuando eres un horror ante sus ojos?
Cuando se fueron, me quedé de pie en el jardín observando el punto en el que el coche había girado a la izquierda para acceder a la avenida. El sol me pegaba con fuerza en la espalda y el reflejo metálico de la acera hizo que se me humedecieran los ojos. Me quedé ahí parado largo rato, inmóvil, sintiéndome vacío y muerto.
—Así que tú también, ¿eh?
Me giré bruscamente cuando alguien me llamó. Al mirar al otro lado de la calle vi que Frank salía del garaje, vestido con pantalones cortos y cargando con el cortacésped.
—Creía que eras un defensor acérrimo del trabajo sabatino —bromeó.
Lo miré. Dejó el cortacésped en el suelo y empezó a acercarse a mí. Con un estremecimiento convulsivo, di media vuelta y regresé al interior. Mientras cerraba la puerta a mis espaldas, vi que Frank cogía de nuevo la segadora, mirando perplejo hacia nuestra casa. Entonces, sacudió la cabeza y se inclinó para ajustar la cuchilla.
Avancé hasta el sofá, me senté y apoyé la cabeza en el respaldo. Cerré los ojos y vi, en mi mente, la expresión de su rostro cuando colgó el teléfono. Y recordé algo que le había dicho la noche después de que Phil me hubiera hipnotizado.
Puede que, en el fondo, todos seamos monstruos, le había dicho a mi esposa.
A las dos y media saqué el cortacésped del garaje y empecé a trabajar en el jardín delantero. Era incapaz de estar dentro de casa, pues era un armario de crueles recuerdos, de modo que me puse los pantalones cortos y las zapatillas de deporte e intenté olvidar mis penas trabajando.
Fue un esfuerzo inútil. La monotonía de empujar adelante y atrás la ronroneante máquina por el jardín sirvió para intensificar mi introspección. De todas formas, en el estado en que me encontraba, dudo que existiera alguna actividad en el mundo que hubiera sido capaz de hacerme olvidar.
En resumen, la vida se había convertido en una pesadilla.
Aunque no había transcurrido ni una semana desde la fiesta de Elsie, durante estos días me habían sucedido cosas más increíbles que en los veintisiete años previos. Y cada vez eran peores, mucho peores. Me aterraba pensar qué me deparaba el futuro.
Pensé en Anne, en el horror que reflejaron sus ojos cuando se dio cuenta de que yo sabía que su madre había muerto… incluso antes de que su padre llamara por teléfono. Intenté ponerme en su posición. No resultaba difícil entender por qué había reaccionado de ese modo. El doble impacto de temor y pesar habría provocado una crisis nerviosa en cualquiera.
—¡Eh!
Sorprendido, miré a mi alrededor. Harry Sentas estaba en el porche de su casa, mirándome. Entonces me di cuenta de que estaba en su jardín, abriendo un sendero en su césped.
—Oh, lo siento —me disculpé avergonzado, esbozando una sonrisa nerviosa—. Supongo que estaba pensando en las musarañas.
Soltó un gruñido y, mientras daba media vuelta y desandaba mis pasos, vi por el rabillo del ojo que Sentas bajaba del porche para examinar los daños.
Seguí cortando el césped sin levantar la mirada hasta que volvió a entrar en su casa. Entonces, detuve el cortacésped y fui a por una toalla. Me senté en la barandilla del porche de cemento, secándome el sudor y contemplando la casa de Frank, que se alzaba al otro lado de la calle.
Recordé que había captado sus pensamientos y los de Elizabeth. Pensé en el hecho de que tuviera una aventura con una pelirroja del trabajo. Pensé en Elsie, en el desorden carnal de su mente, escondido tras un rostro de insulsa inocencia, y en la crueldad con la que trataba a su marido. Pensé en Sentas, en su esposa y la tensión que parecía haber siempre entre ellos. Pensé en el conductor de autobús que vivía más arriba, un alcohólico que pasaba casi todos los fines de semana en la cárcel; en el ama de casa de la calle de al lado, que se acostaba con chicos del instituto mientras su marido, que era comercial, estaba en la carretera. Pensé en Anne y en mí, en las cosas increíbles que nos estaban ocurriendo.
Todas esas cosas tenían lugar en este apacible barrio de casas pequeñas y tranquilas que se calentaban bajo el sol. Medité aquella idea. Este vecindario era como jekyll y Hyde: dos criaturas en una. La primera mostraba un semblante limpio y sonriente al mundo, pero por debajo mantenía otro completamente distinto. En cierto sentido, resultaba espeluznante pensar en el mundo de giros y distorsiones que existía tras el agradable escenario de Tulley Street.
Era tan espeluznante que me levanté y volví a ponerme a segar, intentando dejar en blanco mi mente.
Creo que fue entonces cuando consideré la posibilidad de estar perdiendo la cordura. Hasta ese momento sólo había sido una fantasía risible, pero ahora empezaba a planteármelo en serio.
Era algo a lo que tenía que enfrentarme. Sabía que mi mente era una especie de prisma. Se dividía en rayos que se dispersaban en visiones e impresiones. El único problema era determinar de dónde procedían dichos rayos.
Mientras terminaba de segar el jardín, Ron salió de su casa y entró en el Pontiac descapotable que tenía aparcado en el camino de acceso. Hizo un ligero ademán con la mano para saludarme y esbozó una sonrisa. Yo también le sonreí.
—¿Puedes prestarme la rebordeadora? —pregunté.
Me miró sin expresión alguna unos instantes, antes de asentir.
—¿Está en el garaje? —pregunté.
—Creo que sí.
En cuanto se fue, acabé de segar el césped, vacié el recogedor y guardé la segadora. A continuación, entré en el garaje de Elsie (al igual que la casa, también parecía ser exclusivamente de su propiedad) y miré a mi alrededor en la penumbra, pero no vi la máquina por ninguna parte. Me detuve unos instantes a hojear una de las revistas de confesiones verdaderas y telenovelas que eran el único pasatiempo mental de Elsie. Recuerdo que, en cierta ocasión, compró una pequeña estantería de hierro forjado y vino a casa a pedirnos prestados algunos libros para exhibirlos en la fiesta que celebraría por la noche… libros con cubiertas bonitas, había especificado. No se dio cuenta de que había añadido en el lote Ulises y El Pozo de la Soledad, pero dudo de que alguno de sus invitados lo advirtiera.
Cerré la revista, busqué un rato más la rebordeadora y, justo cuando salía del garaje, vi que Elsie estaba cerrando la puerta de la cocina.
—Hola —saludó, con una sonrisa radiante—. ¿Qué estás haciendo en mi garaje?
—Prenderle fuego —bromeé.
—¿Ah, sí? Espero que sea mentira —replicó. Llevaba de nuevo aquel bañador apretado. Tenía la espalda y la parte superior del pecho bronceados, pues iba a la playa tres días a la semana con Candy—. ¿Quieres algo? —preguntó.
En un principio iba a decirle que no, pero era consciente de que me estaba comportando con ella de forma absurda, de modo que le dije que le había pedido a Ron la rebordeadora.
—¿No la has encontrado? —preguntó, acercándose a mí y mirándome con aquellos ojos marrones que siempre parecían estar buscando algo. Eres guapo. Estas palabras golpearon mi mente. Sentí el momentáneo impulso de decirle: «No, no lo soy», sólo para ver cómo reaccionaba. Estaba seguro de que fingiría sorpresa… y de que me juraría sobre la Biblia que jamás había pensado nada similar.
—No, no creo que esté allí —dije.
—Seguro que sí. Ven. La buscaré.
La seguí hasta el oscuro garaje, que olía a aceite.
—Sé que está aquí, en alguna parte —dijo, con las manos en las caderas. Fue de un lado al otro del garaje, mirando detrás de la lavadora, de la butaca y de una vieja nevera que estaba cubierta por una manta—. Lo sé —repitió. Se arrodilló sobre la sábana que cubría un viejo sofá y miró detrás. El bañador se tensó sobre sus caderas—. Ahí está. Candy la dejó ahí el otro día.
Al agacharse para recogerla, el bañador se movió un poco, mostrando la pálida parte superior de sus pechos. Me miró, como si se estuviera concentrando en alcanzar la rebordeadora. Sentí que los músculos de mi estómago se tensaban con voluntad propia. Acércate a mí. Estas palabras sonaron con tanta claridad en mi mente que podrían haber sido pronunciadas en voz alta. Ven a mí, Tommy. Haré algo que te gustará.
Mi cuerpo se estremeció.
—¿Puedes alcanzarla? —pregunté.
Me sentía extraño estando ahí parado, fingiendo que no percibía lo que se ocultaba tras aquella escena al parecer tan normal; ahí quieto, hablando con despreocupación a pesar de saber qué estaba pensando aquella mujer.
Se dejó caer sobre el sofá.
—No puedo —dijo.
Mientes, pensé. Sabía que llegaba, pero no dije nada. Caminando como un autómata, me arrodillé sobre el sofá y me encaramé al respaldo. La máquina había caído al suelo. Me incliné con un gruñido. Elsie volvió a ponerse de rodillas y sentí que su cálida pierna rozaba la mía.
—¿Lo alcanzas? —preguntó. Tragué saliva con dificultad. Sus pensamientos parecían manos en mi mente.
—Creo que sí. —Deseaba levantarme y salir de allí, pero no podía.
La verdad es que no era fácil alcanzar el cortacésped. Me incliné un poco más. Elsie estaba tan cerca que sentía la presión de su costado contra el mío. Se me erizó la piel. Podía percibir el aroma de su cabello y el de su cuerpo, ligeramente sudoroso. Podía oír su respiración y sentir su cosquilleo sobre mi espalda y mi cuello.
Mi mano se cerró alrededor de la rebordeadora.
—Ya está —dijo ella, y su pierna pareció empujarme. Su mejilla prácticamente rozaba la mía—. Ya la tienes —Tommy. Contuve el aliento cuando la frase finalizó en mi mente.
Me enderecé y me volví hacia ella. ¿Tommy? Ahora era una pregunta. Parecía estar hablando en voz baja, ronca. ¿Tommy?
—Bueno… —dije.
Titubeé demasiado. No pude evitarlo. Sus pensamientos parecían envolverse a mi alrededor en grandes e imbricados remolinos. Mi corazón palpitaba como un timbal que estuviera siendo tocado con lentos golpes.
Pareció inclinarse hacia delante, aunque a día de hoy sigo sin saber si realmente lo hizo o si sólo lo imaginé. Me sentía mareado. Ambas cosas eran posibles.
—¿Algo más? —preguntó.
¡No! Esta palabra escaló por mi mente, como una mano que intentara derrumbar los bloques de pensamiento lascivo que Elsie estaba levantando. Retrocedí. Ella respiró hondo y sus pechos se alzaron lentamente tras el bañador.
—Creo que no —respondí. Me sorprendió el tenso sonido de mi voz.
—¿Seguro? —insistió. Su cálido aliento me cubrió el rostro. Me sentía como cuando la hipnosis de Phil empezó a surtir efecto: estaba siendo devorado por una fuerza invisible, enervante. Me levanté con languidez.
—Sí, creo que sí.
Ella también se levantó. Estaba muy cerca de mí. Estoy seguro de que sólo fueron imaginaciones, pero tuve la impresión de que su cuerpo irradiaba calor.
—De acuerdo —dijo.
Entonces, el garaje pareció volver a su sitio. Elsie ya no era la encarnación de la lujuria, sino simplemente Elsie, nuestra vecina de al lado, que tenía una sonrisa ligeramente tonta en el rostro.
Me volví hacia la puerta.
—Si necesitas algo más, no dudes en pedírmelo.
—De acuerdo —respondí. Sentí que mis piernas temblaban ligeramente.
—Entra en casa, Candy —oí que le decía a su hija, mientras me alejaba por el callejón.
Regresé a casa, dejé la rebordeadora en el porche y entré. Me desplomé sobre una silla y me quedé ahí sentado, sintiéndome muy débil.
Tenía la impresión de ser una especie de actor fantástico que podía representar dos escenas de forma simultánea, usando no sólo el mismo escenario, sino también el mismo diálogo. Eso era lo que más me aterraba. Cualquiera que hubiera presenciado la escena la habría considerado inofensiva: el estúpido coqueteo de un agradable día de verano; un flirteo que apenas había durado unos instantes y que ya había terminado. Nadie podía haber advertido lo que se ocultaba bajo la superficie.
Empecé a temblar porque, de repente, supe que la mente de Elsie había sobrecogido a la mía de tal forma que mi reacción había sido de sorpresa y de ineficaz defensa. Había sido vulnerable.
Y eso significaba que era una marioneta. Hasta ese momento me había consolado intentando creer que tenía algún poder sobre mi nueva habilidad, pero ahora me había quedado terriblemente claro que no lo tenía. No era una mejora, como le había dicho a Anne. No era una fuerza añadida ni algo que pudiera manipular. Era como si hubieran soltado en mi mente a un monstruo irreflexivo que corría descontrolado por ella.
Me sentía indefenso.