10

Aquella noche no tuve ningún sueño. No era necesario: tanto Anne como yo sabíamos que lo que Phil había desencadenado seguía con nosotros.

Hablamos de ello a la mañana siguiente, durante el desayuno, antes de irme a trabajar. Richard seguía durmiendo. La noche anterior, cuando le quitamos el pijama para aseguramos de que Dorothy no le había hecho daño, había despertado y ahora estaba recuperando el sueño perdido.

—¿Piensas ir a que te vea un doctor? —me preguntó Anne.

—¿Por qué?

Advertí que intentaba ocultar el movimiento de su garganta bebiendo un poco de café.

—Bueno… ¿es algo que quieras tener? —dijo finalmente.

—No es algo que haya pedido —respondí.

—Eso no es lo que te estoy preguntando.

—Bueno… —Removí con pereza el café—. La verdad es que no me siento enfermo. Además, tienes que reconocer que ayer por la noche nos resultó muy útil.

Ella titubeó.

—Sí, lo reconozco. Sin embargo, lo demás sigue igual.

—¿Lo demás?

—Ya sabes a qué me refiero.

Lo sabía. Incluso en ese momento lo sentía: la tensa presión en el cráneo, la nauseabunda tensión en el estómago, el terrible recuerdo de la mujer, el temor de las cosas desconocidas que podían hacerse de pronto conocidas.

—Sí, lo sé —respondí—. Sin embargo, aún no puedo creerme que sea un don dañino.

—¿Y si empiezas a leerme la mente? —preguntó—. Ya lo has hecho, un poco… ¿pero qué ocurrirá si algún día eres capaz de leerla por completo?

—No…

—¿A ti te gustaría estar expuesto a mí… desnudo ante mi mente?

—Cariño, no estoy intentando… indagar en ti. Y lo sabes. Las pocas cosas que he captado han sido inconsecuentes.

—¿Cómo lo de anoche? —preguntó.

—Estamos hablando de ti, Anne —repliqué.

—Muy bien —dijo. Sentí algo extraño al darme cuenta de que mi simple presencia la incomodaba—. De acuerdo. Pero si puedes captar esas cosas, también podrás indagar en mis pensamientos.

Intenté bromear, pero fue un error.

—¿Qué importancia tiene eso? —pregunté—. ¿Acaso tienes algo que esconder? ¿Quizá un…?

—¡Todo el mundo tiene algo que esconder! —estalló—. Y si no pudiéramos hacerlo, el mundo sería un caos mucho más grande de lo que es ahora.

Al principio sólo me sentí desconcertado. La miré fijamente, cometiendo la equivocación de preguntarme si había algo escondido detrás de aquellas palabras. Entonces supe que no lo había, que Anne tenía razón, que todo el mundo necesita tener un escondite a salvo en su mente. De otro modo, las relaciones serían imposibles.

—De acuerdo, tienes razón. Sin embargo, creo que tendría que concentrarme antes de poder… leer en tu mente o hacer algo similar.

—¿Acaso tuviste que concentrarte para las otras cosas? —preguntó.

—Era diferente. Eran sentimientos, no…

—¿No piensas admitirlo? —preguntó.

—Querida, este… poder, sea lo que sea, puede haber salvado la vida de nuestro hijo. No estoy ansioso por deshacerme de él así como así.

—Por lo tanto, prefieres atormentarme con él.

—¿Atormentarte?

Miró su café y, por su tensa y caprichosa forma de respirar, supe que estaba muy molesta. También lo supe por otras razones.

—Muy bien —dijo—. Muy bien.

—Oh… vamos, Anne. Deja de hacerme sentir culpable. ¿Acaso es culpa mía? Fue el idiota de tu hermano quien empezó todo esto.

Dije esto con la intención de que pareciera una especie de broma, pero elegí las palabras equivocadas.

Anne hizo ver que no me había oído.

—¿Entonces vas a ir al médico?

—¡Por el amor de Dios! ¿Qué podría hacer un médico? —pregunté, enfadado por mis falibles defensas—. ¡No estoy enfermo!

Mi esposa se levantó y, tras dejar la taza y el plato en el fregadero, se quedó mirando tristemente por la ventana. Está enfermo. Sabía que eso era lo que estaba pensando.

—No estoy… enfermo —dije, añadiendo la última palabra de modo que creyera que estaba respondiendo a su última frase, no repitiendo sus pensamientos.

Cuando se giró para mirarme, su expresión era sombría.

—A ver si eres capaz de repetírmelo esta noche, cuando despiertes temblando de miedo —dijo.

Aquella tarde, cuando regresé a casa, Elsie estaba regando su jardín. Iba vestida de amarillo, con unos pantalones cortos muy ceñidos y una sudadera varias tallas más pequeña que la que realmente necesitaba.

Cuando salí del coche, dejó la regadera sobre el césped de la parcela que separaba nuestros respectivos caminos de acceso, apoyó las manos en las caderas y respiró profundamente. Si la camiseta hubiese sido de madera, se habría resquebrajado.

—Ya está —dijo—. Esto debería bastar.

—Seguro que sí. —Abrí la puerta del garaje, sintiendo que aquel goteo de intrusión volvía a inundar mi mente. Regresé al coche, apretando con fuerza los dientes.

—¿Qué ocurrió anoche? —preguntó Elsie—. He llamado a Dorothy y su padre me ha dicho que no volverá a hacer de canguro nunca más. ¿Qué hicisteis? ¿La hipnotizasteis?

Supe que imaginaba qué le había hecho a la pobre muchacha gracias a un retorcido hilo de pensamiento que discurría por su mente. Sentí que me ardía el estómago.

—¿Lo dices en serio? —pregunté con placidez—. No ocurrió nada.

—¿Oh? —parecía contrariada.

Monté de nuevo en el coche y lo conduje hasta el garaje. Cuando salí y cerré la portezuela, Elsie seguía allí de pie, con las manos apoyadas en las caderas y los hombros echados hacia atrás, mirándome. Empecé a caminar hacia la puerta trasera del garaje, pero me di cuenta de que sería un desaire demasiado evidente. Con un suspiro, salí por donde había entrado y levanté el brazo para bajar la puerta.

—Mañana por la noche vendrán unos amigos a cenar —comentó Elsie—. ¿Por qué no os venís Anne y tú? Será divertido.

—Nos encantaría, Elsie —respondí—, pero tenemos cena en casa de su madre.

—Es un largo viaje —dijo, pues sabía que la madre de Anne vivía en Santa Bárbara.

—Lo sé —respondí, pegándome mentalmente un bofetón por haber recurrido a esa mentira. La puerta del garaje se cerró con estrépito—. Sin embargo, no la vemos con demasiada frecuencia.

Bueno, pensé, siempre podemos cenar fuera y ver una película en el autocine.

Elsie deslizó las manos por sus pantalones cortos.

—¿Estás seguro de que no hipnotizasteis a Dorothy y le dijisteis que no volviera a trabajar de canguro para mí nunca más? —preguntó. En su voz había provocación, al igual que en su modo de caminar.

—No, eso es competencia exclusiva de Phil —respondí, dando media vuelta—. Saluda a Ron de mi parte. Lamento lo de mañana.

Ella no respondió. Debía de haberse dado cuenta de que estaba evitando conversar con ella, pero no me sentí mal por ello. Era incapaz de exponerme a su mente durante demasiado tiempo.

Cuando abrí la puerta principal, Richard salió corriendo de la cocina.

—¡Papi! —gritó.

Al coger en brazos a mi hijo sentí lo mucho que me quería. El pequeño me dio un beso en la mejilla y apretó con fuerza sus diminutos brazos alrededor de mi cuello. Tuve la impresión de que me embargaba un cariño incipiente y mudo; un amor que iba más allá de las palabras y la expresión; una oleada de confianza, necesidad y devoción incondicional. En ocasiones pienso que ese breve momento hizo que toda aquella experiencia, por espeluznante que fuera, mereciera la pena.

—Hola pequeño —murmuré—. ¿Cómo estás?

—Ben —respondió—. ¿Y tú?

Acerqué mi rostro a su cálida mejilla, pero entonces, Anne salió de la cocina y la sensación se desvaneció. Me acerqué a ella para besarla. No me devolvió el beso.

—Hola —dije.

—Hola, Tom —respondió, en voz baja. La sensación de retirada seguía en ella. Volví a besarla y la rodeé con el brazo. Ella intentó sonreír, pero la expresión resultante fue forzada.

—Hoy he ido a ver a un médico —anuncié.

Por un segundo, su corazón saltó esperanzado, pero enseguida se calmó. Me miró con tristeza. ¿Y? Esta palabra apareció en mi mente.

—¿Y? —preguntó ella.

Tragué saliva y sonreí.

—Nada —respondí—. Estoy en perfecta forma física.

—Ya veo. —Su voz era serena, subyugada.

—Cariño, he hecho lo que me pediste.

Apretó los labios.

—Lo siento —respondió—. Pero no puedo evitarlo.

Regresó a la cocina. Yo me quedé en el salón, con Richard. Estuvimos conversando unos minutos, hasta que lo bajé de mis rodillas y fui a lavarme las manos para cenar.

—Esa chica se dejó las gafas anoche —fue lo primero que dijo Anne durante la cena.

—Bueno… —dije, desconcertado—. Creo que no me apetece llevárselas. Podríamos enviárselas por correo.

—Las he tirado a la basura —explicó, con voz tajante.

Sentí el estallido de odio que la había embargado la noche anterior. Tenía que concentrarme para no anticipar sus palabras, pues sus pensamientos me llegaban con demasiada claridad, con demasiada facilidad.

—¿Le has devuelto el peine a Elizabeth? —pregunté.

Anne negó con la cabeza.

—No. Lo olvidé.

—Oh.

Seguimos cenando en silencio hasta que, unos minutos después, me volví hacia Richard con una sonrisa.

—¿De verdad, pequeño? —pregunté—. ¿Qué estaba…?

El tenedor de Anne se estrelló contra el plato.

—Tom, Richard no ha dicho nada —dijo, con una voz tan tensa que daba miedo.

La miré largo y tendido, antes de volver a concentrarme en mi comida.

—¿Mamá? —preguntó Richard—. ¿Qué, mamá?

—Cómete la cena, Richard —dijo ella, con voz calmada.

Permanecimos callados varios minutos.

—Oh… olvidé decírtelo —dije, por fin—. Mañana no iré a trabajar. Tengo el día libre.

Anne cogió su taza de café sin mirarme.

—Qué bien —comentó.

Desperté de un salto, con un áspero grito. Mi cuerpo se estremecía de miedo.

De pronto, todo había desaparecido. Mi vida se reducía a este momento en el que despertaba sobresaltado, mirando hacia el salón en donde estaba la mujer, esperándome.

Entonces me di cuenta de que Anne también había despertado y me miraba en la oscuridad. No dijo nada ni emitió ningún sonido, pero pude sentir el colérico miedo de su interior.

De forma deliberada, ignorando todos los impulsos que gritaban en mi mente, volví a acostarme y, tras dejar que el aliento abandonara lentamente mis pulmones, me quedé allí tumbado, resistiéndome a la necesidad de temblar. Agarré la sábana con unos dedos que parecían garras y cerré los ojos con fuerza. En mi cerebro se había encendido la luz de la percepción y mi cuerpo estaba tenso, pero tenía que fingir que todo iba bien… a pesar de que sabía que ella estaba allí, esperando.

No sé cuánto tiempo me resistí a la llamada de la mujer. Ahora era una presencia viva. La odiaba del mismo modo que podía odiar a cualquier otro ser humano; la odiaba por estar allí, por intentar arrastrarme hacia ella con gélidas cuerdas imperativas.

Al cabo de un rato percibí que su poder se desvanecía, pero me mantuve en tensión, listo para enfrentarme a ella. Sólo permití que mis músculos se relajaran cuando todo hubo acabado. Entonces, permanecí tendido en la cama, sin fuerzas, sabiendo que Anne seguía despierta.

Volví a sobresaltarme cuando se encendió la lamparilla.

Durante unos instantes se limitó a mirarme con una expresión vacía, sin decir nada. Entonces, sentí que su resistencia se desvanecía.

—Estás empapado en sudor —dijo, observándome atentamente.

La miré en silencio, sintiendo las frías gotas que se deslizaban por mis mejillas.

—Oh… Tom. —Apartó las sábanas y salió corriendo de la habitación. Oí que entraba en el cuarto baño. Instantes después regresó con una toalla. Se sentó al borde de la cama y empezó a secarme el sudor. No dijo nada más.

Cuando hubo terminado, dejó la toalla en el suelo y peinó mi húmedo cabello con sus dedos.

—¿Qué estoy haciendo? —murmuró.

—¿Qué?

—Debería estar ayudándote, no poniéndome en tu contra —dijo.

Debía de parecer muy asustado e infeliz, pues se inclinó y apoyó su mejilla en la mía.

—Tom. Tom —susurró—. Lo siento, cariño.

Instantes después me dio un beso en la mejilla y se incorporó. La obstinada expresión de su rostro indicaba que había tomado la decisión de enfrentarse a esto con firmeza.

—Ella… ¿estaba allí de nuevo? —preguntó.

—Sí.

—Y… si hubieras ido —continuó—, ¿crees que la habrías visto?

Respiré hondo.

—No lo sé —respondí—. No lo sé.

—Sin embargo, estás seguro de que existe. Es decir…

—Esa mujer existe. —Sabía que iba a preguntarme cómo podía estar tan seguro de que no existía únicamente en mi imaginación—. No sé quién es ni qué quiere, pero sé que existe. —Tragué saliva—. O que existió.

—¿De verdad crees que es un…?

Moví la cabeza con fatiga.

—No lo sé, Anne —respondí—. Pero no tiene ningún sentido. ¿Por qué iba a estar encantada una casa como ésta? La construyeron hace tan sólo un par de años. La única persona que ha vivido aquí es la hermana de la señora Sentas. Y sólo se ha trasladado al este… no al oeste —repetí la broma de Phil, sonriendo con ironía.

Anne sonrió.

—Oh, Tom —dijo—. Recuérdame que le pegue un puñetazo en la boca a mi hermanito la próxima vez que lo vea.

—Por supuesto —dije en voz baja.

Vaciló unos instantes, antes de preguntarme:

—¿Crees que deberíamos…?

—No —respondí, olvidando mi decisión de no anticipar sus palabras—. No creo que Phil pueda ayudarnos. Sin embargo, no nos hará ningún daño escribirle para decirle que deje de hipnotizar a la gente si no sabe qué está haciendo.

—Le escribiré por la mañana —dijo Anne.

Minutos después, apagó la luz y se tumbó junto a mí.

—¿Me perdonas? —preguntó.

—Oh, cariño… —La envolví entre mis brazos, sintiendo la cálida plenitud de su cuerpo contra el mío—. No hay nada que perdonar.

Entonces fue cuando lo sentí, con absoluta claridad.

Abrí la boca para contárselo, pero al instante la cerré.

—¿Qué ibas a decir? —preguntó Anne.

Tragué saliva.

—Hum… para evitar tener que ir a otra de sus malditas fiestas, le he dicho a Elsie que tu madre nos había invitado a cenar mañana por la noche.

—¡Oh! —Se le escapó una risita—. ¿Y qué vamos a hacer? ¿Meternos en un autocine hasta que sea una hora prudente para regresar?

—Exacto.

Me quedé tumbado en la cama, abrazándola con fuerza. Lo que había empezado a decirle no tenía nada que ver con Elsie. Sólo le había dicho eso para ocultar mis palabras originales, porque cuando empecé a pronunciarlas, me di cuenta de que era muy posible que Anne no quisiera oírlas, las creyera o no. Y, de alguna forma, tenía la impresión de que me creería… a pesar de que la conclusión a la que conducían podía ser accidental. Al fin y al cabo, había un cincuenta por ciento de posibilidades de que no me equivocara, independientemente de cómo o por qué había llegado a esa conclusión. Lo que había estado a punto de decirle era que el bebé que esperábamos era una niña.