—He encontrado una canguro para esta noche —anunció Anne alegremente cuando llegué a casa el jueves por la noche. Tras bajar a mi gorjeante hijo de los hombros y dejarlo en el suelo, besé a mi esposa.
—Perfecto —respondí—. Genial. Después de lo que hemos pasado, nos hará bien salir una noche.
—Amén —dijo ella—. Me siento como si, durante diez años, hubiera estado realizado trabajos de campo para la Sociedad de Investigación Psíquica.
Reí y le di unas palmaditas en la espalda.
—¿Qué tal está la pequeña madre? —pregunté.
—Ahora mucho mejor, gracias, señor Médium.
—Si vuelves a llamarme así te pegaré un puñetazo en el estómago.
Era una mentira piadosa, pues no podía hablarle del leve dolor de cabeza que tenía, ni del ligero dolor de estómago que sentía, ni de las cosas que había percibido durante el día. Anne estaba demasiado contenta para que le hablara de eso. Además, seguía siendo una sensación vaga e indefinida… y no estaba dispuesto a sacar de nuevo a la luz dichos sentimientos.
—¿Quién es la canguro? —pregunté, mientras me lavaba las manos.
—La muchacha de la que nos habló Elsie —respondió Anne—. Por cierto, es un chollo: sólo cobra cincuenta centavos la hora.
—¿Cómo es posible? —Medité unos instantes, antes de preguntar—: ¿Estás segura de que es de confianza?
—¿Recuerdas lo que dijo Elsie de ella? —preguntó Anne—. Es de total confianza.
Lo recordaba.
Un poco antes de las ocho, me monté en el coche para ir a recoger a la muchacha. No acababa de gustarme que viviera a unos cuatro kilómetros de casa, pero llevábamos tanto tiempo buscando una canguro que no estaba dispuesto a poner objeciones. Necesitábamos salir, al menos una noche.
Detuve el coche delante de su casa y, justo cuando me disponía a salir, se abrió la puerta principal. Sus ceñidos vaqueros no lograban ocultar que tenía un ligero sobrepeso. Llevaba una chaqueta de cuero marrón, una descolorida cinta amarilla que parecía una veta de mantequilla en la monotonía de su cabello oscuro y unas gafas con montura de pasta.
Le abrí la puerta; ella se deslizó en el asiento contiguo y la cerró.
—Hola —saludé.
—Hola —respondió sin mirarme, con voz suave. Solté el freno de mano, comprobé el retrovisor, giré el volante con rapidez para dar media vuelta y emprendí el regreso a casa.
—Me llamo Tom Wallace —me presenté.
Ella no respondió.
—¿Te llamas Dorothy?
—Sí. —Apenas pude oírla.
Recorrimos algunas manzanas antes de que me decidiera a mirarla. Contemplaba fijamente la carretera y parecía muy triste. No estoy seguro, pero creo que fue en ese momento cuando empecé a sentirme incómodo.
—¿Cómo te apellidas? —pregunté. Fui incapaz de oír sus susurros—. ¿Cómo has dicho?
—Muller —respondió.
—Ajá. —Puse el indicador, giré a la derecha en la avenida Hawthorne y volví a acelerar.
—¿Llevas mucho tiempo haciendo de canguro para Elsie? —pregunté.
—¿Elsie Long?
—No. Elsie Leigh. ¿Llevas mucho tiempo trabajando de canguro para ella?
—No.
—Ya veo. —¿Qué había en ella que me incomodaba tanto?—. Bueno… A mi esposa y a mí nos gustaría saber si tienes algún límite horario. Asumimos que…
—No —me interrumpió.
—Oh. Pensábamos que quizá lo tenías… por la escuela y todo eso.
—No.
—Ya veo. Entonces, a tu madre no le importa.
No respondió, pero de pronto me pareció percibir que aquella muchacha no tenía madre.
—¿Tu madre ha fallecido? —pregunté sin pensarlo o, mejor dicho, pensé en voz alta.
Giró la cabeza con rapidez. A pesar de la oscuridad, podía sentir sus ojos fijos en mí… y sabía que no me equivocaba, a pesar de que ella guardó silencio.
Carraspeé.
—Elsie lo mencionó —expliqué, corriendo el riesgo de que, si era cierto, Elsie ignorara aquel dato.
—Oh. —Por su tono, fui incapaz de saber si se había dado cuenta de que era mentira. Ambos volvimos a mirar la carretera. Conduje el resto del camino en completo silencio, preguntándome por qué me sentía tan inquieto.
Cuando llegamos a casa, Dorothy salió del coche y caminó hasta la puerta principal. Allí esperó a que yo llegara y le abriera. Era muy bajita.
—Pasa —dije.
Sentí que un escalofrío me recorría la espalda cuando pasó junto a mí y entró en el salón. De algún modo, eso me hizo enfadar. Sólo deseaba pasar una velada agradable con Anne y olvidarme de todo, pero aquella sensación estaba regresando de nuevo. Era algo inexplicable y exasperante.
Anne salió del dormitorio de Richard y entró en el salón.
—Hola —saludó.
Los labios de Dorothy se curvaron en una sonrisa mecánica. Advertí que los duros rasgos de su pálido rostro estaban salpicados de granos diminutos.
—El niño está durmiendo, así que supongo que no te dará ningún problema —dijo Anne.
Dorothy asintió. De repente, una oleada de consternación me dejó sin aliento. Cuando desapareció, con la misma rapidez con la que había llegado, me sentí muy débil.
—Estaré lista en un segundo —anunció Anne.
He olvidado qué respondí, excepto que lo dije distraído. Mi esposa entró en el cuarto de baño para peinarse, mientras Dorothy permanecía junto a la oscura ventana, cerca del lugar en el que había visto a aquella mujer. Por un instante tuve la misma sensación fría e incómoda en el estómago. Cuando la muchacha me miró, sonreí nervioso y le señalé la estantería.
—Si… hum… si te apetece leer algo, puedes coger lo que…
Sus ojos se apartaron de los míos. Aún tenía la chaqueta abotonada hasta el cuello y las manos metidas en los bolsillos de los pantalones.
—Puedes quitarte la chaqueta —dije.
Ella asintió sin mirarme.
La observé durante un momento. Tampoco ahora podía definir lo que sentía: era una especie de incomodidad vaga, remota.
—Bueno, la televisión está ahí —dije.
Ella asintió una vez más.
Entré en la cocina y me serví un vaso de agua. Me pareció salada. Recuerdo haber presionado los labios con furia y haberme dicho a mí mismo: ¡Ya basta! ¡Pase lo que pase, esta noche vas a divertirte!
—Si tienes hambre —le dije a Dorothy—, puedes coger lo que quieras de la nevera.
Ninguna respuesta.
Cuando regresé al salón, se estaba quitando la chaqueta. Tuve un atisbo momentáneo del contorno de su pecho, demasiado voluminoso para una muchacha de su edad. Entonces, la chaqueta estuvo fuera, sus hombros recuperaron su posición normal y la larga blusa que llevaba colgó holgadamente a su alrededor. El rubor sonrojó sus mejillas. Fingiendo que no me había dado cuenta, entré en el cuarto de baño y me miré en el espejo, por encima del hombro de Anne.
Le devolví la sonrisa de su reflejo.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque pareces algo nervioso.
—Estoy bien. —Saqué un peine del bolsillo interior de la chaqueta y lo deslicé por mi cabello, preguntándome si Anne había advertido el ligero temblor de mi mano. También me pregunté si se imaginaba que había empezado a preguntarme si realmente estaba perdiendo la cordura.
—Por cierto, Dorothy —dijo Anne, cuando estábamos a punto de marcharnos.
—¿Sí? —respondió la muchacha, levantándose del sofá.
—Tendrás que cerrar la puerta por dentro. No nos funciona la llave.
—Oh —Dorothy asintió una vez.
—Bien, buenas noches. Nos veremos después.
Dorothy gruñó algo.
Soy incapaz de describir el agobio que sentí cuando Dorothy cerró la puerta a nuestras espaldas. Durante unos instantes permanecí inmóvil, rígido, sintiendo que los músculos de mi estómago se tensaban. Después Anne me cogió del brazo y, obligándome a mí mismo a forzar una sonrisa, la escolté hasta el coche.
—¿Te he dicho que esta noche estás preciosa? —pregunté, mientras me deslizaba en el asiento delantero, junto a ella.
Anne se inclinó y me dio un beso.
—Es usted muy amable, caballero —respondió.
La retuve entre mis brazos unos instantes, respirando la delicada fragancia de su perfume. ¡Dios mío! Voy a poner fin a todo este maldito absurdo, juré para mis adentros. Ya era suficiente.
—Hueles muy bien —comenté.
—Gracias, cariño.
Observé nuestra casa y me pareció ver a Dorothy mirándonos entre las particiones de las persianas.
—Cariño, ¿qué ocurre? —preguntó Anne.
Me recosté en el asiento, sonriendo, aunque me temo que de forma poco convincente.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
—Estás temblando.
—¿En serio, amor mío? —Intenté ocultar la verdad—. Será de pasión, de deseo.
Anne levantó ligeramente la cabeza.
—¿Ah sí? —preguntó.
—Por supuesto —respondí—. No te hagas la tonta.
—Bueno, que sepas que eres el chofer más descarado que he contratado jamás —dijo.
Sonreí y puse el motor en marcha. Mientras nos alejábamos de la acera, volví a echar un vistazo a la casa y, en esta ocasión, no me quedó ninguna duda: vi que las persianas regresaban a su lugar. Algo brincó en mi estómago y sentí el repentino impulso de pisar el freno y regresar corriendo a casa. Tuve que hacer grandes esfuerzos para rebelarme contra dicho impulso. El coche se sacudió ligeramente cuando hundí el pie en el acelerador.
—No corras, Barney Oldfield —dijo Anne.
—Es tu presencia, querida dama, la que abruma a mi pie —bromeé, intentando que mi voz no transmitiera la confusión que sentía. Sujeté el volante con fuerza, para que Anne no se diera cuenta de lo mucho que me temblaban las manos. El hecho de estar enfadado conmigo mismo no ayudaba demasiado.
—¿Le preguntaste si tenía una hora límite? —preguntó Anne.
—No la tiene —respondí, deseando al instante haber mentido, haberle dicho que teníamos que estar de vuelta a las once… o a las diez.
—¡Genial! —exclamó Anne, como yo me temía—. Así podremos divertimos sin tener que estar mirando continuamente el reloj.
—Sí —respondí.
La alegría había abandonado mi voz. Era incapaz de seguir ocultando mis sentimientos. Mientras accedíamos a la avenida, vi por el rabillo del ojo que Anne me estaba mirando.
—Ese «sí» ha sido muy poco convincente —comentó.
—En absoluto, mi… —Me interrumpí, pues acababa de darme cuenta de que estaba preocupado por Richard y de que Anne no podía objetar nada. Si tan sólo pudiera explicárselo de forma que creyera que esto no tenía nada que ver con el «asunto telepático»…—. Bueno —dije, vacilante—. Lo único que sucede es que no sé si deberíamos salir hasta muy tarde. No conocemos de nada a esa muchacha… y la verdad es que una recomendación de Elsie no es un sello nacional de garantía.
—Tienes razón —respondió—. Bueno, estaremos en casa a medianoche. Hasta entonces, podemos hacer un montón de cosas.
Medianoche. Apreté los dientes y sentí que mi cuerpo se ponía rígido. Sentía que debía regresar lo antes posible y enviar a esa muchacha a su casa. Pero eso era ridículo.
Al menos, intentaba convencerme a mí mismo de que lo era.
Durante un rato estuvimos intentando decidir dónde iríamos, hasta que finalmente nos decantamos por The Lighthouse, en Hermosa Beach, porque estaba relativamente cerca de casa y era un lugar agradable para tomar una copa y escuchar buen jazz moderno. Mientras íbamos hacia allí, Anne siguió hablándome y yo seguí haciendo grandes esfuerzos por ignorar mi preocupación.
—Cariño, ¿algo va mal? —me preguntó Anne, en medio de una frase—. ¿No te encuentras bien?
Advertí que mi dolor de cabeza estaba empeorando, aunque todavía podía soportarlo. En aquellos momentos no era mi principal preocupación.
—No, todo va bien —respondí, irritado conmigo mismo por sentir la necesidad de mentirle—. Sólo estoy… un poco preocupado por haber dejado a Richard con esa muchacha.
—Cariño, Elsie dijo que era de confianza.
—Lo sé. Yo… —Me encogí de hombros y sonreí torpemente—. Supongo que debo de parecer una vieja. Sólo quiero asegurarme de que Richard está en buenas manos.
—Cariño, ¿crees que yo no? A Elsie le hice todo tipo de preguntas sobre esa chica. Y esta tarde, antes de tomar una decisión, he estado hablando con su padre.
—Su madre ha muerto, ¿verdad? —pregunté.
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
Carraspeé.
—Dorothy me lo dijo —mentí.
Cada vez deseaba con más fuerza decirle a Anne que aquello no había terminado, que seguía captando pensamientos y sentimientos y que, simplemente, no confiaba en aquella muchacha. Me sentía como un niño pequeño por no contarle la verdad, pero cuando miraba la otra cara de la poco convincente moneda, sabía que tenía las mismas razones para no contársela. Si lo hiciera, iniciaría una nueva oleada de pánico en ella y, posiblemente, difamaría a una joven cuya única falta era tener exceso de peso. Además, ¿acaso no me había equivocado la noche anterior, cuando creí que la mujer estaba en el salón?
Pero eso no me ayudaba. De hecho, era lo que más me preocupaba de todo este asunto. Yo podía dudar de la lógica, pero nunca me había cuestionado mis sentimientos. Y por eso no estaba seguro de haberme equivocado respecto a la mujer.
Mientras Anne me hablaba de Dorothy, seguí dándole vueltas al asunto. Mi mente oscilaba entre la base de la razón y la fluidez de la emoción. Me temo que no oí demasiado.
Tenía quince años; eso sí que lo oí. Vivía con su padre y su hermano de ocho años. Iba al instituto y trabajaba como canguro para varias personas. Su padre también trabajaba en North American: era soldador en el turno de noche.
En aquella información no había nada que me inquietara, pero eso tampoco era de gran ayuda. Lo que me preocupaba, tanto ahora como antes, era lo que se escondía detrás de los hechos: la emoción que se ocultaba tras las palabras, el pensamiento que acechaba tras las barricadas del silencio. Eso era lo que no me gustaba de Elsie y…
¡Elsie!
De pronto lo supe. La enfermiza sensación de revulsión que había tenido con Elsie… había sido muy similar a la que había sentido con Dorothy.
Por un momento, eso me hizo sentir mejor. Era lógico. Las crueles y enervantes necesidades de la pubertad no eran ningún misterio… ni tampoco ninguna amenaza.
—¿Estás ya más tranquilo, papá? —preguntó Anne, cuando finalizó su informe sobre Dorothy.
Asentí.
—Supongo que merecía que me dieras a probar un trozo de pastel de la humildad —dije—. En marcha hacia jazzlandia.
Anne rió suavemente y se acercó un poco más a mí.
—Por supuesto —dijo, cerrando la mano sobre mi pierna.
Conseguí convencerme a mí mismo de que ya no estaba preocupado.
Al menos hasta que aparcamos, salimos del coche, entramos en The Lighthouse, nos sumergimos en su original estruendo, ocupamos una mesa cercana al piano de la banda, pedimos las bebidas y escuchamos los delicados y atonales caprichos de una obra llamada «Acuario».
Entonces, todo empezó de nuevo.
Allí sentado, con la mano alrededor de mi helada copa de vodka y observando las contorsiones y las extasiadas expresiones faciales del bajista, empecé a pensar en Dorothy.
Cada pensamiento era una gélida gota de premonición. ¿Qué había en ella que tanto me inquietaba? ¿Que temía de ella? ¿Cómo podía hacerle daño a Richard? Ése era el punto crucial: ¿Qué podía…?
Anne dijo algo, rompiendo la cadena de mis pensamientos. La música estaba demasiado alta y no pude oírla, aunque por la expresión de su rostro supe, más o menos, de qué se trataba. Me incliné hacia delante.
—Tom, ¿qué ocurre? —preguntó, con voz tensa.
Sacudí la cabeza y sonreí vagamente mientras ella desviaba la mirada. Observé su rostro. El miedo seguía inundándome. Díselo, pensé. ¡Díselo, por el amor de Dios! Si estás equivocado no pasará nada… pero no te quedes aquí sentado, inundado de terror.
Le toqué el brazo para que me mirara.
No dije nada. Durante un prolongado momento, sus ojos se posaron en los míos y supe que había sentido lo que había pasado entre nosotros con la misma claridad que yo. Entonces, apretando con fuerza los labios, se puso la chaqueta y cogió el bolso.
Cuando la puerta se hubo cerrado a nuestras espaldas, cortando el salvaje sonido de la música, empezó a avanzar hacia el coche.
—Cariño —empecé a decir.
—No importa, Tom.
—Escucha —le dije, irritado—. ¿Crees que lo hago por mí?
Hizo un gesto de impotencia con la mano derecha, pero no respondió. Cuando llegamos al coche, se quedó esperando a que abriera. Por un instante me vi tentado de decirle que lo sentía y que regresáramos a The Lighthouse, pero sabía que no podía hacerlo. Le abrí la puerta, esperé a que se sentara, cerré de un portazo y rodeé el coche a todo correr.
Puse en marcha el motor y, en cuanto abandonamos la acera, pisé el acelerador a fondo. En la esquina tuve que frenar en seco ante un semáforo en rojo y siseé con impaciencia. Sabía que Anne me estaba mirando, pero no podía devolverle la mirada. Empezaba a sentir que ella sabía qué ocurría… y eso sólo incremento el espantoso temor que me estaba devorando.
Cuando el semáforo se puso en verde, hundí el pie en el acelerador y el Ford salió disparado y rugiendo por la ventosa pendiente que conducía hacia la autopista de la costa.
Ahora que había renunciado a luchar contra él, el temor se fue intensificando con rapidez. Tenía la impresión de que mi mente me abandonaba y volaba hacia nuestra casa. De repente estaba en el porche. Entraba en el salón y las luces estaban apagadas. Entraba en el vestíbulo y no había luz en ninguna parte. Anne me miró cuando lancé un grito aterrado. Oí que empezaba a decir algo, pero al instante se interrumpió. El Ford dobló la curva chirriando y se dirigió hacia el norte por la autopista. Ignoro qué parte de mí prestaba atención a la carretera, pues mi mente estaba en casa, buscando, muerto de pánico. ¡Richard!, me oí gritar.
¡Richard!
El coche nunca me había parecido tan lento. Cien por hora era despacio, ochenta era paso de tortuga y sesenta era estar parado. Esperar a que un semáforo se pusiera en verde era una agonía de presciencia. Sabía que Anne quería hablar, pero yo no me atrevía a hacerlo; no quería hacerlo. Sólo deseaba llegar a casa en un segundo.
Para cuando frené delante de nuestro hogar, todo mi cuerpo temblaba. Apagué el motor, abrí a empujones la puerta, corrí por el oscuro jardín y subí los escalones del porche de un salto. A mis espaldas oí el portazo de la otra puerta al cerrarse y el rápido sonido de los tacones de Anne. Ni siquiera me molesté en llamar. Un simple giro del pomo me indicó que la puerta seguía cerrada con llave. Di media vuelta con rapidez, justo cuando Anne empezaba a subir los escalones del porche.
—¿Adonde vas? —preguntó.
—A la puerta de atrás —jadeé.
—No hay luz —dijo ella, con un tono falsamente tranquilo.
No respondí. Doblé la esquina del garaje con rapidez y corrí por el callejón.
La puerta trasera estaba abierta de par en par. Justo cuando me disponía a entrar, di media vuelta y salí disparado de nuevo. Giré a la izquierda de forma instintiva y corrí por el patio posterior.
Cuando la encontré, estaba llorando en un oscuro rincón. En sus brazos, envuelto en una manta, estaba Richard.
Sin decir ni una palabra, se lo quité de los brazos y di media vuelta. Un sonido terrible y medio enloquecido escapó de la garganta de Dorothy, pero no me detuve. Empecé a caminar hacia Anne, que se encontraba al final del callejón.
—¿Qué es eso? —preguntó asustada, con un hilo de voz.
—Enciende la luz de la cocina —dije.
Tras retroceder unos pasos, dio media vuelta y se apresuró a entrar en casa. La cocina se iluminó.
Anne se quedó sin aliento al verme entrar con Richard.
—¡No! —gimió.
—Está bien —dije con rapidez—. Ni siquiera se ha despertado.
Me siguió por el salón hasta el vestíbulo, encendiendo las luces. Cuando llegamos al dormitorio de Richard, lo acosté en su cunita y desenrollé la manta. Anne se acercó a nosotros, con una expresión de terror en el rostro.
—¿Está herido? —preguntó.
—No lo creo. —Richard se removió inquieto cuando encendí la luz del techo. Sentí su miedo, que ya se estaba desvaneciendo. No tardó en desaparecer por completo y pronto estuvo roncando con beatitud.
—¡Oh, Dios mío!
Logré coger a Anne antes de que se desplomara contra el suelo. Sujetándola por la cintura, la conduje hacia el salón, apagando la luz de la habitación de Richard al salir.
—Está bien —repetí—. El niño está bien, Anne.
Estaba pálida como la cera.
—¿Y si no hubiéramos regresado? —preguntó en un susurro.
—Estamos aquí —respondí—. Eso es lo único que importa.
—Oh, Tom, Tom. —Empezó a temblar entre mis brazos.
—Todo va bien.
La abracé durante varios minutos, antes de decirle:
—Será mejor que la lleve a su casa.
—¿Qué? —preguntó, levantando la cabeza.
—Esa chica vive demasiado lejos. No puede ir caminando.
Anne tragó saliva. Le temblaban los labios.
—Voy a llamar a la policía.
—No, no, no —dije—. No serviría de nada.
—¡Tom, esto podría volver a ocurrir! —gritó Anne, aterrada—. ¡Puede que intente secuestrar a otro niño!
—No, no lo hará —respondí—. Lleva algún tiempo trabajando como canguro para Elsie y nunca lo ha intentado. No sé por qué lo habrá hecho esta noche, pero estoy seguro de que no volverá a ocurrir.
Anne sacudió la cabeza.
—No lo sé —dijo—. No lo sé.
Intenté convencerla para que se acostara, pero se negó. Cuando salí de casa, seguía de pie en la habitación de Richard, mirándolo.
Dorothy no estaba en el patio posterior. Caminé hasta la calle y observé la avenida. Estaba al final de la siguiente manzana, caminando de forma errática. Me monté en el coche y la seguí.
Iba dando bandazos, del aura de una farola a la siguiente. Parecía cegada por el desconsuelo, incapaz de saber por dónde iba. Avancé tras ella hasta que vi que su pesado cuerpo caía sobre una zona verde. Se quedó allí tendida, temblando. Detuve el vehículo y salí. Cuando llegué junto a ella, estaba arrancando el césped con las manos y los dientes y sollozando como un animal.
La ayudé a incorporarse y ella emitió un sonido similar al que haría alguien con náuseas. A la luz de una farola cercana, sus negros ojos me miraron con ofuscación.
—No —dijo—. No. No. No.
—Vamos, Dorothy.
De pronto empezó a pegarme, sollozando, con los labios torcidos. La saliva escapaba entre sus apretados dientes y se deslizaba por la mandíbula. Tuve que darle una bofetada para que se tranquilizara y me permitiera llevarla hasta el coche.
Empezó a llorar de nuevo cuando nos pusimos en marcha, tapándose la cara con las manos y estremeciéndose con cada nuevo hipido. En un principio creí que el sonido que emitía se debía simplemente a su desconsuelo, pero entonces me di cuenta de que estaba intentando hablar… y aunque no podía oír sus palabras, sabía qué estaba diciendo.
—No, no te llevo a la policía —dije—. Ni tampoco voy a decírselo a tu padre. Pero tomaré medidas, Dorothy. Te lo digo de verdad. Y no quiero volver a verte nunca más en nuestro barrio.
Lamenté haber dicho esto último, pero me salió de forma espontánea.
Durante el resto del trayecto siguió llorando y emitiendo aquellos sonidos de pesar animal. Evité acceder a su mente. Cuando llegamos a su casa, abrió el portal y avanzó tambaleándose por el sendero. Tiré de la puerta para cerrarla y di media vuelta con rapidez. En aquellos momentos no me importaba en absoluto lo que fuera de ella. No quería volver a verla en mi vida.
Cuando regresé a casa, Anne estaba sentada en el sofá del salón. Todavía no se había quitado la chaqueta.
—¿Richard está bien? —pregunté.
—Sí. Está dormido.
Advertí la palidez de su rostro y me di cuenta de que no la había protegido de nada. Una mujer tiene su propia percepción. Me senté a su lado y la rodeé con el brazo.
—Todo ha terminado, Anne —le dije.
Entonces se derrumbó. Con un gemido, hundió su rostro en mi pecho. Estaba temblando.
—Todo va bien —intenté confortarla.
Al cabo de un rato se calmó, levantó la cabeza y me miró con una expresión que fui incapaz de sondear, a pesar de que sabía perfectamente lo que sentía: temor, ansiedad, inseguridad.
—Lo sabías, ¿verdad? —preguntó, con un hilo de voz.
—Sí —respondí—. Lo sabía.
Sus ojos se cerraron.
—Entonces no se ha ido. Sigue con nosotros.
—¿Cómo puedes lamentarte ahora de eso? —pregunté—. Si se hubiera ido aún estaríamos en The Lighthouse creyendo que todo iba…
—No… —Se llevó una mano a los ojos y empezó a llorar suavemente. En esta ocasión, con más alivio que pesar.
Una risa amarga escapó inesperadamente de mi ser. Anne levantó la mirada, sorprendida.
—¿Qué te ocurre? —preguntó.
Negué con la cabeza y sentí que las lágrimas inundaban mis ojos.
—De total confianza —dije.