—¿Vas a contárselo a Frank y a Elizabeth?
Eran casi las cinco de la tarde del miércoles. Estábamos en el dormitorio; Anne sentada en la cama, peinando a Richard, y yo poniéndome una camiseta limpia, En unos minutos saldríamos a cenar.
Me pasé la camiseta por la cabeza y me quedé mirándolos en el espejo de la cómoda.
—¿Vas a hacerlo? —repitió.
Negué con la cabeza.
—No, ¿para qué molestarse? —respondí—. Frank sólo se reiría.
Se hizo el silencio. Sabía qué estaba pensando Anne, puesto que también yo lo había pensado. Y sabía que ella no quería pensar en eso, como tampoco yo quería. Era demasiado importante… y la verdad es que no teníamos ningún derecho a seguir dándole vueltas. ¿Qué pruebas teníamos? Un sentimiento informe en el silencio de la noche. El destello de un instinto, un breve segundo durante el cual el deseo de creer en algo más parecía haberse convertido en un hecho, en una aceptación. No era suficiente, en absoluto.
Di media vuelta y me apoyé en el borde de la cómoda Anne rehuyó mi mirada.
—Nita camiza, papi —dijo Richard.
—Gracias, cariño —respondí.
—De nada.
Por un momento, tuve la impresión de que algo había pasado entre nosotros. Una especie de comprensión. Volví a mirarlo, pero ya se había girado.
Mientras lo miraba, pensé en lo fácil que sería criarlo si tan sólo fuera capaz de creer. Entonces, todos los temores que sentía continuamente se mitigarían. Ya no me daría miedo que sufriera una enfermedad fatal o que fuera atropellado por un coche o que perdiera la vida en uno de los miles de accidentes a los que los niños son tan vulnerables. Pensé en lo maravilloso que sería poder creer que estaba a salvo.
Los ojos de Anne se encontraron con los míos.
—Sólo sé una cosa —dije, de forma impulsiva—. Hay algo a nuestro alrededor. No sé qué es, pero es algo. Y está ahí, Anne. Está ahí.
Recuerdo cómo me miró. Recuerdo que, durante un instante, presionó sus labios contra la cabecita de Richard.
—Sería tan bonito —dijo, casi para sus adentros—. Tan bonito…
Frank abrió la puerta.
—Saludos, queridos sufridores —dijo de corrido. Su aliento de cerveza nos envolvió—. Pasad al infierno.
Mientras entrábamos en el salón, Elizabeth salió de la cocina. No fue difícil saber que habían estado discutiendo: aunque no hubiera percibido la tensión reinante, me habría dado cuenta de que tenía los ojos enrojecidos.
—Hola —nos saludó, forzando una sonrisa. Avanzó hacia nosotros sin mirar a Frank—. Hola pequeño —añadió, dirigiéndose a Richard.
Cuando se detuvo junto a nosotros, Frank le pasó un brazo por la cintura. Advertí que hundía sus pálidos dedos en la suave carne de su estómago.
—Esta es mi esposa, Lizzie —dijo—. Lizzie, la madre de mi futuro mocoso.
Con una mueca de dolor, Elizabeth se apartó de su marido y se inclinó para hablar con Richard. ¡Odio! Esta palabra pareció centellear en mi mente como una bombilla, antes de fundirse y volverse negra.
—Estás tan guapo, Richard. —Tenía la voz quebrada—. Llevas una camisa muy bonita.
—A mí nunca me dices que estoy guapo —protestó Frank.
—¿Nita? —Richard tiró de la camisa para acercar su brillante tela a Elizabeth.
—Oh, sí. Es muy bonita.
—Bueno, siéntense —dijo Frank—. Y elijan su veneno… como diría la célebre zorra conocida en el mundo entero, Elsie Leigh.
—Estás de buen humor —comenté.
—¿Qué os apetece tomar? —preguntó.
—Yo nada —respondió Anne, con frialdad. Yo le dije que un vaso de vino, pero sólo si él me acompañaba. Me dio a escoger entre tres y me decanté por el sauterne.
—Uno de sauterne… marchando —Frank se alejó hacia la cocina con un eructo.
Elizabeth se enderezó, con una sonrisa tirante en el rostro.
—Ha tenido un mal día —explicó, intentando en vano que sonara divertido—. No le hagáis caso.
—¿Estás segura de que quieres que nos quedemos a cenar, Liz? —preguntó Anne en voz baja—. No nos importará si…
—Oh, no te preocupes, querida —respondió ella. Sentí que la abrumaba una oleada de tensa desdicha. En la cocina, Frank volvió a eructar con sonoridad.
—En clave de do —le oímos decir.
—Oh, antes de que me olvide… ¿Me dejé un peine en tu casa el otro día? —preguntó Elizabeth.
Anne cloqueó.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. Sí. Te lo dejaste. He pensado en traértelo una decena de veces, pero siempre se me olvida. Lo siento.
—Oh, no pasa nada, querida —respondió—. Sólo quería saber dónde estaba. Ya pasaré a recogerlo.
—Sauterne —dijo Frank, regresando a la sala con una copa de vino en la mano.
—Iré a preparar la cena —anunció Elizabeth, dirigiéndose a la cocina.
—Deja que te ayude —se ofreció Anne.
—No hay nada que hacer —respondió ella, con una sonrisa… una sonrisa que se desvaneció al ver que Frank le obstaculizaba el paso—. Frank… —dijo, con voz suplicante.
—Lizzie no piensa volver a hablarme nunca más —anunció—. ¿Verdad, Lizzie?
—Frank, déjame pasar —su voz era tensa.
—Oh, está tan enfadada, tan enfadada… —Le dio unas palmaditas en la espalda—. ¿Estás enfadada, Lizzie?
—Te ayudaré, Liz —dijo Anne, levantándose y cogiendo a Richard de la mano. Elizabeth abrió la boca como si fuera a decir algo, pero no lo hizo. Pude ver la combinación de gratitud y cólera de su rostro. Frank se apartó cuando Anne se acercó. Las dos mujeres y Richard desaparecieron en la cocina.
—Una mujer embarazada, un niño pequeño. Dos mujeres embarazadas… —Dejó escapar un sibilante suspiro—. Ésta es la época de ser feliz. —Rió con disimulo—. ¿Está bastante bien, verdad? —preguntó.
—Sólo lo justo —respondí.
—No es eso lo que piensas, hijo de puta sobrio. —Me tendió la copa con tanta brusquedad que parte del vino se derramó y se deslizó por mi mano.
—¡Oh! —exclamó Frank—. Lo siento. —Estuvo a punto de caerse del sillón—. Está enfadada conmigo sólo porque le dije que levantara la nevera para ver si nos ahorrábamos la molestia de tener un hijo. —Entre risas, cogió su lata de cerveza y la levantó—. Por la feminidad incipiente —brindó—. Largo sea el infierno al que se dirige. —Soltó un hipido y vació la lata de un sólo trago. De repente, adoptó una expresión sombría y tiró la lata vacía sobre la moqueta—. ¡Bebés! —dijo con aspereza, lo bastante alto para que lo oyeran desde la cocina—. ¿Quién diablos los inventó?
Si en algún momento había tenido la intención de hablarles de aquella mujer, Frank no tardó en disiparla.
Siguió bebiendo hasta que la cena estuvo servida y continuó haciéndolo durante toda la velada, sin apenas tocar la comida. Cuando Elizabeth, en un intento desesperado por cambiar de tema, mencionó lo extraño que había sido que yo llamara justo en el mismo instante en que Anne había recibido un golpe en la cabeza y había perdido el conocimiento, me encogí de hombros y le dije que había sido una simple coincidencia. No me apetecía hablar de eso en aquel lugar.
Pensé en cómo describen los médiums su entrada en una casa encantada, en cómo perciben presencias extrañas en el aire. Pues bien, aquella casa también estaba encantada. Lo sentía con fuerza. Estaba encantada por la desesperación, por los fantasmas de mil palabras y actos crueles, por el residuo espectral de peleas no resueltas.
—Bebés —siguió diciendo Frank, mientras clavaba el tenedor de forma vengativa en su comida—. Bebés. ¿Son válidos? ¿Son íntegros? ¿Son lógicos? ¿Son la jodida suma de sus partes? Os lo estoy preguntando.
—Frank, estás haciendo… —empezó a decir Elizabeth.
—A ti no —la interrumpió—. No te lo estoy preguntando a ti. Tienes problemas mentales con los bebés. Los bebés son tu obsesión. Vives bebés, respiras bebés. —Nos miró a Anne y a mí—. A Lizzie sólo le importan los bebés —continuó—. Siempre está diciendo: «¿Cuándo vamos a hacer un bebé?», «¿Cuándo vamos a fertilizar un óvulo?», y…
—Frank. —El tenedor de Elizabeth tintineó sobre su plato, mientras se cubría los ojos con una mano temblorosa.
Richard la miró, con los ojos abiertos de par en par. Anne extendió el brazo sobre la mesa y apoyó su mano en la de ella.
—Tranquilízate, hombre —dije—. ¿Estás intentando que se nos indigeste la comida o qué?
—¿Quieres que me tranquilice? —espetó Frank—. ¡Que me tranquilice! ¿Cómo puedes tranquilizarte cuando algo que ni siquiera está vivo se está comiendo todo tu dinero?
Sacudió la cabeza vertiginosamente.
—Bebés, bebés, bebés —canturreó. De repente me miró—. ¿Por qué coño me miras así?
La frivolidad había desaparecido. Ahora parecía odiarme a muerte.
Parpadeé y aparté la mirada. No era consciente de haber estado mirándolo; sólo del retorcido y colérico flujo de su mente.
—Sólo estaba mirando a un idiota que yo me sé —respondí.
Soltó un silbido airado.
—Soy un idiota, de acuerdo —reconoció—. Cualquier hombre es un idiota que hace bebés.
—¡Frank! ¡Por el amor de Dios! —Elizabeth se levantó de la mesa y dejó su plato en el fregadero. Estaba temblando.
—Richard —dijo Frank—, no hagas bebés. Puedes salir con chicas. Puedes divertirte. Puedes hacer lo que quieras. Pero nunca hagas bebés.
El resto de la cena, el postre y demás lo comimos en tenso silencio, interrumpido sólo por vanos intentos de conversar.
Más tarde, Frank y yo fuimos a dar una vuelta. Él había seguido bebiendo y cada vez estaba siendo más grosero con Elizabeth, de modo que le sugerí que saliéramos. Como no quería que condujera, cogí mi coche y le dije que necesitaba poner gasolina para el día siguiente.
—De acuerdo —dijo—. De todas formas, mañana no pienso ir a trabajar. ¿Por qué tendría que hacerlo?
Mientras ponía el coche en marcha, Elsie salió de su casa vestida con un traje de playa. Tras saludarnos con la mano, se agachó para coger la manguera.
—Zorra gorda —espetó Frank. A pesar de sus palabras, no percibí una sensación de cólera, sino de airada lujuria.
Permanecimos un rato en silencio. Frank había sacado la cabeza por la ventanilla de su lado y el frío aire de la noche azotaba su oscuro cabello. Manteniendo los ojos fijos en la carretera, me dirigí hacia el océano. De vez en cuando Frank murmuraba algo, pero no le prestaba atención, pues iba pensando en que la vida continuaba y que cada realidad, por pequeña que fuera, nos impulsaba mucho más que cualquier pensamiento que pudiéramos tener.
En cierta ocasión, vi en la televisión un programa de hipnosis en el que una joven hipnotizada explicaba hechos y cifras sobre su antigua vida en Nuremburg, durante la década de los treinta del siglo XIX.
Al principio me quedé pegado al asiento, completamente fascinado. La mujer hablaba alemán con fluidez, a pesar de que las últimas cuatro generaciones de su familia habían vivido en América. Describía edificios y personas; proporcionaba fechas, direcciones y nombres.
Entonces, las pequeñas realidades empezaron a repercutir. Sentí la forma del cojín del asiento que ocupaba y un hormigueo en la cabeza. Tenía sed y bebí un sorbo de Coca-cola del vaso que había dejado en la mesita de café, prácticamente escondida entre revistas. Oí el susurro de la ropa de Anne cuando cambió de posición en el sofá. Fui consciente de la pequeñez del tubo catódico respecto a la sala. Oí pasar un avión sobre nuestra casa y vi los libros de la estantería. La joven siguió hablando y hablando hasta que, lentamente, aquel hecho increíble se convirtió en algo corriente y aburrido. Me recosté en el sofá y seguí mirando el programa, sin prestarle demasiada atención.
De hecho, cambié de canal antes de que terminara.
Ahora sentía algo similar. Sentía el duro asiento bajo mi cuerpo, el volante en mis manos y el sonido del motor del Ford en los oídos. Por el rabillo del ojo veía a Frank sentado a mi lado, taciturno, y las luces que centelleaban junto a nosotros. Todo era demasiado real, demasiado cierto, y lo demás parecía inaceptable. La mujer volvía a ser un sueño y todo lo demás, incluso el hecho de percibir los pensamientos de Frank y Elizabeth, me parecía obra de la imaginación, algo que podía justificarse fácilmente.
Después de conducir durante unos veinte minutos, nos detuvimos en un bar en Redondo Beach, ocupamos una mesa situada en el fondo y pedimos cervezas. Frank vació tres jarras en un abrir y cerrar de ojos. Se entretuvo con la cuarta, deslizando su húmeda base por la suave superficie de la mesa y mirándola fijamente.
—¿De qué sirve? —preguntó, sin mirarme.
—¿De qué sirve qué?
—De qué sirve todo. Casarse y tener hijos y todo lo demás. —Infló sus mejillas de aliento contenido y, a continuación, lo dejó escapar ruidosamente—. Supongo que quieres tener un bebé.
—Por supuesto —respondí.
—Lo suponía —espetó, bebiendo un poco de cerveza.
—Asumo que tú no quieres —comenté.
—Asumes bien, amigo mío —dijo, con amargura—. En ocasiones, me gustaría pegarle una patada en la jodida tripa para que… oh. —Apretó la jarra entre sus manos como si quisiera romperla en pedazos—. ¿Qué bien puede hacerme un bebé? ¿Para que cojones voy a querer tener un hijo?
—Son muy simpáticos —comenté.
Se recostó contra su asiento.
—Por supuesto —respondió—. Por supuesto. Y también lo es un poco de dinero en el banco. Y un poco de seguridad.
—No comen dinero, Frank. Sólo un poco de papilla y leche.
—Claro que comen dinero —espetó—. Y también las esposas comen dinero. Y también las casas y los muebles y las putas cortinas.
—Tío, pareces un soltero frustrado —comenté.
—Un marido frustrado —me corrigió—. Desearía ser célibe. Aquellos sí que eran tiempos felices.
—Sí, estaban bien —respondí—. Sin embargo, yo prefiero estos.
—Puedes quedártelos —gruñó. Dejó escapar un suspiro de hastío y jugueteó con su vaso—. Cuando estaba normal, prácticamente tenía que suplicárselo… —murmuró—. Y ahora tiene una puta bolsa llena de mentiras a las que recurre para sacarme de la cama.
Supongo que reí.
—¿Es eso lo que te preocupa? —pregunté. Me sorprendió advertir que no estaba demasiado telepático en aquellos momentos.
—Puedes estar seguro —respondió Frank—. Tiene el apetito sexual de una puta mariposa. Incluso cuando está normal. Ahora…
—Frank, créeme: un embarazo no tiene nada de anormal.
—Por supuesto que sí —espetó—. Es una pérdida de frescura. —Se inclinó hacia delante con una expresión seria, decidida—. Pero no me he quedado de brazos cruzados, amigo mío. —Soltó una risita—. Por decirlo en lengua vernácula… —Miró a su alrededor del modo que suelen hacer los hombres para indicar que van a hacer una sobrecogedora revelación—: Tengo un pequeño trabajo pelirrojo en la planta —explicó.
Volví a sorprenderme.
—Ella lo sabe —continuó—. La buena de Lizzie lo sabe todo. ¿Pero qué cojones esperaba? Un hombre necesita hacerlo. Eso es todo. Y yo lo necesito mucho. Es una simple cuestión de aritmética.
Siguió hablándome de su pequeño «trabajo»: pelirroja, pequeñita, de camisas ceñidas y pantalones estrechos. Todo empezó cuando llevó unos papeles al departamento de contabilidad.
—A la hora de la comida no tengo tiempo de comer demasiado —añadió, guiñándome un ojo.