El martes por la tarde, cuando regresé a casa del trabajo, dejé la bolsa en la mesa de la cocina.
—¿Qué es eso? —preguntó Anne, después de darme un beso.
—El azúcar —respondí.
Me miró un prolongado momento.
—¿Puedo atreverme a preguntarte cómo sabías que necesitábamos azúcar?
—¿No me la pediste? —pregunté, a pesar de que ya conocía la respuesta.
Anne me dijo que no con la cabeza.
—Bueno… puede que, al fin y al cabo, tu nuevo don nos resulte útil —dijo, intentando que su voz sonara divertida.
Dejé el paquete de azúcar en la alacena y me quité la americana.
—Hace calor —comenté.
—Sí.
Mientras Anne ponía la mesa, me quedé junto a la ventana de la cocina mirando a Richard y a Candy, que corrían en círculos erráticos intentando cazar una mariposa.
—¿Tom? —oí decir a Anne. Me giré—. ¿Qué vas a hacer?
—¿Te refieres a…? —Fui incapaz de encontrar la palabra correcta.
Ella asintió.
Suspiré.
—¿Acaso puedo hacer algo? No es algo que se pueda señalar con el dedo. En mis sueños aparece una mujer extraña. —Todavía no le había dicho que no creía que fuera un sueño—. Creo saber lo que hay en la mente de Elsie. Sentí un golpe en la cabeza en el mismo instante en que tú lo recibiste. Percibo algunos de tus pensamientos, como el de que necesitábamos azúcar. —Me encogí de hombros—. ¿Cómo podría explicarlo? ¿Qué podría decir?
—Podrías ir a ver a Alan Porter —propuso.
—A mi mente no le pasa nada —respondí, dando media vuelta para seguir mirando por la ventana.
—Bueno, ¿entonces cómo lo llamarías? —preguntó—. Que yo sepa, eso está ocurriendo en tu mente.
—Sí, pero no es una crisis nerviosa. En cualquier caso… —Me interrumpí un momento, al darme cuenta de algo—. En cualquier caso es una mejora, no un retroceso.
—¿Y eso hace que te sientas mejor? —preguntó—. Estás asustado, Tom, reconócelo. Puedo sentir como tiemblas cada noche, cada vez que se repite ese sueño. Puedes llamarlo como quieras, pero lo único que ha hecho ha sido perturbarte. Creo que deberías hacer algo para remediarlo… y pronto.
—De acuerdo —respondí, vacilante—. Haré algo.
Me sentía como si me hubieran empujado hasta una esquina indeseable. Lo que estaba ocurriendo me asustaba, por supuesto… pero también me intrigaba.
Por la mañana había captado fragmentos de los pensamientos y emociones de mis compañeros de oficina: irritación, aburrimiento, cansancio, ensueños, fantasías de todo tipo, visiones vagas y desarticuladas, fragmentos de frases y demás. Ignoraba a quién pertenecía cada uno de aquellos sentimientos, pero eso sólo servía para enfatizar mi fascinación.
Uno o una de ellos, por ejemplo, se imaginaba a sí mismo en un crucero por el océano que había hecho o que deseaba hacer. Habría jurado que podía oler la brisa marina y sentir el balanceo del barco a mis pies. Otro pensaba en una mujer, pero la visión era forzada y desagradable, provista de las mismas connotaciones que había percibido en la mente de Elsie. Era ligeramente repugnante, sí, pero me intrigaba.
Volví a apartar la mirada de la ventana cuando se me ocurrió una idea.
—Me pregunto… —empecé a decir.
—¿Ahora qué?
—Me pregunto si me habré convertido… o si me estaré convirtiendo en un médium.
—¿Un médium? —Anne dejó caer sobre la mesa una botella de leche.
—Sí, ¿por qué no? —La expresión de su rostro me hizo sonreír—. Querida, un médium no tiene por qué ser una mujer rechoncha de mediana edad vestida con túnica, ¿sabes?
—Lo sé pero…
—Bueno, piénsalo bien —continué—. La palabra en sí médium, es una descripción perfecta. Significa… un lugar intermedio. Eso es lo que son los médiums. Se encuentran entre la fuente y el objetivo, permitiendo que los pensamientos y las impresiones fluyan entre ellos. Los médiums…
—Si eres un médium, dime una cosa —me interrumpió.
—¿Qué?
Me miró fijamente, con una expresión acusadora.
—¿Por qué no tienes ningún control sobre lo que te está pasando?
Éste siguió siendo el tema de nuestra conversación durante la cena… interrumpido tan sólo por órdenes e instrucciones dirigidas a Richard para que comiera.
—No, no lo entiendo —dijo Anne—. Has estado sufriendo con todo este asunto. Es evidente que has cambiado… sí, y en cuestión de días.
Empecé a objetar, pero hizo ver que no me había oído.
—Estás pálido. Deteriorado. Agotado.
—Lo sé —respondí.
No podía negarlo. Cada vez que me exponía a mi nuevo don, sentía un intenso dolor de cabeza y una fatiga tremenda, como si tuviera los huesos de plomo.
—Bueno, pues entonces soy incapaz de entenderlo —continuó Anne, irritada por mi aparente cambio de actitud—. Estás de acuerdo en que te está haciendo daño y, sin embargo, me dices que no quieres hacer nada para solucionarlo porque crees que eres un médium o algo similar.
—Cariño, no estoy diciendo eso —respondí—. Lo que estoy diciendo es que, durante un tiempo, me gustaría ver qué ocurre. Todo esto se dirige hacia alguna parte; puedo sentirlo.
—¡Oh, claro! ¡Puedes sentirlo! —Presionó los labios con fuerza, enfadada—. ¿Y qué se supone que debo hacer por las noches, cuando despiertas sobresaltado de un sueño profundo, como si te hubieran disparado? Estoy embarazada, Tom. Y también estoy nerviosa; muy nerviosa. ¿Crees que estar expuesta a eso cada noche va a ayudarme?
—Cariño, yo…
El timbre de la puerta sonó en aquel momento. Me levanté y crucé el salón, preguntándome por qué sentía aquel hormigueo. Fue breve, pero bien definido. Mientras duró, tuve la impresión de que mi cuerpo era metálico y estaba cruzando un potente campo magnético.
Harry Sentas estaba al otro lado de la puerta.
—Oh… hola —saludé, sorprendido.
—Buenas tardes —dijo él. Era un hombre alto y corpulento que, de alguna forma, siempre parecía incompatible con la ropa que llevaba. Habría tenido un aspecto más natural con un mono, una gorra y, quizá, una mancha de grasa en su colorada mejilla.
—He venido a cobrar el alquiler —dijo—. Imaginé que así le ahorraría un viaje.
—Oh —asentí.
—¿Quién es? —Richard entró corriendo en la habitación y oí que Anne lo llamaba para que regresara a la cocina.
—¿Pero no faltan aún dos días? —pregunté.
—Imaginé que querría sacárselo de la cabeza lo antes posible —respondió.
—Ya veo —carraspeé—. Bueno, si espera un momento, le haré un cheque.
—Espero —dijo.
Regresé a la cocina y saqué el talonario del cajón de la alacena. Anne me miró con una expresión interrogadora y yo me encogí de hombros.
—¿Quién es? —preguntó Richard.
—El señor que vive en la casa de al lado, cariño —explicó Anne.
—¿Señor casa lado?
Extendí el cheque, lo arranqué del talonario y se lo llevé a Sentas.
—Gracias —me dijo, doblándolo.
—Ah, por cierto. Me pregunto si podría arreglar la cerradura de esta puerta.
—¿La cerradura?
—Sí. No puede cerrarse desde fuera. Cada vez que salimos, tenemos que cerrar por dentro y dejar la puerta de atrás abierta.
—¿En serio? Me ocuparé de ello.
—Muy amable.
Sentas dio media vuelta y bajó los escalones del porche. Lo observé durante unos instantes, mientras se alejaba hacia su casa. A continuación cerré la puerta y regresé a la cocina.
—¿Esto se va a repetir cada mes? —preguntó Anne—. Las dos primeras veces pensé que había sido una casualidad.
—No lo sé —sacudí la cabeza—. Pero no me gusta. Anne se encogió de hombros.
—Supongo que sólo está preocupado por su dinero.
—El dinero de su esposa —la corregí—. Según Frank, es ella la que está forrada.
Anne sonrió, asintiendo con la cabeza.
—El bueno de Frank —dijo—. Siempre tiene una palabra buena para todo el mundo.
Dejé escapar un suspiro.
—Bueno, a mí no me gusta Sentas —repliqué.
Levantó la mirada del plato.
—¿Eso se debe a… tu condición de médium? —preguntó.
—Cariño, haces que parezca una especie de monstruo.
—Bueno, yo diría que todo esto es un poco monstruoso, ¿tú no?
—Moztruoso —repitió Richard—. Moztruoso, mamá.
—Sí, cariño —dijo ella.
—Bueno, yo no me considero un monstruo —respondí.
—Oh, vamos. No seas tan sensible.
—Tú eres la única sensible.
—¿Y no crees que tengo razones? —preguntó, irritada.
—Sé qué es duro para ti, pero…
—Pero tú estás haciendo una montaña de ello.
—Cariño, no quiero discutir —dije—. Mira. Deja que continúe un poco más. Te prometo que si te pone nerviosa, si te asusta o algo, iré… iré a ver a Alan Porter. ¿Te parece bien?
—Tom, eres tú quien se está asustando y poniendo nervioso.
—Bueno… pero quiero que dure un poco más —respondí—. Te confieso que siento una gran curiosidad. ¿Tú no?
Vaciló antes de responder, pero finalmente inclinó la cabeza y asintió a regañadientes.
—Reconozco que es algo… inusual, ¿pero crees que vale la pena correr el riesgo de desestabilizar nuestras vidas?
—No permitiré que eso ocurra —respondí—. Y lo sabes.
Aquella noche, antes de irnos a dormir, tropezamos con algo que nos proporcionó una pista definitiva.
Le pedí a Anne que intentara recordar qué había sucedido durante la hipnosis y si Phil había dicho algo que pudiera haber desencadenado todo esto.
Y ella recordó dos cosas. Ninguna de ellas era concluyente, por supuesto; nunca se encuentra nada concluyente en casos como éste. Sin embargo, ambas eran muy sugerentes.
Me dijo que, mientras revivía momentos sueltos de mi duodécimo año de vida, Phil había comentado, en respuesta a la pregunta de alguien: «No, no existen límites respecto a lo que puede hacer su mente. Es capaz de cualquier cosa».
El segundo comentario tuvo lugar cuando Phil me estaba despertando de la hipnosis… y en mi opinión, ahí estaba la clave.
—Ahora, tu mente está libre —había dicho—. No hay nada que la vincule. Está libre, absolutamente libre.
Eran unas palabras que había pronunciado cientos de veces antes. Según tengo entendido, es una orden diseñada para evitar que la mente del sujeto hipnotizado retenga cualquier sugerencia que se le haya dado inadvertidamente y que pueda resultar dañina. Como ya he dicho, Phil la había utilizado cientos de veces; él mismo lo verificó más adelante.
Sin embargo, por alguna razón, conmigo había tenido un efecto contraproducente.
•
Me incorporé de un salto y sentí el frío aire de la noche en mi rostro sudoroso. Mi corazón palpitaba con fuerza mientras miraba paralizado hacia el salón.
Ella estaba allí de nuevo.
Permanecí sentado, rígido, intentando obligarme a levantarme e ir hasta allí. Los músculos de mi estómago estaban crispados y tensos. No podía hacerlo. La fuerza de voluntad había desaparecido. Había visto a la mujer en mi mente y me sentía incapaz de levantarme, caminar hasta el salón y encontrarla junto a la ventana, blanca e inmóvil, mirándome con sus ojos negros.
—¿Otra vez?
Se me escapó un gemido de temor. Mi corazón latía con tanta fuerza que parecía chocar contra la pared del pecho. Tragué saliva con esfuerzo y respiré hondo, temblando.
—Sí —murmuré.
—Y… ¿está ahí?
—Sí. Sí.
Sentí que Anne se estremecía.
—Tom. —Ahora había algo diferente en su voz. Ya no me cuestionaba—. Tom, ¿qué quiere?
—No lo sé —respondí como si, desde siempre, ambos hubiéramos aceptado a aquella mujer como una realidad objetiva.
—¿Todavía… está ahí?
—Sí.
—Oh… —Me pareció oírla sollozar y la abracé. Advertí que se había llevado la mano a la boca. Estaba mordiéndosela, con fuerza.
—Anne, Anne —susurré—. No pasa nada. No puede hacernos daño.
Apartó la mano de su boca. Su voz inundó la oscuridad.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó—. ¿Piensas quedarte aquí tumbado y permitir que esto continúe? Si realmente está allí, si es lo que dices que es…
Creo que ambos dejamos de respirar a la vez. Contemplé su oscuro contorno, sintiendo que mi corazón retumbaba lentamente.
—¿Anne? —me oí murmurar.
—¿Qué?
—No… ¿no crees lo que dijo Phil? ¿No crees que sea…?
—¿Tú lo crees?
Me temblaban las manos. Fui incapaz de responder porque de repente, me di cuenta de que no creía en lo que Phil había dicho. Nunca lo había creído. Ahora sabía que no era telepatía, sino algo más.
¿Pero qué?