Aquella noche, después de que Phil hubiera partido hacia Berkeley, le conté a Anne lo sucedido. Richard dormía y nosotros estábamos a punto de acostarnos. Yo estaba en pijama y Anne se estaba desvistiendo junto al armario.
—No entiendo lo que intentas decir —dijo, cuando hube terminado.
Sacudí la cabeza lentamente.
—No te culpo —respondí, sombrío—. Yo tampoco.
—Veamos. Has dicho que sentías revulsión pero… —Anne no terminó la frase; se quedó ahí de pie, mirándome.
—Así es —respondí—. Creo que pude leer lo que había en su mente. No estoy diciendo que supiera exactamente qué pensaba, con sus palabras y frases exactas… —Gesticulé, impotente—. Más bien, podía sentir qué había detrás de sus palabras; qué sentía.
—¡Dios mío! —exclamó Anne—. Haces que parezca un monstruo.
—Puede que, en el fondo, todos seamos monstruos —respondí.
Mientras se ponía la bata, advertí que se estremecía Entonces se acercó y se sentó junto a mí. Permanecimos un rato en silencio.
—De momento, vamos a olvidarnos de Elsie, ¿de acuerdo? ¿Crees que esto guarda alguna relación con lo de la otra noche? ¿Como el hecho de que vieras a aquella mujer?
—No sé qué más podría ser —respondí.
Se mordió el labio inferior.
—¿Qué puede haber ocurrido? —preguntó.
—No tengo ni idea. Sin embargo, tú viste lo que ocurría durante la hipnosis. ¿Me comporté de algún modo extraño?
Anne me miró preocupada.
—No, que yo recuerde —respondió—. He visto a Phil hipnotizando a varias personas… y siempre se han comportado de una forma similar a la tuya.
Suspiré.
—Entonces, no lo entiendo.
—Deberías habérselo dicho a Phil —dijo—. Quizá, podría haber hecho algo.
—¿Cómo? —pregunté—. Por lo que sé, la hipnosis salió bien. Lo único que dijo fue que estoy un poco nervioso.
—Lo sé, pero…
Anne parecía tan preocupada que intenté quitarle hierro al asunto.
—Puede que sea telepatía.
—¿En serio crees que podría ser eso?
—No tengo ni idea de lo que me está ocurriendo, pero supongo que es una explicación tan buena como cualquier otra —respondí, encogiéndome de hombros.
—Es… una palabra tan lejana —dijo ella—. La oyes decir muy de vez en cuando y la lees de forma ocasional, pero nunca piensas en ella en primera persona.
—Bueno, puede que me haya precipitado en mis conclusiones —comenté—. Puede que sólo sea una simple crisis nerviosa.
Puso una mano sobre la mía.
—Bueno, si este… tipo de cosas continúan, iremos a ver a Alan Porter. —Sonrió con ironía—. O ya se nos ocurrirá algo.
Le devolví la sonrisa.
—O ya se nos ocurrirá algo. Quizá, un sanatorio.
—Cariño, no digas eso.
—Lo siento. —La envolví entre mis brazos y nos abrazamos con fuerza.
—Aquí dentro tengo un amiguito que necesita un papá, no un tipo que esté encerrado en una celda de aislamiento —murmuró.
La besé.
—Dile a tu amiguito que estoy de acuerdo con él.
Volví a verla. Estaba exactamente igual que la primera vez. Llevaba aquel extraño vestido oscuro, el collar de perlas en el cuello y el cabello despeinado. Un marco de confusa oscuridad rodeaba su pálido rostro. Estaba de pie junto a la ventana, mirándome. No estaba tan asustado como la primera vez, así que ahora pude verla mejor… y advertí que había una expresión de súplica en su rostro; que parecía estar pidiéndome algo.
—¿Quién eres? —le pregunté.
Entonces desperté.
Durante unos instantes me invadió una oleada de alivio casi sobrecogedora… y con ella, reconocimiento. Phil tenía razón: no había sido un fantasma. No había sido telepatía, sino simplemente un sueño. Aquella mujer no era real. Estaba a salvo. Todos estos pensamientos invadieron mi mente en cuestión de segundos.
Pero desaparecieron con mayor rapidez, pues volví a sentir aquel hormigueo en la cabeza, aquellos calambres en las entrañas, las mismas molestias que me habían obligado a levantarme de la cama la noche anterior. Y supe, con la misma certeza que cualquier otra cosa que hubiera sabido en la vida, que si me levantaba y me dirigía al salón, ella estaría allí, esperándome.
Hundí el rostro en la almohada y me quedé tumbado en la cama, temblando, intentando resistirme. No estaba dispuesto a ir allí. ¡No iría!
De pronto me quedé helado, escuchando. Había algo en el pasillo. Podía oírlo con claridad. Un crujido susurrante, como el sonido que haría la falda de una mujer al moverse.
De repente, se oyó un grito.
¡Richard! Una espada de terror se clavó en mi corazón. Jadeando, aparté las sábanas, me levanté de un salto y corrí hacia el pasillo, hacia la habitación de Richard. Él estaba de pie en su camita, llorando y temblando en la oscuridad. Sin perder ni un instante, lo cogí en brazos y apreté mi mejilla contra la suya.
—Shhh, pequeño. No pasa nada —susurré—. No pasa nada. Papá está aquí. —Sentí que un escalofrío recorría mi cuerpo y lo abracé con fuerza, dándole palmaditas en la espalda con dedos temblorosos—. Todo va bien, hijo mío. Papá está aquí. Duérmete, cariño. No pasa nada.
Podía sentir su miedo con la misma claridad que si fuera una corriente de agua helada goteando de su cerebro al mío.
—Todo va bien —susurré—. Duérmete. Papá está aquí. —Seguí hablándole hasta que volvió a quedarse dormido—. Sólo era un sueño, cariño. Sólo un sueño.
Tenía que serlo.
La luz del sol. Y con ella, lo que puede considerarse la razón: una búsqueda desesperada de consuelo.
Sólo había soñado con esa mujer, sólo había imaginado el susurro de su falda y Richard sólo había tenido una pesadilla. Lo demás eran imaginaciones, un trastorno causado por los nervios. Ésa fue la conclusión a la que llegué mientras me afeitaba. Resulta sorprendente que nos esforcemos tanto en deformar lo que creemos en nombre de la razón; que estemos tan poco dispuestos a confiar en nuestra intuición.
Llegué a esta conclusión ayudado por una combinación de cosas: la luz del sol que acabo de mencionar (un factor decisivo para negar los miedos de la noche), un sabroso desayuno, una esposa feliz y un hijo alegre y risueño. Si a todo eso le sumas que era el primer día de una semana de trabajo, ya tienes una poderosa fuerza para negar todas aquellas cosas que carecen de forma o de lógica.
En el momento en que salí de casa ya estaba completamente convencido. Crucé la calle y recorrí el callejón que discurre junto a la casa de Frank y Elizabeth. Hoy le tocaba conducir a Frank. Llamé a la puerta de atrás y entré en la cocina. Frank seguía sentado a la mesa, bebiendo café.
—Arriba, compañero —dije—. Llegaremos tarde.
—Eso es lo que dices siempre —espetó—. ¿Pero acaso hemos llegado tarde alguna vez?
—Bastantes —respondí, guiñándole un ojo a Elizabeth, que estaba de pie junto al fogón.
—Mentira —dijo Frank—. Eso es mentira. —Se levantó y se estiró, gruñendo—. ¡Oh, Dios! Ojalá fuera sábado.
Mientras Frank abandonaba la cocina para ir a buscar la chaqueta del traje, le pregunté a Elizabeth qué tal estaba.
—Bien, gracias —respondió—. ¡Ah! Nos gustaría que Anne y tú vinierais a cenar el miércoles, si estáis libres.
Asentí.
—Muchas gracias. —Elizabeth sonrió y, durante unos instantes, ambos permanecimos en silencio.
—Lo de la otra noche fue bastante interesante —dijo ella, por fin.
—Sí —respondí—. Lástima que no llegara a verlo.
Se le escapó una pequeña carcajada.
—Pues realmente fue interesante.
Frank regresó a la cocina.
—Ya podemos partir hacia la maldita Siberia —dijo, con hastío.
—Cariño, no te olvides de comprar un poco de café cuando… —empezó a decir Elizabeth.
—¡Ve tú a comprarlo! —la interrumpió Frank, airado—. Tienes el día entero para hacer recados. No pienso ir a la compra después de pasar el día entero trabajando en esa asquerosa planta.
Elizabeth esbozó una débil sonrisa y se volvió hacia el fogón, mientras el rubor coloreaba sus mejillas. Vi que su garganta se movía de forma compulsiva.
—¡Mujeres! —exclamó Frank, abriendo de golpe la puerta—. ¡Jesús!
No dije nada. Subimos al coche y nos pusimos en marcha. Llegamos a la oficina siete minutos tarde.
Sucedió aquella tarde.
Acababa de salir del cuarto de baño. Me detuve delante del dispensador de agua y me serví un vaso. Lo bebí y, después de estrujarlo, lo tiré a la basura. Entonces di media vuelta y regresé a mi escritorio.
Y me tambaleé de un lado a otro cuando algo duro me golpeó en la cabeza.
Al oírme gritar, muchos de mis compañeros se giraron. Me temblaban las piernas. Empecé a caer de lado sobre uno de los escritorios. Desesperado, extendí los brazos y me agarré a él con fuerza, con una expresión de desconcierto en el rostro.
Uno de los hombres, Ken Lacey, corrió hacia mí y me cogió del brazo.
—¿Qué te ocurre, compañero? —le oí preguntar.
—Anne —respondí.
—¿Qué?
—¡Anne! —Me aparté de él tambaleándome, sujetándome la cabeza con las manos. Sentía un dolor terrible, como si alguien me hubiera golpeado con un martillo.
Muchos otros compañeros se acercaron corriendo.
—¿Qué ocurre? —oí preguntar a una de las secretarias.
—No lo sé —respondió Lacey—. Que alguien le traiga una silla.
—¡Anne! —Miré a mi alrededor con una expresión de pánico. No quería sentarme—. Estoy bien, estoy bien —insistí, arreglándomelas para soltarme de nuevo de Lacey.
Todos me miraron sorprendidos mientras corría hacia mi escritorio, me dejaba caer sobre la silla y cogía el teléfono. Más tarde me dijeron que parecía muy asustado. Y era cierto, aunque no tenía ni idea de por qué me sentía así. Sólo sabía que tenía algo que ver con Anne.
El teléfono sonó una y otra vez, sin que nadie respondiera. Me removí en el asiento y, según me contaron más tarde, la expresión tensa y angustiada de mi rostro se intensificó. Colgué y marqué de nuevo el número, con dedos temblorosos. No miré en ningún momento a mis compañeros, que estaban de pie, observándome. Mantuve el auricular pegado al oído.
—¡Vamos! —recuerdo haber murmurado en una agonía de temor inexplicable—. ¡Vamos! ¡Contesta!
Oí que alguien descolgaba el teléfono.
—¿Hola?
—¿Anne?
—¿Eres tú, Tom? —Cuando reconocí la suave voz de Elizabeth, sentí un puñetazo en el estómago.
—¿Dónde está Anne? —pregunté, siendo apenas capaz de hablar.
—Está en la cama —respondió Elizabeth—. Acabo de encontrarla inconsciente en el suelo de la cocina.
—¿Está bien?
—No lo sé. Acabo de llamar al doctor.
—Ahora mismo voy para allá. —Colgué y, sin perder ni un instante, recogí el abrigo del perchero. Debí de parecer un psicópata cuando salí a todo correr de la oficina.
La media hora siguiente fue un verdadero infierno. Tuve que correr hasta el departamento de Frank para pedirle las llaves del coche… y eso requería un pase. Después tuve que conseguir un pase de emergencia para abandonar la planta. Corrí por el aparcamiento hasta que sentí un fuerte dolor en el costado porque, naturalmente, Frank había aparcado lo más lejos posible de la puerta. Conduje el coche por el aparcamiento a cien por hora, frené con un chirrido al llegar a la entrada, enseñé el pase y salí disparado a la calle.
Sólo la suerte permitió que no me arrestaran al menos una decena de veces durante el trayecto. Crucé en rojo los semáforos y no me detuve ante las señales de stop ni ante las luces de precaución. Realicé adelantamientos por la derecha, giré a la izquierda en los carriles de giro a la derecha, a la derecha en los carriles de giro a la izquierda y quebranté todas las leyes de velocidad existentes… pero logré llegar a casa en doce minutos.
Frené derrapando y salí del coche antes de que el sonido del motor se hubiera detenido. Crucé a todo correr el jardín, subí de un salto los escalones del porche y entré en casa sin perder ni un minuto.
Los encontré en el dormitorio. Anne estaba en la cama, en compañía de Richard y Elizabeth. En cuanto entré, el pequeño saltó de la cama y corrió hacia mí.
—¡Hola papi! —dijo, alegremente.
—Hola cariño. —Acaricié distraído su cabeza mientras me acercaba a la cama.
Elizabeth se levantó y me senté en el lugar que ella había ocupado.
Anne esbozó una débil sonrisa. Sus ojos no parecían enfocar demasiado bien. Advertí que Elizabeth había puesto una bolsa de hielo en su cabeza.
—¿Estás bien, cariño? —pregunté.
Anne tragó saliva lentamente y volvió a sonreír.
—Estoy bien. —Más que pronunciar en voz alta aquellas palabras, las articuló con los labios.
—¿Dónde está el médico? —pregunté a Elizabeth.
—Aún no ha llegado —respondió.
—Pero… ¿dónde diablos está? —murmuré. Volví a mirar a Anne—. ¿Qué ha ocurrido? —pregunté—. No, no importa. No hables. ¿Estás segura de que estás bien? ¿Quieres que te lleve al hospital?
—No —movió suavemente la cabeza sobre la almohada.
—Papi, mamá se ha caído. —Richard estaba ahora junto a mí, mirándome atentamente. Durante un instante me pareció ver a Anne en la cocina, intentando coger algo alto…
—Sí, cariño; lo sé —respondí, rodeándolo con el brazo. Volví a mirar a Anne—. ¿Estás segura de que te encuentras bien?
—No te preocupes —dijo, ahora con una voz un poco más clara.
—¿Cuándo llamaste al doctor? —pregunté a Elizabeth.
—Unos minutos antes de que telefonearas —respondió.
—¿Cómo ocurrió? —pregunté—. ¿Se desvaneció?
—Me acerqué para saludarla y la encontré en el suelo de la cocina —explicó Elizabeth—. Creo que se le cayó en la cabeza una lata grande de tomate del estante superior.
La miré unos instantes, muy serio, antes de volverme hacia Anne.
—¿En… tu cabeza? —pregunté, lentamente.
Sus labios se movieron.
—Sí.
El doctor llegó aproximadamente a las tres y dijo que la única complicación era un enorme chichón que le había salido en la cabeza. Telefoneé a la planta para informar de que no iría a trabajar por la tarde y Elizabeth dijo que iría a recoger a Frank a las cuatro y cuarto.
Un poco antes de las cinco en punto, Anne insistió en que estaba bien y se levantó para preparar la cena. Mientras cocinaba, me senté a la mesa con Richard en el regazo y le expliqué lo ocurrido.
Anne dejó de remover la comida y me miró de un modo muy extraño.
—Pero eso es imposible —dijo.
—Lo sé, pero ha ocurrido.
Permaneció allí, inmóvil, mirándome.
—No. ¿Para qué vamos a molestamos en contárselo? —dije.
Mi esposa palideció.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
—Que para qué vamos a molestamos en contárselo.
—¿En contárselo a quién?
—Acabas de decirme que deberíamos decírselo a Phil, ¿no?
—Tom, no te he dicho nada.
Se produjo una larga pausa.
—¿No has dicho nada? —pregunté, por fin.
—No.
Tragué saliva y me apoyé en la pared, mientras Richard me contaba que Candy y él habían encontrado un gusano en el patio de atrás. No me di cuenta de que podía ver, en mi mente, la escena real de los dos niños arrodillados en el suelo, inclinados, contemplando fijamente los retorcidos movimientos del gusano.
—¿Qué será lo siguiente? —murmuré—. Dios mío, ¿qué será lo siguiente?
El sueño se repitió. Desperté con un grito de terror, observando fijamente la oscuridad, sabiendo que ella estaba en el salón, esperándome. Deseaba gritarle: ¡Vete de aquí!, pero sólo pude esconderme entre las sábanas, intentando acercarme lo máximo posible a Anne, temblando aterrado. Oí el susurro de una falda en el pasillo y corrí hacia el cuarto de Richard una vez más cuando éste despertó llorando. Por la mañana volví a sentir un dolor atroz en la cabeza y en el estómago. Estaba agotado. Y, de nuevo, intenté convencerme a mí mismo de que todo había sido un sueño.
Pero en esta ocasión, todos mis intentos fueron inútiles.