4

Se lo conté a la mañana siguiente, durante el desayuno.

Había sido incapaz de hacerlo cuando nos levantamos. De hecho, durante unos minutos me negué a creer lo que había visto. Volví a intentar lo mismo que la noche anterior: creer que sólo había sido un sueño febril, puesto que a la mente le resulta más sencillo aceptar ese tipo de explicación. Esto sucede porque necesitamos aferramos a algo, incluso cuando ese algo no es cierto.

Tampoco había sido capaz de hablar, pues me parecía inapropiado. Todo aquello no encajaba con los buenos días y los besos, con vestirse y preparar el desayuno del domingo.

Cuando Richard terminó de comer y salió al jardín a jugar, Anne, Phil y yo nos quedamos sentados a la mesa de la cocina, tomando café. Entonces les expliqué lo sucedido.

—Anoche vi un fantasma.

Resulta sorprendente que la más terrible de las afirmaciones pueda sonar tan absurda. La reacción de Phil fue sonreír. Incluso Anne esbozó una pequeña sonrisa.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

Su sonrisa fue la primera en desvanecerse. Lo hizo en cuanto se dio cuenta de que estaba hablando en serio.

—¿Qué intentas decir, cariño? —preguntó—. ¿Lo soñaste?

Tragué saliva. Nunca había imaginado que sería tan difícil hablar de ello.

—Me gustaría creerlo pero… no puedo —respondí. Los miré—. Realmente lo vi. Estaba despierto cuando sucedió.

—¿Lo estás diciendo en serio?

Asentí con la cabeza, en silencio.

—¿Cuándo? —preguntó Anne.

Dejé la taza de café sobre la mesa.

—Anoche, cuando me levanté. O mejor dicho, de madrugada. Debían de ser las dos de la mañana.

—No te oí levantar —comentó mi esposa.

—Estabas dormida. —Mientras hablaba, me inundó la esperanza de que hubiera sido un sueño.

—¿Eso fue… después de que me dijeras que no podías dormir? —preguntó. Era obvio que no me creía; o mejor dicho, que no creía que hubiera visto lo que afirmaba haber visto.

Le dije que sí. Entonces los miré y me encogí de hombros, en un gesto de indefensión y sinceridad.

—Eso es todo —añadí—. Vi un fantasma. Lo vi.

—¿Cómo era? —preguntó Phil, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su fascinación.

Cogí aire con dificultad y me encogí de hombros de nuevo, como si me sintiera ligeramente avergonzado por lo que estaba diciendo. De hecho, creo que lo estaba; un poco.

—Era una mujer… de unos treinta años, diría yo —respondí—. Tenía el cabello moreno y… medía, aproximadamente, un metro setenta. Llevaba un vestido muy extraño: negro, con un estampado extraño. Y un collar de perlas en el cuello.

Hubo un momento de silencio.

—¿Viste eso? —preguntó Anne, por fin.

—Sí —respondí—. Estaba en el salón, sentado en el sofá verde. Cuando levanté la cabeza… ella estaba allí, de pie. —Tragué saliva—. Mirándome.

—Cariño… —No sé con certeza si su voz transmitía compasión o revulsión.

—Entonces, ¿realmente lo viste con tus propios ojos? —preguntó Phil.

—Phil, ya te lo he dicho —respondí—. Lo vi. No era un sueño. Vamos a dejar ese punto claro. Realmente ocurrió. Me levanté y fui al lavabo. Te oí dormir. Me acerqué a Richard para ver si estaba bien. Estuve mirando por la ventana que da al patio de atrás y después me senté en el sofá verde. Entonces la vi. Sucedió tal y como os lo estoy contando. Estaba despierto. No fue ningún sueño.

Advertí la mirada de Anne. Era sumamente compleja; una síntesis de varias cosas: curiosidad, distanciamiento, preocupación, amor, miedo; todo ello en una misma mirada.

—Antes de que esto ocurriera, ¿cuál era tu estado mental? —preguntó Phil—. ¿Por qué no podías dormir?

Lo miré con curiosidad.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Porque creo que, antes de ver lo que viste, te encontrabas en un estado de confusión mental.

—Phil, te prometo que lo vi —respondí, ahora con impaciencia—. Si no fuera cierto, no seguiría insistiendo. Por el amor de Dios, no hace falta que me sigáis la corriente. No soy un enfermo mental.

—Por supuesto que no —respondió Phil con rapidez—. En ningún momento lo he pensado. Lo que viste fue tan real para ti como lo puedo ser yo en estos momentos, sentado delante de ti.

—De acuerdo. Ese punto ya ha quedado claro —dije, aunque no sabía adónde quería llegar mi cuñado.

—Sin embargo, te encontrabas en un estado mental de agitación —continuó Phil. Esta vez no era una pregunta.

Lo miré unos instantes, con cautela. No me apetecía que me condujera hasta una conclusión, pero no me quedó más remedio que asentir.

—De acuerdo. Y supongo que todavía te duele la cabeza, ¿verdad? —preguntó.

—Un poco. —Aquel comentario me sorprendió—. ¿Cómo lo sabes?

—Porque todo sigue un patrón, cuñado —respondió—. Tuviste una alucinación como consecuencia de…

—Phil… —empecé a decir.

—Escúchame.

—¡Phil, no fue ninguna alucinación! Tenías razón antes, pero no ahora. Lo que vi fue tan real como puedes serlo tú en estos momentos, sentado delante de mí.

—Por supuesto que sí… ¿pero crees que eso significa que estaba allí, realmente?

Sus palabras me dejaron helado. Era el tipo de pregunta capaz de derribar cualquier cosa; capaz de conseguir que la realidad más objetiva se convirtiera en una tenue nada. Me quedé ahí sentado, mirándolo perplejo y sintiendo una ligera palpitación en la cabeza.

—¿Qué quieres decir? —pregunté por fin.

—Sólo eso —respondió—. No es la primera vez que alguien ve alucinaciones. Y si éstas ocurren a plena luz del día, ¿acaso no van a poder hacerlo también durante la noche? Son muchas las personas que se han dado un apretón de manos con sus alucinaciones y que han hablado con ellas.

—Supongo que lo que intentas decir es que tu cuñado ha perdido un tornillo —comenté, siendo incapaz de reprimir una pequeña sonrisa.

—Oh, por supuesto que no —respondió Phil—. Esa mujer existe. No sé dónde, ni cuándo… pero sé que es real. Es decir, vive en alguna parte… o vivía en alguna parte. Es alguien a quien conoces o has visto… aunque también es posible que no la hayas visto nunca. Ése no es un requisito necesario. El hecho es que lo que viste no era un fantasma. Al menos, no un fantasma en el sentido habitual de la palabra, aunque te aseguro que hay cientos de presuntos fantasmas que encajarían en esa categoría.

—¿Qué categoría es ésa? —pregunté.

—La de las imágenes telepáticas —respondió Phil—. Si una persona puede ver símbolos en una carta, otra puede ver lo que parecen seres humanos. Y me refiero a verlos de verdad. Tu mente estaba muy agitada debido al pequeño experimento que realizamos anoche. Viste a esa mujer pero, por supuesto, lo primero que pensaste fue que se trataba de un fantasma. Ése es el problema al que nos conduce nuestra actitud, Tom. Las personas no creen en ciertos fenómenos razonables o verificables como la hipnosis, la telepatía o la clarividencia. No, no los aceptan. Sin embargo, ven algo y, de repente, bum, saltan por el precipicio y empiezan a volar. Eso ocurre porque no están preparadas, porque sólo pueden reaccionar con una emoción instintiva. Sus mentes nunca aceptarán algo que no sea razonable. Sin embargo, cuando entran en juego sus emociones, aceptan incluso las cosas más increíbles, porque las emociones carecen de límites de creencia; porque las emociones lo aceptan todo. Eso es lo que te ha ocurrido. Eres un hombre inteligente, Tom, pero estás dispuesto a creer que has visto un fantasma.

Hizo una pausa y Anne y yo lo miramos. Hablaba como si tuviera tantos conocimientos de psicología como el mismísimo Alan Porter.

—Fin. —Esbozó una sonrisa—. Hagan sus donativos.

—Por lo tanto, no crees que viera a esa mujer —concluí.

—Claro que la viste —respondió—, aunque sólo con el ojo de tu mente. Sin embargo, créeme cuñado: verlo de ese modo puede haberte parecido tan real como si la hubieras visto con tus ojos. De hecho, incluso más. —Sonrió antes de añadir—: ¡Demonios! Anoche fuiste un verdadero médium.

Estuvimos hablando del tema un rato más, aunque yo no tenía mucho más que ofrecer, excepto objeciones. De todos modos, resulta difícil dar por zanjado un asunto como éste. Quizá, la reacción humana es intentar demorarse un poco en ello. Como Phil había señalado, es mucho más «romántico» ver un fantasma que considerar que lo que has experimentado ha sido «simple» telepatía.

Fue Anne quien dio por terminada la conversación.

—Bueno, creo que ya hemos hablado bastante de este tema —dijo, con su mente femenina—. Sin embargo, considero que no hemos tocado el punto principal. A mí, lo único que me interesa saber es quién era esa mujer.

Phil y yo soltamos una carcajada ante la combinación de curiosidad y recelo que transmitía su voz.

—Supongo que una de sus novias —respondió Phil—. ¿Quién si no?

Lo negué con la cabeza.

—Ojalá lo supiera, pero ni siquiera recuerdo haberla visto en mi vida. —Me encogí de hombros—. Puede que fuera… ¿cómo se llamaba? Helen Driscoll.

—¿Quién es ésa? —preguntó Phil.

—La mujer que vivió en esta casa antes que nosotros —respondió Anne—. La hermana de la señora Sentas; la mujer que vive en la puerta de al lado.

—¡Oh! —Phil se encogió de hombros—. Podría ser.

—Por lo tanto, vi el fantasma de Helen Driscoll —dije, con el rostro serio.

—Excepto por un pequeño detalle —respondió Anne.

—¿Cuál? —preguntó Phil.

—Que no está muerta. Sólo regresó al este.

—No al oeste —bromeó Phil.

El dolor de cabeza se intensificó. Era tan fuerte que tuve que suplicar que me dejaran quedar en casa por la tarde. Para conseguir que se fueran a la playa sin mí, le dije a Anne que no se preocupara, que tomaría una aspirina y me acostaría hasta que se me pasara.

Se fueron unos minutos después de las dos, amontonándose en el coupé de Phil junto a la cesta, las toallas, la bolsa de playa, las lociones y demás. Permanecí en el porche diciéndole adiós con la mano a Richard mientras el Mercury rugía por Tulley Street. Como a tantos jóvenes, a Phil le gustaba alcanzar los ochenta antes de cambiar a tercera.

Observé cómo se alejaban hasta que el coche giró a la izquierda para acceder a la avenida. Entonces entré en casa y, mientras cerraba la puerta, volví a ver a Elizabeth en su jardín, con sus guantes blancos, hundiendo una pala de mano en la tierra. Llevaba puesto un sombrero de paja de ala ancha que Frank y ella habían comprado en Tijuana. Ella no me vio. Me quedé unos instantes observando sus lentos y fatigados movimientos. Entonces apareció en mi mente el término «mártir profesional» pero lo rechacé, puesto que me pareció indigno.

Dejé de verla al cerrar la puerta. Por un instante me pregunté dónde estaría Frank, y llegué a la conclusión de que o estaba durmiendo o estaba tumbado en la playa, comiéndose con los ojos a las chicas. Aparté también de mi mente ese pensamiento. No era asunto mío. Además, yo tenía mis propios problemas.

Me giré y miré hacia el lugar que había ocupado aquella mujer. Un escalofrío recorrió mi espalda. Intenté visualizarla, pero resultaba difícil hacerlo a la luz del día. Avancé hasta el punto exacto y me detuve en él, sintiendo la calidez de la luz del sol en los tobillos. Me resultaba prácticamente imposible creer que había sido un sueño.

Entré en la cocina, puse un poco de agua en la cafetera y me apoyé en el borde del fregadero mientras esperaba a que hirviera. La casa estaba silenciosa. Contemplé las manchas de colores que salpicaban el linóleo hasta que empezaron a difuminarse ante mis ojos. Podía oír el movimiento de las agujas del reloj de la alacena. Entonces pensé en el relato de Poe sobre el corazón delator. Parecía que un corazón latía con fuerza tras el escudo de la puerta del armario. Cerré los ojos y suspiré. ¿Por qué me negaba a creer a Phil? Todo lo que había dicho había sido tan racional… en la superficie.

Decidí que ésa era la respuesta. Lo que sentía no se encontraba en la superficie, sino que era un goteo subterráneo de conciencia que discurría muy por debajo del nivel de la percepción. De acuerdo, era emoción. Quizá, la emoción era un calibrador mejor para este tipo de cosas.

—¡He dicho que vengas aquí!

Jadeé sobresaltado y moví la cabeza con tanta rapidez que sentí punzadas eléctricas de dolor en los músculos del cuello. Durante unos instantes tuve la certeza de que iba a volver a ver a la mujer del extraño vestido negro.

—¡Ron! —oí entonces—. ¡He dicho ahora!

Tragué saliva y dejé escapar un largo y tembloroso suspiro.

—De acuerdo —oí—. De acuerdo. ¿Qué me dices de eso?

No pude oír la respuesta de Ron. Nunca se oía. En ocasiones tenía la impresión de que Elsie estaba representando un monólogo vituperante al otro lado del callejón.

—¡Maldita sea! ¡Te lo dije mientras desayunábamos! ¡No quiero tu maldita ropa tirada por toda mi casa!

Mi garganta emitió un sonido de diversión y sacudí la cabeza lentamente. Dios mío, pensé; su casa. No quiere la maldita ropa de Ron tirada por toda su casa. Ron era un huésped, no el propietario legal. Para un hombre, su hogar es su castillo… a no ser que su esposa le haga vivir en la mazmorra. Me pregunté, durante un instante, qué tendrían en común Ron y Elizabeth.

—¿Y qué me dices del horno? —preguntó Elsie—. Dijiste que lo limpiarías este fin de semana. Bueno, ¿lo has hecho?

Sentía náuseas al oírla hablar así. Advertí que mis manos se cerraban de forma instintiva, convirtiéndose en puños.

—Un día de éstos… —murmuré, a medias para mí y a medias imaginando ser Ron—. Un día de éstos. ¡Pum! ¡Directa a la luna!

El puñetazo que di al aire envió afiladas punzadas de dolor por toda mi cabeza. Mi risa se desvaneció en una mueca de dolor. Ni siquiera me divertían los gritos de Elsie. Mi problema no había terminado. Dijera lo que dijera Phil, no había terminado.

Estaba tomando café cuando oí unos pies descalzos caminando por el callejón. Al levantar la mirada, vi a través de las cortinas de la puerta que Elsie avanzaba hacia nuestro porche posterior. Llevaba puesto un bañador negro.

Llamó a la puerta.

—¿Anne? —dijo.

Me levanté y abrí.

—Ah, hola —me saludó, transformando automáticamente su sonrisa de vecina amable en una de seducción matemática. Al menos, eso fue lo que pensé.

—Buenas tardes.

El bañador se aferraba a sus redondeces de tal forma que no parecía que se lo hubiese puesto, sino que se hubiera zambullido en él.

—Tom, ¿puedes prestarme aquellos vasos de rafia? —preguntó desde la puerta—. Esta noche vienen unos familiares.

—Sí, por supuesto. —Retrocedí un paso y avancé hasta la alacena. Oí que Elsie entraba en la cocina y cerraba la puerta.

—¿Dónde está Anne? —Utilizó un tono que parecía inocente pero, por alguna razón, yo sabía que no lo era.

—Ha ido a la playa —respondí.

—¿Entonces estás solito? ¡Qué suerte! —Se suponía que estaba intentando hacer una broma pero, al igual que Frank, Elsie era incapaz de ocultar sus verdaderos pensamientos.

—Sí, estoy solo —respondí, abriendo la puerta de la alacena.

De repente, volví a sentir aquel zumbido en las sienes, que hizo que me temblara la mano. Miré hacia atrás por encima del hombro, esperando ver de nuevo a aquella mujer, pero sólo estaba Elsie.

—Me lo tendrías que haber dicho —me regañó—. Me habría puesto algo más… apropiado.

Tragué saliva y cogí los vasos. Tenía la firme intención de decirle que saliera de casa. No sé por qué, pero había algo en ella que me molestaba. Y no se trataba de lo más obvio.

—¿Cuánto tiempo van a estar fuera? —preguntó Elsie.

Me giré, con los vasos en la mano.

—¿Por qué lo preguntas? —Cometí el error de sonreír mientras le hacía esta pregunta.

Supongo que Elsie pensó que había resbalado al girarme, pero no fue así. Una oleada de sensaciones me inundó, haciendo que me tambaleara. Me apoyé en el fregadero para recuperar el equilibrio… y lo conseguí, sin romper ni un solo vaso.

—Por nada —respondió ella, que evidentemente había considerado que mi resbalón se debía a que me había puesto nervioso—. ¿Por qué? ¿Debería?

Me quedé ahí de pie, mirándola. No había sonrisa alguna en su rostro. Elsie permaneció inmóvil, apoyando una mano en la abultada curva de su cadera. Una línea de sudor cubría su labio superior y la luz del sol que había a sus espaldas brillaba a través del aura dorada de su cabello, a lo largo del contorno de sus hombros, brazos y cuello.

—Supongo que no. —Avancé hacia ella y le tendí los vasos. No sé si fue un accidente que nuestras manos se tocaran, pero aparté la mía con demasiada rapidez.

—¿Qué ocurre, Tom? —preguntó, con el tono de voz que usaría una mujer que estuviera convencida de ser irresistible.

—Nada —respondí.

—¡Te estás sonrojando!

Sabía que no era cierto… y me di cuenta de que era un truco que utilizaba para poner nerviosos a los hombres con los que flirteaba.

—¿En serio? —respondí con frialdad. El deseo se estaba abriendo paso con fuerza por mi cuerpo; el deseo de sacarla a patadas de mi casa.

—Sí —dijo ella—. ¿Te resulta embarazoso verme vestida así?

—En absoluto —respondí. Me sentía físicamente indispuesto estando tan cerca de ella. Elsie parecía irradiar algo que retorcía mis entrañas. Me volví hacia la puerta y la abrí—. Me duele un poco la cabeza, eso es todo —expliqué—. Estaba a punto de acostarme.

—Ooh. —Su compasión también era falsa; podía sentirlo—. Entonces acuéstate. Acostarte puede ayudarte… mucho. —Terminó la frase como si hubiera sido un pensamiento tardío.

—Sí, lo haré.

—Te devolveré los vasos por la noche —añadió.

—No corre prisa —respondí, aunque lo que deseaba era gritarle a la cara: ¡Quieres hacer el favor de irte! Reprimir este deseo me hizo estremecer.

—La fiesta de anoche estuvo muy bien —continuó Elsie. Su voz parecía venir de muy lejos. No podía ver su rostro con claridad.

—Sí —logré decir—, muy interesante.

—Sin embargo, sabías perfectamente lo que estabas haciendo, ¿verdad? —insistió.

Asentí con rapidez, deseoso de decirle cualquier cosa para que se marchara de una vez.

—Sí, por supuesto.

—Lo sabía —respondió satisfecha, mientras yo entornaba la puerta. Entonces, respiró hondo y el bañador se infló por delante—. Bueno… gracias por los vasos —dijo, como si me estuviera agradeciendo algo más.

Cerré la puerta tras ella y boqueé, aturdido.

¡Ve al patio posterior! —gritó Elsie.

Di tal respingo que me golpeé la rodilla contra la puerta. Mientras me inclinaba para frotármela, oí gimotear a Candy en el callejón.

Cuando Elsie se fue, me senté a la mesa y cerré los ojos. Me sentía como si acabara de salir trepando de un pozo. Intenté decirme a mí mismo que sólo eran imaginaciones, pero no funcionó. Los pensamientos se deslizaban con rapidez por mi mente; era una pobre competición para mis emociones. Me sentía mareado y débil. En teoría, aquello era absurdo. Elsie era una mujer normal y corriente, poco atractiva. Nunca me había sentido incómodo ante su presencia. De hecho, siempre me habían divertido sus payasadas.

Pero ahora no me resultaba divertido. Puede que incluso la temiera. Y por mucho que pensara en ello, sólo había una explicación posible. Había podido ver qué se escondía detrás de sus palabras, detrás de sus actos. De alguna forma, había estado dentro de su mente.

Y había descubierto que era un lugar espeluznante.