2

En primer lugar, Phil nos pidió que apagáramos todas las luces, excepto las de una opaca lámpara de pared que había encima de la chimenea. Después me ordenó que me tumbara en el sofá, mientras Ron iba a la cocina a por más sillas. En cuanto todos estuvieron sentados de nuevo y cesaron los susurros, los comentarios y las toses, Phil tomó la palabra.

—No puedo prometer nada —anunció.

—¿Estás diciendo que nos estamos tomando tantas molestias para nada? —preguntó Elsie.

—Cuesta más hipnotizar a algunas personas que a otras, eso es todo —explicó Phil—. No sé qué tal será Tom, pero estoy seguro de que tú, Elsie, serías un sujeto perfecto.

—Los halagos no te servirán de nada —dijo la mujer—. Limítate a hipnotizar a tu cuñado.

Phil se volvió hacia mí.

—De acuerdo, cuñado. ¿Estás preparado? —preguntó.

—Sí, señor Cagliostro.

Phil me señaló con el dedo.

—Ten cuidado —dijo—. Tengo la impresión de que vas a ser un buen sujeto.

—Así soy yo —respondí.

—De acuerdo —Phil se removió en su asiento—. Por favor, ahora guardad silencio. No quiero que nada lo distraiga hasta que este hipnotizado. —Se inclinó hacia delante y levantó el dedo índice.

—Míralo —me dijo.

—Es un dedo muy bonito —comenté.

Frank rió entre dientes.

—Silencio, por favor. —Phil mantuvo el dedo a unos quince centímetros de mis ojos—. Míralo —repitió—. No apartes la mirada de él. No mires nada más.

—¿Por qué? ¿Qué va a hacer? —pregunté.

—Clavarse en tu ojo si no cierras la maldita boca. —Phil acercó el dedo a mi rostro y cerré instintivamente ojos.

—De acuerdo —continuó—. Ábrelos. Vamos a intentarlo de nuevo.

—Sí, señor —dije.

—Ahora mira el dedo. Solo el dedo. No mires nada más. Mantén la mirada fija en el dedo, el dedo. No quiero que mires nada más que el dedo.

—La uña esta algo sucia —comenté.

Todos rieron. Haciendo una mueca, Phil se hundió en su asiento y presionó el pulgar y el índice contra sus ojos.

—Lo que imaginaba —comentó—. Eres un sujeto pésimo…

Miró a Elsie.

—¿Qué me dices? —preguntó—. Estoy seguro de que podría hipnotizarte.

—No, no, no —respondió Elsie, sacudiendo vigorosamente la cabeza.

—Deja que lo intente, Elsie —insistió Ron.

—Nooo —repitió, mirándolo como si hubiera sugerido algo vil.

—Venga, campeón —le dije a Phil—. Vamos a intentarlo de nuevo.

—¿Piensas seguir las reglas del juego o sólo pretendes entretener al gallinero?

—Seré bueno, señor. Señor Mesmer.

—¿Te importaría…? —Phil empezó a inclinarse hacia delante, pero tras pensárselo mejor, se recostó en su asiento—. Olvidémonos del dedo. Cierra los ojos.

—Cierro los ojos —dije, mientras lo hacía.

—Está oscuro, ¿verdad? —bromeó Frank.

Abrí los ojos.

—Ahora no —respondí.

—¿Quieres hacer el favor de cerrar los ojos?

Lo hice. Respiré hondo y me recosté sobre el cojín. Podía oír las suaves respiraciones y los crujidos de las sillas de los demás.

—De acuerdo —dijo Phil—. Ahora quiero que me escuches.

Empecé a roncar en broma y oí la risita explosiva de Elsie. Al abrir los ojos vi el rostro contrariado de Phil.

—De acuerdo, de acuerdo. Seré bueno —prometí, cerrando los ojos de nuevo—. Adelante. Seré bueno.

—¿Serás un indio honesto? —preguntó Phil.

—Esas son palabras muy fuertes para pronunciarlas delante de estas delicadas damiselas —respondí—. Pero sí, seré un indio honesto.

—De acuerdo. Entonces cierra los ojos, inútil.

—Considero que ésa no es la mejor forma de ganarte mi confianza —protesté—. ¿Cómo voy a venerarte si me dices ese tipo de cosas? Alan Porter no…

—¿Quieres hacer el favor de cerrar los malditos ojos? —me interrumpió Phil.

—Ya los cierro. Ya los cierro —respondí—. Desde luego, te enfadas por nada, Redley.

Phil respiró hondo, con hastío.

—Bueno… —Guardó silencio unos instantes, meditando—. Quiero que imagines que te encuentras en un cine —dijo—. En un cine enorme. Estás sentado en las primeras filas. La sala está completamente a oscuras.

Oí el suave y contrito carraspeo de Elizabeth.

—En el cine no hay luz —continuó Phil—. Está completamente a oscuras. Es negro como el terciopelo. Las paredes estas cubiertas de terciopelo negro. Las butacas están tapizadas de terciopelo negro.

—Que derroche —comenté.

Todos rieron.

—Oh… ¡Mierda! —exclamó Phil. Abrí los ojos y le sonreí.

—Lo siento, lo siento —me disculpé.

—Eres un imbécil.

—Si, lo soy. Lo soy. —Cerré los ojos con fuerza—. ¿Ves? ¿Ves? Ya vuelvo a estar en el cine. Estoy en el palco. ¿Qué estoy viendo?

—Eres un hijo de… —dijo Phil.

—Señor, contrólese —lo interrumpí—. Venga. Si vuelvo a abrir la boca, te doy permiso para que me pegues un puñetazo en la cara.

—No creas que no lo haré —dijo Phil—. Que alguien me pase esa lámpara. —Guardó silencio unos instantes—. ¿De verdad que quieres seguir adelante?

—Cuñado… —dije.

—Serás… —Phil carraspeó—. De acuerdo —accedió, armándose de paciencia.

No voy a describir toda la progresión, pues sería demasiado largo. Resulta difícil mantenerse serio si estás en un grupo como éste… especialmente cuando Phil y yo estamos tan acostumbrados a pincharnos mutuamente. Me temo que le interrumpí en más de una ocasión, cuando ya pensaba que me tenía. Elsie, que se estaba aburriendo, fue a la cocina a buscar algo para picar. Frank empezó a hablar con Anne entre susurros y, de vez en cuando, hacía algún comentario irónico. Debió de transcurrir una hora entera sin que hubiéramos conseguido nada. No sé por qué no desistió. Supongo que consideraba que yo era un reto. En cualquier caso, se empeñó en continuar y siguió describiéndome el cine. Al cabo de un rato, incluso Frank guardó silencio y contempló la escena. Aparte del leve tintineo de los platos en la cocina, sólo oía la voz monótona de Phil, hablándome.

—Las paredes están forradas de terciopelo negro. El suelo está cubierto por una moqueta de terciopelo negro. El interior es negro, completamente negro. Excepto por una cosa. En todo ese cine, negro como el carbón, sólo hay una cosa que puedes ver: las letras de la pantalla. Unas letras grandes, estrechas y blancas escritas en la oscura pantalla. En ellas pone: «Duerme». Duerme. Te sientes muy cómodo, muy cómodo. Estás ahí sentado, mirando la pantalla, mirando la palabra que hay escrita en ella. Duerme. Duerme. Duerme.

Ignoro qué hizo que empezara a funcionar, aunque supongo que fue la simple repetición. De todos modos, tengo la impresión de que el hecho de que yo estuviera tan convencido de que nadie podía hipnotizarme también ayudó. Di por sentado algo sumamente ilógico. Ni siquiera intenté quedarme hipnotizado. Como diría Elsie me limité a seguir el juego.

—Empiezas a relajarte —dijo Phil—. Tienes los pies y los tobillos relajados. Tienes las piernas relajadas, muy relajadas. Sientes las manos fláccidas y pesadas. Tienes los brazos relajados, muy relajados. Empiezas a relajar todo tu cuerpo. Relájate. Relájate. Vas a dormir. Dormir. Vas a dormir.

Y dormí. Empecé a alejarme. Para cuando logré darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, ya era demasiado tarde. Era como si mi mente (o, mejor dicho, mi voluntad) fuera una polilla atrapada en cera que se estaba enfriando. Hubo un leve aleteo e intenté escapar, pero todo fue en vano. Empecé a sentirme como aquella vez que me arrancaron una muela del juicio. Cuando le pregunté al cirujano por qué me había clavado una aguja en la vena del brazo izquierdo, me explicó que era para evitar un exceso de salivación. Supongo que eso es lo que suelen decir para no inquietar a los pacientes. Ahora sé que me mintió, que en realidad era una anestesia general de acción rápida, porque en cuestión de segundos la habitación empezó a desdibujarse, todo lo que tenía delante empezó a diluirse y las enfermeras que se inclinaban sobre mí temblaban como si las estuviera viendo a través de unas gafas de gelatina. Ni siquiera me di cuenta de que había perdido el conocimiento. Cuando desperté, tenía la impresión de que había cerrado los ojos hacía un par de segundos, pero en verdad habían transcurrido cuarenta y cinco minutos.

Aquella noche reviví esa misma experiencia. Cuando abrí los ojos, vi a Phil sentado delante de mí, sonriente. Pestañeé.

—¿Qué he hecho? ¿Me he quedado dormido? —pregunté.

Phil soltó una risita. Eché un vistazo a mi alrededor. Todos me miraban de formas muy distintas: Fran con curiosidad; Ron, desconcertado; Elizabeth, con una expresión vacía; Elsie, un poco asustada; y Anne parecía algo preocupada.

—¿Te encuentras bien, cariño? —preguntó.

—Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas? —La miré unos instantes, antes de incorporarme—. ¿Estás intentando decirme que lo ha conseguido? —pregunté, con incredulidad.

—Pues sí —respondió ella, con una sonrisa divertida.

—¿Me ha hipnotizado?

Estas palabras parecieron romper la tensión. Todos empezaron a hablar a la vez.

—¡Ostras! —exclamó Frank.

—¡Dios mío! —dijo Elizabeth.

Ron sacudió la cabeza, maravillado.

—¿Te ha hipnotizado de verdad? —preguntó Elsie. En su voz apenas quedaba desconfianza.

—Yo… supongo que sí —respondí.

—Lo sabes perfectamente —me corrigió Phil, que era incapaz de dejar de sonreír.

Volví a mirar a Anne.

—¿En serio? —pregunté.

—Si no lo estabas, eres el mejor actor que conozco —respondió ella.

—Nunca había visto nada igual —comentó Ron, en voz baja.

—¿Qué tal te encuentras? —preguntó Phil. Por el tono de su voz supe que era una pregunta capciosa.

—¿Cómo debería sentirme? —pregunté yo, receloso.

Phil se obligó a dejar de sonreír.

—¿No tienes… un poco de calor? —preguntó.

De pronto advertí que estaba sudando y me pasé la mano por la frente para secarme el sudor. Era como si hubiese estado tomando el sol demasiado rato.

—¿Qué has hecho? ¿Quemarme vivo? —pregunté. Phil soltó una carcajada.

—Lo intentamos —bromeó—. Pero no prendías.

Me explicó con seriedad que, mientras permanecía rígido como una tabla sobre dos sillas de cocina, se había sentado sobre mi estómago y había deslizado la llama de un mechero por mis piernas.

Me quedé ahí sentado, mirándolo.

—No me lo creo —dije.

—Pues es cierto —respondió riendo, encantado de su éxito.

Volví a mirar a Anne.

—¿En serio ha ocurrido eso? —pregunté, con un hilo de voz. Ella se levantó sonriendo y, sentándose a mi lado, me rodeó con un brazo.

—Eres un sujeto fantástico, amor mío. —Su voz tembló ligeramente cuando pronunció estas palabras.

Diez minutos después, todos estábamos sentados alrededor de la mesa de la cocina, hablando sobre mi hipnosis. Debo decir que aquella era la primera vez que alguien mantenía una conversación animada en casa de Elsie.

—No lo hice —dije, riendo.

—Por supuesto que sí. —A Anne se le escapó una carcajada—. Ahí estabas, con doce años, hablándonos de alguien llamado Joey Ariola… que debía de ser una bestia por lo que decías de él.

—Ariola. —Sacudí la cabeza, maravillado—. Ostras. Me había olvidado de él.

—Oh… No me creo que alguien pueda recordar algo que ocurrió hace tanto tiempo —dijo Elsie—. Seguro que se lo estaba inventando.

—Podría haber retrocedido mucho más que eso —le explicó Phil—. Existen casos verídicos en los que los sujetos han retrocedido hasta sus días prenatales.

—¿Sus días qué?

—Hasta antes de nacer.

—Oh… —Una vez más, Elsie giró la cabeza ligeramente hacia un lado. La imagen que tenía de mí calcificado entre las dos sillas empezaba a desvanecerse, de modo que estaba recuperando su incredulidad.

—Es cierto —continuó Phil—. Y también está el caso de Bridey Murphy.

—¿De quién? —preguntó Elsie.

—Una mujer que, en estado de hipnosis, dijo que había sido una joven irlandesa en su vida anterior.

—Oh… eso es una estupidez —comentó Elsie. Todos guardamos silencio durante unos instantes. La mujer echó un vistazo al reloj.

—Todavía no es la hora —dijo Phil.

—¿La hora de qué? —pregunté.

—Ya verás —se limitó a responder.

Elsie se levantó y se acercó al fogón.

—¿A quién le apetece más café? —preguntó.

Seguí mirando a Phil un rato más, pero finalmente desistí.

—¿Qué más dije mientras tenía… es decir, mientras creía que tenía doce años? —pregunté a Anne.

Mi esposa sonrió, moviendo la cabeza.

—Oh… todo tipo de cosas —respondió—. Hablaste de tu padre y… de tu madre. Y también de una bici que querías que tenía una cola de zorro en el manillar.

—¡Dios mío, sí! —exclamé, encantado de aquel repentino recuerdo—. La recuerdo perfectamente. Señor, cuánto deseaba aquella bici.

—A los doce años, yo deseaba otra cosa —comentó Frank.

Advertí que Elizabeth mantenía la mirada fija en su café y apretaba con fuerza sus pálidos labios. Todo en Elizabeth era pálido: el rojo de sus labios, el rubio de su cabello, el rosado de su piel. En cierto modo, parecía estar parcialmente desvanecida.

—A los doce años yo no quería ninguna bicicleta —insistió Frank.

—Todos sabemos perfectamente qué querías —espeté, intentando que no sonara como el chiste que Frank tampoco había intentado hacer—. ¿De qué más he hablado? —pregunté a Anne, antes de que Frank pudiera decir algo más.

Advertí que Ron consultaba la hora y miraba a Phil. Éste esbozó una apretada sonrisa, secundada por Frank. Elsie volvió a sentarse a la mesa, sobre la que dejó otro plato de bizcocho glaseado.

—Bueno, yo no creo que vaya a ocurrir —dijo—. Ya son las once.

—¿De qué habláis? —pregunté.

—Veamos —dijo Anne, como si no me hubiera oído—. Has hablado de tu hermana y… de tu habitación. Y de tu perro.

Pensé en Corky y recordé que solía apoyar su lanuda cabeza en mis rodillas y mirarme.

—¿Dónde está el chiste? —pregunté, porque era obvio que no lo había—. ¿Por qué parecéis gatos que se han comido al ratón?

En ese momento, me quité el zapato izquierdo y lo dejé en la nevera.

Me giré al oír una explosión de risas. Por un momento no supe de qué se estaban riendo, pero de repente me di cuenta de lo que acababa de hacer. Abrí la nevera y recuperé mi zapato negro, que había colocado pulcramente junto a un plato de guisantes.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Phil, haciéndose el inocente.

—No lo sé —respondí—. Yo… sólo quería hacerlo, supongo. ¿Por qué no iba a…? —Me interrumpí bruscamente y lo miré, acusador—. ¡Serás capullo! Me has dado una orden post-hipnótica.

Phil sonrió, regresando de nuevo a la gloria.

—Él te ha dicho que lo hagas —dijo Elsie—. Sabías perfectamente que lo estabas haciendo.

—No, no es cierto —respondí.

—Sí que lo es —insistió Elsie, con aspereza.

—Si Tom fuera una chica y le hubieras dado la orden post-hipnótica de, por ejemplo… —Frank se interrumpió—. Oh, bueno, no importa. A mi mujer no le gusta ese tipo de cosas. ¿Verdad, Lizzie?

—Siempre está burlándose de mí —respondió ella. Su sonrisa también era pálida.

—Espero que no me hayas hecho más sugerencias post-hipnóticas, estúpido —dije.

Phil sacudió la cabeza con una sonrisa.

—No —respondió—. Eso es todo, cuñado. Eso es todo.

Célebres últimas palabras.