El día en que todo empezó, un caluroso sábado de agosto, salí de la oficina poco después de las doce. Me llamo Tom Wallace y trabajo en el departamento de Publicaciones de North American Aircraft, en Inglewood, California. Vivimos en Hawthorne, en una casa de alquiler de dos habitaciones y jardín cuya propietaria es Mildred Sentas, una de nuestras vecinas. Suelo ir al trabajo con Frank Wanamaker, que vive en la casa de enfrente, pero aquel sábado él había pedido el día libre, así que tuve que realizar el trayecto sin su compañía.
En cuanto accedí a Tulley Street, vi el Mercury 51 aparcado delante de nuestra casa y supe que Philip, el hermano de Anne, estaba de visita. Philip estudiaba psicología en Berkeley y en ocasiones venía a Los Ángeles a pasar el fin de semana. Ésta era la primera vez que visitaba nuestra nueva casa, a la que nos habíamos mudado hacía tan sólo un par de meses.
Conduje el Ford por el camino de acceso y lo detuve delante del garaje. Elizabeth, la esposa de Frank Wanamaker estaba en su jardín arrancando malas hierbas. Al verme, esbozó una lánguida sonrisa y levantó una mano envuelta en un guante blanco. Le devolví el saludo, salí del coche y, mientras subía los dos escalones del porche vi que se incorporaba con gran esfuerzo y se colocaba bien su blusón de embarazada. El bebé, que nacería en tres meses, sería el primer hijo de los Wanamaker tras siete años de matrimonio.
Abrí la puerta principal y entré en el salón. Phil estaba sentado a la mesa de la cocina, delante de una botella de Coca-cola. Era un joven de unos veinte años, alto, delgado y moreno, con el cabello prácticamente rapado. Levantó la mirada y, al verme, sonrió.
—Hola, cuñado —me saludó.
—Hola.
Me quité la chaqueta del traje y la colgué en el armario de la entrada. Anne me recibió en la puerta de la cocina, con una sonrisa y un beso.
—¿Qué tal está nuestra pequeña madre? —dije, dándole unas palmaditas en la tripa.
—Gorda —respondió ella.
Solté una risita y volví a besarla.
—¿Qué tal va el calor? —pregunté.
—Ni lo menciones —respondió.
—De acuerdo.
—¿Tienes hambre?
—Estoy famélico.
—Bien. Phil y yo estábamos a punto de empezar a comer.
—Enseguida estoy con vosotros. —Fui a lavarme las manos y cuando regresé, me senté delante de Phil y me quedé mirando fijamente su polo, de color verde intenso—. ¿Para que es eso? —pregunté—. ¿Para hacer señales a los aviones?
—Brilla en la oscuridad —respondió él.
—Y supongo que lo llevas para que tus compañeras no tengan ningún problema en seguirte por la noche —comenté.
Phil sonrió.
—No empecéis otra vez —protestó Arme, dejando un plato de embutido sobre la mesa.
—¿A qué te refieres exactamente? —le preguntó Phil.
—Os agradecería que este fin de semana no os estuvierais picando todo el rato. Hace demasiado calor.
—Entendido —dijo Phil—. No podemos picarnos, ¿de acuerdo, cuñado?
—¿Cómo voy a echar a perder de esa forma el fin de semana? —comenté.
—Hacedlo por mí —suplicó—. No me veo con fuerzas de soportar vuestras tonterías con este calor.
—¿Dónde está Richard? —pregunté.
—En el jardín de atrás, jugando con Candy —respondió Anne—. Espero que no hayas olvidado que esta noche tenemos fiesta en casa de Elsie.
—¡Oh, Dios mío! Lo había olvidado. ¿Tenemos que ir?
Anne se encogió de hombros.
—Nos invitó la semana pasada. Hemos tenido la semana entera para disculparnos. Ahora ya es demasiado tarde.
—Confusión —murmuré, dando un mordisco a mi jamón con centeno.
—El cuñado no parece muy contento —comentó Phil—. Tengo la impresión de que las fiestas de Elsie no son demasiado divertidas.
—En absoluto —respondí.
—¿Quién es?
—La vecina de al lado —explicó Anne—. Candy es su hija pequeña.
—Y las fiestas son su profesión —añadí yo—. Su marido es un pobre desgraciado.
Anne movió la cabeza hacia los lados, sonriendo.
—Pobre Elsie —dijo—. Sí supiera lo que decimos de ella a sus espaldas…
—¿Y sus fiestas son tediosas? —preguntó Phil.
—¿Para qué contártelo? —le dije—. Ven con nosotros y compruébalo tú mismo.
—Yo animaré la fiesta —respondió Phil.
Poco después de las ocho y cuarto, Richard se quedó dormido en su camita y fuimos a casa de Elsie, que vivía en la puerta de al lado. Por lo general, cuando hablas de la casa de un matrimonio conocido lo haces en plural, pero no sucedía así en este caso. Puede que Ron efectuara los pagos pertinentes, pero la propietaria de aquella casa era estrictamente Elsie. Era algo tan obvio que incluso podías sentirlo.
Fue Ron quien abrió la puerta. Era un muchacho de veinticuatro años; un par de años mayor que Elsie y un par de centímetros más alto. De complexión ligera, tenía el cabello cobrizo y un rostro redondo y juvenil que casi siempre permanecía impasible. Nos saludó con una sonrisa, aunque las comisuras de su boca apenas se curvaron.
—Pasad —nos dijo, con su voz serena y amable.
Frank y Elizabeth ya habían llegado. Elizabeth estaba sentada en el sofá rojo, como una tímida paciente en la sala de espera de un dentista. Frank, que había ocupado una de las butacas, observaba aburrido la moqueta verde. Al vernos, su rostro se iluminó suavemente y se levantó para saludarnos. Efectué las presentaciones pertinentes.
—¡Hola! —dijo una voz femenina.
Al mirar a mi alrededor vi que Elsie había asomado la cabeza por la puerta de la cocina. Llevaba el cabello más corto y más negro que nunca. Recuerdo que cuando nos trasladamos al barrio lo tenía largo y rubio ceniza.
Después de que todos la saludáramos, desapareció unos instantes y regresó al salón con una bandeja cargada de bebidas. Llevaba un vestido rojo de malla que se aferraba a las curvas de su regordete cuerpo. Cuando se inclinó para dejar la bandeja sobre la mesa de café, el escote se separó de su pecho, permitiéndonos ver su ceñido sujetador negro. Advertí la mirada mordaz de Frank. Elsie se enderezó con una sonrisa similar a la que esbozaría una azafata y miró a Phil. Anne los presentó.
—Hooola —dijo Elsie—. Me alegra tanto que hayáis podido venir… ¿Qué veneno os apetece tomar?
Lo que ocurrió aquella velada hasta el momento en que todo empezó no tiene ninguna importancia. Hubo las peregrinaciones habituales a la cocina y al cuarto de baño; las reagrupaciones habituales en grupos más pequeños (las mujeres, los hombres, Frank, Phil y yo, Elizabeth y Anne, Elsie y Phil, Ron y yo, etc.); y las conversaciones habituales de cualquier reunión informal.
Hubo música grabada y pequeños intentos esporádicos de bailar. Candy apareció medio dormida y fue enviada de nuevo a la cama. Hubo los alardes de personalidad habituales: Frank, cínico y aburrido; Elizabeth, serena y radiante en su gestación; Phil, divertido y rápido; Ron, mudo y afable; Anne, hablando en voz baja y despreocupada; Elsie, llena de vitalidad y forzadamente animada.
Recuerdo parte de una conversación: estaba a punto de ir a casa para ver qué tal estaba Richard cuando Elsie comentó que deberíamos buscar una canguro.
—No es necesario cuando sólo vais a la puerta de al lado, como hoy —explicó—, pero deberíais salir de vez en cuando.
Para Elsie, de vez en cuando significaba una media de cuatro noches a la semana.
—Nos gustaría —comentó Anne—, pero aún no hemos encontrado ninguna.
—Podéis llamar a la nuestra —respondió Elsie—. Es una chica agradable y de confianza.
En ese momento salí para ir a casa… y realicé una de mis muchas adoraciones nocturnas: me acerqué a la camita de Richard y lo contemplé en la penumbra. Nada más. Me limité a quedarme ahí de pie, mirando su carita dormida, sintiendo que mi cuerpo se henchía de un amor absoluto y abrumador; pensando que aquel ser diminuto que había estado a punto de volverme loco aquella misma tarde rozaba la divinidad.
Subí un poco la calefacción y regresé a casa de Elsie. Estaban hablando sobre hipnosis. He dicho «estaban», aunque excepto Phil, Anne y quizá Frank, ninguno de los presentes sabía nada del tema. Podía, decirse que era, principalmente, una disertación de Phil sobre uno de sus temas favoritos.
—Oh, no me lo creo —dijo Elsie mientras me sentaba junto a Anne y le susurraba al oído que Richard estaba bien—. Estoy segura de que las personas que dicen que están hipnotizadas en verdad no lo están.
—Por supuesto que sí —respondió Phil—. Si no lo estuvieran, ¿crees que sería posible que les clavaran un alfiler en la garganta sin que sangraran ni gritaran?
Elsie movió la cabeza hacia un lado y miró a Phil con la misma expresión exagerada y acusadora de aquellos que tienen que reforzar sus propias dudas.
—¿Has visto alguna vez que le claven un alfiler en la garganta a alguien? —preguntó.
—A mí mismo me clavaron uno de cinco centímetros —respondió Phil—. Y en cierta ocasión, en la universidad, le hundí uno en el brazo a un amigo mío… después de haberlo hipnotizado.
Elsie se estremeció, con histrionismo.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Es terrible!
—En absoluto —replicó Phil, con el tono que suelen adoptar los universitarios cuando están a punto de soltar una bomba—. Yo no sentí nada, ni tampoco mi amigo.
—Te lo estás inventando —dijo Elsie, con estudiada desconfianza.
—En absoluto —respondió Phil.
Fue Frank quien dio el empujón final.
—Podrías enseñarnos cómo hipnotizas a alguien. —Esbozó una sonrisa ligeramente cruel—. Hipnotiza a Elsie.
—¡No, no lo hagas! —gritó ella—. No estoy dispuesta a hacer cosas terribles delante de todos vosotros.
—Pensaba que no creías en la hipnosis —comentó Phil, divertido.
—Y no creo, en absoluto —insistió ella—. Pero… bueno, a mí no.
Los oscuros ojos de Frank recorrieron la sala.
—De acuerdo —dijo—. ¿Quién quiere que lo hipnoticen?
—Me ofrecería voluntaria, pero eso significaría que tendríamos que pasar la noche entera aquí —comentó Anne—. Phil solía pasar horas enteras intentando hipnotizarme.
—Eres un sujeto pésimo, eso es todo —explicó Phil, dedicándole una sonrisa.
—Bueno, ¿entonces quién? —insistió Frank—. ¿Qué tal tú, Lizzie?
—Oh… —Elizabeth bajó la mirada y sonrió con timidez.
—Prometemos que no te pediremos que te quites la ropa —añadió.
—Frank —dijo, sin levantar la mirada del suelo. Elizabeth tenía treinta y un años, pero seguía sonrojándose como una niña pequeña. Elsie soltó una risita nerviosa, pero Frank no pareció demasiado complacido: Elizabeth era una víctima demasiado fácil para él.
—Vamos, Elsie. Sé buena —insistió—. No te pediremos que hagas ningún strip-tease encima de la mesa de la cocina.
—¿Puedes…? —empezó a preguntar Ron.
—¡Oh, eres terrible! —lo interrumpió Elsie, encantada.
—¿Qué ibas a decir, Ron? —pregunté.
Ron tragó saliva.
—Iba… iba a preguntarle a Phil una cosa —dijo—. ¿No puedes… hacer que alguien… haga algo que no quiere hacer, verdad? Es decir… algo que nunca haría… si estuviera despierto.
—¡Oh! ¿Qué sabrás tú sobre hipnosis, Ronny? —dijo Elsie, intentando que su voz sonara divertida, aunque era evidente que estaba molesta.
—Es cierto, en parte —respondió Phil—. No puedes hacer que una persona rompa su código moral; sin embargo… puedes hacer que prácticamente cualquier cosa se adapte a su código moral.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Frank—. Suena prometedor.
—Imagina que hipnotizo a tu mujer… —empezó a explicar Phil.
—¿Podrías obligarla a hacer algo sórdido? —lo interrumpió Frank, mirando a Elizabeth con mordacidad.
—Frank, por favor… —susurró ella.
—Por ejemplo, si le pusiera en las manos una pistola cargada y le dijera que te disparara, no lo haría —continuó.
—Eso es lo que tú crees —bromeó Frank.
Volví a mirar a Elizabeth y advertí que le costaba tragar saliva. Era una de esas pálidas y lastimosas criaturas que parecen tan vulnerables que, por mucho que quieras protegerlas, no puedes hacerlo. Por supuesto, Frank tampoco era la persona más considerada del mundo.
—Bueno —continuó Phil, sonriendo levemente—. Pero para poder continuar con mi explicación, asumiremos que no te dispararía.
—De acuerdo, pero sólo para que puedas continuar —accedió Frank, mirando a Elizabeth con una sonrisa ligeramente cruel.
—Pero si le dijera a Elizabeth que intentas estrangularla y que la única forma que tiene de defenderse es disparándote… bueno, sería muy probable que lo hiciera.
—No sabes cuánta razón tienes —bromeó Frank.
—Pues yo no me lo creo —dijo Elsie.
—Es cierto —dije yo, uniéndome a la conversación—. Tenemos un amigo psiquiatra, llamado Alan Porter, que un día nos hizo una demostración de lo que Phil acaba de contar. Hipnotizó a una joven que tenía un bebé de pocos meses y le dijo que iba a matar a su hijo y que sólo podría impedirlo clavándole el cuchillo que tenía en las manos… que, por suerte era de cartón. Os aseguro que no tardó ni un segundo en apuñalarlo.
—Bueno, eso es diferente —dijo Elsie—. Además, seguro que sólo le estaba siguiendo el juego.
—Escucha —dijo Phil, gesticulando de forma exagerada—. Puedo demostrártelo ahora mismo, si quieres. Deja que te hipnotice.
—No señor —dijo Elsie—. A mí no.
—¿Y tú? —le preguntó a Ron.
Ron murmuró algo y movió la cabeza hacia los lados, con una pequeña sonrisa en los labios.
—Él ya está medio hipnotizado —comentó Elsie, cariñosamente.
—¿Voy a ser incapaz de encontrar un voluntario? —Phil parecía decepcionado.
—¿A ti no te apetece, Frank? —pregunté.
—No, no —respondió sonriendo, mientras echaba por la boca el humo del cigarrillo—. No quiero que la buena de Lizzie sepa qué hay en mi sucio inconsciente.
Elsie soltó una risita nerviosa y Elizabeth juntó los labios con fuerza, en un intento infructuoso de sonreír.
—Bueno, entonces sólo quedas tú, cuñado —anunció Phil, mirándome.
—¿Te crees capaz de hipnotizarme? —lo pinché.
—Yo de ti me mordería la lengua —respondió, señalándome con el dedo—. Los arrogantes sois los primeros en caer.
Me encogí de hombros, soltando una carcajada.
—Adelante. No tengo nada que perder.