CAÍAN plumas del cielo.
Como nieve negra, bajaban flotando sobre una vieja ciudad llamada Bath. Se arremolinaban sobre los tejados, se apilaban en las esquinas de los callejones y oscurecían y silenciaban todo, como un día de invierno.
Los habitantes se extrañaron. Algunos se encerraron en el sótano. Otros corrieron a la iglesia. La mayoría abrió el paraguas y siguió con sus cosas. A las cuatro de la tarde, un grupo de cazadores de pájaros tomó el camino hacia Kentish Town, tirando de un carro cargado de jaulas. Fueron los últimos en ver Bath tal como había sido, los últimos en irse. En algún momento de la noche del veintitrés de septiembre se oyó un gran estrépito, como de alas y voces, de ramas quebradas y vientos huracanados, y a continuación, en un abrir y cerrar de ojos, Bath se esfumó y solo quedaron ruinas, mudas y desoladas bajo las estrellas.
No hubo llamas. Ni gritos. Todo el mundo desapareció en cinco leguas a la redonda, así que a la mañana siguiente nadie pudo hablar con el alguacil que llegó montado en un caballo chueco. Nadie humano.
Un granjero lo halló unas horas más tarde, de pie en un campo apisonado. El caballo se había esfumado y las botas del alguacil estaban gastadísimas, como si llevara varios días caminando.
—Frío —dijo, con la mirada distante—. Labios fríos y manos frías y qué cosa tan pero tan rara.
Entonces empezaron los rumores. Se susurraba que de las ruinas de Bath surgían monstruos, diablillos delgados como huesos y gigantes altos como colinas. En las granjas aledañas, la gente clavó cabezas de ajo en los marcos de las puertas y cerró los postigos con cintas rojas. Tres días después de la destrucción de la ciudad, llegaron unos científicos de Londres para estudiar el sitio donde antes estaba Bath, y se los vio por última vez en la copa de un roble nudoso, con los cuerpos blancos y exangües, las chaquetas atravesadas por ramas. Después de eso la gente echó llave a las puertas.
Pasaron semanas, y corrieron rumores de cosas peores. Los niños desaparecían de sus camas. Perros y ovejas de pronto quedaban rengos. En Gales, la gente se metía en el bosque y nunca más reaparecía. En Swainsick se oyó un violín en medio de la noche, y todas las mujeres del pueblo salieron en camisón y siguieron el sonido. Nadie nunca volvió a verlas.
Pensando que aquello era quizás obra de uno de los enemigos de Inglaterra, el Parlamento envió de inmediato una brigada de soldados a Bath. Llegaron los soldados y, aunque no hallaron rebeldes ni franceses entre los escombros, sí encontraron un cuadernito manoseado que había pertenecido a uno de los científicos a los que la muerte había sorprendido en la copa del roble. No tenía más que unas pocas páginas escritas a vuela pluma, muy manchadas, pero causó sensación en todo el país. Se lo publicó en panfletos y periódicos, y se lo estampó en los kioscos de revistas. Lo leyeron carniceros y tejedores de seda; lo leyeron alumnos, abogados y duques, y los que no sabían leer pidieron que se lo leyeran en rondas multitudinarias.
La primera parte estaba llena de cuadros y fórmulas, mezclados con garabatos sentimentales sobre una tal Lizzy. Pero a medida que se avanzaba, las observaciones del científico se ponían más interesantes. Describía las plumas que habían caído en Bath, que no eran plumas de ningún pájaro conocido. Describía huellas misteriosas y misteriosas cicatrices en la tierra. Por último describía un largo camino que se desdibujaba entre una voluta de azufre, y retrataba a unas criaturas que solo se ven en fábulas. Entonces se confirmaron los peores temores de todos: los pequeños, la gente oculta, los sidhe, habían pasado de su mundo al nuestro. Los duendes habían llegado a Inglaterra.
Por la noche se acercaron a los soldados goblins y sátiros, gnomos, espíritus y pálidos seres frágiles y sutiles de ojos azabache. De inmediato, el oficial de aspecto almidonado que estaba al mando de los ingleses, un tal Briggs, les dijo que eran sospechosos de grandes crímenes y que debían ir a Londres para ser interrogados; pero eso era ridículo, como decirle al mar que se lo juzgaría por los barcos que se había tragado. Los duendes hicieron oídos sordos a esos hombres torpes vestidos de rojo. Se pusieron a correr a su alrededor, abucheándolos y provocándolos. Una mano pálida se estiró para pellizcar una manga roja. En la oscuridad se disparó un arma. Y entonces empezó la guerra.
Se la llamó la Guerra Sonriente por la cantidad de cráneos, blancos y risueños, que quedaron esparcidos en los campos. Hubo pocas batallas verdaderas; nada de marchas triunfales ni descargas flamígeras que luego inspiraran epopeyas. Porque los duendes no eran como los hombres. No respetaban las reglas, ni formaban filas como soldaditos de plomo.
Los duendes invocaron a las aves para que arrancaran a picotazos los ojos a los soldados. Invocaron a la lluvia para que humedeciera la pólvora y pidieron al bosque que levantara sus raíces y fuera por la campiña de un lado a otro para confundir los mapas ingleses. Pero al final la magia de los duendes no pudo contra los cañones y la caballería ni contra la marea inagotable de casacas rojas que les cayó encima. En un montecito llamado Colina Negra, los británicos convergieron sobre los duendes y los avasallaron. A los que salieron corriendo los derribaron a tiros. Al resto (y eran muchos, pero muchos) los reunieron, los contaron, los bautizaron y los pusieron a trabajar en fábricas.
Bath se convirtió en su nuevo hogar en ese país nuevo. Al resurgir de los escombros, la ciudad creció como un sitio oscuro. El lugar donde había aparecido la carretera, donde todo había sido destruido por completo, se convirtió en Nueva Bath, un enjambre de casas y calles con una altura de más de ciento cincuenta metros, lleno de chimeneas ennegrecidas y de finos puentes que colgaban sobre un amasijo de basura apestosa y humeante.
El Parlamento, mientras tanto, dictaminó que la magia que habían traído consigo los duendes era una suerte de desgracia y que había que esconderla con vendajes y ungüentos. Una lechera de Townbridge descubrió que, cuando sonaba una campana, a su alrededor cesaban todos los sortilegios y los setos paraban de susurrar y los caminos volvían a llevar adonde siempre habían llevado, de manera que se promulgó una ley que obligaba a todas las iglesias del país a doblar las campanas cada cinco minutos en vez de cada quince. Desde hacía tiempo se sabía que el hierro protegía contra los hechizos, y de ahí en más se introdujeron limaduras de ese material en todo, desde los botones de la ropa hasta las migas de pan. En las grandes ciudades, se araron los parques y se derribaron los árboles, porque se suponía que los duendes eran capaces de extraer poder de las hojas y del rocío. Abraham Darby, en su disertación Las propiedades del aire, propuso la famosa hipótesis de que los mecanismos de relojería actuaban como una especie de antídoto contra la naturaleza rebelde de los duendes, y por ello los profesores y físicos y todas las grandes mentes volcaron sus esfuerzos en la mecánica y en la industria. Empezó entonces la Era de Humo.
Con el tiempo los duendes pasaron simplemente a formar parte de Inglaterra, una parte inseparable, como los brezos en los páramos grises, como las horcas en las cimas de las colinas. Los gnomos y genios salvajes no tardaron en comportarse como ingleses. Vivían en ciudades inglesas, respiraban humo inglés y, en poco tiempo, no estaban ni mejor ni peor que los miles de humanos pobres que trabajaban a su lado. Pero los líderes de los duendes —los pálidos, silenciosos sidhes de aspecto furtivo y chalecos ceñidos— no cedieron con tanta facilidad. No olvidaban que habían sido amos y amas en sus propios y grandes salones. No perdonaban. Los ingleses habrían ganado la Guerra Sonriente, pero había otras formas de luchar. Una palabra podía causar una revuelta, la muerte de un hombre podía escribirse con tinta, y los sidhes conocían esas armas como la palma de su mano. Claro que las conocían.