Capítulo XVI

Grinbruja

APENAS los pistones del tren subieron y bajaron una o dos veces, el señor Jelliby se quedó dormido.

Bartolomeo había supuesto que diría algo, que comentaría con él sus planes, o que le contaría más sobre la dama de morado, pero no lo hizo. Y bueno. El aire estaba tibio, el asiento era mullido, y Bartolomeo se acomodó en él y pegó la nariz contra la ventanilla fría. La ciudad pasaba debajo de ellos como un borrón azul oscuro, y las torres y los techos desaparecían tan aprisa que apenas los veía. Cruzaron el río y siguieron camino entre las enormes chimeneas de las fundiciones donde se fabricaban cañones. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, la ciudad quedó atrás, y atravesaron los prados verdes de la campiña. En pocos minutos Bath quedó convertida en una mancha de tinta en el horizonte, que se hacía más pequeña con cada respiración.

Bartolomeo la miró y sintió un dolor extraño en el pecho. Se iba. Dejaba todo lo que había conocido. Iba quién sabía adónde con un caballero que no comía cuando había comida y que le estrechaba la mano a un sustituto. En algún lugar de aquel punto menguante estaba su madre, dormida en un departamento vacío. Y Queta… Queta estaba en alguna parte. No ahí, pero en alguna parte.

Concentró su atención en el compartimento del tren número diez en dirección a Leeds. El señor Jelliby había comprado boletos de primera clase como hacía siempre, y Bartolomeo no estaba tan desorientado como para no darse cuenta de lo sumamente refinado que era todo. Sobre los asientos colgaban cuadritos enmarcados: escenas felices, agradables, de gente muy bien vestida que tomaba el té, o paseaba en la calle, mirando vidrieras o estanques. En los paneles de madera había montadas dos lámparas, cada una con un duende flamígero aprisionado dentro. El que estaba del lado de Bartolomeo golpeó el vidrio para llamar su atención y se puso a hacerle muecas groseras con su cara resplandeciente. Bartolomeo lo observó un rato. Cuando volvió a mirar por la ventana, el duende se puso a aporrear el interior de la lámpara con los puños y a escupir pequeñas llamaradas furiosas. Bartolomeo lo miró de reojo. Enseguida el duende se puso a hacerle muecas una vez más.

Un rato después el señor Jelliby despertó. Bartolomeo apoyó la cabeza contra la ventana y se hizo el dormido, mientras vigilaba al caballero a través de sus párpados entornados. El señor Jelliby lo miró una sola vez. A continuación, desplegó en el compartimento el mapa recién comprado.

Los dedos de señor Jelliby se paseaban por el grueso papel blanco, dando saltitos cuando el tren traqueteaba. Era un mapa algo distinto de aquellos a los que estaba acostumbrado. La Isla de Inglaterra se llamaba “El Lugar Abrasador”, Londres era “La Gran Pila de Abono” y Yorkshire Norte, “El Casi Mundo”. Pero se entendía bastante bien. El tren los llevaba a Leeds, en Yorkshire. Sin embargo, las coordenadas que le había indicado el señor Zerubbabel no quedaban en Leeds. De hecho, hasta donde podía determinar el señor Jelliby, no quedaban en ningún lugar en particular. El punto que había marcado en el mapa no era una ciudad, ni una aldea, ni una granja. Sencillamente, era pleno campo.

Frunció el ceño mirando el mapa, lo dio vuelta, lo plegó y volvió a abrirlo. Leyó de nuevo las coordenadas, recalculó la longitud y la latitud. No sirvió de nada. Aquel sitio se negaba a ubicarse en alguna parte lógica.

Cuando el tren se detuvo en Birmingham, una señora mayor, vestida con un abrigo de piel plateada, abrió la puerta del compartimento con intención de sentarse. Tras una ojeada a la cara vendada de Bartolomeo y a las pistolas que el señor Jelliby llevaba en el cinturón, se dio vuelta muy aturrullada y cerró la puerta corrediza. Nadie los molestó por el resto del viaje.

Llegaron a Leeds después de medianoche. En la zona de carga, sobornaron al conductor de una diligencia para que abandonase a los pasajeros que esperaba y los llevase tan cerca como fuese posible del punto marcado en el mapa. Ningún camino llegaba a menos de siete u ocho kilómetros de allí. Esa noche iban a tener que caminar.

Salieron de la ciudad a la luz de la luna. La diligencia iba tirada por un par de gigantescos saltamontes, que corrían con arrojo, arrastrándola de manera tan brusca por sobre piedras y huellas que el señor Jelliby pensó que la harían pedazos. Por las rendijas laterales del carruaje entraba un viento gélido y las ramas golpeaban contra las ventanillas. En poco tiempo Bartolomeo y el señor Jelliby quedaron cubiertos de moretones y helados hasta los huesos. Después de una hora, la diligencia se detuvo. Descendieron adormilados.

—Bueno —dijo el cochero, encogido en su abrigo y mirándolos con ojitos relucientes—. Aquí es lo más cerca que puedo dejarlos. Hay una posada a un kilómetro y medio por donde vinimos. “La Luz del Pantano”. Los espero allí.

El señor Jelliby asintió y echó un vistazo alrededor, pasando los dedos por la copa de su sombrero una y otra vez. —No le hable a nadie de nosotros, si es tan amable. Y si no volvemos antes de que amanezca, puede dar por sentado que… que hemos encontrado otro camino. Buenas noches.

El cochero gruñó y chasqueó el látigo. Los saltamontes echaron a correr y la diligencia se alejó con estruendo por el camino. Temblando de frío, Bartolomeo la miró irse.

El señor Jelliby consultó la brújula. Luego se pusieron en marcha por un prado verde y húmedo. Una fina neblina flotaba sobre la hierba y los pantalones de ambos acabaron mojados hasta la rodilla. Al poco tiempo empezó a lloviznar. Bartolomeo estaba mareado de sueño y el señor Jelliby rengueaba, pero ninguno de los dos dijo nada. Siguieron su marcha cruzando más prados, sorteando colinas y vadeando pequeños arroyos, hasta que no les quedó un solo músculo libre de dolor.

El señor Jelliby trepó a un muro bajo de piedra, con la mirada clavada en la brújula.

—Tendríamos que llegar de un momento a otro —dijo, y se limpió la tierra de las rodillas—. Sea donde fuere que vayamos.

Resultó que iban a un grupo de árboles situado en medio del campo abierto. No era un bosque. Quizá lo había sido alguna vez, cuando aún había bosques por esos lugares, pero le habían podado todas sus extensiones y ahora solo quedaba un manojo de robles y olmos que se alzaba encima de la hierba. El señor Jelliby se detuvo en el linde a mirar las ramas abovedadas. Luego entró, con Bartolomeo pisándole los talones.

Bajo los árboles el aire estaba húmedo, pero no como en los prados. Era una humedad mohosa, viva, cargada de olor a corteza y a tierra mojada. El suelo estaba tapizado de musgo, y aunque los árboles crecían muy cerca unos de otros, no era difícil caminar. A los veinte pasos desembocaron en un pequeño claro. La lluvia era un susurro, y en ese lugar la hierba crecía alta. Bajo las gotitas de agua crepitaba una pila de ramas chamuscadas. Y en el centro del claro, tan alegre y acogedora como podía imaginarse, había una carreta de madera con capota, pintada de rojo, con azaleas amarillas y primaveras sobre la puerta y entre los rayos de las ruedas. Una sola ventana daba al exterior, y unas cortinas rojas estaban corridas dentro de los paneles. Tras ellas brillaba una luz cálida, que proyectaba cuadrados iluminados en la hierba.

Bartolomeo y el señor Jelliby miraron a su alrededor con inseguridad. Allí no había artilugios monstruosos, ni pequeñas tumbas, ni sílfides de alas negras susurrando entre las ramas. ¿Qué demonios podía interesarle al señor Lickerish en este lugar, como para que su pájaro hubiera venido volando tan lejos? Bartolomeo esperó, esperó con desesperación, que Queta estuviera dentro del vagón pintado. De repente sintió una impaciencia tremenda.

El señor Jelliby subió los escalones que llevaban hasta la puerta de la carreta y golpeó dos veces.

—¡Hola! —llamó, con lo que esperaba que sonase como un voz imperiosa—. ¿Quién vive aquí? ¡Tenemos que hablar con usted!

Adentro se rompió algo. Un ruido brusco y repentino, como si alguien se hubiese llevado un buen susto y se le hubiese caído una taza o un cuenco de las manos.

—Ay, no. Ay no, ay no, ay no —se quejó una voz débil—. Váyase, por favor. Váyase. No tengo dinero. Nada de dinero.

El señor Jelliby miró a Bartolomeo, pero este no le devolvió la mirada. En cambio, no quitaba la vista de la puerta.

—Señora, le aseguro que no busco dinero —dijo el señor Jelliby—. Me ha dado su dirección Xerxes Ya… un conocido en común. Y necesito hablar con usted. ¿Señora? ¿Se encuentra bien?

En la puerta se abrió una mirilla y apareció una cara. El señor Jelliby se echó atrás. Era una cara gris y arrugada enmarcada en una mata de ramas ralas de abedul. Una duende anciana.

—¿Usted no será de la Oficina de Inspectores de Duendes, no? —preguntó—. ¿O del Juzgado de Espinas?

¿O del gobierno?

—Yo, en fin, yo soy de Inglaterra —respondió estúpidamente el señor Jelliby.

La duende soltó una risa nerviosa y descorrió el cerrojo.

—Ah, yo no. A ver, pase y sálgase de la lluvia. A menos que la lluvia le guste, claro. Hay gente a la que le gusta.

Es bueno para los selquis, cura los granos de las ninfas, aunque, que yo sepa, no le hace bien a… ¡Oh! —al ver a Bartolomeo se llevó las manos a la boca—. ¡Pobrecito el distinto! ¡Está más flaco que una espina de pescado!

Bartolomeo intentó ver más allá de la duende, dentro de la carreta. Después la miró. ¿Pobrecito el distinto? Su voz no trasuntaba asco, nada del miedo del gnomo en el bazar, ni de la maldad mezquina del buhonero en el Callejón del Viejo Cuervo. Parecía más preocupada por su semejanza con un pescado que por el hecho de que fuese un sustituto.

Sí, bueno, no tenemos que comérnoslo con nabos, ¿cierto?, pensó el señor Jelliby mientras la duende los hacía pasar a la carreta. La sala era diminuta, apretada y cálida, y estaba abarrotada de pergaminos y de botellas de bonitos colores. Del techo colgaban manojos de hierbas. Sobre los estantes ardían velas derretidas de formas fantásticas. La carreta era demasiado pequeña para esconder a alguien, y Queta no estaba ahí.

La vieja duende se puso a barrer los fragmentos del cuenco de arcilla.

—Ay, qué desastre —se quejó—. No tengo muchos visitantes, la verdad. No de los buenos, en cualquier caso.

Su gastada voz chirriaba, un poco como la del duende mayordomo. Eso sí, más amable. Quizá demasiado amable para alguien cuyo hogar alejado de todo acababa de ser invadido por desconocidos.

—Señora, venimos por un asunto de gran importancia —dijo el señor Jelliby.

—¿Ah, sí? —echó los fragmentos en el plato del gato, que estaba lleno de leche—. ¿Y cómo puede una grinbruja como yo ayudar a unos señores tan buenos como ustedes? ¿Están enfermos? ¿A alguno de los dos lo alcanzó el cólera? Tengo entendido que él está bastante ocupado en Londres.

El señor Jelliby se sacudió la humedad de los zapatos y se quitó el sombrero. ¿Ocupado?

—No, nada de cólera. Necesitamos hablarle de alguien.

La duende se enderezó, le sonaron las articulaciones y llevó la pava del té a la estufa del rincón.

—Ya no conozco a muchos “alguien”. ¿Quién podrá ser?

—El Lord Canciller. Juan Lickerish.

La vieja duende casi soltó la pava. Se volvió a mirarlos.

—Oh —susurró, mientras le temblaban los ojos—. Oh, fue sin mala intención. Sea lo que sea que haya hecho, que esté haciendo, lo mío fue sin mala intención.

La mano del señor Jelliby se posó en el mango de su pistola.

—No hemos venido a acusarla, señora —dijo en voz baja—. Necesitamos su ayuda. Tenemos pruebas confiables de que usted está conectada con el señor Lickerish y nos urge saber por qué. Por favor, ¡nos urge saberlo!

La duende se metió las manos en el delantal y empezó a caminar de un lado a otro, haciendo crujir el suelo de la carreta a cada paso.

—No lo conozco. Casi nada. ¡No es mi culpa! —se detuvo a mirarlos—. No me llevarán por la fuerza, ¿no? No a las ciudades con sus horrendas emanaciones. Ah, no, me moriría.

—Por favor, señora, cálmese. No la llevaremos a ninguna parte. Solo necesitamos que nos diga algunas cosas. Todo.

Los ojos de la duende enfocaron las pistolas. Miró al señor Jelliby, a las armas y de vuelta a su dueño. Luego regresó al lado de la estufa. El té humeaba cuando lo sirvió en tazas de loza azul.

—Todo… —dijo—. Usted moriría de viejo antes de que le contara la mitad.

Les llevó el té y se dejó caer en la mecedora.

Bartolomeo no tomó su taza. Queta no está aquí. Lo único que había allí era una vieja duende medio loca. Deberían irse, cruzar corriendo los prados para llegar hasta el cochero que los llevaría a Leeds. No beber té. Tiró de la manga del señor Jelliby, abrió la boca para decir algo, pero la duende habló primero.

—Acá, la vida alejada es dura —dijo, con voz petulante—. La gente de la ciudad trabaja en fábricas. Andan siempre entre los motores y las campanas de iglesias y el hierro. Y pierden su magia. Yo no podría. Acá a lo lejos me aferro a un poco de ella. Retazos. No es como en casa. La verdad que no. Pero casi. Es lo más cerca que puedo estar.

Bartolomeo sabía que hablaba de su casa en el País Antiguo. La duende debía de ser muy vieja.

—¡Y de algo hay que vivir! —se quejó—. No soy más que una vieja grinbruja y ya nadie quiere mi ayuda. Cada tanto vienen duendes de las ciudades cuando sus pequeños tosen sangre, pero no pueden pagar mucho. Y tuve que vender a la pobre Dolly para comprar pegamento, así que ya no podía salir de gira. Y de algo hay que vivir, ¿me entiende? —en sus ojos brilló una extraña chispa—. El Lord Canciller me envía oro.

—Ah, sí —dijo el señor Jelliby con frialdad—. ¿Y usted sabía que él ha estado matando sustitutos? ¿O le paga tanto que no le importa? Le agradecería que me contara de qué se trata todo este asunto. Con palabras sinceras. ¿Qué está planeando el Lord Canciller?

Dio la impresión de que la grinbruja iba a echarse a llorar. Bartolomeo sospechó que era más por el tono de desaprobación de la voz del señor Jelliby que por las palabras en sí.

—¿Usted no sabe? —dijo ella—. Usted intenta detenerlo, ¿no? Por eso vino aquí. ¿Y ni siquiera sabe qué está intentando detener?

El señor Jelliby tragó su té. No lo sabía. Todo lo que tenía eran fragmentos y partes sueltas —el pájaro, el mensaje, la conversación en Westminster—, pero en su conjunto no era mucho.

La vieja duende arrimó la silla un poco adonde estaba él.

—Quiere abrir otro portal duéndico, por supuesto.

El señor Jelliby parpadeó por encima del borde de su taza. Bartolomeo hizo un ruidito con la garganta, a mitad de camino entre un grito sordo y una tos.

—¿No lo sabía? —rió ella, arrimándose más aún—. Sí, el portal duéndico. Muy pronto, tengo entendido. Mañana. Verá, el último ocurrió solo. Un fenómeno natural suscitado por un montón de coincidencias desafortunadas. Siempre ha habido grietas entre los mundos. Las cosas siempre han pasado de un lado a otro, y hay muchos cuentos de humanos que se encontraron en el País Antiguo por accidente. Pero este nuevo portal no será una grieta. No será un accidente. Juan Lickerish lo está diseñando. Ordenándole que exista. Un enorme pasaje en el medio de Londres. En medio de la noche.

El señor Jelliby bajó su taza con brusquedad.

—¡Pero eso será una carnicería! —exclamó, horrorizado—. Ofelia y Brahms y… ¡Ocurrirá todo de nuevo como en Bath!

—Será peor —dijo la duende, y en su cara se dibujó una sonrisa tan franca y dentada que al señor Jelliby se le puso la piel de gallina.

—No dará resultado —dijo él, mirando con aplicación la trenza de ajo que estaba sobre la cabeza de la duende—. Las campanas. Las campanas lo detendrán. No paran de sonar. Cada cinco minutos. El señor Lickerish no tendrá tiempo de intercalar un hechizo.

—Aaah, las campanas —la duende siguió sonriendo—. Bath tenía campanas y no poco relojes, y aun así voló por los aires hasta la Luna. Las campanas no funcionan contra hechizos de ese tipo. Puede que estorben a un piski que quiera darle a alguien una verruga o embrollen un encantamiento menor, pero no impedirán que se abra un portal duéndico, un camino al País Antiguo.

—¿Y entonces, qué hacemos? —gritó casi el señor Jelliby—. ¡No podemos quedarnos aquí sentados! ¿Cómo lo detenemos?

—Y yo qué sé.

Ahora ella estaba muy cerca. El señor Jelliby estaba seguro de que podía olerla: flores y humo y leche agria.

—Abrir un portal duéndico es un proceso complicado. Yo no lo entiendo. No quiero entenderlo. Lo único que sé es que el señor Lickerish necesita un brebaje. Plantas y partes de animales. Yo se las doy. Es una poción vinculante, el brebaje ese. Atrae a una especie de duende llamado “sílfide penúmbrica”; es capaz de dirigir a bandadas enteras de ellas y obligarlas a hacer lo que se les dice. Pero no sé para qué necesita a las sílfides. Yo soy hilo muy delgado, ¿entiende? Un hilo muy delgado en una enorme telaraña.

Hizo con los dedos el movimiento de una araña que corre.

—Me envía sus notas con un pájaro mecánico. Un pájaro hecho de metal, ¿alguna vez vio cosa semejante? Y hago lo que me pide. Pero esos distintos… —la sonrisa desapareció de su cara, y ella se encogió contra el respaldo de su silla. De repente pareció triste y asustada de nuevo—. No sé para qué son. Pobres, pobres criaturas. No sé por qué los mata. He enviado nueve botellas a Londres. También un montón de botellas pequeñas. Muy chiquitas. Y… y lo último de lo que me enteré es que había habido nueve muertes. Usted es de Londres, ¿no? Me di cuenta por la tierra de sus zapatos. A lo mejor él lleva un tiempo tratando de abrir el portal. Nueve veces. Nueve veces usted podría haber muerto en su cama y se ha salvado —la mirada de la duende se posó en la ventana—. Yo no quería que nadie saliera lastimado. De veras que no. Y cuando me enteré del asunto de los sustitutos en el río, de inmediato supe que era él. Pero, no, no me hagan pensar en eso. Yo no podía hacer nada. ¿Qué hubiera podido hacer? —hizo esa pregunta casi en forma de ruego.

Bartolomeo alzó la vista de sus botas. La fulminó con la mirada.

—¿Cómo que qué hubiera podido hacer?

La grinbruja se volvió sorprendida hacia él. Bartolomeo llevaba horas sin hablar y su voz había sonado áspera.

—Hubiera podido no hacer nada, eso hubiera podido hacer. Hubiera podido dejar de ayudarlo. Él ahora tiene a mi hermana, ¿sabía? Ella es la próxima, y es culpa suya. Usted es más culpable que cualquiera.

La vieja duende lo miró por un momento. La luz del fuego brillaba en sus ojos. Habló con voz suave.

—No fue mi culpa. Ya lo creo que no. El señor Lickerish es el responsable de las matanzas. Todo lo que hice fue revolver mi olla en el claro. No quiero pensar en eso. ¡No quiero pensar en eso!

El señor Jelliby empezó a ponerse de pie. La grinbruja se volvió de golpe para enfrentarlo. Sonrió de nuevo.

—Pero a fin de cuentas supongo que sí es culpa mía. Ah, de veras lo siento. ¿Sabe una cosa? Cuando me enteré por primera vez del plan de Juan Lickerish, pensé: “¿Por qué no?”. ¿Por qué tendría que importarme lo que le pasara a Londres? Es hora de que los duendes se liberen, hora de darles una lección a los ingleses. Pero cambié de parecer. ¿Quiere más té? Me di cuenta de que el señor Lickerish no lo hacía por el bien de los duendes. No lo hacía por el bien de nadie, la verdad. Excepto por el suyo propio. Dice que no le gustan los muros ni las cadenas, pero en realidad sí. Siempre y cuando él construya los muros y fabrique las cadenas. Porque cuando se abra el portal duéndico no va a dejar las cosas ahí. Lo va a custodiar como un enorme perro guardián, y será suyo. Quedará siempre abierto, pero él decidirá qué entra y qué sale.

Bartolomeo la miraba fijo. ¿Qué le pasa a esta vieja? Era como si su mente se retorciera y se empujara y se mintiera a sí misma. La duende no paraba de mirar al señor Jelliby con esa horrenda sonrisa en la boca, mientras sus ojos y sus dedos daban pequeñas sacudidas.

—Muchas criaturas morirán cuando se abra —dijo ella—. Humanos y duendes, todos muertos en sus camas. En Bath murieron veinte mil. Cien mil en el período posterior. ¿Recuerda la Guerra Sonriente? ¿Colina Negra y los Días de Ahogados? Claro que no. Usted es demasiado joven y está demasiado bien alimentado. Pero yo sí me acuerdo. Pasaron años y años desde que el portal se abrió, y aún seguía habiendo confusión y derramamiento de sangre. Ocurrirá de nuevo. Vendrán nuevos duendes, y serán libres y salvajes, y bailarán sobre las entrañas de la gente y de los duendes ingleses, tontos y cansados. Y es que los duendes que están aquí no sabrán qué hacer. Ya no recuerdan cómo eran antes. Yo creo que todos morirán, ¿y usted? Morirán junto con todo lo demás. Y el señor Lickerish lo contemplará todo desde algún lugar seguro —miró al señor Jelliby con adoración—. Pero usted lo detendrá, ¿no es cierto…?

El señor Jelliby empujó su taza.

—No lo sé —dijo con sequedad, y sacó del bolsillo del chaleco el pedazo de papel que le había dado el señor Zerubbabel—. Tengo una dirección más del pájaro mensajero. Está en alguna parte de Londres. ¿Ese es el lugar? ¿Se lo ha dicho? Creo que los pájaros mensajeros conectan al señor Lickerish con todos los puntos de su plan: Bath y los sustitutos, y usted. De ida y de vuelta a Londres.

La sonrisa de la vieja duende se llenó de picardía.

—Usted sí que es inteligente, ¿eh? Tan inteligente y tan alto. Dígame: ¿cómo atrapó al pájaro mensajero del Lord Canciller? Si se llega a enterar lo mandará matar.

Ya lo ha intentado, pensó el señor Jelliby, pero dijo:

—Mire, señora, no tenemos tiempo para tonterías. Díganos qué aspecto tiene el portal y nos iremos a buscarlo y la dejaremos tranquila.

—Ah, ¡pero no quiero que me dejen tranquila! ¡No se vaya! No puedo contarle esas cosas. No puedo, sería un desastre. O a lo mejor puedo. Quizás un poco. Mis recuerdos de la última vez están muy borrosos, eso es todo. Muy borrosos y lejanos. Desperté en mi cama en la copa de un árbol y… —los ojos de la grinbruja se nublaron—. Mamá. Mamá estaba empacando. Nos decía que nos diéramos prisa porque estaba ocurriendo una maravilla junto a la Ciudad de la Risa Negra. Y recuerdo que caminamos, caminamos. Entonces yo era muy joven. Me pareció que caminábamos durante cien noches seguidas, pero no puede haber sido mucho tiempo. Y luego vimos una puerta en el aire. Era como una rasgadura en el cielo y los bordes eran alas negras que batían. A nuestro alrededor caían plumas. La atravesamos, pero no recuerdo qué aspecto tenía del otro lado. No volví la vista atrás. Ni una vez. No hasta que fue demasiado tarde. Puede que el portal haya sido enorme o diminuto. Miles de nosotros pasamos por él al mismo tiempo, pero era magia pura, el portal aquel; puede que no haya sido más grande que mi nariz —arrugó la nariz—. El portal de Londres podría ser cualquier cosa. Estar en cualquier parte. Podría ser una ratonera o un armario. Podría ser el gran arco de mármol de Park Lane.

Sonrió con nostalgia, mientras frotaba con el pulgar el borde roto de la taza.

—Me gustaría volver, ¿sabe? Al País Antiguo. A casa.

Con sus ojos azules apagados y acuosos miró a Bartolomeo. Después apoyó la taza y se tapó las orejas con las manos.

—Lo mejor es no pensar en eso. Mejor no. ¡No quiero pensar en eso! Los planes del señor Lickerish no pueden traer nada bueno. No para mí. Ni para mí, ni para nadie.

La carreta quedó en silencio por un minuto. El fuego crepitaba dentro de la pequeña estufa. Afuera, un búho ululó lastimeramente en un árbol.

Entonces el señor Jelliby se puso de pie.

—Así es. Es hora de irnos. Gracias por el té.

La grinbruja empezó a hablar de nuevo, levantándose apresuradamente de la silla y procurando retenerlos un rato más, pero el señor Jelliby ya estaba abriendo la puerta. Salió a la noche. Bartolomeo lo siguió, poniéndose la capucha.

Ya en el claro, el señor Jelliby inspiró hondo. Se volvió hacia Bartolomeo.

—Loca como una cabra, la pobre. Vamos, que hay que salvar al mundo.

Abandonaron el círculo de calor de la carreta y se dirigieron hacia la humedad pesada del bosque.

—Qué importa el mundo —dijo Bartolomeo a media voz—. Lo único que quiero es encontrar a Queta.

La vieja duende salió de su carreta y los observó marcharse, y siguió mirando en esa dirección hasta mucho después de que se los hubiera tragado la noche.

Pasaron horas. Permaneció tan quieta que hubiera podido ser confundida con un árbol. Al fin un gorrión mecánico descendió en el claro y se posó a sus pies en la hierba cubierta de rocío. Lo levantó. Sosteniéndolo en la palma de su mano, desenganchó la cápsula de latón y sacó un mensaje.

Regocíjate, hermana, decía con la letra garrapateada del señor Lickerish. La Número Once es todo. Todo lo que esperábamos. Prepara la poción. Hazla más fuerte que nunca y envíala a la Luna. Esta vez la puerta no fallará. Dentro de dos días, cuando salga el sol, se erguirá alta y orgullosa sobre las ruinas de Londres, un heraldo de nuestra gloriosa nueva era.

Y un símbolo de la caída del hombre.

El sol no saldrá para ellos.

La Era de Humo ha terminado.

Una sonrisa anchísima partió la vieja cara de la duende. De a poco enrolló la nota y la metió de nuevo en la cápsula. Luego sacó un arma de su delantal. Era nueva, comprada en un mercado duéndico, una de un par. La otra estaba en la carreta, donde la había escondido con rapidez tras la estufa. Alzó el arma, apuntando adonde el bosque se había tragado a las dos figuras.

Pum, dijo para sus adentros, y soltó una risita.