Salir del callejón
BARTOLOMEO no despertó, porque en realidad no se había dormido. Había sentido que el recipiente del carbón se le caía de la mano, lo había oído rebotar con una larga nota nítida que repercutió dentro de su cráneo. Él también había caído. Un dolor sordo le traspasaba el brazo y algo había pasado en sus ojos, y aunque veía de nuevo, era de manera borrosa e indefinida. El andrajoso estaba de pie junto a la ventana: una mancha recortada a contraluz, saludando con la mano. Luego la ventana se había puesto negra, y afuera las alas habían llenado el callejón. Pero todo le había parecido muy lejano. Era como si él estuviera ovillado en lo profundo de ese cuerpo tieso y adolorido que era el suyo y ya no lo incumbiera lo que ocurría en el mundo.
Le daba la impresión de que llevaba un año ahí tirado. Imaginó el polvo posándose sobre él y el Callejón del Viejo Cuervo en ruinas a su alrededor. Pero al cabo sintió que su voluntad volvía, propagándose por su cuerpo como un charco que se derrama en una ranura. Afuera el sol brillaba. La luz entraba por los pequeños paneles de la ventana de la cocina y le hería los ojos. Se incorporó y se limpió la nariz con el dorso de la mano.
Queta ha desaparecido. Fue un pensamiento lento y hueco. La dama de morado vino y se la llevó, como a los otros nueve. Como a mi amigo. No me buscaban a mí. Soy solo un niñito tonto que no se dio cuenta del peligro hasta que fue demasiado tarde, que pensó que se trataba de él y que iba a ir a Londres y a ser importante. Y ahora Queta ha desaparecido.
Bartolomeo se levantó agarrándose de la pata de una mesa. Tenía la ropa cubierta de ceniza, pero no le importó. Se acercó a la cama de su madre. Ella seguía tal como la había dejado, profundamente dormida, respirando de manera regular, en calma. A veces sonreía un poco, o roncaba, o se daba vuelta como por lo general hacía al dormir. Solo que no se despertaba.
Bartolomeo la agarró del hombro. “¿Madre?”, quiso decir, pero de su garganta solo salió un sonido cascado.
Aturdido, salió del departamento, prestando oídos a los vecinos al pasar delante de sus puertas. Todo estaba en silencio. Ningún niño lloraba, no se oía un solo paso en el viejo parqué desnudo, ni siquiera olía a nabos. Fue al piso de arriba, al de abajo, a toda la casa, y en todas partes era igual. Lo único que cada tanto oía eran ronquidos, o lo que sonaba como el chirrido de un resorte de cama. Hasta el gnomo que cuidaba la puerta que daba al Callejón del Viejo Cuervo estaba dormido en su banquito, con un hilo de baba brillante en el mentón.
—Hola —dijo Bartolomeo—. ¡Hola! —un poco más alto. La palabra escapó escaleras arriba, por entre los pasillos silenciosos y las zonas de luz. La escalera le devolvió un eco: “la, la, la…”.
Todo el mundo dormía. Todos bajo ese techo, menos él. Las campanas de Bath dieron las doce del mediodía. Salió y se detuvo en el callejón, entumecido y con los ojos bien abiertos, preguntándose qué hacer.
Se acercaban nubes, pero aún estaba claro. Sintió el sol en su piel, pero este no lo calentó. Entre los adoquines había crecido un círculo de hongos. Eran pocos y estaban separados, y cuando Bartolomeo se paró en el centro, el aire ni siquiera se agitó. Los pisoteó uno a uno y esparció el líquido negro por el suelo.
Al rato vio a un hombre que subía por el callejón. Llevaba un sucio traje blanco y una camisa de cuello azul. Bartolomeo supuso que sería un marinero. El hombre no lo vio hasta estar a unos pocos pasos. Los ojos se le dilataron y se persignó al pasar pegado a la pared, para después doblar rápido la esquina. Con una expresión fría y anodina, Bartolomeo lo miró irse.
Tipo estúpido. De repente Bartolomeo sintió odio. ¿Por qué se persignó y se quedó mirándome? No es mejor que yo. No es más que un marinero estúpido y sucio, y seguro que ni siquiera sabe leer. Yo sé leer. Empezaron a dolerle los dientes y se dio cuenta de que estaba apretando la mandíbula. En su mente no paraba de golpear al hombre, le propinaba puñetazos en la cara hasta que, al mirarla, ya no era una cara en absoluto sino un recipiente redondo hecho pedazos, del que se derramaba un guiso rojo.
—¡Ey, tú! —dijo una voz áspera a sus espaldas. Una mano lo asió con violencia del hombro e hizo que se diera vuelta.
Se encontró ante una cara redonda, picada de viruela, parecida a un panqueque rancio. La cara pertenecía a un tipejo gordo, que prácticamente reventaba en su chaqueta militar. Llevaba una mochila de buhonero al hombro, pero todos los ganchos de los que normalmente colgarían cucharas y sartenes y cacerolas y mantelitos estaban vacíos.
—¿Qué crees que haces, eh? ¿Qué es eso de susurrar hechizos tras la espalda de la gente? ¿Qué clase de brujería tramabas?
El hombrecito atrajo a Bartolomeo del cuello hasta que estuvo a solo centímetros de su cara sucia y barbuda.
—Ah, así que eres uno de esos hijos del Diablo —resolló—. Un distinto. Dime, diablito, ¿tu madre te daba comida para perros en vez de leche?
—N… no —dijo Bartolomeo con voz ronca. Su mente se despertó del letargo. El miedo la había acelerado de golpe. No te hagas notar y nadie te colgará. No te hagas… Se había hecho notar.
—Últimamente están matando a los de tu clase, ¿sabías? Sí, sí. Los pescan en el río, empapados y fríos. Dicen que tienen marcas rojas en los brazos, en la piel. Y están… huecos, flotando como una tela en el agua sucia —el hombrecito se rió con ganas—. ¡Sin entrañas! ¡Ja, ja! ¿Qué te parece, eh? Y tú, ¿tienes rayas rojas en los brazos que giran y se retuercen? —levantó una de las mangas de Bartolomeo. Los ojitos porcinos se le dilataron de sorpresa, y de a poco se le achinaron de nuevo. Cuando habló su voz era grave y peligrosa.
—Pronto vas a estar muerto, diablito. Estás marcado. ¿Conoces al último niño que murió? Era de por acá, se parecía a ti. Binsterbull o Biddelbummer o un nombre por el estilo. Y lo pescaron en el Támesis, sí señor. En Londres. Y tenía tus mismas marcas. Sí, sí, las mismas —el aliento del hombre apestaba a ginebra y a dientes podridos. Bartolomeo tenía ganas de vomitar—. ¿Qué te traes entre manos? ¿Eh, diablito? —gimió el hombre cerca de su cara—. ¿Por qué te quieren matar? A lo mejor te mato primero y les ahorro el…
Detrás de ellos, alguien carraspeó.
—Disculpe —dijo una voz educada.
Sin soltar el cuello de Bartolomeo, el buhonero se volvió de golpe. Soltó una risotada.
—¿Y usted, qué quiere?
—Quiero que suelte al joven —dijo la voz.
—Mejor empiece a correr, señor. Váyase o le doy a usted también.
El hombre no se movió.
—Suéltelo o lo mato de un tiro.
Bartolomeo estiró el cuello, tratando de ver a su benefactor. Se descubrió mirando el cañón de un revólver. Era un pequeño revólver de plata con cachas de madreperla y rubíes y ópalos en los costados.
El buhonero solo se dignó a escupir.
—¿Usted? Usted no le dispararía ni a un gatito que le mordiera la nariz.
El hombre disparó. Del cañón salió una perla delicada y perezosa, que cayó en los adoquines y se alejó rebotando.
—Maldita sea —dijo el hombre del revólver—. Mire, deje al chico tranquilo, ¿de acuerdo? Quédese con el arma. Vale una buena suma, supongo. Y le aseguro que no llevo nada más. Mi dinero está en notas a mi nombre, así que no podrá cobrarlas, y ni siquiera tengo un reloj con cadena, así que ni se moleste en robarme —le ofreció la pistola enjoyada—. Ahora quítele la mano de encima al chico.
El hombre de cara de panqueque dejó caer bruscamente a Bartolomeo en los adoquines. Le arrebató al otro la pistola.
—Está bien —dijo, mirando con desconfianza al desconocido—. Pero este no es un chico. Es uno de esos sustitutos, es, y está marcado. Va a morir pronto.
Luego se fue aprisa por el callejón.
Bartolomeo se levantó del suelo y miró de arriba abajo a su rescatador.
Era un caballero. Sus zapatos negros brillaban, llevaba el cuello de la camisa almidonado y olía muy limpio, como a jabón y a agua fresca. Además era bastante alto, de hombros anchos y rasgos simétricos, con una barbita rubia en su mandíbula que hacía pensar en que llevaba varios días sin afeitarse. Lo miraba con una expresión de tímida curiosidad. A Bartolomeo no le cayó nada bien.
—Hola —dijo el caballero en voz baja—. ¿Tú eres el Niño Número Diez?
—¿Mi Sathir? Hay un problema.
La dama de morado le daba la espalda al señor Lickerish. Sus brazos colgaban a los lados y sus dedos elegantes se movían apenas, toqueteando el terciopelo de las faldas. No movía los labios.
—Mi Sathir —dijo de nuevo la voz. El señor Lickerish no levantó la vista. Estaba ocupado escribiendo en un pedazo de papel con una pluma negra arqueada; la concentración se trasuntaba en sus rasgos de huesos finos.
La dama y el duende se encontraban en una hermosa habitación. Las paredes estaban recubiertas de libros y las lámparas proyectaban halos sobre ellos. Un zumbido grave llenaba el aire. Sobre el escritorio del señor Lickerish había dos pájaros de metal, con ojos oscuros y penetrantes. En un rincón de la habitación, alguien había trazado con esmero un círculo en el suelo. Una sección del círculo parecía más nueva que el resto, más definida y blanca, como si la hubieran tenido que volver a trazar.
—Un problema, Sathir.
El señor Lickerish soltó la pluma.
—Sí, hay muchos problemas, Saltimbán, y uno de ellos eres tú, y otro es Arturo Jelliby, y otro es el viejo señor Zerubbabel, con sus dedos lentos y retorcidos. ¿Cuánto tiempo se tarda en construir otro pájaro de metal? Tiene los diseños y la ruta y… Hablando del tema, ¿mataste a Arturo Jelliby?
—Sí, está muerto. Lo más probable es que lo hayan estrangulado sus sábanas porque no les gustaba que las pusieran bajo planchas hirviendo o las ahogaran en agua con jabón. Sabes, casi da pena malgastar el hechizo de Malundis Lavriel tan tarde por la noche. No hay nadie cerca para apreciarlo. En cambio, en una calle concurrida, en pleno día, el resultado puede ser muy espectacular… Pero me estoy yendo de tema. Tenemos un problema.
La dama de morado dio un paso a un lado, revelando a una nena ovillada en el suelo. La dama estiró un zapato azabache de debajo de las faldas y le dio un golpecito a la niña en las costillas.
—Despierta, esperpento. ¡Despierta!
Queta levantó su cabeza, adormilada. Durante medio segundo sus ojos no registraron emoción alguna, como si pensara que seguía en su casa, a salvo. Luego se incorporó. Con los labios fruncidos, fulminó con la mirada a la dama y al señor Lickerish, de a uno por vez.
—Levántate las mangas, mestiza. Muéstrale.
Hizo lo que le decían, pero sin dejar de mirarlos. Se arremangó la tela sucia, revelando una trama de rayas, tentáculos rojos que se enredaban en torno a sus delgados brazos blancos.
—¿Y bien? —preguntó el duende político—. ¿Qué hay? Tiene un aspecto igual de espantoso que los otros nueve.
Una lengua chasqueó en señal de molestia. No era la lengua de la dama, la lengua que estaba detrás de los labios rojo intenso. Era una lengua larga, áspera, que pasaba por unos dientes.
—Léelo —gruñó la voz.
El duende político se inclinó sobre su escritorio. Hizo una pausa. Asombrado, arqueó una ceja de forma perfecta.
—¿Once? ¿Por qué está marcada once?
—He ahí el problema. No lo sé. Hice el hechizo tal como lo ordenaste, Skasrit Sylphii, para marcar a cada uno de los sustitutos que viajaban entre las alas y abrirles la piel a la magia. Esta tendría que estar marcada como número diez.
El señor Lickerish chasqueó los dedos y se acomodó en su asiento.
—Bueno, habrá estado mal contado. La magia no es más inteligente que quien la usa, y tú no eres tan inteligente como crees.
—Mi magia es efectiva. Y al menos yo todavía puedo hacer esas cosas. No sabes nada de las prácticas antiguas. Compras los hechizos y las pociones como un ricachón mimado —la voz habría debido detenerse ahí, pero prosiguió, provocadora—. O, si no, prescindes por completo de ellos. A fin de cuentas, la mecánica es mucho más práctica. Pájaros mecánicos y caballos de hierro —una risita—. Igual que un humano hecho y derecho.
—Cierra el pico —rezongó el señor Lickerish—. Yo soy quien va a salvarte. Salvarnos a todos de la cárcel que es este país. Y tú harás tu parte como yo hago la mía. Ahora —dijo, recuperando de pronto la calma—, si el hechizo sigue funcionando, ¿qué puede haber pasado?
—Veo solo una posibilidad. Alguien más atravesó el círculo duéndico.
Se hizo un silencio de muerte. Solo se oía aquel suave zumbido que vibraba dentro de las paredes.
Los dedos de la dama se agitaron, dando pequeñas sacudidas, como las de las patas de una araña justo cuando se la aplasta.
—Alguien —repitió la voz— entre el número nueve y esta. La magia tarda en disiparse. Si alguien entró por accidente, supongo que sería… No, es imposible. Las sílfides lo hubieran devorado al instante, lo habrían reducido a huesos a picotazos. ¡Pero no tiene sentido! ¡Solo se puede marcar a un sustituto!
El señor Lickerish se quedó mirando la cabeza de la mujer. Sus ojos eran duros y negros. La voz continuó, apresurada, precipitada.
—Es la única manera. La magia no contó mal. El hechizo surte efecto. Once sustitutos han viajado a esta habitación. Nueve hallaron la muerte. Un espécimen, este, te lo aseguro —las manos de la dama se movían furiosamente, arañando la tela como garras—, será el medio para un fin glorioso, y el otro ha de andar… —las manos se dejaron caer— …por ahí.
—Andar por ahí —repitió el duende político, pronunciando la frase lentamente—. ¿Andar por ahí? Un sustituto se entrometió en mi habitación, vio vaya uno a saber qué ¿y ahora se pasea tan campante por Inglaterra? —el señor Lickerish tomó una estatuilla de porcelana y la arrojó por el aire—. ¡Encuéntralo! —gritó—. Encuéntralo de inmediato y mátalo.
La dama de morado se volvió hacia el señor Lickerish. Su expresión era neutra, con los labios a medio abrir. Se inclinó hacia adelante con una torpe reverencia y la voz dijo:
—Sí, mi Sathir, rastrearlo será lo más fácil del mundo.
Queta se había acercado adonde estaba la estatuilla hecha trizas. Juntaba los pedazos uno por uno y los miraba anonadada. El señor Lickerish se volvió hacia ella.
—Y llévate a esa cosa a la antesala. Ruega a la lluvia y a las piedras que sea todo lo que necesitamos que sea, o tú y tu enamorada pueden largarse en el presente estado, con total seguridad de que no podrá hacerse nada para cambiarlo. A propósito, está cada vez más indecente, tu enamorada.
El caballero duende señaló a la dama de morado.
—Podrías hacer que se cambiara ese vestido espantoso.
El señor Jelliby había pasado la noche en un banco de Hyde Park. En cuanto el deprimente cielo de Londres clareó lo bastante como para ver, se había dirigido a su banco vestido solo con la bata y había hecho sonar la campana como un desquiciado hasta que un empleado soñoliento lo dejó entrar. Pidió la pistola enjoyada y una gran cantidad de dinero de la caja de seguridad de la familia, y cuando los obtuvo, tomó un taxi hasta Saville Row, despertó al sastre y le pagó doble a fin de salir con la chaqueta y el chaleco nuevos del Barón D’Erezaby, una corbata de satén y una galera. Envió un telegrama a Ofelia para decirle que estaba sano y salvo, que ella debía irse a Cardiff ese mismo día y que no hablara con nadie. A las ocho de la mañana ya iba camino a Bath.
Era un viaje agradable pese a la humedad y al frío que se colaba en todo. La enorme locomotora de vapor volaba por la campiña, arrastrando una pluma de humo tras de sí y pintando una acuarela borrosa de verdes y grises en la ventanilla del señor Jelliby. Llegó a la estación de Bath justo antes de mediodía.
Había decidido que no tenía sentido ir a otra parte. Las coordenadas de Londres no le decían nada, y la otra dirección que figuraba en el papel que le había dado el señor Zerubbabel quedaba mucho más al norte, en Yorkshire. Además, en Bath estaban los sustitutos. Si el señor Jelliby iba a hacer algo por salvarlos, tendría que ser allí.
Se bajó del vagón en medio del vapor arremolinado del andén. Había oído hablar de aquella ciudad vertical y mugrienta, pero nunca había estado en ella. No era el tipo de lugar al que la gente iba si podía evitarlo. La estación de trenes había sido construida cerca de los cimientos de la ciudad, bajo una cúpula de hierro oxidado y vidrio. Los andenes estaban casi desiertos. Los jefes de estación y los guardas corrían de un vagón a otro, subiendo las escalerillas en cuanto podían, como si el suelo estuviese envenenado. No había ningún duende esperando. Tampoco muchos humanos. De solo ver la conejera que eran las calles y las casas que se superponían a su alrededor, el señor Jelliby se convenció de que debía ir a buscar un taxi.
Había unos pocos medios de transporte estacionados al borde de la estación: un carruaje tirado por lobos, dos caracoles gigantes con carpas sobre los caparazones y doce botellas de una poción que, con toda probabilidad, te dejarían desmayado y sin un penique en vez de llevarte adonde querías ir. El señor Jelliby eligió un altísimo troll azul con un palanquín atado a sus espaldas e introdujo una guinea en la caja que aquel llevaba en el cinturón. La guinea resonó al golpear el fondo. Adentro no había ninguna otra moneda.
El troll gruñó y resopló por la nariz, y el señor Jelliby creyó que lo iba a levantar hasta el palanquín. Pero no. Él esperó. Luego vio los peldaños de madera fijados a la pierna del troll y trepó al palanquín por su cuenta.
Se pusieron en marcha. El señor Jelliby se acomodó sobre una pila de almohadones malolientes y se empeñó en no mirar la ciudad de los duendes mientras la iban atravesando.
En las afueras de la ciudad, el troll se detuvo abruptamente. El señor Jelliby se asomó para quejarse, pero al ver los ojos de la criatura, oscuros como una tormenta, cerró la boca al instante. Bajó por la pierna azul y miró al troll meterse otra vez en las sombras de Nueva Bath. Luego paró un taxi de vapor y le dio al conductor la dirección que el señor Zerubbabel le había escrito.
Menos de cinco minutos después el taxi también se detuvo. El señor Jelliby quería gritar de impotencia. Asomó la cabeza por la ventanilla.
—¿Y ahora qué problema hay?
—Eso es un gueto de duendes, pasando por ahí —dijo el cochero, señalando con la fusta un arco estrangulado por enredaderas que separaba a dos edificios de piedra—. Tendrá que hacer el resto del camino a pie.
Con una maldición, el señor Jelliby se bajó y cruzó por debajo del arco. Tomó por una calle fétida, luego por otra.
Pidió indicaciones varias veces, se perdió, fue objeto de miradas y burlas, y le robaron el sombrero. Pero al fin llegó a una callecita estrecha y torcida llamada Callejón del Viejo Cuervo, y allí encontró al niño al que estaban por matar.
—Bueno, ¿lo eres? —preguntó el señor Jelliby, procurando que su voz sonara lo más amable posible—. ¿Eres el Niño Número Diez? —no estaba de humor para ser amable. Sus ojos se desviaban una y otra vez hacia las orejas en punta del niño, hacia su cara afilada y famélica. Así que este es el aspecto de un sustituto. Feo, a mitad de camino entre un niño callejero desnutrido y una cabra. Pero en verdad nada por lo que armar tanto escándalo. La mitad de la población inglesa de duendes era más fea, y nadie enterraba a esa gente bajo arbustos de saúco. Tampoco daba la impresión de que el niño fuese a hechizar a nadie. Solo se veía triste y maltrecho. El señor Jelliby no sabía cómo reaccionar.
—No lo sé —dijo el niño—. Mi madre está dormida y no hay forma de despertarla.
—¿Cómo dices?
—No hay forma de despertarla —repitió el niño. Por un instante sus ojos negros habían estudiado al señor Jelliby, leído su cara, leído su ropa. Ahora se negaban a mirarlo.
—Ah, en fin. Estará muy cansada. ¿Quizás has visto a una dama con un vestido color ciruela? Lleva una galerita en la cabeza con una flor prendida. Y guantes azules. Estoy decidido a encontrarla.
Los ojos del niño destellaron, y el señor Jelliby no supo si eso indicaba reconocimiento o miedo o algo por completo diferente.
Por un momento el niño se quedó ahí, mirándose los pies. Luego, en voz muy baja, preguntó:
—¿Usted, cómo la conoce?
—La vi una vez —la impaciencia le hizo fruncir el ceño al señor Jelliby; le iba dibujando una mueca en la cara, pero él se obligó a mantener la calma. No tenía que espantar al niño—. Parece que está en peligro, está asociada contra su voluntad con un asesino y llena de preocupaciones acerca de un pretendiente. Además, creo que…
El niño no lo escuchaba. Miraba a lo lejos, a través de él, con ojos penetrantes.
—Ha estado aquí —dijo. El señor Jelliby apenas podía oírlo—. Y ya van dos veces. Se llevó a mi amigo y luego a mi hermana. Rapta sustitutos en el gueto de los duendes y después…
Bartolomeo se quedó paralizado. Los pescan en el río, empapados y fríos. Huecos, flotando como una tela en el agua sucia. ¡Sin entrañas! ¡Ja, ja! ¡Sin entrañas!
Los sustitutos estaban muertos. Su amigo y… No. Queta, no. Queta no podía estar muerta. El pánico lo agarró del cuello con dedos huesudos.
—Por favor, señor —susurró, mirando al señor Jelliby a los ojos por primera vez—. La dama se llevó a mi hermana.
El señor Jelliby parecía incómodo.
—Lo siento mucho —dijo.
—Tengo que volver. Aún hay tiempo. Todavía no la deben haber matado, ¿no?
Más que una pregunta, era un súplica.
—Bueno, en fin, ¡no lo sé!
El señor Jelliby se estaba poniendo nervioso. Había llegado demasiado tarde. La dama había pasado y se había ido, y ya no había nada que hacer salvo dirigirse a las siguientes coordenadas del señor Zerubbabel y esperar encontrar algo allí. No quería oír las penas del hermano de la niña. No quería saber cuál era el costo de su fracaso.
—Fue hace solo unas horas —decía ahora el niño—. A lo mejor todavía está cerca. ¿Usted la ha visto?
En alguna parte de la cabeza del señor Jelliby sonó una campana. El café de Trafalgar Square. Una cápsula brillante y una nota garabateada con tinta. “Envíala a la Luna”, decía.
—Tu hermana está en la Luna —dijo—. Cualquiera que sea el significado de esa frase. Buena suerte. Tengo que irme.
Empezó a caminar. Bartolomeo lo siguió:
—Entonces, ¿no está muerta?
—¡No lo sé!
El señor Jelliby apretó el paso.
—¿Me ayudará a encontrarla? ¿Me lleva con usted?
El señor Jelliby se detuvo y dio media vuelta para enfrentar a Bartolomeo.
—Mira, niño. Lo siento mucho. Te compadezco por tu pérdida y por todos tus problemas, pero ahora no puedo ocuparme de ellos. Se están tramando intrigas malignas y creo que tengo muy poco tiempo para detenerlas. Encontrar a la dama es la única manera que se me ocurre de hacerlo. Así que, si sabes donde vive, no dudes en decírmelo. Si no, por favor, déjame tranquilo.
Bartolomeo no lo escuchaba.
—No voy a traerle problemas. Caminaré detrás de usted, y ni siquiera se va a dar cuenta de que estoy ahí, y después, cuando encontremos a Queta…
El señor Jelliby empezó a volverse, como para disculparse de nuevo.
Al verlo, Bartolomeo fue presa de un pánico horrendo y doloroso.
—¡No puede irse! —gritó, tirando de la manga del señor Jelliby—. ¡Ella está con la dama de morado! ¡Si la encontramos, encontraremos a mi hermana! Por favor, señor, le ruego que me lleve con usted.
Alarmado, el señor Jelliby se quedó mirando a Bartolomeo. No podía llevarse consigo a un sustituto.
—Tu madre —dijo—. Tu madre nunca lo permitiría.
—Ya se lo dije. Está dormida. No sé cuándo despertará. Pero si lo hace y yo estoy acá pero Queta no, ella no lo soportaría.
Al señor Jelliby no le gustaba la manera en que hablaba el niño. Tenía algo de cansino, de triste y de viejo.
—Bueno, pero seguro que tienes clases —dijo, con más firmeza de la que era su intención—. Las clases son muy importantes. Tienes que prestar mucha atención.
Bartolomeo miró al señor Jelliby de un modo que decía que lo consideraba muy estúpido.
—No tengo clases. No voy a la escuela. ¿Ahora me deja ir con usted?
El señor Jelliby hizo una mueca. Se apretó el puente de la nariz. Miró al cielo y luego miró por encima de su hombro. Al final dijo:
—Tendrás que disfrazarte.
Bartolomeo desapareció al instante. Regresó tres minutos después, vestido con una capa de lana gastada con capucha verde musgo. Era la capa de gnomo, tomada del armario del portero dormido. En los pies se había puesto un par de botas de punta roma que le quedaban grandes. Se había vendado la cara con un pedazo de tela de algodón, dejando solo una ranura para poder ver.
Al señor Jelliby le pareció un enano leproso. Suspiró.
—Buenos, vamos.
Ya bastante tiempo había perdido en el gueto de los duendes. Incluso por tren, las siguientes coordenadas del señor Zerubbabel quedaban a muchas horas de Bath.
Se puso en marcha por el callejón, con Bartolomeo a la zaga.
No habían dado siete pasos cuando algo llamó la atención de Bartolomeo. Se detuvo, mirando hacia arriba. El cielo era color peltre. Una pluma negra caía… Parecía como si un copo de nieve negra descendiera de las furiosas nubes que estaban en lo alto. De a poco, bajó en espiral hacia él.
Bartolomeo se volvió hacia el señor Jelliby.
—Corra —dijo. Y un momento después el callejón se llenó de alas.