Capítulo IX

Cenizas

ACUCLILLADO en el suelo ante su santuario arruinado, Bartolomeo Perol tomó una decisión. Esa noche atraparía al duende rebelde. Se enfrentaría a la criatura y, ya fuera buena o mala, la obligaría a hacer las cosas para las que la había convocado. Si el duende no quería ser su amigo, no había nada que hacerle, pero que pensara que podía jugarle malas pasadas era el colmo. ¿Así que creía que podía romper sus tesoros y asustar a Queta? Bartolomeo no iba a tolerarlo más. Por la noche, cuando el duende se deslizara entre las sombras y la luz de la luna, él lo estaría esperando.

Pero esa noche los visitó otra persona, y Bartolomeo tuvo que posponer sus planes. Se oyó a alguien subir pesadamente la escalera, un farol iluminó el borde de la puerta y Agnes Skinner, la vecina de la casa de al lado, llegó para tomar una taza de té. Bartolomeo y Queta fueron despachados al cuartito donde dormía él, y la puerta se cerró a sus espaldas.

Apoyado contra la pared húmeda, Bartolomeo esperó a que las voces aumentaran el volumen en la cocina. Las visitas le daban pavor. Le parecía tonto dejar que entrara gente; era como dejar entrar a un lobo en una habitación llena de pájaros. Pero los lobos podían ser interesantes. A veces él oía el retazo de una palabra, o una entera, y pensaba en eso por días. A veces deseaba poder sentarse él mismo en la cocina para oír y tomar té.

Siempre que el lobo no haga preguntas.

Solo unas pocas personas sabían que Betsy Perol tenía dos hijos, y Agnes Skinner era una de ellas. No te hagas notar y nadie te colgará. No era difícil que alguien los notara: alcanzaba con la piel demasiado blanca, o con un poco de mala suerte y una gansa que no pusiera huevos. Luego la gente dejaría de saludar a su madre en el pasillo. Pasarían de puntillas por delante de la puerta de los Perol como si estuviera embrujada. Y entonces

Queta era una fuente de preocupaciones. Le dolía cuando su madre intentaba podar las ramas que crecían en su cabeza, y nada salvo una venda ocultaba su mirada de vidrio negro. Su madre le había cosido una capota verde oscuro para que pudiera salir al jardín trasero a juntar arena, pero tenía prohibido hablar con nadie y nunca le permitían ir arriba o a la calle.

Su madre hacía malabares con ellos, y Bartolomeo sentía algo de orgullo cuando pensaba en lo bien que se las arreglaba. De mostrarse demasiado abierta, los descubrirían; si guardaba muchos secretos, la gente empezaría a hablar, reemplazando lo que no sabían con sus propias y horrendas suposiciones. Así que ella tenía unos pocos amigos, chismorreaba con los vecinos y llevaba violetas a los demás cuando alguien moría en su familia. Agnes Skinner era una de sus amigas más antiguas. Era viuda y ladrona, y tenía una voz entrecortada, dura y aguda, que se metía en todo. Cada tanto preguntaba por los niños, a veces de manera tan directa que Bartolomeo dudaba de que sospechara algo. Y cada vez que venía de visita, él se quedaba sentado en la oscuridad, asustado como un pajarito, con el lobo al otro lado de la puerta.

La cocina se llenó de cháchara mientras las mujeres daban pasitos de un lado a otro. El agua de la pava empezó a hervir y Bartolomeo percibió el olor del té. Oyó que se descorchaba una botella con un plop.

Sería el alcohol. En el estante más alto de la cocina había una botella de cristal tallado que contenía licor de arándanos. Era una reliquia de la época en que el padre de Bartolomeo aún vivía con ellos. Aquel padre solía ausentarse, sin previo aviso, a veces durante meses enteros, y un buen día se abría la puerta y estaba de regreso. A veces volvía sucio y manchado por el viaje; a veces, limpio y reluciente, vestido con una camisa con puños de encaje. Siempre que volvía traía algo. A veces eran cintas; otras, repollos. Una vez había traído un jamón y un collar de perlas oculto dentro de la camisa. El licor de arándanos era uno de esos regalos efímeros, el único que su madre no había vendido ni trocado por otra cosa. Bartolomeo no sabía por qué lo guardaba. En fin, la única excusa razonable para beberlo era que hubiera compañía, así que ella tenía la costumbre de agregarle un poco de licor al té.

Las dos mujeres no tardaron en ponerse alegres. Cada tanto soltaban una cascada de risitas, y alzaban tanto la voz que Bartolomeo escuchaba todo lo que decían.

—¿Has visto que ha plantado rosas? —decía su madre; él oyó el rechinar de la madera mientras una de las dos se echaba atrás en su silla—. ¡Rosas, Aggy! ¡Como si quisiera embellecer ese jardín horrible —rió, con un poco de amargura—. No crecerán, claro. La tierra de por aquí está consumida por las fábricas que funcionan día y noche, y aunque no lo estuviera, las rosas no le harían ningún favor a esa casa espantosa. Que no. Más le va a convenir hacer mermelada con los frutos de la planta si insiste en comprar esas cosas tan frívolas. O té —su voz se tornó nostálgica—. El té de rosas es muy rico…

La señora Skinner la consoló con un ruido incoherente.

—Nunca lo he probado, Betsy, pero te apuesto a que no tiene comparación con el nuestro. Este me calienta los huesos. Siempre.

Bartolomeo imaginó a su madre contenta al oír esas palabras, tratando de ser refinada, tratando de hacer lo correcto, mientras agitaba las manos agrietadas por el trabajo como si fueran los suaves dedos blancos de una dama.

—Tonterías, Aggy. Pero te sirvo un poco más, ¿eh? Ahí está, pero cuida de que no se te salga por la nariz cuando te cuente lo que hizo el señor Trimwick…

Las voces volvieron a bajar el volumen. Bartolomeo solo oía un murmullo a través de la pared. Se arrodilló y avanzó en silencio por la habitación, buscando a tientas a Queta. Ella estaba acuclillada junto a la ventana, jugando en silencio con una muñeca que se llamaba Calabaza y tenía un vestido hecho con un pañuelo a cuadros. También tenía un pañuelo a cuadros por cabeza, y brazos y piernas de pañuelo. No era más que un pañuelo a cuadros.

—¿Qué pinta tiene, Queta? —la voz de Bartolomeo era un susurro ínfimo. La señora Skinner no debía oírlos. Probablemente su madre le había dicho que dormían—. Queta, qué pinta tiene el andrajoso.

—De andrajoso —dijo ella, y se llevó su pañuelo a otro rincón. Al parecer no le perdonaba que la hubiera dejado debajo de la escalera.

—Shh, no hagas ruido. Bueno, Queta, perdón. Ya te pedí perdón, y no tendría que haberme escapado así. ¿Me cuentas, por favor?

Ella lo miró desde detrás de sus ramas. Bartolomeo casi podía oír los engranajes girando en su cabeza, mientras se preguntaba si debía ignorarlo como se tenía merecido o si debía disfrutar de la satisfacción de contarle algo que él se moría por oír.

—No se para derecho —dijo ella tras un momento—. Está todo encorvado y sucio, y lleva un sombrero desfondado. Nunca lo veo mucho, y cuando respira parece que tuviera bichos en la garganta y… —le costaba ponerlo en palabras—. Y las sombras… lo siguen de un lado a otro.

Nada de alas de pétalos. Nada bueno. Qué tonto había sido.

—Ah, bueno. ¿Te dijo algo? ¿De qué hablan sus canciones?

Incluso en la oscuridad Bartolomeo notó que la mirada de su hermana se endurecía y se dilataba.

—No quiero hablar de eso —dijo. Se alejó de nuevo y estrechó la muñeca contra su mejilla, meciéndola como a un bebé.

Bartolomeo se sintió muy molesto al oír eso, pero se forzó a sobreponerse. No era el único que se sentía mal, el único que temía cosas. Era su culpa que Queta se encontrara así.

—Pero ¿te dijo quién era? ¿Te dijo algo, lo que sea, esa pequeña bestia?

Se dio cuenta demasiado tarde de que había hablado en voz más alta de la deseada. Al otro lado de la puerta no se oía un solo ruido. Su madre carraspeó.

Entonces habló la señora Skinner.

—¿Y cómo andan los chicos, Betsy?

¿Bartolomeo imaginaba cosas o su voz sonaba un poco maliciosa?

—Dice Mary que últimamente tu hijo pasa mucho tiempo en el ático. Y nadie ha visto a la niña en todo el verano.

—Han estado enfermos —dijo la madre, secamente. Por un largo momento nadie habló. Luego la botella se descorchó una vez más y se oyó un gluglú, y por la voz de su madre Bartolomeo supo que estaba sonriendo—. Pero no hay de qué preocuparse, van a estar corriendo por ahí en menos de lo que canta un gallo. Pero cuéntame de ti.

Los negocios van bien, si no me equivoco.

Bartolomeo soltó el aire de a poco. Ni siquiera se había dado cuenta de que había aguantado la respiración. Eso está muy bien, pensó. Nada le gustaba más a Agnes Skinner que hablar de sus “negocios”.

—Ah, no hay de qué quejarse. Aunque hace unas semanas se me escapó un bocadillo muy sabroso —suspiró la señora Skinner—. Iba toda vestida de terciopelo morado, y encorvada por el peso de las joyas. Yo quería agarrarla cuando saliera, pero nunca lo hizo. Supongo que se me adelantaron.

Su madre debió de responderle algo gracioso, porque las dos mujeres se echaron a reír. Luego retomaron la conversación, cubriendo los demás sonidos.

Queta le tocó el brazo.

—Me hizo un montón de preguntas —susurró—. El andrajoso. Sobre ti y mamá, y sobre quién era nuestro padre. Y cuando yo ya no le quise contestar y me hice la dormida, se quedó ahí mirándome. Se queda muy quieto en la oscuridad. Se queda ahí hasta que ya no aguanto.

—Queta, es un duende, ¿no?

—¡Y qué más va a ser! Todas las noches mamá cierra la puerta con llave y el gnomo de abajo le pasa el cerrojo a la puerta de calle, pero el andrajoso entra igual. Mete el dedo en las cerraduras, entiendes, y el mecanismo se abre, así de simple —Queta ya no jugaba con su muñeca. Permanecía sentada muy quieta, mirando a Bartolomeo—. No me cae bien, Barti. No me gusta cómo me mira, todo doblado, y no me gustan sus canciones. Anoche me dormí mientras cantaba y tuve unos sueños horribles.

Los ojos negros de Queta relucían, húmedos.

—No pasa nada —dijo Bartolomeo suavemente, acercándosele y pasándole el brazo por sobre los hombros—. Fue solo una pesadilla. Ya sabes que no dejaré que te pase nada.

Queta hundió la cabeza en su camisa.

—No parecía una pesadilla, Barti. Parecía real. Soñé que estaba tirada en el pasillo de afuera, sola, y que alguien me había clavado las ramas al suelo. Los llamaba y llamaba a ti y a mamá, pero nadie me oía. La casa estaba vacía. Y entonces veía que todos los ratones escapaban de las paredes, y también los pájaros y los murciélagos se iban volando. No me daba cuenta de por qué corrían, pero lo oía, lo oía acercarse por la casa, soltando unos chillidos y un castañeteo espantoso. Giré la cabeza y le pregunté a un escarabajo que pasaba a toda prisa de qué se escapaban. Y el escarabajo dijo: “El Rey Rata. Viene el Rey Rata”. Y siguió corriendo, y me dejó ahí —Queta tomó aire—. ¿Sabes que después el andrajoso va a tu habitación? Después de cantarme.

Bartolomeo tembló. Hasta entonces no lo sabía. Esperó a que ella dijera algo más, pero Queta solo cerró los ojos y se acurrucó contra él. Bartolomeo se quedó sentado mirándola por unos minutos. Luego se acomodó él también y, tras cubrirse y cubrir a su hermana con la manta, intentó dormir.

Era muy tarde cuando oyó la despedida en la otra habitación. Al saludarse, las voces se volvieron firmes y formales; luego la puerta se cerró de un golpe y los escalones crujieron mientras bajaba la señora Skinner. Por unos minutos Bartolomeo temió que su madre le echara llave a la puerta y él tuviera que esperar incluso más para poner en marcha su plan. Pero después de que los pasos de la señora Skinner se perdieran por el Callejón del Viejo Cuervo y otra puerta se golpeara en la noche, su madre fue a verlos.

Queta se había dormido en el regazo de Bartolomeo. Estaba ovillada sobre sí misma. Solo se veía su pelo de ramitas, y parecía como si un arbusto hubiera terminado entre su ropa. Bartolomeo se hizo el dormido. Oyó a su madre entrar en la habitación. Respiró adrede de manera honda y regular, y se preguntó qué expresión tendría en la cara.

Tras un momento, la madre alzó a Queta y se la llevó.

Apenas se cerró la puerta, Bartolomeo puso manos a la obra y se acuclilló en el suelo frío al lado de la pared. No tenía que adormecerse. No tenía que ponerse cómodo. Su deber era atrapar a un duende. Con los brazos en torno a las rodillas, esperó a que todo se aquietara en la otra habitación.

Esperó una eternidad. Las campanas de Bath sonaban cada cinco minutos una vez tras otra, los gritos resonaban en los callejones aledaños y él seguía oyendo a su madre en la cocina, que caminaba sobre el suelo crujiente de madera, guardaba el licor de arándanos en su rincón lleno de telarañas, limpiaba tazas de té y molía hojas y pétalos para los lavados del día siguiente. Un rato después la oyó apagar la lámpara de un soplido. Luego, sus primeros ronquidos. Bartolomeo se puso de pie y fue de puntillas a la cocina.

Hacía buen tiempo, pero aun así su madre tenía que encender la estufa panzona para hervir agua con que lavar la ropa. Bartolomeo cruzó la sala en puntas de pie y levantó el recipiente del carbón, en el que siempre había un buen montoncito de cenizas, con cuidado de no hacer ruido. Era pesadísimo. Solo logró dar unos pasos y tuvo que apoyarlo en el suelo. Tomó un puñado de ceniza fina y empezó a dispersarla. Puso un montón delante del armario de Queta. Luego, luchando con el peso, llevó el recipiente del carbón a su cuarto e hizo lo mismo alrededor de su propio catre. Cuando hubo una capa gruesa de ceniza sobre el piso, llenó el cacillo con agua y, caminando hacia atrás, la fue vertiendo sobre las cenizas. En la oscuridad, la oyó gotear y chapotear y, cuando se inclinó para tocarla, la mezcla se le quedó firmemente pegada a los dedos. Con eso alcanzaría. Tras dejar el cacillo junto a la puerta para no remover la alfombra de ceniza, se trepó a su cama.

Estaba profundamente dormido cuando se abrió la cerradura del departamento.

Cuando despertó, entraba una luz gris por las ventanas. La casa estaba en silencio.

Se incorporó de golpe. Las cenizas. Si su madre veía ese chiquero no solo le daría una bofetada en las orejas, lo llevaría de inmediato al curandero que atendía en el patio trasero de la cantina Bolsa de Clavos, y este lo zarandearía y le haría ingerir quién sabe cuántos menjunjes repugnantes. Antes de que ella despertara, tenía que limpiar hasta el último copo de ceniza.

Se sacó la manta y miró el suelo desde el borde de la cama. El agua y las cenizas se habían secado durante la noche, formando una especie de barro gris. Y en medio de ellas, marcándolas como bellotas dispersas, había huellas.

Ahora te tengo, pensó Bartolomeo. Las huellas eran pequeñas, bifurcadas, con una hendidura en el medio. Estaban alrededor de su cama, por todo el suelo, cientos de ellas que iban aquí y allá. Dejaban una estela sucia que se alejaba por debajo de la puerta.

Bartolomeo era un niño de ciudad. Nunca había trepado a un árbol ni corrido por un prado. Nunca había visto una granja, salvo las pintadas en latas de café. Pero de pequeño su madre lo había llevado al mercado, y reconocía la planta de la pata de un animal. Aquellas eran huellas de cabra. Pezuñas.

Recordó una vez más las sábanas que se retorcían en el jardín de los Buddelbinster, mientas el cielo se volvía de hierro y la cara de la madre duende abría la boca contra la ventana del ático.

No oirás nada, había gritado ella, y su voz seguía resonando en la cabeza de Bartolomeo, dolorosa, desgarradora. Las pezuñas en el suelo de madera. Las voces en la oscuridad. Vendrá a buscarte y no oirás nada.

Temblando, se levantó y siguió las huellas hasta la otra habitación.