Atrapar a un pájaro
VEINTE minutos después de que el duende saliera de la habitación empujando a Melusina con el bastón como a una cabra sarnosa, el señor Jelliby seguía acurrucado dentro del armario, con los ojos cerrados, mientras la sangre palpitante le tatuaba la cabeza por dentro. Sentía que iba a enloquecer. Le dolía el cerebro. Estaba casi seguro de que se le escaparía por la nariz de un momento a otro, para alejarse por el suelo como movido por tentáculos.
La dama de morado lo había visto. Lo había mirado directo a los ojos, y no había gritado ni había alertado al señor Lickerish de su presencia, como se habría esperado de la secuaz de un horrendo asesino. No, le había implorado ayuda. Recordaba sus labios formando la palabra, y la desesperación de esos ojos inteligentes y lustrosos.
Ayúdame. Tanto daba gritar. Pero ¿ayudarla cómo? ¿Quién era ella?
Con calma y cautela, el señor Jelliby abrió la puerta del armario y se asomó. La habitación tenía un aspecto ridículamente agradable. El sol entraba con calidez por la ventana, formando una figura en el suelo. La melancolía y la penumbra parecían haberse ido con el duende y la dama de morado.
El señor Jelliby salió del armario. Le flaquearon las piernas y tuvo que agarrarse del mueble para estabilizarse, pues las rodillas se le doblaban.
No entendía nada. No entendía de dónde provenía la voz descascarada, o lo que habían dicho sobre escaramujos y números. Pero no podía quedarse sin hacer nada. Al fin y al cabo, ¿la dama no había impedido que el señor Lickerish lo descubriera? Algo tenía que hacer, estaba en deuda con ella. Suponía que podría rescatarla. Con mucha sutileza, claro. No había necesidad de emprender actos de arrojo. Ofelia no vería con buenos ojos que él se hiciera el galante con damas extranjeras que llevaban vestidos sucios.
Dio unos pasos para estirar las piernas y se dirigió a la puerta.
Melusina. Qué nombre tan raro y sombrío. ¿Sería francés? No, se lo confundía con Mélisande. Tendría que buscarlo al llegar a casa. O preguntarle a su tía Dorcas. Ella lo sabría. Sabía todo. La tía Dorcas era la hermana de su padre, estaba casada con un funcionario y vivía en tres habitaciones alquiladas en Fitzrovia; al no tener ni por asomo un pasar como el que hubiera deseado, se consolaba con saberlo todo acerca de la gente que lo tenía. En todo sentido, la tía Dorcas era una enciclopedia sobre la alta sociedad metida en un vestido. Si existía una dama medianamente importante llamada Melusina, era seguro que la tía Dorcas estaría al corriente de quién era.
El señor Jelliby asomó la cabeza, miró a un lado del pasillo, luego al otro, salió y se alejó a paso rápido y envarado. Caray, pensó tristemente. Caray, caramba y maldita sea. El Consejo Secreto. Había comenzado hacía un rato largo. Ahora no tenía la menor oportunidad de entrar sin que los demás lo advirtieran.
Volvió sobre sus pasos por los pasillos llenos de ecos hasta llegar al ala del edificio donde se encontraba la cámara del Consejo. En el hall de entrada no quedaba nadie. Puso la mano en el picaporte y apoyó la cabeza en la madera fresca de la puerta. Del otro lado resonaba la voz monótona del director. Una frase. Una pausa. Tres frases y otra pausa. Una silla crujió sonoramente. No se discutía ni se peleaba. Lo más probable era que todos estuvieran muertos de aburrimiento. ¿Y no sería una excitante distracción si el sujeto ese Arturo Jelliby entrara justo entonces, tarde por supuesto, quizá retrasado por uno de sus asuntos de espionaje?
No podía abrir la puerta. Era imposible. Iría a alguna cafetería a esperar una hora detrás de un periódico y luego se iría a casa y… Ofelia no se iba a contentar tan fácil. Le preguntaría cómo le había ido y él tendría que contar un sinfín de mentiras. Pero mentir parecía muchísimo más fácil que entrar. La verdad, no tenía el valor de abrir la puerta y de pasar delante de todos esos ojos curiosos. Además, el señor Lickerish estaría dentro. El señor Jelliby no se creía capaz de volver a sentarse en compañía de esa criatura ruin.
Un señor elegante, que llevaba un sombrero hecho con una seta gigante, dobló hacia el pasillo y al instante eliminó el dilema del señor Jelliby. Sin pensarlo dos veces, se alejó caminando en la dirección opuesta.
Liberado de los muros de Westminster, en medio del humo arremolinado y de la luz del día, rodeado por el ruido de la ciudad, el señor Jelliby se sintió casi aliviado Inspiró unas bocanadas de aire contaminado. Luego se dirigió a la Calle Whitehall, jugando con la cadena del reloj que salía de su chaleco.
Necesitaría un plan para encontrar a Melusina. Tal vez la habían raptado. O era víctima de un chantaje. En ese caso, la tía Dorcas sin duda habría oído hablar de ella. Lo más probable era que lo hubiera hecho de cualquier manera, pues era evidente que en una época la dama de morado había sido rica. No hacía mucho su vestido de terciopelo habría sido un espectáculo, cosido con la intención de que las cabezas se volvieran y las mandíbulas se desencajaran. Debía de haberle costado una fortuna.
El señor Jelliby se internó en el laberinto de puestos de la Calle Charing Cross, en medio de una multitud de vendedores. Apenas reparó en los expositores de juguetes a cuerda, pretzels, manzanas con caramelo y espejos de mano que mejoraban el aspecto de quien se mirara en ellos. La gente lo empujaba por todos lados. Las caras sucias aparecían cerca y se alejaban de nuevo, perdiéndose entre las espaldas de los transeúntes. Una duende diminuta, de cabello verde ondulado como hierba de río, se materializó delante de él. A la espalda llevaba lo que parecía ser un hatillo de bastones.
—¿Paraguas para el señor? —dijo, dejando a la vista sus colmillos en punta—. ¿Por si llueve?
El señor Jelliby se rió. No era la risa alegre y despreocupada que solía soltar, pero era lo mejor que tenía a su alcance.
—¿Llover? Señora, hay un sol radiante.
—Claro, señor, pero no durará mucho. Se vienen las nubes, desde el norte. Estarán aquí por la tarde. Me lo contó un mirlo hace una hora.
El señor Jelliby hizo una pausa para mirar a la duende con curiosidad. Después le dio un cuarto de penique y se perdió en la multitud, apurando el paso.
Se lo había contado un mirlo. Un pájaro. Los pájaros sabían todo tipo de cosas. Y qué sabría el pájaro del señor Lickerish, se preguntó, ese pajarito mecánico que había entrado por la ventana de la oficina vacía. Suponiendo que lograba atraparlo: ¿qué tipo de mensaje llevaría en la cápsula de su pata? ¿Y a quién se dirigía con tanta prisa? Tal vez el pájaro no lo condujera directo a Melusina, pero ¿quizás a alguien que la conocía? ¿Quizás a un socio? Al menos era una pista, algo que se podía seguir.
Tenía que atrapar al pájaro. En cuanto lo tuviera, esperaba que lo guiara a Melusina. Y una vez que la rescatara y todo eso, tendría que encontrar una manera de detener al señor Lickerish. Esa parte le gustaba menos. De hecho, le parecía un poco peligrosa. El duende político no era un asesino violento que se escondía en un callejón de Londres durante las noches de niebla. No se podía simplemente enviar a la policía a buscarlo. Era el Lord Canciller de la Reina. Era rico y poderoso, y si se le antojaba podía aplastar al señor Jelliby como a un bicho. La ley no ayudaría al señor Jelliby. No contra un sidhe.
Pero ya basta. Basta de desanimarse y de hacerse preguntas. Tenía que atrapar al pájaro. Excepto que no tenía idea de cómo. Se sentó en una cafetería, en la esquina de donde la Calle Strand desemboca en Trafalgar Square, y siguió dándole vueltas al asunto.
Suponía que podía derribarlo de un tiro. Sobre la chimenea de su estudio colgaba un viejo rifle de caza. Pero el arma era bestial, e incluso si conseguía llevarla a escondidas hasta el área de Westminster, todo Londres oiría su detonación. También había unas pistolas españolas en el armario del recibidor. Y una pistolita que le habían regalado al cumplir quince años. La empuñadura era de madreperla, y el cañón y el gatillo tenían rubíes y ópalos incrustados. No sabía si funcionaba. Rara vez lo hacían las cosas así de lindas.
Un camarero vestido con anticuados pantalones de montar se acercó a la mesa del señor Jelliby, y este le pidió uno de esos nuevos tragos tropicales que, se decía, eran “dulces como el azúcar, fríos como cubitos, vivaces como flores y el doble de bonitos”. En verano, Londres podía ser agobiante cuando las nubes de ceniza cerraban el cielo como una cúpula y no soplaba ni la más ligera brisa desde el río. Aun en esa zona, donde las arterias de la ciudad eran muy anchas y había casas altas y rectas a ambos lados, el aire se encontraba prácticamente en estado sólido y olía a cebollas, a chimeneas y a piel sucia. El señor Jelliby tenía húmedo de sudor el cuello almidonado de la camisa.
Para cuando llegó, el trago ya no estaba muy frío: parecía un jarro de pintura verde, espeso como jarabe y tan dulce que le hizo doler los dientes. Le dio dos sorbos y lo apartó, para frotarse los ojos con las palmas de las manos. ¿En qué estaba pensando? ¿En un arma? El pájaro estallaría en el aire. Tenía que atraparlo al vuelo haciéndole el menor daño posible, no reventarlo de un disparo. Quizá debería ver adónde volaba. Sabía que esos aparatos mecánicos solo volaban a y desde un punto. Todo su ser estaba construido para una ruta: las alas eran de la longitud adecuada; las piecitas y los mecanismos interiores, del tamaño correcto para un trayecto, y solo para uno. Los más nuevos, sabía, funcionaban con pequeñas pilas-duende. Estaban equipados con una especie de mapa mecánico que evitaba que chocaran con campanarios o con puentes. Aun así, había que lanzarlos desde el lugar correcto, desde la altura correcta y en la dirección correcta. A continuación, sencillamente volaban hasta que se les acababa la cuerda. Debía ser por eso que el señor Lickerish lo había lanzado desde lo alto de Westminster. Era probable que, desde un punto más bajo, el pájaro se hubiera estrellado contra la ventana de algún ático.
Un grupo de niños andrajosos pasó corriendo entre las mesas, gritando y pidiendo al mismo tiempo, intentando conseguir peniques antes de que los camareros los echaran. Uno se acercó al señor Jelliby con una palma extendida, tan llena de tierra que en ella habría podido crecer una planta. El señor Jelliby le ofreció su trago, pero el granuja hizo una mueca y se fue a la carrera.
Volvió a pensar en la tarea que lo ocupaba. Solo tenía que descubrir la trayectoria del pájaro por sobre los techos de Londres. Luego podría apostarse a esperarlo en uno de los puntos por los que pasaba. Se imaginó trepado a una chimenea en alguna parte, balanceándose peligrosamente con una red para mariposas. No era una idea agradable. Solo esperaba que nadie lo viera.
Inclinándose en su asiento, vertió el espeso líquido verde en la cuneta. Luego inició el camino de regreso a casa, paseando por las calles a paso tranquilo, con los ojos en los adoquines y el sombrero cubriéndole la cara. Labios carmesí, inmóviles en una cara blanca. Faldas de color ciruela. La galerita, haciéndole sombra sobre los ojos. Iba tan absorto en sus pensamientos que subió la escalinata de su casa en Plaza Belgravia sin siquiera darse cuenta de que había empezado a llover y estaba empapado.
A la mañana siguiente, tras desayunar salchichas y tostadas con manteca, el señor Jelliby pedaleó en su bicicleta hasta Westminster y se bajó en un lugar del puente desde donde veía las ventanas del nuevo palacio que daban al río. Apoyó la bicicleta contra un farol y recargó los brazos sobre la barandilla, mirando las hileras de ventanas con atención. Casi nunca se abrían. Cuando lo hacían, el señor Jelliby estiraba el cuello y achinaba los ojos con gran determinación, pero lo único que salía de ellas eran caras acaloradas y nerviosas y, en una oportunidad, una chaqueta de hombre. Cayó en el río y ahí la pescó un barquero, que se la puso empapada como estaba.
Los floristas que estaban cerca del señor Jelliby empezaron a hacer gestos de reprobación con la cabeza. Un policía lo miraba con suspicacia cada vez que pasaba. Al cabo de seis horas, el señor Jelliby no aguantó más y volvió pedaleando a su casa, cansado y humillado, mientras los duendes flamígeros empezaban a brillar en los faroles.
Le llevó cuatro días. Cuatro días de mirar las ventanas de Westminster como un loco, hasta que por fin se abrió una trampilla del techo y una perlita mecánica de latón salió volando por sobre el río.
En cuanto la vio, el señor Jelliby echó a correr. Abandonó la bicicleta, abandonó el sombrero, abandonó a los floristas que se reían de sus locuras y cruzó el puente a toda velocidad.
Igual que la primera vez, el pájaro volaba derecho al bosque de mansardas y chimeneas del este de Londres.
El señor Jelliby se metió a toda velocidad entre el tráfico de Lambeth Road, sin prestar atención a los bocinazos y a los gritos enfurecidos. Un carruaje de vapor pasó a centímetros de su nariz, pero él no se inmutó. No debía perder de vista al pájaro. No ahora.
Por fortuna, no era un gorrión real. Sus alas de metal lo volvían pesado y lento por mucho que las batiera, y no se arrojaba en picada para atrapar gusanos e insectos como hacían los pájaros de carne y plumas. El señor Jelliby casi podía seguirle el ritmo si corría a toda velocidad.
Por desgracia, la velocidad a la que corría no era muy impresionante. No corría desde que había participado de una cacería de zorros, hacía unos cuantos años, en la casa de campo de Lord Peskinborough; el señor Jelliby había tenido un desacuerdo con su caballo en cuanto a la dirección que debían tomar, y el caballo lo había dejado, para que tomara la dirección que quisiera.
Corrió por una callejuela rompiéndose los pies contra los adoquines. Su mentón apuntaba al cielo, sus ojos estaban ciegos a todo lo que no fuera el pájaro de metal. Alguien rebotó contra él mientras corría y él lo oyó caer contra la vidriera de una tienda. La gente empezó a gritarle, a reírse y a burlarse de él. Un hombre de pinta fiera y dientes metálicos le agarró el brazo y lo hizo girar. El señor Jelliby se lo quitó de encima, para llevarse por delante a una dama rellenita que tenía una sombrilla. La dama pegó un grito. El bulto que él había creído una bufanda reveló una boca y aulló, y una lluvia de coloridos paquetes cayó alrededor de Jelliby. No se detuvo.
—¡Perdón! ¡Tengo que pasar! ¡Mil disculpas! —gritó, apartando de un manotazo a un deshollinador cubierto de ceniza.
Ahí estaba. Vio un destello de latón mecánico cuando el pájaro pasó por la franja de cielo que separaba dos techos, para desaparecer de nuevo.
Tenía que tomar por otra calle. Maldición, esa iba en la dirección equivocada.
Vio un callejón sinuoso y oscuro que llevaba a un matorral de edificios, y aceleró por él. La ropa colgada, llena de lejía, le golpeó la cara. Los niños gritaban a su paso, y huían a esconderse en distintos rincones como escarabajos cuando pasa una escoba. Un pedazo de canaleta caída por poco terminó con su persecución, pero la pasó de un saltó y salió a una calle más ancha.
¡El pájaro! ¿Dónde estaba el pájaro? Se detuvo sin aliento y, girando, barrió los techos con la mirada.
Ahí. El señor Jelliby se le había adelantado. El pájaro volaba por sobre los techos hacia él, con toda la calma del mundo. Se metió en la sombra de un portal ahuyentando a un duende sin piernas, y entró a todo vapor. Corrió escaleras arriba, cruzó un pasillo y subió otras escaleras tan desvencijadas que, le pareció, podían venirse abajo en cualquier momento. Tercer piso, cuarto piso… Tenía que llegar a la cima de la casa, hallar una ventana y atrapar al pájaro en vuelo. Era la única forma.
Las escaleras terminaban delante de una puerta baja y deforme, con la pintura blanca descascarada. Golpeó con todas sus fuerzas y la puerta se abrió. Detrás había una bonita habitación. Una habitación diminuta bajo un techo inclinado, ordenada y limpia, con un armario para la vajilla y un mantel blanquísimo sobre la mesa. Sentada a ella había una mujer anciana encorvada sobre su bordado, que al verlo entrar alzó la vista con languidez, como si su intrusión fuera la cosa más anodina del mundo. —Discúlpeme, señora, me voy en un momento; esto me da mucha vergüenza, pero deme un momento, ¿me permite abrir la ventana?
No esperó a que le contestara. Cruzó la habitación en dos zancadas y abrió la ventana de golpe. Los paneles de vidrio temblaron en el marco cuando este golpeó contra la pared. Él asomó la cabeza.
Ahí estaba el pájaro. Venía derecho por la calle. En tres segundos habría pasado, aleteando por sobre la ciudad humeante. Pero podía alcanzarlo. Si asomaba todo el cuerpo y estiraba los dedos cuanto era posible, el pájaro volaría directo hasta sus manos.
Se tambaleó en el alféizar, que daba sobre la calle. Quince metros más abajo, la gente se detenía y apuntaba hacia él. Alguien gritó. El señor Jelliby vio al pájaro que se aproximaba. De cerca, tenía un aspecto atemorizante, y además… ¡Ay! Era fuerte. El metal delgadísimo de sus plumas le lastimó los dedos mientras el pájaro seguía aleteando. Lo atrajo hacia sí, metiéndose de nuevo en la mansarda de la casa de la anciana. El pájaro se soltó y cruzó la habitación al vuelo, duro y extraño entre la suavidad color lavanda del departamento. Se estrelló contra una pared, cayó al suelo y ahí se quedó, vibrando frenéticamente.
El señor Jelliby lo miró con los ojos dilatados, respirando con dificultad.
—¿Herald? —la anciana, que se le había acercado, le apoyó la mano sobre el brazo—. Herald, querido, llegas muy tarde —dijo—. Es la hora del té.
Llevó al señor Jelliby hasta la mesa. Él no se resistió. El servicio de té estaba ahí: dos tazas, dos platos, una jarrito con crema, una azucarera y una tarta de grosellas, como si lo hubieran estado esperando.
Así que tomaron el té, frente a frente, observando en silencio cómo el pájaro de metal se convulsionaba a sus pies.
Cuando dejó de aletear, soltó un maullido lastimero y tosió una gota de luz dorada que chisporroteó y dio la vuelta, antes de apagarse como una estrella a la que alguien tapara con la mano.
—Oh —dijo la anciana, dejando su plato—. Está muerto. Herald, sé bueno y sácalo con la pala. No me gustaría que ensuciara la alfombra estampada.