«A ningún hombre libre debe nunca negársele el uso de las armas.»
Thomas Jefferson, Propuesta para la Constitución de Virginia
Veintisiete años después del colapso y cinco después de que Europa fuese liberada, el segundo hijo de Kevin Lendel acababa de comenzar su primer año en la universidad, en Boston. A finales de la primera semana del primer semestre, Solomon Michael Lendel estaba de pie, junto a las primeras filas, charlando acerca de las olimpiadas un momento antes de que comenzase la clase de física. Uno de sus compañeros alardeaba de haber viajado a Inglaterra para ver los juegos olímpicos y estaba recordando sus experiencias. Eran las primeras olimpiadas que se celebraban después del colapso y seguían siendo un tema recurrente en las conversaciones. Sol había visto parte de las retransmisiones por televisión.
Un zumbido anunció el inicio de la clase, y los monitores Tektronix MPEG-3 para teleconferencias se encendieron automáticamente. En una hilera de monitores, gracias al sistema de fibra óptica, se podía ver y escuchar a los estudiantes que ocupaban las otras tres aulas. Cuando Sol tomó asiento en la primera fila, su abrigo se abrió por un instante. Una de las estudiantes que estaba a su lado se quedó lívida al darse cuenta de que portaba una pistola en una cartuchera adherida al hombro.
—¡Lleva una pistola! —gritó—. ¡Lleva un arma oculta! ¡Eso no está permitido en el campus!
El profesor lo miró con gesto consternado.
—Hijo, quítate el abrigo —le dijo.
Sol se ruborizó y volvió a ponerse en pie. Hizo lo que le se le había pedido, con lo que todo el mundo pudo ver la gastada pistola XD de calibre.45 y el par de cargadores sueltos que llevaba metidos en la cartuchera del hombro.
La pieza, que estaba hecha de cuero y era de marca Heiser, llevaba un dibujo de flores de estilo renacentista.
Todo el mundo en la clase se quedó mirando en silencio, expectantes ante lo que iba a suceder.
El profesor carraspeó un poco antes de hablar.
—Señorita, este caballero no lleva ninguna arma oculta. Yo desde luego la puedo ver perfectamente. —Toda la clase se echó a reír.
—Pero… —protestó la alumna débilmente.
—Siéntate, hijo —dijo el profesor mientras hacía un gesto con la mano.
Sol echó su abrigo de piel de oveja en el respaldo de la silla, se sentó y abrió su cuaderno.
El profesor entrecruzó los dedos y apoyó las manos sobre el podio.
—La universidad no tiene ninguna política respecto al hecho de portar armas, ya sea ocultas o no. Y está bien que así sea. Es cierto que en las ciudades, en estos últimos años, ya no está de moda llevar armas a la vista. Ya casi no se cometen delitos. Sin embargo, si este joven desea llevar armas, sean cuales sean las razones que tenga para hacerlo, esa cuestión es decisión suya. Es un ciudadano soberano y sui juris. El Estado no tiene nada que decir al respecto. Se trata de una elección estrictamente personal, y de un derecho divino. En la Carta de Derechos de Estados Unidos está recogido el derecho a poseer y a portar armas. Debo también recordaros que esa fue una de las razones por las que pasamos cuatro espantosos años combatiendo en la segunda guerra civil. Es increíble lo rápido que se olvidan las cosas. Venga, continuemos con la clase.