29. Tolvajärvi

«De vez en cuando el árbol de la libertad debe ser regado con la sangre de tiranos y patriotas.»

Thomas Jefferson

Hacía un frío glaciar. Durante días había nevado de forma ininterrumpida. Mientras la patrulla hacía el camino hacia Potlach bajo la tenue luz del atardecer, oyeron en la distancia el grito de una descarga de misiles Katushya, seguida por el lejano temblor de los impactos. Los cinco miembros de la patrulla vestían ponchos con capucha de camuflaje invernal que Kevin y Della habían hecho a partir de unas sábanas blancas. Su corte era extralargo para poder acomodar las mochilas. En los pies calzaban raquetas improvisadas hechas de ramas de sauce anudadas con cuerda de paracaídas y cuero. Detuvieron su marcha en una loma boscosa que quedaba justo fuera de la vista de la ciudad. La loma era tanto su vivac como su punto de reunión sobre el objetivo.

Para cuando acabaron de montar las tiendas y desenrollar los sacos ya era casi de día. Se cambiaron de pantalones y tendieron dentro de las tiendas la ropa mojada. A continuación, rezaron una oración y compartieron un desayuno a base de pemmican de venado, manzanas y galletas deshidratadas puestas previamente en remojo. Para evitar que se congelara el agua, llevaban siempre las cantimploras debajo de las chaquetas. Mike y Lisa Nelson se acurrucaron dentro de sus sacos de dormir Wiggy's FTRSS para recuperar el calor perdido tras una marcha que había durado toda la noche. Mike se frotaba las manos vigorosamente. Por turnos, frotaron mutuamente sus pies para tratar de restaurar la circulación. La temperatura del aire fuera de la tienda rondaba los quince grados bajo cero. La máxima aquella tarde solo había alcanzado los menos doce.

—Esta va a ser una velada para recordar —le dijo Mike a Lisa justo antes de dormirse—. Ojalá Dan Fong estuviera aquí para formar parte de esto. —Afuera, Kevin montaba guardia.

A través del contacto con un granjero local en enero del sexto año tras el colapso, Mike había obtenido una valiosa información de inteligencia: Potlach había sido reguarnecida recientemente por una compañía de la Belgian Chemical Corps, y la seguridad era bastante laxa. El grupo de asalto de cinco miembros estaba formado por los Nelson, Kevin Lendel y los Carlton. La nieve había parado momentáneamente, pero el barómetro de Kevin estaba descendiendo, lo que indicaba que había más en camino. Aquella noche habría media luna, pero oculta por las nubes.

A las siete de la tarde, Mike salió en solitario para llevar a cabo el reconocimiento de Potlach. Para ello eligió un altozano a unos doscientos treinta metros al sur de la casa más cercana. Allí, extendió su poncho, desplegó el saco de dormir FTRSS e instaló su telescopio terrestre Bushnell en el trípode. A través del telescopio Mike vio que los belgas hacían el cambio de guardia a las nueve y a medianoche, tal y como estaba previsto. A las doce y cuarto, Nelson emprendió el camino de vuelta al PRO. El equipo de asalto desmontó las tiendas y volvió a guardar su equipo en las mochilas. A las doce y media Mike comunicó el orden de operaciones. A continuación, hicieron una inspección de última hora. Silenciaron dos cantimploras ruidosas combinando sus contenidos. En noviembre, cuando el tiempo frío se asentó, habían deslubricado las armas y vuelto a lubricarlas con Moly Coat espolvoreado ligeramente con disulfuro de molibdeno; con todo, probaron manualmente sus funciones para comprobar que no se habían encasquillado por el frío. Luego, partieron en una fila de a uno muy espaciada a lo ancho, con los rifles y escopetas preparados bajo sus ponchos.

A medida que se acercaban a la ciudad el ulular de un generador se iba haciendo cada vez más intenso. El granjero había advertido a Mike: los belgas habían traído con ellos un generador de 15 kW montado en un tráiler para alimentar las luces, radios y algunas estufas pequeñas. En una parada para escuchar, Mike sonrió.

—Esto va ser grande —le susurró a Lisa—. No solo su visión nocturna resultará inservible por culpa de las luces, sino que el sonido del generador ocultará el ruido de nuestra venida. —El granjero también había informado a Mike de que no quedaban civiles viviendo en la ciudad. No habría confusión posible entre amigos y enemigos. También les habían dicho que la guardia cambiaba cada tres horas. Los belgas de la compañía de seguridad habían sido entrenados y equipados originalmente para la descontaminación de material de guerra química. Aquí en América, habían trabajado principalmente como soldados de guarnición. Casi todas sus horas de trabajo las habían pasado vigilando instalaciones varias y cuidando bloqueos de carretera. Solo de vez en cuando habían tenido que usar sus cilindros para eliminar combatientes de la resistencia que la infantería había encontrado escondidos en búnkeres. Su SPOE de campo consistía en equiparse, gasear los búnkeres y alejarse del lugar durante tres días. Después, volvían vestidos de nuevo con los trajes MOPP y con máscaras protectoras con filtros anulares verdes por si quedaba algún residuo de gas. Entonces, arrastraban afuera los cuerpos y las armas. Les gustaba mucho su trabajo. El ocasional gaseado brindaba una oportunidad perfecta para hacerse con un buen botín. Como eran prácticamente la única unidad de la región con trajes MOPP, nadie más podía llevar a cabo sus saqueos. Si un miembro de otra unidad montaba un número le ofrecían las bolsas de basura de plástico doble con una jocosa advertencia: «¡Venga, vamos, toma esto! Pero recuerda que están contaminadas con VX, así que ten cuidado». La respuesta a esto siempre era una salida discreta y educada. Incidentes como este les divertían mucho.

La mayor parte del tiempo lo pasaban guarnecidos en pueblos emborrachándose. De vez en cuando algún amigo les mandaba por correo un poco de hachís desde Bélgica. Entonces, montaban grandes fiestas. A veces incluso pillaban a alguna adolescente del pueblo para violarla en grupo. De no ser porque en la ciudad no quedaban residentes, los belgas habrían estado encantados de estar destinados en Potlach. Sin unas cuantas violaciones no era tan divertido.

Pese a la norma que regía al cuerpo de «dos hombres por guardia», solo había un centinela cuando la patrulla de asalto de Mike llegó. El centinela estaba un poco borracho. Se llamaba Per Boeynts, un soldado raso valón y flamencohablante procedente del noroeste rural de Bruselas. Odiaba que lo hubiesen destinado a América en esta misión de paz de las Naciones Unidas. Durante el último año había acabado convirtiéndose en un alcohólico crónico. A la una y diez de la madrugada, se puso de pie dentro del portal de lo que había sido la oficina del sheriff para tratar de entrar en calor. El cuello de su chaqueta estaba subido y llevaba ropa interior larga, un juego de ropa de trabajo de invierno con forro polar, un suéter y un chaquetón de lana. Aun así tenía frío. El termómetro marcaba 3 °F. Per se preguntaba a qué equivalía eso en la escala Celsius. No podía dejar de pensar en la hora y media que faltaba para que llegara su relevo. Entonces podría volver a la cama.

Per había dejado en la silla de la mesa del puesto de mando un par de gafas de visión nocturna de fabricación alemana. Según la SPOE se suponía que debían estar colgadas de su cuello mediante un cordel. No se había molestado en ponérselas pues, de todas formas, las luces de los edificios habrían hecho que se apagaran automáticamente. Los guardas nocturnos maldecían a menudo al sargento primero Van Duyn por hacerles cargar con el dichoso trasto. Pero era el procedimiento operativo estándar, decía él, así que debían llevarlas cuando tocaba guardia nocturna.

Al igual que al resto de vigilantes, lo habían instruido para mantener una ruta de vigilancia a pie. Pero Per decidió que la noche era demasiado fría y la nieve le llegaba por encima de las botas. Al andar por ella se le mojaba la pernera de los pantalones, lo que hacía que la noche pareciera aún más fría. Con permanecer justo al lado de la puerta abierta era suficiente para él. Después de todo, el sargento primero estaba durmiendo, así que no iba a notar la diferencia. Se dio la vuelta hacia la mesa para coger otro cigarro. Mientras accionaba el encendedor, un martillo de bola golpeó la base de su cabeza. Cayó rodando sobre la mesa y aterrizó en el suelo. El martillo golpeó dos veces más, esta vez en las sienes.

Una vez estaba seguro de que el soldado estaba muerto, Mike enfundó el martillo en su cinturón. Se había convertido en su herramienta de eliminación de centinelas favorita en los últimos meses. El fusil del soldado raso, un Steyr AUG de empuñadura tipo Bullpup con cargador de cuarenta y dos balas, estaba apoyado contra el marco de la puerta. Tras una inspección exhaustiva de la oficina, pudieron reunir las gafas de visión nocturna, una mochila gris verdoso, algunos mapas de la zona, un diario, una lista de turnos y un embrollo de papeles y faxes escritos en cuatro idiomas diferentes (francés, alemán, inglés, y lo que Mike supuso que debía de ser flamenco). También encontró seis cargadores de treinta balas AUG en un bolso de ingeniero, una máscara de gas M17A2, una linterna de cabeza regulable, un par de baterías de aspecto extraño que supuso que eran para las gafas de visión nocturna, una caja de cartón marrón con diez baterías de fabricación estadounidense que parecían pilas D y con la inscripción «BA-3030», cuatro raciones de combate sin abrir, cuatro inyectores automáticos de atropina, una jarra de café instantáneo belga, un diccionario alemán-inglés/ inglés-alemán y medio cartón de puros cubanos.

Mike retiró el cargador del AUG y vació la recámara. Luego presionó el botón que libera el cañón y retiró su ensamblaje. Dividido en dos era mucho más compacto. Mike embutió todo excepto la máscara de gas en el talego para ordenarlo más tarde.

Se ató el talego bajo el poncho, recogió su pistola, una Remington 870 con mira de tritio, que esperaba fuera junto a sus guantes. Cuando salió vio que Kevin se aproximaba llevando una lata de munición en cada mano.

—Están todos alojados en el edificio de la iglesia de al lado —susurró Kevin—. Sus vehículos son una verdadera mina de oro. Lisa encontró unos cuantos cilindros con la marca de la calavera y las tibias cruzadas y una «VX». Eso es gas nervioso, ¿no?

—¡Y tanto que es gas nervioso! Del tipo no persistente —contestó Mike con entusiasmo—. Leí sobre él en uno de los manuales del ejército de Todd. Basta con unas pocas partes por millón y todo el que lo toca muere en treinta segundos. Con un par de gotas del tamaño de una cabeza de alfiler bastará. Ya lo creo que queremos llevarnos todo el gas. Va a ser nuestra nueva prioridad principal.

Todos excepto Doug salieron quince minutos después, en dirección sudeste, cargados con el equipo que habían sacado de los vehículos. Cargaban con cilindros de diez kilos de VX que parecían estar llenos. Las válvulas llevaban alambres de seguridad. Doug Carlton siguió su rastro y les alcanzó un cuarto de hora más tarde. Avanzaron entre la profunda capa de nieve con esfuerzo y en silencio. Cuando alcanzaron la cima de una colina alta se dieron la vuelta para mirar hacia el norte. En la distancia vieron las llamas que salían de los vehículos, el generador y el edificio de las tropas.

La patrulla cubrió unos diez kilómetros antes del amanecer. Empezó a nevar con fuerza de nuevo y el viento volvió a soplar con violencia desde el sur. La nieve levantada por el viento cubrió rápidamente sus huellas. Cuando la luz de la mañana empezó a brillar, cambiaron de dirección y se adentraron medio kilómetro en un rodal de madera bastante denso. Allí, volvieron a acampar con las tiendas esparcidas a lo ancho.

Una vez estaban fuera de la vista del resto, Della besó a Doug y dijo:

—Me alegro tanto de que estés vivo. Ha sido una maniobra muy valiente.

—Bueno, alguien tenía que hacerlo, y no había motivos para que se arriesgara más de uno. Además, soy el que tiene más experiencia con las máscaras de la serie M17 —contestó Doug.

—Cuéntame cómo lo has hecho —imploró Della.

Doug dejó de montar la tienda Moss Little Dipper y respondió:

—Bueno, primero eché un vistazo al alojamiento. Tenían todo cerrado excepto una puerta. Había algún tipo de calefacción en marcha. Podía sentir el calor salir por la puerta y se oía el ruido del ventilador; eso me sirvió para cubrir mis movimientos. La puerta estaba abierta para dejar paso al cable del generador. Me alejé del edificio y comprobé el viento. Soplaba desde el sur con poca fuerza. Corté fusibles de seis minutos para las granadas. Una sería para el generador, una para cada uno de sus vehículos y una para la parte exterior de la puerta. El generador estaba en una cabina rectangular con techo plano, perfecta para una granada de termita —dijo entre risas. Sacó el sobretecho verde del saco y siguió—: En cuanto a los camiones, abrí las capotas y puse las granadas encima de los motores, justo enfrente de los limpiadores de aire. Afortunadamente los camiones belgas no tienen candado para la capota como la mayoría de los vehículos del ejército americano. Puse el cilindro de VX que dejaste aparte para mí, el que parecía estar medio lleno, con el culo pegado a la puerta. Puse la granada termita en la muesca entre la válvula y el cuerpo del cilindro para asegurarme de que el pegote de la termita cortara el extremo del envase. Por lo que me ha contado Lon acerca de los cilindros de aire comprimido y los tanques de buceo, probablemente salió disparado como un cohete hacia el edificio en cuanto empezó a soltar aire.

»Como soy un paranoico, comprobé de nuevo el viento; a continuación prendí el fusible de la granada del cilindro VX. Corriendo, encendí las de los camiones y luego la del generador y salí por piernas de allí. Tras un par de minutos, mantuve la vista fija en mi Bulova mientras corría. Justo antes de que la primera de las granadas empezara a arder, paré y me puse la máscara. Luego volví a seguir vuestros pasos. Ha sido una suerte que dejarais un rastro claro en la nieve. La visibilidad con una de esas máscaras puestas es ínfima, especialmente con poca luz. Además, con la máscara puesta apenas podía respirar, así que tuve que reducir el ritmo. Me la quité justo antes de alcanzaros. Estas cosas son realmente claustrofóbicas. Me alegré mucho de poder quitármela. Para el VX debería haber llevado un traje MOPP completo, pues esa cosa te puede entrar a través de la piel, pero no tenía ninguno a mano. Bueno, al menos la máscara me hubiera proporcionado un poco de protección en caso de que el viento cambiara de dirección. —Doug acabó de colocar el sobretecho. Y concluyó—: No ha sido gran cosa, Dell. Era realmente fácil.

Della volvió a besarlo.

El comandante Udo Kuntzler no iba a ningún sitio sin sus guardaespaldas. Había seleccionado para el trabajo a un especialista de quinta categoría y a dos de cuarta, todos estadounidenses. Los tres habían recibido la cualificación de la escuela de soldados recientemente. Los tres llevaban carabinas M4 con miras telescópicas ACOG y punteros láser de infrarrojos MELIOS. Cada uno había recibido además pistolas Beretta M9 y gafas de visión nocturna AN/PVS-5. El comandante se aseguró también de que recibieran mucha munición para practicar. El arma personal de Kuntzler era una MP-5K PDW Heckler und Koch. Tampoco iba a ninguna parte sin llevarla encima. Se refería jocosamente a sus guardaespaldas como su «guardia pretoriana». A su HK PDW la llamaba su «tarjeta American Express». A menudo bromeaba diciendo «nunca salgo de casa sin ella».

Kuntzler era el consejero de la ONU para la Brigada de Caballería 3/2. Había sido elegido para el trabajo porque tenía importantes conocimientos tácticos y un buen dominio tanto del inglés escrito como del hablado. Como consejero de la ONU, se esperaba de él que fuera siempre acompañando a la brigada. Normalmente viajaba en un HHC-01, el CFV M3 Bradley de la compañía de las oficinas de mando. De vez en cuando, salía a supervisar las compañías individuales.

El 12 de febrero, Kuntzer y sus guardaespaldas viajaban en dirección norte por la autopista 95 en un Humvee «prestado» junto con el comandante de la compañía Bravo del 3/2. Kuntzler tenía que informarle sobre una misión de ubicación y eliminación próxima, así que iba revisando sus notas mientras viajaban hacia el norte. Como era habitual, estaban escritas en inglés. Hacía todo lo posible para tratar de encajar y parecer menos extranjero. Al poco de pasar Moscow, el Humvee pisó una mina. Era una pequeña «arrancadedos», pero bastó para reventar la rueda delantera izquierda. Con la carretera helada, esto fue más que suficiente para mandar el Humvee derrapando hasta una zanja profunda en el lado oeste de la carretera. Las ruedas izquierdas estaban bien metidas en la nieve medio derretida, y el Humvee casi había volcado. El conductor trató de sacarlo, pero pese a la tracción a las cuatro ruedas, estas giraron desamparadas. Incluso si hubieran conseguido sacarlo de la zanja, para proseguir con la marcha habrían tenido que cambiar la rueda.

No había otros vehículos a la vista. Kuntzler sopesó las alternativas. El Humvee no tenía radio. Por culpa de la falta de instalaciones de mantenimiento, las radios eran un bien escaso y reservado a puestos de mando y unidades desplegadas en maniobras. En vez de esperar a que la ayuda llegara y arriesgarse a entrar en contacto con una patrulla de la resistencia, decidió volver andando hasta el punto de control de seguridad a las afueras de Moscow que estaba a tan solo dos kilómetros de distancia.

Los guardaespaldas se pusieron los guantes y los Gore-Tex de esquema bosque sobre las chaquetas de campo M65. Las chaquetas Gore-Tex tenían forro interior de borrego. Kuntzler llevaba simplemente su chaqueta de campo de esquema moteado. Le hubiera gustado que su chaqueta tuviera un forro y una capucha como las Gore-Tex. Como la de hoy iba a ser una visita de coordinación y no una operación de campo, llevaba su boina azul cielo de Naciones Unidas. Las orejas empezaron a enfriársele poco después de haber salido del Humvee.

Habían caminado despacio, observando con cuidado el suelo en busca de minas. Se habían dispersado en un intervalo seguro. Justo cuando Kuntzler pasó un poste telefónico se produjo una explosión. Sus sentidos estaban abrumados. Hubo un rugido como un cañón. Una horrible sensación ardiente golpeó su cara, sus ojos, su boca. Durante unos breves instantes fue incapaz de respirar. Cayó al suelo jadeando. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y no podía ver. Oyó gritos y pisadas. Recibió una dura patada en los testículos al tiempo que le arrancaban de las manos la submetralleta MP-5. Luego fue rápidamente esposado, cacheado y cegado con una venda. Los ojos le lloraban sin control y las fosas nasales le moqueaban abundantemente. Kuntzler oyó más gritos y algunos ladridos. En cuestión de minutos estaba atado de pies y manos y amarrado a un trineo tirado por perros. Escuchó que algunos hombres gritaban «Vive les maquisards!» mientras el trineo se alejaba. Kuntzler no tenía ni idea de en qué dirección viajaba el trineo.

La emboscada había sido preparada cuarenta y cinco minutos antes. Los emboscados se escondieron entre macizos de hierba y montículos de nieve, a unos cincuenta y cinco metros de la carretera. Habían colocado cinco arranca-dedos en el carril norte de la carretera. Las pusieron ligeramente escalonadas para que al menos alguna rueda pisase una de ellas. A continuación, enterraron una bolsa de plástico llena con casi un kilo de polvo CS que habían extraído de una granada antidisturbios Smith and Wesson. La bolsita de plástico estaba colocada bajo la nieve en el lado oeste de la carretera. Un tercio de cartucho de dinamita con un detonador estaba preparado justo debajo de ella.

La emboscada salió tal y como estaba planeada. El Humvee llegó diez minutos más tarde de lo que su fuente de inteligencia les había dicho. Su intención era que después de pisar la mina el vehículo volcara completamente, pero con un ángulo de treinta y cinco grados en la zanja bastaba. De ahí no se iba a mover. En cuestión de minutos los soldados estaban fuera del Humvee bloqueado y se aproximaron a la zona de asalto a pie. Dos de los soldados iban armados con carabinas M4. Usando un cable de disparo, Jeff encendió la videocámara montada en un trípode para grabar la acción. Esperó hasta que su objetivo, el hombre con el uniforme de otro estilo y la maleta, estuviera a un paso frente a la mina CS. Entonces, Jeff Trasel la detonó a distancia con un detonador de una Claymore. Tony, Teesha, Ian y Mary se hicieron con los tres guardias. Su objetivo se vio abrumado por la nube de polvo CS y fue fácilmente sometido. Lawrence Raselhoff y sus Maquis de Moscow salieron de la arboleda tal y como estaba planeado, justo después de que parara el tiroteo. Un trineo tirado por perros se dirigió directo a la zona de emboscada. El otro llevó a un maquisard a buscar el Humvee.

Al principio estaban eufóricos por el hecho de haber capturado tantas armas de calidad y dispositivos de visión nocturna. No se dieron cuenta hasta más tarde, pero también habían capturado algunos documentos muy importantes y al hombre que sería la fuente de inteligencia más valiosa de todo el teatro de operaciones del Pacífico Noroeste.

El administrador regional de las Naciones Unidas estaba furioso. Reginald Snodgrass tenía fama de tener mal genio. En dos ocasiones había llevado a cabo ejecuciones sumarias con un revólver en el interior de su propia oficina. Cuando estaba cabreado no le importaba armar una trifulca. Siempre había alguien que lo limpiaba todo después. Cuando tenía días malos, el personal a su cargo trataba de encontrar cosas para mantenerse ocupado y lejos del edificio. En esta ocasión estaba enfadado porque no le gustaba tener que abandonar su cálida oficina en medio de lo más crudo del crudo invierno. Era partidario de hacer que la gente viniera a su oficina en Lewiston para las reuniones. Allí se sentía seguro.

Esta reunión en particular iba a celebrarse en la ciudad abandonada de De Smet, treinta kilómetros al norte de Moscow. Era una localización intermedia, elegida para que los comandantes de las fuerzas de guarnición y las autoridades civiles de Coeur d'Alene, Lewiston, Moscow, Pullman, Kellogg, Sandpoint y Saint Maries acudieran fácilmente. Pero a Reggie no le gustaba el punto de reunión. Uno de sus consejeros había caído en una emboscada a tiro de piedra de Moscow justo cinco días antes. Según su criterio, cualquier zona en las afueras de Moscow era territorio comanche.

Pese a sus reservas, Snodgrass admitió que tenía que asistir a la reunión. Según los rumores, iban a rodar cabezas. No solo se esperaba su presencia sino que además quería divertirse viendo cómo empezaban a señalarse culpables con el dedo. Como era un administrador civil de las Naciones Unidas y el problema a tratar era estrictamente de seguridad militar, sabía que los dedos no lo iban a señalar a él. Como veterano con diez años de experiencia en el servicio civil británico previos a su entrada en la ONU, Reggie Snodgrass sabía cómo se jugaban esos juegos. Mientras sus ayudantes preparaban el viaje, él gruñía y se quejaba del mal tiempo. Al menos ellos tenían el privilegio de viajar hasta la reunión en un TBP bien calentito.

El encuentro en sí tuvo lugar en el salón del viejo edificio de la misión de De Smet. Estaba situado en una colina, flanqueado por un amplio camino de entrada circular. Cuando Snodgrass y su equipo llegaron, diez minutos antes del inicio programado, ya había un fuego crepitante en la chimenea. Antes de que diera comienzo la reunión se sirvió café, brandy y tentempiés. Estos detalles y la inevitable cháchara que siguió retrasaron el comienzo de los informes veinte minutos.

La reunión era una gran ocasión, tal y como Snodgrass esperaba. Incluso el comandante de los Segundos Cuerpos y sus ayudantes estaban presentes. Se trataba de los que los soldados yanquis llamaban un «espectáculo de perros y ponis» o «un verdadero grano en el culo». A Reggie le encantaban los términos coloquiales americanos. Afuera, había dos tanques y más de treinta TBP, una mezcla de BTR, BMP, Marders y Bradleys aparcados en semicírculo alrededor del terreno de la misión. La mayoría del despliegue de seguridad recibió órdenes de permanecer junto a los vehículos para evitar la posibilidad de que combatientes infiltrados pudieran sortear la vigilancia y se colaran dentro del perímetro de seguridad. También habían instalado puestos de control en la carretera en las cuatro entradas de la ciudad. Las medidas de seguridad se habían planificado con una semana de antelación. Conscientes de que una reunión de comandantes constituía un objetivo tentador, no dejaron nada al azar. Personal de las fuerzas de ingeniería pasaron tres helados días registrando con perros y detectores de metal el edificio y los terrenos en busca de bombas.

El primer informe consistió en una revisión de la situación general. Lo dio el coronel Horst Blucher, G2 de los Cuerpos Segundos de la UNPROFOR. Para más tarde había programados otros informes más detallados. Blucher era un hombre alto y de rasgos angulosos con una voz atronadora. De pie, junto a un mapa cubierto de acetato y sosteniendo una varilla retráctil, leyó las notas que tenía.

—La situación de seguridad en Montana oeste, Idaho norte y Washington este está empeorando considerablemente. En Idaho norte, nuestras fuerzas han matado hasta la fecha a doscientos noventa y cinco terroristas y capturado a diecisiete. A estos, por supuesto, los hemos interrogado exhaustivamente y nos hemos encargado de ellos. Además, ciento setenta y dos civiles problemáticos, considerados amenazas de seguridad potenciales, políticamente no fiables o posibles simpatizantes de la resistencia, han sido trasladados al campo de trabajo y rehabilitación de Gowen Field.

»Desde que llegamos a la región hemos sufrido novecientas dieciocho bajas, contando muertos y heridos. Otros noventa y siete soldados, principalmente ciudadanos americanos, han desaparecido, han muerto o han desertado. Ciento veintiséis de nuestros vehículos y once de nuestras aeronaves han sido destruidos, principalmente en incendios intencionados. Además, tres camiones y un TBP han sido robados y seguimos sin recuperarlos.

»Unas cuatrocientas armas de toda clase han desaparecido, y están presumiblemente en manos de esos terroristas. De estas, la mayoría se perdieron en emboscadas. Un número sorprendentemente alto de estas fueron tomadas por desertores. Otras trescientas doce armas, principalmente montadas en vehículos, figuran en nuestros catálogos como «destruidas».

»En un principio se calculaba que el número de efectivos de estos grupos de terroristas en Idaho norte fuera de unos ciento cincuenta. Ahora, pese a las fuertes pérdidas que les hemos infligido, tienen una fuerza estimada de setecientos efectivos, y creciendo. Están reclutando activamente en ciudades y ranchos. Sus reclutas son principalmente jóvenes sanos con preparación armamentística. En esta región prácticamente todos los varones adultos y muchas mujeres son cazadores experimentados y tiradores activos. Este horrible tiempo invernal ha disminuido el número de sus ataques, pero al mismo tiempo ha reducido la efectividad de nuestra campaña de contrainsurgencia. Estos terroristas están usando para su provecho el tiempo inclemente, entrenan a sus nuevos reclutas en campos remotos en el interior de los bosques nacionales…

Justo entonces, una fuerte explosión se oyó frente al edificio. Las ventanas vibraron. El coronel Blucher calló abruptamente. La sala se llenó de cuchicheos ansiosos. Unos cuantos oficiales desenfundaron sus pistolas.

El mayor Bundeswehr, que estaba al cargo de la seguridad interna de la reunión, corrió hasta la puerta para ver qué había pasado. Una explosión de aire frío entró mientas él se quedaba quieto en la puerta principal.

—No hay nada de qué preocuparse —dijo gritando a los allí reunidos—, solo es una pequeña bomba con temporizador bajo uno de los camiones Unimog de Moscow. No estaba cerca del edificio y ni siquiera ha prendido el depósito de gasolina. Estos pequeños actos de sabotaje son tan inútiles como patéticos.

El coronel Blucher rió y revisó sus notas para prepararse para retomar el informe. Se sentía extrañamente mareado. No podía centrarse en los papeles y le pareció que la luz de la habitación se iba haciendo más tenue. Empezaron a temblarle las manos. Levantó la vista y observó cómo la mayoría de los presentes estaban doblados sobre sus sillas o postrados en el suelo temblando. Las rodillas de Blucher cedieron y cayó a tierra con un quejido. Oyó a un teniente gritar desde la parte trasera de la habitación: «¡Gas!». Justo antes de morir, Blucher sintió que se le mojaban los pantalones y se le soltaban las tripas.

El momento crucial para muchos americanos llegó en mayo del sexto año tras el colapso, cuando los federales anunciaron que, debido a la extendida falsificación de los carnés de identificación nacional, habían empezado un programa piloto de implantación de biochips en la mano derecha de los bebés recién nacidos. Los biochips contenían mil trescientas treinta y dos líneas de datos. Al pasar la mano sobre un escáner se mostraba un informe del individuo y su balance de cuentas. En mayo del siguiente año, el anuncio decía que todo residente en Estados Unidos, sin importar su edad, debía tener o bien el carné de identidad o bien el nuevo biochip Mark IV. En mayo del año siguiente, el biochip reemplazaría por completo al carné de identidad y todo el dinero en papel sería anulado. Tras eso, los ciudadanos no podrían funcionar en el día a día sin el chip Mark IV. No podrían realizar ninguna transacción en una tienda, matricularse en un colegio, pagar sus impuestos de propiedad o transferir el título de un automóvil o de un terreno. La resistencia empezaba a florecer a lo largo y ancho del país, incluso en zonas consideradas anteriormente, poco después del anuncio del carné nacional de identidad, como «seguras». Las noticias de las «Cegueras de Chicago» un mes después fueron un catalizador aún más potente para la resistencia. Disolvieron una bulliciosa manifestación antigubernamental en el centro de Chicago con la ayuda del láser alejandrita Dazer. El sistema portátil Dazer había sido desarrollado por el CECOM del ejército americano a principio de los noventa. Estaba diseñado para destruir los sistemas electroópticos enemigos como los FLIR, las miras Starlight o de visión térmica. Dada su potencia y su longitud de onda de setecientos cincuenta nanómetros, era de todo menos seguro para el ojo humano. Era capaz de dañar una retina en un instante. En los incidentes de Chicago, un soldado de infantería francés «pintó» las primeras filas de la multitud con Dazer durante solo unos segundos. Más de ochenta personas quedaron ciegas de manera permanentemente. Las Cegueras de Chicago pasarían a la historia como un acto infame que rivalizaría con las masacres de Boston y Pearl Harbor.

Para las campañas del oeste no se pudo contar con ninguna de las tropas destacadas al este del Misisipi. El nuevo comandante del Segundo Cuerpo había recibido instrucciones de «aguantar hasta ser relevado» y de no destinar tropas a tratar de repacificar el sur de Idaho. No se debía hacer ningún movimiento hasta que la situación en el norte fuera más favorable. El comandante fusionó y reorganizó las tropas disponibles y esperó. Los federales estaban completamente inactivos y en posición defensiva a lo largo y ancho de la zona del Segundo Cuerpo.

Por sorpresa, el 4 de julio, en el sexto año tras el colapso, la legislatura de Idaho declaró su secesión de la Unión. Oregón, Washington, California, Dakota del Norte, Dakota del Sur y Alaska siguieron el ejemplo en las dos semanas siguientes.

En cuestión de días, las escasas guarniciones en el sur de Idaho cayeron frente a los rebeldes. La mayoría se rindieron sin prestar resistencia. El Segundo Cuerpo estaba empantanado en el norte, enfrentado en el combate con las fuerzas de la resistencia. El nuevo comandante del Segundo Cuerpo envió incontables faxes a las oficinas de mando de las Naciones Unidas implorando refuerzos y relevos. La respuesta era siempre la misma: «No hay refuerzos disponibles».

El 10 de julio llegaron noticias aún más descorazonadoras para el Segundo Cuerpo. Dos compañías, la compañía Bravo del Batallón Armado 114 y la compañía Alfa del Batallón de Infantería 519, habían cambiado de bando. Sus comandantes parlamentaron directamente con la resistencia y a continuación pusieron sus unidades bajo control operativo de la Milicia del Noroeste. Al cambiarse de bando se llevaron con ellos todo el equipo del que disponían. Y lo que era más importante, surtieron a la resistencia de mapas actualizados, planes, órdenes operativas, CEOI y equipo de criptografía.