«Si prefieres el bienestar a la libertad, la tranquilidad de la servidumbre al animado desafío de ser libre, vete en paz a tu casa. No te pedimos tu consejo ni tu apoyo. Inclínate y lame la mano que te alimenta. Que tus cadenas sean livianas, y que la posteridad olvide que fuiste nuestro compatriota.»
Samuel Adams (1776)
A lo largo del otoño, el Segundo Cuerpo del Ejército Democrático del gobierno federal provisional afrontaba grandes problemas en la zona más septentrional de Idaho. Las fuerzas de la resistencia golpeaban sin previo aviso y con una efectividad sorprendente. Los convoyes solo podían viajar a la luz del día y bajo la escolta de vehículos blindados. Todo indicaba que las tropas federales y de Naciones Unidas no contaban con ninguna zona segura que pudiesen considerar de retaguardia. En uno de los incidentes más comentados, una abuela de ochenta y dos años se acercó caminando en un parque a tres tenientes belgas que participaban en el saqueo de Lewiston y que llevaban sus armas colgadas del hombro.
—Tengo algo para vosotros —dijo con voz dulce y algo temblorosa, y a continuación, de la cesta de picnic sacó un viejo revólver Merwin Hulbert.44-40 que tenía ciento diez años de antigüedad. Tras varios disparos mató a uno de los tenientes e hirió gravemente al segundo antes de que el tercero acabara con su vida tras dispararle dos ráfagas con su PDW-80.
Localizar a las guerrillas era una tarea prácticamente imposible. La vasta extensión del bosque nacional, libre en su mayor parte de carreteras, era un lugar ideal para esconderse. Los parroquianos mostraban una actitud bastante huraña. La mayoría se puso claramente de parte de las milicias e hizo todo lo posible para suministrarles ayuda e información lo más actualizada posible. Se llevaron a cabo innumerables acciones de sabotaje contra vehículos aparcados, desde pincharles las ruedas o echar arena en el depósito de gasolina hasta llegar a inmolarse con cócteles molotov.
Se produjeron varios casos de envenenamiento, así que la mayoría de los soldados desconfiaban de cualquier comida que no tuviesen rigurosamente controlada. Pese a la contundente medida de refuerzo que aumentó a dos el número de soldados destinados a las guardias, con preocupante regularidad, muchos centinelas desaparecieron o amanecieron cadáveres. También se registraron muchos casos de deserciones. Otros fueron apuñalados, apaleados o abatidos a tiros. A la práctica totalidad de los asesinados les arrebataron las armas, los correajes y las botas. En ocasiones, los cadáveres habían aparecido sin sus uniformes. Los soldados acuartelados no se sentían a salvo en ningún lugar, y lo mismo les sucedía al administrador regional y su equipo. Todos ellos iban siempre acompañados de guardaespaldas fuertemente armados y viajaban solo en vehículos TBP.
Las milicias locales contaban con suficientes armas y munición como para llevar a cabo una campaña lo bastante prolongada. Además, cada vez más hacían uso de las armas que habían capturado. Todo tipo de historias, algunas de ellas apócrifas, circulaban de boca en boca o a través de publicaciones fotocopiadas o mimeografiadas consistentes en una hoja de gran tamaño y que tenían nombres como El Maquis, ¡Resiste!, América Libre o No al NOM (Nuevo Orden Mundial).
Estas publicaciones estaban plagadas de arengas, entrevistas y consejos técnicos relacionados con las emboscadas y los sabotajes. En una de ellas, venían impresas las instrucciones para poder producir y purificar una poderosa toxina llamada ricino, también conocida como aceite de castor. Se recomendaba mezclarla con el disolvente DMSO, para que se absorbiese con más facilidad a través de la piel de la víctima. Otra de esas publicaciones mostraba cómo extraer colchicina de las flores del azafrán.
Uno de los rumores más recurrentes contaba que las milicias distribuían pistolas caseras entre los adolescentes que se unían a las células de la resistencia. Según se contaba, se las entregaban junto con otras armas viejas de calibres poco comunes para que dispararan a los centinelas o llevaran a cabo alguna emboscada contra soldados acuartelados que estuviesen fuera de servicio. Se les decía que debían quedarse con todas las armas que requisaran y después pasarle su arma casera al siguiente joven voluntario. Los líderes de la resistencia decían que aquello era «darle buen uso a un arma casera en vez de echar a perder un arma de verdad». La práctica formaba parte de la iniciación de los nuevos integrantes de las células.
Las emisoras de onda corta del gobierno federal y las retransmisiones de televisión hechas vía satélite anunciaron una semana después de la llegada del Segundo Cuerpo que en Moscow, Lewiston y Coeur d'Alene la seguridad estaba garantizada. El 1 de septiembre, declararon la victoria en Idaho. Los propagandistas afirmaban que el bandidaje residual estaba controlado y recluido en pequeños focos, y que el estado había sido oficialmente pacificado.
Las noticias de los logros de la guerrilla se transmitían a gran velocidad. Una célula de la resistencia, que se hacía llamar los Bombarderos, llevó a cabo un impecable ataque sobre una hilera de cinco helicópteros estacionados en tierra durante una intensa tormenta. Un guardia y un técnico de aviación murieron a causa de los disparos. Dos de los pilotos fueron gravemente heridos. Aparte de los cinco helicópteros, un depósito de gasolina de cuatro mil quinientos litros de un JP-4 y una camioneta Ford quedaron destruidos. La camioneta había sido requisada anteriormente por orden federal. Entre las filas de los Bombarderos solo se produjo un herido leve. El hecho de que el miembro de la célula de mayor edad tuviese tan solo dieciséis años era siempre expuesto con orgullo. El más joven acababa de cumplir los doce.
Paradójicamente, en las semanas siguientes, la destrucción de los helicópteros provocó un gran incremento en la actividad aérea de las fuerzas federales y de Naciones Unidas. Para compensar la pérdida de la nave, los federales reúbicaron diez helicópteros que estaban en Montana y que pertenecían al Primer Cuerpo. Todos eran modelos más antiguos, la mayoría UH-1 Huey Slick, Bell Jet Ranger, Kiowas y dos Huey Cobras. De los Jet Ranger, dos todavía llevaban la pintura multicolor característica del servicio civil. Los AH-64 Apaches y los UH-60 Blackhawk, de fabricación más reciente, nunca llegaron a aparecer. Según los rumores que corrían por los círculos de la resistencia, si seguían utilizándose los helicópteros más viejos era porque los más nuevos usaban unos fluidos hidráulicos más exóticos y porque los sistemas de última generación eran más propensos a sufrir fallos.
Un tiempo antes de la llegada de los helicópteros de refuerzo a Idaho, la Milicia del Noroeste había vuelto a dividirse en dos compañías diferenciadas. La de Todd Gray permanecía en el Valle de la Forja. La de Michael Nelson, por su parte, se había desplazado, junto con la mitad del material logístico, a una zona densamente arbolada situada ocho kilómetros al noreste.
Blanca Doyle fue recuperándose gradualmente de sus heridas. Aparte del daño sufrido en las caderas, se dio cuenta de que se había roto la muñeca izquierda en el accidente. Veinte días después de la operación, comenzó a ser capaz de caminar con muletas. En octubre, pasó a llevar bastón y su muñeca daba muestras de estar prácticamente curada. El 5 de noviembre, anunció a los demás que estaba embarazada. Blanca se convirtió en la cocinera oficial en el Valle de la Forja a causa del reposo que estaba obligada a mantener, primero por culpa de las heridas, y luego de su embarazo. Rose Trasel, por su parte, ocupó el puesto del mando del cuartel y de cocinera en el campamento de la otra compañía. Tenía que cuidar de su hijo pequeño, así que no podía acompañar a los demás en las patrullas. Thomas Kenneth, Trasel tenía once meses y estaba aprendiendo a caminar.
Antes de que el invierno terminara de llegar, todas las ovejas y las dos cabras con las que contaban fueron sacrificadas y despedazadas. La carne les era muy necesaria. La decisión de acabar con los animales no fue difícil de tomar. Se dieron cuenta de que durante el invierno quedaría muy poca comida disponible en el valle, así que tan solo se atrevieron a mantener con vida a sus tres mejores suministradoras de leche. Aparte de esto, los animales suponían una amenaza desde el punto de vista de la seguridad. Los mugidos y balidos se podían escuchar desde una distancia bastante considerable. En pocos días, se comieron una parte de la carne de los animales sacrificados. El resto, la convirtieron en cecina. Cuando en noviembre llegó el frío de verdad, la carne fue trasladada a lo alto de los árboles en bolsas hechas con piel de ciervo. Mientras se mantuvieran ocultos, todo iría bien. A principios de noviembre, el olor de dos ovejas que tenían colgadas atrajo a un oso pardo. Al día siguiente, colgando junto a los cuerpos de las ovejas, estaban también los cuatro cuartos del oso.
Los federales lograron notoriedad por el hecho de colocar minas antipersonales. Las colocaban sin tomar ninguna precaución, sin asumir el riesgo de herir o matar a civiles inocentes. Su lugar preferido eran los arcenes de carreteras secundarias de zonas controladas por las guerrillas.
A mediados de noviembre, Margie Porter hizo una expedición de reconocimiento a Bovill. Según el plan trazado, iría sola y desarmada, si bien durante buena parte del trayecto una patrulla la seguiría a cierta distancia para protegerla. El objetivo era ver qué edificios estaban ocupados por las tropas federales, en qué lugar tenían aparcados sus vehículos, dónde estaban colocados los puestos de guardia y, con un poco de suerte, qué horarios seguían los soldados destinados en esos puestos. Cuando pisó la mina, la patrulla que la acompañaba todavía no la había perdido de vista. Era una mina terrestre de gran tamaño colocada a un lado del camino que conducía a la ciudad desde el este. La muerte le llegó de forma casi instantánea. Su cuerpo fue trasladado al Valle de la Forja, envuelto en los ponchos. La enterraron allí. Aquel fue un día muy triste para todos. El pequeño Jacob se pasó el día llorando por su tía Margie, y no dejó de llorar hasta que se quedó dormido aquella noche.
Lon y Della se quedaron muy afectados. Al cabo de unos días, reanudaron la lucha. La pérdida sufrida les volvió aún más decididos y audaces. Para Lon, aquel fue un momento decisivo en su vida: asumió su mortalidad y abrazó a Cristo como su salvador. A partir de ese instante participó en todas las patrullas de forma infatigable. Por primera vez, se prestó activamente a actuar como hombre punta. No le tenía miedo a la muerte; sabía que cuando le llegase, se uniría con su mujer en el cielo. Y para él, ella había significado más que nada en el mundo.
Los dos suboficiales y el soldado raso estaban sujetos de pies y manos, sentados y amarrados a tres árboles, con las manos atadas detrás de la espalda y los pies ligados. Ninguno de ellos se prestaba a contestar ninguna pregunta ni tampoco a dar sus nombres.
—Silencio. Sprechen Sie nicht —dijo en voz alta uno de los suboficiales a sus otros dos compañeros.
Lon Porter no lograba ninguna respuesta a sus preguntas. Estaba comenzando a ponerse nervioso.
—Si no cooperáis, os voy a pegar un tiro —les advirtió.
—Eso sería una violación de la Convención de Ginebra —dijo casi gritando el sargento que estaba justo enfrente de él, el mismo que había advertido a los otros que guardaran silencio.
—Te voy a decir una cosa, Hans, Dieter, Heinrich o como te llames —contestó Lon con una sonrisa—. Ahora mismo, me importa un bledo la Convención de Ginebra, la de La Haya o cualquier otra convención. Si formase parte del ejército de Estados Unidos y combatiese en algún otro país jugaría siguiendo esas reglas. Pero ese no es el caso. No formo parte del ejército y no estoy sujeto a las leyes de la guerra. Lo único que me importa ahora es recuperar mi país, y sois vosotros los que habéis venido aquí y me lo habéis arrebatado. Yo crecí en una república constitucional y ahora vivo en un estado policial. Más os vale empezar a contestar mis preguntas o vais a acabar convertidos en abono para mi huerto. ¿Cómo se dice eso en alemán? Creo que es dungmittel. Estudié solo dos años de alemán en el instituto y pasé una temporada en Suiza, pero me está viniendo todo a la cabeza de repente. Dungmittle. Sí, eso es. Du Arsch Gieger! Sprechen mach schnell, oder du wirst Blei essen! Sprechen Sie, oder Sie werden Dungmittel sein —dijo mientras remarcaba sus palabras haciendo aspavientos con la Browning Hi-Power que había requisado.
—Se está echando un farol —contestó el sargento con desdén.
—¿De verdad crees que es un farol? —preguntó Porter con tono grave mientras le ponía el cañón de la Browning en medio de los ojos y le quitaba el seguro—. No tengo nada que perder, Dieter. Hace dos semanas, mi mujer pisó una de vuestras minas. Está muerta. Nos habéis quitado nuestra tierra, habéis saqueados nuestras casas y las casas de nuestros vecinos. Allí donde habéis ido, habéis violado, robado y saqueado. Todo lo que me queda en el mundo cabe en un talego y una mochila. Ponte en mi lugar, Dieter. ¿Estás seguro de que todo esto es un farol?
El sargento dudó unos segundos mientras miraba fijamente a los ojos de Porter. Luego comenzó a hablar a toda prisa. Lon obtuvo una respuesta inmediata en inglés a todas sus preguntas. El hecho de que el otro suboficial se llamase en efecto Dieter resultó muy divertido.
—No iba tan desencaminado —dijo riéndose—, me he equivocado por muy poco.
Mientras regresaban al campamento temporal, Mike le hizo una pregunta:
—¿No le habrías disparado, verdad?
Porter se tomó un tiempo antes de contestar.
—La verdad es que se me pasó por la cabeza, pero si he de contestarte, la respuesta es no. Me imagino que soy demasiado civilizado para eso. Algunas personas pensarán que el farol que me he echado puede considerarse como tortura. No sé exactamente qué categoría se le puede dar. Lo único que sé es que ha surtido efecto. —Tras hacer una pausa, preguntó—: ¿Qué vamos a hacer con estos?
—Les sacaremos toda la información que podamos —contestó Nelson— y luego los marcaremos, les quitaremos las botas y los soltaremos como a los demás, un poco antes de ponernos en marcha.
La resistencia carecía de instalaciones y de la logística necesaria como para tener prisioneros. Tan solo les quedaban dos opciones: la primera era la muerte, reservada a los colaboracionistas, a los conciudadanos que habían ayudado al enemigo activamente. La segunda, marcarlos a hierro, era el método que solía seguirse tanto con los soldados federales como con los de Naciones Unidas. Muchos soldados habían sido reclutados contra su voluntad para servir a las Naciones Unidas, así que evidentemente ejecutarlos no resultaba la mejor opción. Con los criminales de guerra se llevaban a cabo excepciones. A la mayoría, sin embargo, se les marcaba con hierro candente una «I» o una «T». La i se destinaba a los «invasores», mientras que la te se reservaba a los «traidores». Algunas milicias, como las de Todd Gray y Michael Nelson, marcaban a los prisioneros en el antebrazo. Otras les hacían las marcas en la frente o en las mejillas. A todos los prisioneros que eran liberados se les advertía que si se les volvía a capturar mientras portaban armas propiedad de las Naciones Unidas o los federales, se les ejecutaría de forma sumaria.
Durante una patrulla de reconocimiento que tuvo lugar a finales de noviembre, Jeff, Ken y Terry se encontraron con un par de individuos que iban armados, pero que no parecían soldados federales. Jeff observó que los dos eran de raza negra. Iban vestidos con uniformes de campaña sin adornos y con sombreros con esquema de camuflaje para bosque. El que iba delante era un hombre que llevaba una subametralladora Thompson con caña horizontal. Diez metros detrás de él, iba una mujer de gran estatura armada con un M249 SAW. Tumbados bocabajo en medio del pasto ovillo típico de Latah, Jeff y los Layton observaban a la pareja aproximarse. Cuando se encontraban a diez metros de distancia, Jeff reconoció el rostro del hombre. En apenas un momento conectó la cara con el nombre.
—¡Tony! ¡Acércate hacia aquí! —gritó con contundencia.
Tony y Teesha Washington se echaron inmediatamente cuerpo a tierra de forma instintiva y se camuflaron entre la hierba.
—¿Quién está ahí? —preguntó Tony, casi susurrando.
—Jeff Trasel, Milicia del Noroeste —contestó Trasel. Los Washington se pusieron en pie lentamente y avanzaron hacia ellos. Después, volvieron a echarse a tierra, más despacio esta vez, a pocos metros delante de Trasel.
—Me acuerdo de ti —dijo Tony—, estabas en el ataque a Princeton. Fuiste el que se hizo con la M60, ¿verdad? —Trasel asintió—. Nos presentaron después de que finalizara la acción. —Washington, tal y como hacía decenas de veces a diario, comprobó el seguro de la Thompson y continuó—: Esta es mi mujer, Teesha. No sé si os conocéis.
Trasel volvió la vista hacia la mujer, que medía un metro ochenta y dos, tan solo un poco menos que su marido.
Teesha manipuló el arma de forma que quedó claro que tenía perfecto dominio de su uso.
—La he visto de lejos —contestó Trasel—, en una de las ferias de trueque, pero nunca nos han presentado. Es un placer, señora. Teesha hizo un gesto de asentimiento y sonrió.
—Ellos son los Layton, Ken y Terry. ¿Los conocéis? —Ken y Terry, situados cada uno a seis metros de distancia de Trasel, saludaron levemente con la mano a los Washington.
—Hemos oído hablar de ellos —contestó Tony—. Son los que salieron zumbando de Chicago, ¿no? Eso sí que fue un señor paseo.
—Sí, ellos son, y salir de ahí zumbando es su especialidad —contestó Jeff mientras dejaba su HK y fruncía el ceño—. Me dijeron que habían arrasado vuestro refugio y que habían matado a todo el mundo, pero ya veo que no fue así con vosotros. ¿Qué es lo que sucedió?
—Somos los únicos supervivientes. Cuando llegaron los federales, Teesha y yo estábamos vigilando un alijo de armas que teníamos escondido a cierta distancia. Comenzaron a bombardear el rancho con morteros. Los mataron a todos: treinta y dos hombres, mujeres y niños. Volvimos al rancho a la mañana siguiente sin que nadie nos viera. Nos pasamos una hora a unos doscientos metros de distancia, mirando las ruinas de la casa y del granero a través de las miras de nuestras MIA. Al principio, no nos atrevíamos a acercarnos más. Temíamos que los federales pudiesen haber dejado preparada una emboscada. Mientras nos debatíamos entre bajar o no, un Blazer CUCV con motor diesel del ejército apareció por el camino. De él, descendieron dos especialistas de cuarta categoría y con aire despreocupado comenzaron a cargar las armas, las mochilas y los correajes que había en las trincheras. A continuación, cogieron la primera de las dos bolsas que se utilizan para transportar cadáveres y la subieron al camión. Cuando iban otra vez camino de la puerta trasera del vehículo transportando la segunda bolsa, acabamos con ellos. Les pegamos dos tiros a cada uno con nuestras MIA.
—¿Qué pasó después? —preguntó Jeff.
—Por la forma en que se comportaban nos imaginamos que no habría ningún tipo de emboscada, así que les dimos diez minutos para que se desangraran y fuimos colina abajo. Habían reunido ya todas las cosas de valor en el CUCV, así que simplemente metimos nuestras mochilas y rifles y volvimos a bajar el cadáver que habían subido al vehículo. Les quitamos los correajes a esos payasos y los echamos a la parte de atrás. Luego arrancamos el Blazer y salimos de allí. —Tony señaló la metralleta ligera SAW de Teesha y siguió hablando—: Ahí fue donde la señorita consiguió su Minimi. Estaba en la cabina del CUCV. Dejamos abandonado el vehículo unos siete kilómetros más al este, donde terminaba una vía de derrape, en medio de un soto de tejos. Tardamos tres noches enteras en llevar todas las armas de vuelta a nuestro zulo, que estaba a un kilómetro y medio de la carretera. Como no contábamos con nadie más, nos tocó hacer un montón de viajes. Una noche, un par de semanas más tarde, volvimos al rancho. Los cadáveres de los federales ya no estaban.
Washington tragó saliva un momento y continuó hablando.
—Nos pasamos toda la noche enterrando a nuestros muertos y rezando por ellos.
»Desde entonces hemos estado jugando al gato y al ratón con los federales. Entre ella y yo hemos abatido a diecisiete efectivos de Naciones Unidas, le hemos pegado fuego a siete vehículos y hemos requisado catorce armas más. Cada vez que nos hemos encontrado con otras células de resistencia hemos repartido las armas a cambio de nada, junto con una buena cantidad de comida y material médico. Los Irregulares de las Marcas Azules se han quedado con el CUCV y la radio VCR-46 que llevaba en su interior. Ahora mismo solo nos quedan media docena de armas: la M249 Minimi, nuestros dos MIA, dos automáticas de calibre.45 y mi metralleta.
Jeff le echó un vistazo a la subametralladora. Tenía un compensador Cuts, y le hacía falta una buena azulada.
—Esa no se la habrás sacado a los federales, ¿verdad? —dijo Jeff con aire sorprendido.
—No, heredé este juguetito de mi abuelo. Sirvió en los Marines en la segunda guerra mundial. Estuvo destinado como cocinero en la isla de Midway. Tras el ataque japonés, se tomaron muy en serio todo lo referente a la seguridad y este modelo 28 se convirtió en su compañero más fiel. Cuando la guerra acabó, no pudo soportar la idea de separarse de él, así que lo desmontó y se lo trajo a casa. Metió la caja del cañón en el fondo de uno de sus petates, y la culata y unos cuantos cargadores en el otro. Y lo sacó del barco, con todo el aplomo del mundo. Mi abuelo me contó que muchos de sus compañeros se trajeron también armas de esa manera. La mayoría eran Colts del.45 y algunas armas capturadas a los japos, como Nambus o espadas de samurai.
Washington se quedó un momento mirando con admiración a la Thompson y siguió hablando.
—La guardó durante años debajo de la cama. Nunca la utilizó, solo la engrasaba de tanto en tanto. Cuando murió de un ataque al corazón, mi padre y yo fuimos a la casa a ayudar a mi abuela a que se trasladara a un asilo. Cuando la sacó de debajo de la cama, por poco me desmayo. Había sido construida en la fábrica Colt. Mi padre la había visto antes muchas veces, pero yo nunca había oído hablar de ella. Era un secreto de familia. Mi abuela me dijo: «Tu abuelo me comunicó que cuando él exhalara el último aliento, quería que tú te la quedaras». Mis abuelos sabían que a mí me gustaban las armas. Mi tío y yo habíamos empezado a disparar al plato el verano anterior, y a mí aquello había comenzado a apasionarme.
—¿De cuándo estamos hablando? —preguntó Jeff, sonriendo y asintiendo con la cabeza.
—Acababa de cumplir los diecinueve, estaba en el primer o segundo año de la carrera. Era el año 1997. Hasta que no llegué aquí no tuve la oportunidad de dispararla. La controlo bastante bien. Es una auténtica maravilla.
—¿Cómo os pusisteis en contacto con los templarios?
—Yo nací y crecí en Andover, Kansas, un barrio residencial a las afueras de Wichita. Igual que Teesha. Poco después de salir del instituto, un amigo me enseñó un vídeo llamado América en peligro. Aquello me hizo pensar. Tenía una cuenta en internet en el J. C, así que empecé a buscar en Google todo lo referente a supervivencia, armas, almacenamiento de comida, medicina natural y milicias. Gracias a esas páginas de internet aprendí muy deprisa. Empecé a participar en un foro sobre supervivencia y preparación en The Claire Files. Roger Dunlap reparó en una de mis intervenciones y empezamos a escribirnos por correo electrónico. Poco tiempo después, me dijo que me instalara un PGP (un programa de encriptación), para que pudiésemos escribirnos sin que nadie nos fisgoneara.
»Durante el verano anterior al colapso, los Dunlap nos invitaron a Teesha y a mí a Troya a hacerles una visita de dos semanas. Formó parte del viaje de luna de miel que habíamos iniciado en Yellowstone. Cuando llegamos al rancho de Roger, aquello tuvo su gracia. No nos habíamos visto en persona, ni siquiera habíamos hablado por teléfono, todo había sido por correo electrónico, así que ninguno de los templarios sabía que nosotros éramos negros. Roger simplemente dijo: «Ey, el ciberespacio no entiende de colores, y yo tampoco. Bienvenidos». Era de esa clase de gente. Nos gustaron mucho los templarios, y nosotros a ellos. Les dije a los Dunlap que cuando me licenciara intentaría encontrar un trabajo en Idaho.
»Cuando toda la mierda provocada por los políticos estalló, nosotros no éramos templarios oficialmente hablando, pero tuvimos claro que era nuestra mejor opción. No pudimos hablar con ellos antes porque todas las líneas de larga distancia estaban cortadas y nuestro servidor local de internet colapsado. Mi padre nos dejó su minicaravana, y Teesha y yo metimos todo lo que pudimos. Papá dijo que entre él y varios vecinos aguantarían allí en el barrio. Llegamos aquí poco después de que comenzasen los disturbios, e inmediatamente nos asignaron un puesto en la seguridad del rancho y en el servicio de caza.
Jeff tamborileó con los dedos sobre la culata del HK mientras pensaba en todo lo que acababa de escuchar.
—Nos hemos encontrado con muchas milicias locales en los últimos meses —dijo por fin—. Hemos hecho todo lo posible por ayudarlos, igual que vosotros. Hasta ahora nunca habíamos invitado a nadie a unirse a nuestro grupo, ya fuera porque les faltaba experiencia o porque se trataban de unidades demasiado numerosas. Nos gusta que nuestro grupo tenga un número bajo. En vuestro caso, sin embargo, creo que el comandante hará una excepción. ¿Os interesa la oferta?
Teesha sonrió enseñando los dientes y asintió mirando a su marido con entusiasmo. Tony extendió la mano y estrechó la de Trasel.
—Desde luego, Jeff. Si os parece bien, nos unimos a vosotros.