26. La guerra de Dan

«Unusquisque sua noverit iré via.»

Properzio

Dan Fong se enteró mientras desayunaba de la llegada de las tropas. Una adolescente que vivía en la casa de al lado entró corriendo en la cocina.

—En la BC dicen que hay tanques federales y de Naciones Unidas en Moscow, que disparan a todo lo que se mueve y registran casa por casa.

Al salir fuera escuchó en la distancia lo que parecían detonaciones de artillería o quizá simplemente los cañones de los tanques que disparaban cada cierto tiempo. Dan le dio un beso a su mujer, cogió el HK91 y salió a toda prisa por la puerta en dirección al ayuntamiento.

El consejo de titulares de plena propiedad se reunió de forma espontánea. Tras tan solo cuarenta minutos de fuerte discusión se decidió qué era lo que se debía hacer. Las voces de los disidentes no fueron silenciadas hasta que quedó meridianamente claro que las tropas contaban con siete mil hombres y que estaban quemándolo todo a su paso. El consejo decidió que Potlatch sería evacuado de inmediato. Todos estuvieron de acuerdo en que quedarse solo serviría para alimentar la ira de los federales. Al este del pueblo había un paraje densamente arbolado y de grandes dimensiones. Los habitantes de Potlatch, unas cuatrocientas personas, solo tendrían que caminar unos cuantos kilómetros en dirección a los bosques: una vez allí podrían pasar completamente desapercibidos.

Dan empleó el resto del día ayudando a coordinar la evacuación. Asignó a su ayudante la responsabilidad de dirigir a los evacuados y de asegurarse de que todas las casas estuvieran vacías antes del mediodía del día siguiente. Preparó buena parte de la comida que tenían almacenada y la mayoría de las armas y municiones para que se las llevaran su mujer y sus hijos adoptivos, quienes tenían planeado ir a caballo detrás de la camioneta diesel con plataforma de su padre. Era una de los tres únicos vehículos que todavía funcionaban en la localidad, los otros dos también contaban con motores diesel. La falta de gasolina en buenas condiciones y de recambios había rebajado al resto de vehículos a la categoría de chatarra.

Dan pasó parte del tiempo haciendo planes con su mujer y despidiéndose. Cuando los niños no escuchaban, le dijo sin perder la calma que tenía menos de un cincuenta por ciento de posibilidades de salir con vida. Como sheriff, le dijo, su obligación era mantener la ley y proteger tanto las vidas como las propiedades de los habitantes libres de Potlatch. Dan había decidido permanecer allí y seguir llevando a cabo su trabajo. Cindy no quiso discutir con su marido.

—Te quiero, Dan —entonó dulcemente mientras lo besaba—. Haz todo lo posible por sobrevivir. No me hagas enviudar otra vez. Dejaré noticias de dónde nos puedes encontrar a mí y a los niños. —Después de eso, se colgó a la espalda el gastado HK-91 de Dan y se montó en su yegua Morgan. Antes de irse le dijo—: No te preocupes, estaré bien acompañada. Tengo al señor Heckler y al señor Koch para protegerme.

Dan se rió, era una de sus bromas favoritas.

—¿Y el coronel Cok? —le preguntó.

—Sí, claro —contestó Cindy sonriendo—. Y por si acaso también están el señor Sykes y el señor Fairbairn. Mantén seca la pólvora, Dan, te quiero. —Cindy Fong se volvió para saludar con la mano varias veces mientras se alejaba con su yegua.

Dan dejó muy pocas de sus pertenencias en la casa de Potlatch. Hacía menos de un año que su camioneta Toyota se había averiado y había quedado inmovilizada en la parte de atrás del granero de un vecino. El vehículo necesitaba una nueva bomba de agua, y pese a haber estado buscando durante varios meses, no había conseguido localizar ninguna.

Cuando cayó la noche, no quedaba nadie en la ciudad, aparte de Fong. Según lo que había escuchado en la BC, Dan calculó que probablemente tendría un día, o tal vez dos, para prepararse.

Fong eligió la cima de una colina a mil seiscientos metros al sudeste del centro de Potlatch. Desde allí se podía divisar la totalidad del valle. Tras llevar a cabo tres agotadores viajes, llevó hasta allí sus dos armas de largo alcance más preciadas y el resto de su equipo. Fong tardó veinticinco minutos en desmontar, limpiar, engrasar, volver a montar y recargar las dos armas que había llevado consigo. El último paso del proceso fue limpiar las ópticas con un papel especial para lentes y un cepillo de pelo de camello. Un mes antes había hecho disparos de prueba y había vuelto a calibrar los puntos de mira de las dos armas.

La primera era un fusil de repetición McMillan de calibre.50 recubierto de fibra de vidrio. Le quedaban todavía ochenta y seis cartuchos. El otro fusil era un Steyr SSG.308 Winchester de color verde. Se trataba de un modelo estándar vintage SSG de 1980 con doble gatillo. Dos años antes del colapso, Dan le había añadido una mira Trijicon y un objetivo con una lente de 56 mm. Esta mira usa unas mirillas especiales que se iluminaban por medio de unos viales de gas de tritio radioactivo. Accionando una anilla selectora, podía cambiar a verde, rojo o ámbar. Con luz diurna, también tenía dispositivos para que las mirillas fueran negras estándar o bien de color magenta al ser iluminadas por una pequeña cúpula colocada en la parte posterior de la mira que recogía la luz. Dan solía decir que la Trijicon era «lo mejor después de una Starlight para disparar durante la noche».

La única modificación que Dan hizo en el SSG fue añadir un tapafuegos de tres puntas de marca DTA. Mucho tiempo antes del colapso, envió el cerrojo del rifle a un armero que había en Holland's, en Oregón. Allí hicieron unas incisiones en la boca del cañón e instalaron uno de los frenos de boca que tenían patentados. Dan no estaba tan interesado en reducir el retroceso como en la posibilidad de instalar un tapafuegos. Se imaginó que una pieza así llamaría la atención en tiempos de paz, así que dejó colocado el freno de boca, que levantaría menos suspicacias. En todo caso, antes de producirse el colapso, siempre tenía el tapafuegos en la funda del SSG, por lo que pudiera pasar.

Acabó de limpiar las armas al mismo tiempo que caía la noche. Desenrolló el saco de dormir y se sumergió de inmediato en un sueño profundo. La mitad del día siguiente la empleó cavando una pequeña posición de combate y camuflándola con la mitad de una red de camuflaje en forma de diamante conseguida en alguna tienda de saldos del ejército. A continuación, descendió la parte trasera de la colina y cavó una trinchera de metro y medio de largo, veinticinco centímetros de ancho y cincuenta de hondo. Junto al agujero, dejó el rifle SSG de fabricación australiana metido en el estuche Pelican del McMillan con tan solo uno de los pestillos cerrados. Después, eligió una segunda posición de combate tras ascender las tres cuartas partes de la siguiente colina. Cuando terminó de cavar el segundo agujero para atrincherarse, estaba exhausto. Por suerte, y al igual que había sucedido con los dos agujeros anteriores, tan solo se encontró unas cuantas piedras del tamaño de una mano. Antes de que se hiciese de noche, terminó de camuflar ese último agujero. Para ello, utilizó la otra mitad de la red con forma de diamante. Dan dejó la mochila en el fondo del agujero y volvió caminando sin hacer ruido a su posición principal. Ya había oscurecido. Se envolvió con su poncho y con la funda de este y no tardó nada en dormirse.

Cuando se despertó con las primeras luces del alba, lo primero que hizo fue observar de forma sistemática toda la zona con sus prismáticos. No percibió ningún tipo de actividad, ni en la ciudad, ni en los alrededores. Sin embargo, en dirección sudoeste, escuchó algo que parecía fuego de cañones o de morteros. Dan se arrodilló y rezó en silencio un padrenuestro. Inspeccionó Potlatch y el camino por medio de los prismáticos. A continuación, rezó un poco más.

Después, se puso en pie y respiró profundamente. Tenía claro qué era lo que tenía que hacer.

Confiaba en que el McMillan seguiría bien calibrado, ya que siempre lo había transportado en el convenientemente acolchado estuche Pelican. El SSG le preocupaba más, ya en el trayecto desde su casa hasta lo alto de la colina lo había llevado colgando. Pese al cuidado que había llevado para no darle ningún golpe, se habría quedado más tranquilo si hubiese tenido la oportunidad de confirmar el punto de impacto. Con las fuerzas enemigas tan próximas, no quería hacer ningún ruido que pudiese delatar su presencia.

Sacó su cuchillo favorito, el Trinity Fisherman que había heredado de T. K. Se quedó mirando un momento el símbolo de un pez que llevaba incrustado en bronce en el interior del mango. Aquel cuchillo suponía mucho más que el resto de objetos que llevaba encima. Se puso a pelar un nabo crudo y lo tomó para desayunar. Siguió observando a través de los prismáticos mientras mordisqueaba algunas rodajas de nabo. Después se comió medio pan redondo de trigo. Volvió a pasar un buen rato mirando con los prismáticos. A continuación, se comió dos salchichas de cecina de arce. Acto seguido, volvió a coger los prismáticos y vio a varios miembros de una patrulla de reconocimiento que se acercaban hacia el pueblo desde el oeste montados en motocicletas de colores apagados. Observó cuidadosamente sus movimientos. Luego le dio varios tragos a su cantimplora. Unos minutos más tarde, pudo ver a tropas de infantería que se acercaban a pie por los arcenes de la carretera estatal que atravesaba Potlatch. Limpió el cuchillo Trinity en el pantalón y volvió a meterlo en la funda que llevaba grabada la insignia «Mateo 4,19».

Conforme se acercaban, Fong calculó la fuerza del viento. Tras humedecerse el dedo, no sintió la presencia de ninguna brisa en la superficie. Fong sonrió y asintió. En los árboles que había en el valle y en el polvo que levantaban los vehículos a lo lejos tampoco vio ningún signo de viento.

—Va a ser un día estupendo para disparar —se dijo en voz baja mientras se colocaba los tapones para los oídos. Cuando calculó que las tropas y los vehículos que se acercaban estaban llegando al borde de su campo de disparo, Fong vació dos cantimploras en el suelo alrededor de la boca del cañón para evitar que el rebufo levantara polvo y delatara su posición. Se colocó detrás del gran rifle, abrió las tapas de la mira y eligió los objetivos más interesantes. Había una mezcla bastante curiosa de vehículos: Humvees fabricados en Estados Unidos, algunos todavía con la pintura de camuflaje del desierto que habían utilizado en Iraq; camiones antiguos de dos toneladas y media, también americanos, y lo que parecía un TBP, un vehículo blindado de transporte de personal BTR-70 ruso.

Efectuó el primer disparo cuando las tropas de infantería más cercanas estaban a mil trescientos metros y los vehículos a unos dos mil. Fue alternando el fuego entre los soldados que estaban más cerca y las tropas que había más atrás. Aprovechando el tiempo que las balas tardaban en alcanzar sus objetivos (alrededor de un segundo en los disparos más cercanos y unos cuantos más en los más lejanos), fue capaz de controlar el retroceso y volver a apuntar a un nuevo objetivo antes de que la bala impactara contra el anterior. Pasó veinte minutos disparando con un ritmo regular, deteniéndose solo para descansar y rellenar los cargadores. Tras haber disparado más de treinta balas con resultado incierto, estuvo seguro de haber provocado la primera baja enemiga: un operador de radio que estaba a algo menos de mil cien metros.

—Ese seguro que sí. No voy a contar los que sean solo posibles ni a calcular los que pueda haber dentro de los camiones y de los TBP —afirmó, hablando para un público inexistente.

La segunda baja segura que provocó fue un motociclista de la patrulla de reconocimiento que, después de recibir el impacto de bala, cayó de espaldas al suelo, al igual que hizo la sucia moto en la que iba montado, con la consiguiente nube de polvo. Seguía sin soplar ni rastro de brisa.

—Con ese hacen dos —dijo Fong mientras accionaba el cerrojo del McMillan.

Se detuvo un instante para cambiar los cargadores. Fong volvió a disparar a la infantería que iba a pie. Algunos de los soldados estaban a menos de ochocientos metros, una distancia que Fong consideraba incómodamente escasa. Más confiado por la cercanía de los objetivos, comenzó a efectuar disparos individuales a cada uno de los hombres.

—Con estos hacen tres, cuatro y cinco.

Al meter un nuevo cargador en el fusil se dio cuenta de que tenía más cargadores vacíos que llenos. Se detuvo durante unos minutos para recargarlos. El ruido de la cada vez más grande montaña de casquillos de calibre.50 que se acumulaba en el fondo de la trinchera le hizo sonreír. Respiró profundamente unas cuantas veces e hizo varios movimientos en círculo con el hombro para relajar los músculos. Después, volvió a llevarse la mira cerca del ojo y prosiguió con su tarea.

Fong colocó el punto de la mira Trijicon en el pecho de un soldado que llevaba en las manos algo que se parecía a un lanzallamas. El McMillan volvió a rugir.

—Con ese hacen seis.

Fong reparó en un hombre punta que se encontraba a tan solo quinientos noventa metros, una distancia desde la que resultaba un blanco fácil para un proyectil de calibre.50.

—Con ese hacen siete.

Los soldados de infantería caminaban en líneas y avanzaban cada vez más despacio, a causa de las bajas que estaban sufriendo. Al encontrarse a poca distancia, al menos para su McMillan, y caminar a campo abierto, ahora resultaban objetivos muy fáciles.

En poco tiempo, gastó tres cargadores completos. Las tropas seguían sin tener la más mínima idea de la posición de Fong, aparte de suponer que se encontraba en algún lugar más al sur. Tan solo podían oír el estallido supersónico de cada detonación, pero no eran capaces de ver de dónde provenía exactamente. Fong tenía la mayor parte del cuerpo dentro del agujero, y lo poco que sobresalía estaba muy bien camuflado.

—Con estos ocho, ya llevo quince —se dijo a sí mismo en voz baja mientras volvió a llenar los cargadores.

Había guardado cuatro cargadores de cartuchos SLAP para los TBP que estaban maniobrando a unos ochocientos veinte metros de distancia. En menos de diez minutos, gastó los cuatro cargadores. Solo uno de los blindados se quedó inmovilizado, pero Fong estuvo seguro de haber acertado con algunos de los disparos en los costados y la parte trasera de al menos tres de los BTR-70. Desde los TBP abrieron fuego a ciegas, acribillando las laderas con cartuchos de 14,5 y 7,62 mm. Algunos impactaron sonoramente contra unas rocas que había a menos de cincuenta metros. Esos disparos tan cercanos pusieron nervioso a Dan.

Insertó cartuchos sueltos perforadores (AP) en dos de los cargadores vacíos y volvió a abrir fuego, ahora con más presteza, sobre los dos blindados Humvees que estaban más cerca. Los disparos obligaron a los dos vehículos a detenerse.

Los casquillos en el agujero le llegaban ya por encima de los tobillos. Echó un vistazo hacia abajo, a los cargadores y a las cajas de munición que había al borde del agujero y descubrió con asombro que tan solo le quedaban dos cartuchos de calibre.50. Disparó estas últimas dos balas a la cabina de un camión que estaba a ochocientos metros de distancia. Tras el segundo y último disparo, el camión se escoró hacia una zanja que había al lado de la carretera y volcó. Fong sonrió satisfecho.

Los soldados de infantería estaban lo suficientemente cerca como para que Fong pudiese escuchar sus gritos. Algunas balas de poco calibre levantaban nubes de polvo y rebotaban en las rocas que había en la ladera de la colina, tanto por encima como por debajo de su posición. Calculó que la distancia que les separaba era de unos cuatrocientos cincuenta metros. Miró su reloj y vio que acaban de dar las diez de la mañana. Fong fue consciente de que tenía que moverse deprisa para mantener la distancia entre él y el enemigo.

Plegó el bípode del fusil y lo dejó al lado del agujero. Luego dobló con mucho cuidado la red de camuflaje. Sabía que los soldados de infantería advertirían cualquier movimiento demasiado apresurado. Dan sostuvo el fusil contra el pecho y caminó colina arriba muy despacio entre la maleza, para que no lo localizasen. Una vez llegó al punto más alto, donde ya no se le veía desde el valle, echó a correr con la cabeza agachada.

Cuando había recorrido la mitad de la parte trasera de la loma, Dan se detuvo y dejó con cuidado el McMillan al lado de la pequeña zanja que había preparado el día anterior. Presionó el botón del retenedor, sacó el enorme cerrojo del fusil y lo guardó en la funda de la culata. Acto seguido, sacó el SSG del estuche y metió el McMillan en su lugar. Cerró los pasadores y se aseguró de que el sistema de alivio de presión estuviese bien cerrado. Luego, metió el estuche en el agujero. A continuación, para ocultarlo, puso encima un pesado tronco que había dejado preparado el día anterior.

—No te preocupes, cariño, volveré a por ti dentro de unos días. Eres demasiado grande para llevarte conmigo, y además ya no me queda munición de calibre.50. —Cogió el SSG y siguió corriendo colina abajo.

Cuando se volvió a detener, tras subir las tres cuartas partes de la siguiente colina y quedarse sin aliento, se encontraba a unos ochocientos metros de la primera posición de disparo, en la otra posición que había elegido y preparado el día anterior. Allí estaba su mochila y dos cantimploras llenas de agua. Apenas unos momentos después de que se tumbara en el suelo detrás del Scharf Shuetzen Gewehr, los soldados de infantería comenzaron a asomarse por encima de la primera colina.

Dan dejó pasar un minuto para recuperar el aliento y empezó luego a elegir los objetivos más importantes. Aparte de un ligero dolor en el hombro provocado por todos los disparos que había efectuado, se encontraba estupendamente. El primero en caer fue un hombre que hacía gestos de avanzar con el brazo y que se desplomó en el suelo mientras se llevaba la mano al pecho.

—Con este hacen dieciséis; soy un pescador de hombres.

Recargó metódicamente la recámara del rifle con un cartucho suelto para volver a contar con seis cartuchos. Cuando tenía tiempo suficiente, Fong prefería el método de ir disparando y recargando, con lo que siempre tenía a su disposición el cargador entero.

Dan llevaba en la mochila varias cajas de cartón con doscientos cartuchos de munición.308 Winchester de competición Federal para su Steyr. En los morrales de su correaje, llevaba siete cargadores de cinco cartuchos rotatorios cargados con munición de competición de ciento sesenta y ocho granos, destinados al SSG. Normalmente tenía cargados únicamente un par para evitar que se estropearan, pero en esta ocasión tenía siete completamente cargados. También contaba con un cargador de diez cartuchos con balas perforantes. Pese a la mayor capacidad, a Dan no le gustaban los cargadores de diez balas para el Steyr. Había adquirido dos hacía algún tiempo y los había tenido que mandar a la fábrica para cambiarlos debido a problemas mecánicos internos. Además, había escuchado historias parecidas de otros propietarios de SSG, incluido un conocido gurú de las armas, el coronel Jeff Cooper. Si, como parecía, no eran del todo de fiar, lo más razonable era continuar con los de cinco cartuchos, que tenían un diseño más robusto.

Dan divisó en uno de los sombreros una insignia plateada perteneciente a un oficial, y acabó con él.

—Menudo idiota —murmuró Dan—. Mira que llevar una insignia en el campo de batalla, se lo tiene bien empleado. Con este ya son diecisiete.

Eligió a otros dos soldados que hacían gestos a los demás e intentaban coordinar el avance.

—Dieciocho y diecinueve. —Dan metió uno de los cargadores rotatorios en el rifle.

Los soldados de infantería se detuvieron, dieron la vuelta y echaron a correr montaña arriba. En la huida, a uno de ellos se le cayó el fusil. Dan abatió a uno de los soldados que se había quedado rezagado durante la retirada y que iba cargado con una ametralladora. El hombre cayó rodando por el suelo mientras se desangraba. Fong volvió a dispararle, esta vez en la cabeza, y le evitó así más sufrimientos.

—Ya son veinte.

Cuando calculó por los sonidos que oía que los soldados no volverían a avanzar en un rato, Dan recargó todos los cargadores con las cajas que llevaba en la mochila. A continuación, se echó la mochila al hombro, le puso el seguro al rifle y avanzó en silencio quinientos metros en dirección noreste, hasta llegar a un mirador que había entre la maleza que cubría la cima de la redondeada colina. Colocó su pequeña red de camuflaje y tomó posición. Después, pasó los siguientes cinco minutos calculando la distancia a varios puntos que tenía en su línea de disparo. A continuación, pasó unos parches limpiadores por el cañón, mordisqueó una ración de combate y le dio varios tragos a una de sus cantimploras. Las horas fueron pasando. Llevó a cabo una segunda limpieza del rifle y revisó las ópticas.

—¿Cuánto tiempo van a tardar estos tíos en reagruparse de una maldita vez? —susurró en voz baja cuando el sol empezaba a ponerse.

Las tropas enemigas comenzaron otra vez a avanzar, esta vez tomando más precauciones y desde dirección norte. El ángulo desde el que se aproximaban no le era favorable. No entraron en su línea de fuego hasta que estaban solo a cuatrocientos diez metros de distancia.

—Demasiado cerca —se dijo Dan en voz baja.

A través del Trijicon podía observarlos a la perfección. Usaban uniformes de estilo Flecktarn alemán y llevaban alguna variedad del AK-47 con gruesos frenos de boca incorporados. En cuanto unos pocos se pusieron a la vista, empezó a disparar. Vio a muchos derrumbarse entre la maleza, muertos, heridos o quizá simplemente demasiado asustados para ni siquiera moverse. El enemigo devolvía el fuego de forma esporádica. Algunos gastaron un cargador detrás de otro disparando largas ráfagas sobre la ladera de la colina. Eran incapaces de localizar a Dan. Fong modificó el mando de su mira de negro a verde. Estaba lo suficientemente oscuro como para poder ver el color verde apagado de las líneas y puntos de la retícula del Trijicon. Los soldados de infantería incrementaron el ritmo de disparo. Dan pudo escuchar cómo las balas impactaban cerca de su posición.

El enemigo estaba demasiado próximo, ya a menos de trescientos veinte metros. Fong se dio cuenta de que si no se movía rápidamente, ya no podría maniobrar. Recargó su SSG, esta vez con el único cargador de diez balas que tenía, cogió la mochila y se puso de pie. Una bala lo alcanzó cuando iba a empezar a correr y lo derribó contra el suelo. Le había atravesado la nalga derecha e impactado contra la pelvis. Dan pudo ver a través de la herida que había hecho la bala al salir, un poco más abajo de su cinturón, cómo sobresalía un trozo del hueso de la cadera. Mientras se retorcía conmocionado aún por el disparo, otra bala le atravesó la barriga e hizo que parte de sus intestinos se le salieran del cuerpo y se deslizaran hasta el suelo.

—Maldita sea —exclamó.

Respiró profundamente unas cuantas veces y consiguió recuperar en parte la compostura, luego giró hasta quedarse tumbado bocabajo y recuperó el rifle. Con gran esfuerzo, Fong abrió los pasadores de la mochila Alice y movió la parte superior del cuerpo hasta que la mochila quedó libre en el suelo. Luego, retrocedió ligeramente, se colocó detrás de la mochila y apoyó sobre ella la caña del SSG. Fong echó la vista hacia abajo y vio horrorizado sus intestinos y la herida que tenía en la cadera, de la que estaba empezando a brotar sangre de color rojo muy vivo. Fong estiró la mano hasta el morral de primeros auxilios de su correaje y sacó venda Carlisle. Rasgó la capa de plástico y la colocó sobre la herida de la salida de la bala que tenía debajo del cinturón. Por extraño que parezca, la herida que le recorría la tripa apenas sangraba. Tenía las manos cubiertas de sangre, el rifle se le escurría. Las balas seguían impactando entre las piedras que había a su alrededor. Tres de ellas alcanzaron la mochila que había debajo del rifle, una detrás de la otra.

Dos secciones de soldados continuaron avanzando mientras seguían disparando sin tregua contra la cada vez más densa oscuridad. Atravesaban ahora una zona en la que apenas había maleza o rocas para ocultarse. Dan eligió dos figuras que hacían gestos con los brazos para que sus compañeros avanzaran. Quizá se tratara de los líderes de sus escuadrones. Les disparó una vez a cada uno, alcanzándoles en el pecho. A continuación, abrió fuego contra los dos soldados que iban en cabeza y que estaban a menos de ciento ochenta metros colina abajo.

—Con estos cuatro hacen veinticuatro. —Su siguiente objetivo fue un hombre que movía los brazos y daba órdenes, debía de tratarse de un suboficial. El soldado cayó a tierra tras ser alcanzado en la parte inferior del abdomen, luego se puso a gritar algo en alemán—. Ya van veinticinco.

La sección que capitaneaba la marcha perdió toda convicción, dio media vuelta y emprendió una retirada completamente descontrolada colina abajo. A algunos se les oía gritar: «Ruckzug!». Dan supuso que querría decir «retirada» en alemán. La segunda sección siguió inmediatamente sus pasos. Dejaron de producirse más disparos.

Mientras salían corriendo, Dan abatió a tres por la espalda. Los supervivientes de las dos secciones desaparecieron entre los árboles que había más abajo antes de que tuviera la oportunidad de hacer ningún disparo más.

—Eso hacen tres más: veintiocho —dijo jadeando entrecortadamente.

El suboficial dejó de dar gritos desde el suelo. Después del tiroteo, un silencio extraño se adueñó de la noche.

Fong giró hacia un lado y recargó el SSG con el último de los cargadores de cinco cartuchos Steyr que tenía completo. Se preguntó cómo sería capaz de recargar los cargadores vacíos con las manos así de húmedas y pegajosas. Dan miró hacia abajo y vio los intestinos sobre el suelo, junto al polvo y a las ramitas.

—Menudo desastre —dijo meneando la cabeza—, un disparo en las tripas. Dame fuerza, Dios mío.

La hemorragia de la herida de la cadera había disminuido. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la bala había alcanzado una pequeña arteria. Había mucha sangre, pero la arteria femoral se había salvado del impacto. Llegó a la conclusión de que si la hubiera alcanzado, ahora mismo estaría muerto.

Fong miró a través de la mira a la hilera de árboles que había abajo, en busca de más objetivos. Ahora ninguno de los soldados se atrevía a asomarse. De la herida en la cadera seguía saliendo sangre a borbotones parcialmente coagulada. Dan volvió a colocar la venda. Sin poder contar con el apoyo de la parte inferior del abdomen, el diafragma de Fong sufrió varios espasmos. De pronto le entró un ataque de hipo. Meneó la cabeza y se rió en voz alta.

—¿Tu papá estuvo en la segunda guerra civil? —dijo en falsete imitando la voz de un niño—. Sí, se murió de hipo.

Dan se pasó otro minuto observando los árboles que había más abajo con la esperanza de ver algún otro posible objetivo. Los espasmos seguían castigando su diafragma. Las manos empezaron a temblarle de forma incontrolada. Una prolongada convulsión le recorrió el cuerpo. Se dio la vuelta, se puso de espaldas y cogió el SSG con las dos manos.

—La fiesta ha terminado —murmuró en voz baja.

A Fong le fallaron las fuerzas y comenzó a articular un discurso muy próximo al delirio.

—No ha estado mal esta vida… la ratio no ha estado mal. Veintiocho a uno. Les he hecho pagar lo de Potlatch… Espero haber hecho lo correcto, Señor… —Perdió la conciencia durante un minuto, luego volvió en sí y se puso a cantar en voz baja—. Espero que lo tengas todo arreglado, espero que estés listo para morir, parece que se avecina tormenta, y que todo el mundo se toma la justicia por su mano…

Tras un momento de silencio, Dan pronunció sus últimas palabras.

—Dios bendiga a la república, muerte al nuevo orden mundial. Venceremos. Libertad… —Mientras perdía el conocimiento, esbozó una amplia sonrisa.

Cuando comenzó a hacerse de día, el enemigo prosiguió su avance. Algunas de las tropas se mostraban reacias a adelantar su posición. Se quejaban de que aquello era un suicidio, de que los enemigos los superaban en número. Fueron necesarios varios gritos, órdenes y amenazas por parte de un sargento mayor de la Wehrmacht para que avanzaran de nuevo. Los que iniciaban la marcha se encontraron el cadáver de Fong una hora más tarde.

Siguiendo a las secciones de soldados de las Naciones Unidas, un comandante de infantería alemán subió caminando hasta lo alto de la colina. Una vez allí, se pasó quince minutos examinando toda la zona. Cuando terminó, volvió hasta donde estaba el cuerpo de Fong y se sentó sobre una roca que había un poco más arriba. Un cabo llegó al trote y sin darse tiempo para recuperar el aliento comenzó su informe.

—Herr Major, der Heckenschuetzen…

El comandante extendió la palma de la mano y le corrigió.

—Hablamos inglés, siempre inglés. Ahora, comience de nuevo.

El cabo frunció el ceño y empezó otra vez a hablar, con voz entrecortada.

—Señor, los hombres de la resistencia se han marchado. No hemos podido encontrar más cuerpos. Los demás deben de haber escapado y haberse llevado consigo a los heridos.

El comandante dijo que no la cabeza. Tenía muy claro lo que había pasado.

—¿Cómo que los demás? —le preguntó al cabo—. No había ninguna otra posición de combate, ni manchas de sangre, ni casquillos de ningún tipo, aparte de los de nuestro Kalashnikov. Esos americanos no tienen rifles que usen nuestros cartuchos de 5,45 mm, y esos son los únicos casquillos que he visto por aquí, y a centenares. En cuanto a cadáveres… solo hemos encontrado a este oriental. Quizá había otro hombre que llevaba un fusil de mayor calibre y que ha conseguido escapar. Con ese fusil es con el que nos dispararon desde la otra colina.

El cabo se quedó atónito mirándolo.

—Pero, señor, contando este valle y el de más abajo hemos sufrido cuarenta y seis… ¿Cómo lo dicen aquí…? Bajas, cuarenta y seis bajas, entre heridos y muertos. Todo el mundo coincide en que en estas colinas debía de haber una unidad por lo menos del tamaño de una compañía. Tiene que ser así.

El comandante dijo otra vez que no con la cabeza. Durante un instante, se quedó mirando con gravedad el destripado cuerpo.

—Este hombre era un auténtico guerrero —dijo con respeto.

El cabo se agachó para examinar el cuerpo de Fong, que ya estaba parcialmente rígido a causa del rigor mortis. Tuvo que hacer mucha fuerza para conseguir arrancarle el rifle de las manos frías y sin vida.