«Mantened la posición. No disparéis a no ser que os disparen. Pero si quieren guerra, ¡qué empiece aquí!»
Capitán John Parker, Compañía Lexington Minute
(19 de abril de 1775)
Justo después de la reunión matinal, Mike Nelson e Ian fueron a reconocer el terreno donde iría la nueva base de operaciones. Exploraron un pequeño valle a unos seis kilómetros hacia el este que Mike había seleccionado cuatro meses antes. Ian dijo que la pradera en el centro del valle podía servir como pista de aterrizaje. Recorrieron el prado de punta a punta varias veces en busca de obstáculos que pudieran suponer una obstrucción para el tren de aterrizaje de las avionetas. No encontraron ninguno. La pareja volvió al refugio, almorzó apresuradamente y salió a dar un vuelo de prueba en el Laron de Ian. Llegaron al valle en cuestión de minutos. Ambos deseaban ver qué aspecto tenía la zona desde el aire. Ian hizo un aterrizaje de prueba en la pradera. Antes de volver a despegar, Mike dejó su HK91 enrollado en un poncho junto con el correaje en una espesa arboleda justo al lado del límite este de la pradera. Este fue el inicio de lo que pronto se convirtió en una pequeña pila de material. El sitio pronto sería conocido como el Puesto de Mando Táctico de la Milicia, o PM-TAC.
—Creo que deberíamos llamar a este sitio Valle de la Forja —dijo Nelson en el camino de vuelta a la avioneta.
El resto de las dos compañías pasó el día entre febriles preparativos. La primera tarea del día para todos los miembros de ambos refugios consistía en volver a preparar sus mochilas de emergencia. Lon Porter, Mike Nelson y los Doyle pasaron los dos días siguientes instalando los cinco M16 en el Laron de Ian, y el M60 en el de Blanca. Montar las armas en los estrechos morros de las avionetas era a todas luces imposible, y hacer lo propio en las frágiles alas parecía una tarea extremadamente complicada. La solución consistió en retirar las cubiertas de la cabina de ambos aviones y montar las armas en la zona del asiento frontal, con la boca de los cañones asomando por el frente de la cabina. Construyeron un estrecho tambor metálico para sostener el cinturón de munición del M60. Si se unían varios cinturones y se cargaban en el tambor, este era capaz de acomodar hasta mil sesenta balas.
El mecanismo de disparo del M60 se hizo a partir de un cable de bicicleta y la palanca de cambio de las diez marchas de Mary. La bici estaba inutilizable; con el tiempo las ruedas se habían podrido y no había recambios disponibles. El mecanismo de los M16 constaba de cinco bielas independientes unidas en un eje común. Este, a su vez, iba unido mediante un «brazo viajero» a una palanca de disparo montada en el frente del reposabrazos izquierdo del asiento trasero. Lon construyó este mecanismo en menos de tres horas; para ello usó chatarra y partes del cuadro de la bicicleta de Mary. Las mirillas eran también de fabricación casera, hechas a partir de secciones de quince centímetros de largo de tuberías de plástico blanco de una pulgada de la marca Schedule 40. Los puntos de mira estaban hechos de alambre rígido colocado en el frente de cada mirilla. Estos tubos estaban unidos a los soportes de las armas usando tornillos y arandelas Fender. Las arandelas se apilaban gradualmente hasta que el punto de mira de las mirillas coincidía con la vista del eje de puntería de las armas. Para confirmar su puntería hicieron pruebas de tiro.
Lon completó los soportes con la fabricación de unos receptores para los casquillos de bala hechos de chapa de metal. El metal provenía del panel frontal del lavaplatos eléctrico de Kevin Lendel, en desuso desde hacía tiempo, y de las matrículas que habían retirado de diversos coches y camionetas en el refugio. Los receptores servirían para guardar los casquillos y las cadenas de munición para recargar y prevenir cualquier posible daño que pudieran causar a las avionetas, así como evitar que se colaran en las entrañas de las mismas.
Como los Laron tenían controles duales era posible pilotarlos desde el asiento trasero. Sin embargo, esto requería el reposicionamiento de los aceleradores. Desde el asiento trasero los controles de inicio quedaban lejos, pues no tenían un equivalente para la parte de atrás y además la visibilidad no era tan buena como desde la parte frontal. Los instrumentos de navegación también quedaban fuera de vista, especialmente en el Laron verde, pues este es el que llevaba la enorme M16. Sin embargo, Doyle confiaba en que los siguientes vuelos fueran una cuestión de práctica e intuición. Puesto que habían retirado la cubierta de las cabinas, la corriente del aire sería tremenda cuando volaran a máxima potencia, pero soportable en los vuelos lentos. Para compensar la falta de cabina, los Gray proporcionaron a los Doyle unas gafas contra el sol, el viento y el polvo salidas de los excedentes del ejército.
Los soportes de las armas eran una obra de arte de la improvisación. El de la M16 iba atornillado directamente en la extensión de los tubos receptores del rifle. Para ahorrar espacio tuvieron que retirar las culatas de las pistolas y los rifles. La retirada de las culatas dejaba disponible el agujero de los tornillos de la parte trasera de cada extensión del receptor. Para estos agujeros taladraron una plancha de veinte centímetros de grosor y cinco de ancho. La falta de empuñadura significaba que no había con qué mantener en su sitio los muelles del selector de disparo y de los fijadores. En vez de fabricar algo especial para tal propósito se optó por fijar con cinta aislante los selectores en la posición de «ráfaga».
El punto de anclaje frontal de cada M16 era el orificio del pasador de pivote. Retiraron los pivotes junto con sus fijadores y sus muelles y en su lugar instalaron tornillos de carruaje grandes. Estos dividían en dos un pedazo de metal tubular que a su vez iba unido al armazón principal. Una vez ensamblado, el soporte entero podía retirarse para dejar intactas las armas con solo desatornillar cuatro tornillos. Esto, como predijo Lon, simplificaría la limpieza de las armas. Los recipientes para los casquillos iban ensamblados y montados por separado. En caso de que fuera necesario también se podían retirar sin esfuerzo. Además tenían portezuelas abatibles en la parte inferior, lo que permitía vaciar los casquillos de bala en un saco. Para proveer de mejor ventilación a los cinco M16 retiraron los guardamanos.
A última hora, Lon instaló cámaras Video 8 en cada avioneta; para ello usó tornillos de un cuarto y veinte. Las cámaras eran de los Gray y de Kevin Lendel, que fue el encargado de la instalación.
—La única forma de contrarrestar la propaganda de los federales es con la verdad, y ¿qué mejor verdad que mostrar emocionantes tomas de vídeo sacadas de la cámara de un arma de fuego? —explicaba Kevin.
Para las pruebas de tiro, dispararon con los M16 en modo semiautomático. Para ahorrar munición dispararon el M60 en breves ráfagas. Para las operaciones, usarían los M16 en el modo de ráfaga.
—El M16A2 posee un selector de tres posiciones, igual que los viejos Al —explicó Doyle a los asistentes a las pruebas de tiro—, pero la tercera posición es para las ráfagas de tres tiros en vez del tradicional disparo automático. En vez de enseñar a sus tropas la disciplina de tiro apropiada, los militares decidieron acabar con la costumbre de disparar sin mirar aplicando cambios mecánicos en el rifle. El mecanismo selector del A2 tiene un pequeño trinquete que cuenta hasta tres y detiene la ráfaga. Para seguir disparando has de soltar el gatillo y volver a apretarlo. Es una tecnología bastante ingeniosa, pero habla mal del calibre de los voluntarios de las fuerzas de tierra, mar y aire. Para empezar, en mi opinión resulta triste que necesitaran echar mano de la tecnología para controlar el número de balas de las ráfagas. Este asunto debería haberse resuelto con adiestramiento. —Sacudió la cabeza en un gesto de decepción y continuó hablando—. Sin embargo, usaremos la opción ráfaga, así podremos disparar diez ráfagas de tres disparos de los cargadores de treinta balas que vamos a usar. Tenemos cinco armas, así que eso hace quince balas por ráfaga. Suficiente, ¿no?
—¿No esperarás que los M16 sirvan para parar tanques y TBP, no? —preguntó Lon a Doyle, que negó con la cabeza y contestó:
—No, los M16 y el M60 son para uso antipersona, y puede que para vehículos sin blindaje. Tendremos que pensar en algo para frenar los tanques y los TBP.
Doug Carlton sonrió y dijo:
—No te preocupes por eso, Ian. Tenemos un suministro más que suficiente de granadas de termita y cócteles molotov para eso. Los fabricamos hará un año y medio.
Los Doyle pasaron tres días enteros transportando suministros hasta el Valle de la Forja en los dos Star Streaks. Fueron necesarios veinticinco vuelos de ida y vuelta. Tras aterrizar en la pradera en el primer vuelo, Ian y Blanca desmontaron las armas de los aviones para hacer espacio para la carga. En los siguientes vuelos transportaron combustible y aceite, en total catorce bidones de dieciocho litros de Premium sin plomo y una caja de aceite de motor de peso 40. Después era el turno de la munición. Llevaron todos los cinturones del M60 y más de la mitad de las reservas del calibre.308 y.223 que había disponibles en ambos refugios. Esto hacía un total de veinticuatro mil balas. En los últimos viajes transportaron comida, tiendas, sacos de dormir y equipo para el tiempo frío. Tras esto, volvieron a retirar las cubiertas de la cabina y a instalar y recargar las armas.
Al mismo tiempo que los vuelos de transporte se sucedían, enormes cantidades de equipo viajaron al Valle de la Forja en palés, carros de jardinería y en las resistentes bicicletas de montaña de los Porter. Las bicis resultaron ser especialmente útiles, pues eran mejores que los carros de jardinería a la hora de sortear los obstáculos del terreno y además podían llevar prácticamente la misma carga. La mayor cantidad iba colgada a ambos lados del centro del cuadro de las bicis y en las cestas. Era imposible montar en las bicis cuando iban tan cargadas, pero bastaba con andar junto a ellas. En cada viaje eran capaces de transportar noventa kilos o más.
Con todo, fueron necesarios más de cincuenta viajes de ida y vuelta para trasladar los suministros hasta el Valle de la Forja. Los milicianos fueron lo suficientemente cuidadosos como para seguir diversas rutas a fin de evitar dejar tras de sí un rastro reconocible. Tras varios viajes, Mary le comentó a Margie que lo prudente hubiera sido dejar un alijo con varios meses de anticipación.
—Imagina lo que podría haber pasado si no hubiéramos recibido un aviso con varios días de antelación. ¡Seríamos hombres muertos! ¿Y qué habría pasado si hubiéramos tenido que salir de ahí zumbando en medio del invierno, con o sin aviso? No habríamos tenido forma de trasladar toda esta carga en unos pocos días. Tendríamos que haber preposicionado la mitad de nuestra comida, combustible y munición en un alijo fuera del refugio hace mucho tiempo.
Los montones de suministros iban creciendo bajo los árboles del Valle de la Forja; cubrieron cada uno con redes de camuflaje. Por suerte, los Gray y otros miembros del grupo habían sido previsores y habían comprado docenas de contenedores impermeables antes del colapso. Los contenedores eran esenciales a la hora de guardar al aire libre armas, munición, comida y equipo de campo. La munición iba guardada en contenedores de los excedentes del ejército, principalmente del calibre.30 y.50. La mayor parte de la ropa y el equipo de campo iba guardado en bolsas Bill's y en Paragon Portage Packs, que eran bolsas de goma impermeables que se usaban para hacer rafting. Todd y Mary las habían comprado antes del colapso en Northwest River Supplies, en Moscow. Algunos de los objetos más pesados iban guardados en bidones plásticos de almacenamiento de color verde bosque marca Rubbermaid.
Las cajas rígidas e impermeables York Pack de los Nelson y los Trasel eran las más preciadas para las tareas de transporte y almacenaje. Eran aproximadamente del mismo tamaño que los contenedores Rubbermaid pero totalmente impermeables y además contaban con correas de transporte desmontables. Eran perfectas para llevar el equipo al nuevo campo de operaciones con la certeza de que estarían protegidas de los elementos. Todos los que vieron los York Packs desearon poseer unos cuantos. Las armas iban almacenadas o bien en maletines Pelican o en estuches blandos Gun Boat, ambos impermeables.
Las tiendas de campaña de perfil bajo de dos plazas que estaban esparcidas entre los árboles proporcionarían espacio suficiente para todos. Todas las tiendas estaban cubiertas, parcial o totalmente, por redes de camuflaje colgantes. Casi todas eran o bien del modelo Moss Stardome II o del Little Dipper. Años antes del colapso, Moss era conocido como el mejor fabricante del país de tiendas de campaña de calidad de expedición y para cuatro estaciones. Por desgracia, los colores estándar de las tiendas Moss eran el rojo y el marrón claro. En 1995, sin embargo, a petición de un distribuidor, empezaron a fabricarlas en colores personalizados. La compañía hizo una serie de tirada limitada en la que usó material marrón oscuro en vez de rojo y con sobretecho de color verde bosque en vez de marrón claro. El grupo de Todd adquirió las que provenían de una de esas remesas. Eran tan superiores a las que ya tenían que todos compraron las Moss Stardome II y las Little Dippers, y guardaron las viejas como repuesto.
Las cabras y las ovejas del refugio también viajaron al Valle de la Forja. La cabra más mayor, el macho, la oveja y el carnero fueron amarrados individualmente junto al arroyo. El resto del rebaño se quedó junto a ellos.
A las pocas horas de que empezaran a circular los rumores de la venida de los federales, las docenas de pequeñas milicias de la región se activaron. En solo dos días, nueve de las milicias recibieron una enorme cantidad de comida y equipo de manos de la Milicia del Noroeste. Todo esto se entregó como un «préstamo a largo plazo» sin la firme esperanza de recuperarlo alguna vez. Contando con las entregas anteriores, y siguiendo las cuentas de Todd, habían prestado veintiún pistolas con sus respectivos kits de limpieza, 118.500 cartuchos de munición, más de cien cargadores de diversos tipos y capacidades, doce minas Claymore de fabricación casera, cuarenta y seis granadas de mano improvisadas, ciento cincuenta y siete cócteles Molotov, once kits de primeros auxilios, tres mochilas, doce morrales, cuatro sacos de dormir, ocho ponchos, seis carpas de primeros auxilios y veintitrés juegos de correaje. La yegua de Mike Morgan fue entregada a un miembro de los Irregulares de las Marcas Azules de Bovill, pues operaban principalmente a caballo y estaban necesitados de dos animales.
Mike llegó a la conclusión de que ellos harían un mejor uso del caballo del que podría llegar a hacer él. Las milicias locales (o «maquis», como se hacían llamar algunas de ellas) recibieron, junto al apoyo logística, información detallada y plenamente actualizada sobre los distintos puntos de reunión. Las órdenes eran atacar a cualquier posible objetivo de las Naciones Unidas o de los federales que quedara dentro de su radio de acción. Debían mantener las transmisiones de radio bajo mínimos, o mejor incluso, apagar completamente todos los transmisores. Como siempre, todo esto debía aprenderse de memoria, así si los federales capturaban o mataban a alguien no podrían obtener ni el más mínimo rastro de información de inteligencia.
Seis días después del aviso inicial, Terry oyó en la banda ciudadana que los federales habían llegado a Moscow. Aquel mismo día instalaron en los POE de cada refugio parte del material más pesado y difícil de transportar, como el deshidratador, los paneles fotovoltaicos, las baterías de ciclo profundo, las herramientas agrícolas, el torno de Lon y la bicicleta-generador. También almacenaron allí parte de los recuerdos personales de los Gray, como los álbumes de fotos. Todo este material estaba firmemente empaquetado y llegaba hasta el techo de los POE. A continuación, impermeabilizaron cuidadosamente con Visqueen los POE y enterraron sus entradas y las ventanillas para las armas. Finalmente, camuflaron la tierra fresca con hierba sacada a más de cien m de distancia de cada bunker. Tras este proceso, los POE quedaron convertidos en alijos gigantes.
Conscientes de que su casa y su propiedad serían con toda probabilidad el blanco de la ira de los federales, el tractor de los Gray fue trasladado al granero de los Andersen, donde estaría seguro. Abastecieron de combustible los demás coches, excepto el VW de Mary, y los dispersaron por los caminos forestales a varios kilómetros de distancia de los refugios. Antes, los vaciaron de todo contenido aparte de unas cuantas garrafas de gasolina. Mike recordó a todo el mundo que debían usar el POE de campo para esconder las llaves: las depositarían frente a la rueda delantera izquierda y después pisarían el pedal ligeramente para que la rueda rodara y enterrara así la llave. De esta manera, en caso de necesidad, cualquier miembro de la Milicia del Noroeste sabría dónde encontrarla inmediatamente.
Antes de la evacuación final, Todd le pidió a Lon, a Mike y a Lisa que se quedaran en su casa para ayudarle con los preparativos de última hora. El resto marcharon rumbo al Valle de la Forja cargados con sus mochilas. Shona acompañó a este grupo. La perra había salido en numerosas ocasiones con las patrullas de seguridad, por lo que estaba entrenada para quedarse cerca y permanecer callada. Los Doyle volaron en sus aviones hasta el Valle de la Forja con los últimos cargamentos. Estos incluían los teléfonos de campaña TA-1, una sierra carnicera, camales, palanganas, cacharros de cocina y cubertería. Muchos de estos objetos habían sido ignorados hasta ese momento. Una vez allí, Ian y Blanca desmontaron las alas y los timones de los aviones y arrastraron los fuselajes entre los árboles, donde los ocultaron bajo redes de camuflaje.
Las últimas tareas en casa de los Gray ocuparon un día entero. Una vez hechas, Todd se detuvo para dar a cada uno de sus ayudantes un abrazo y leer en voz alta el salmo 91. A lo lejos podían oír el estruendo de las balas de mortero.
—Por cómo suena diría que están bien lejos al oeste, más allá de Bovill —dijo Mike—. En Troya, quizá.
Todd le agarró la mano y la estrechó con fuerza.
—Buena suerte, Mike. Si todo sucede tal y como he planeado deberíamos de vernos en el Valle de la Forja dentro de entre dos y cuatro días. Si al llegar allí compruebo que habéis salido pitando, imaginaré que os dirigís al punto de reunión azul, debajo de la montaña de Mica. Y si tampoco estáis allí, iré al zulo que hay en el punto de encuentro verde a buscaros a vosotros o a cualquier mensaje que hayáis dejado.
Todd miró a Nelson a los ojos y le imploró:
—En el improbable caso de que no salga de esta, prométeme que ayudarás a cuidar a Mary y a mi pequeño.
—Tienes mi solemne palabra, jefe —contestó Mike—. Me aseguraré de que permanezcan sanos y salvos. Si no consigues volver, yo cuidaré de ellos.
Mike, Rose y Lisa se dieron la vuelta y pusieron rumbo este, en formación de columna de marcha.
Todd se echó la mochila al hombro y recogió su HK. Antes de partir rumbo al punto de la línea de cresta que había seleccionado y preparado, a unos seiscientos ochenta metros hacia el sudoeste, se detuvo, dio una vuelta sobre sí mismo para ver la granja y dijo en voz alta:
—Tener que perder todo esto. Es una auténtica vergüenza.
Roger Dunlap llevó a cabo su empeño de permanecer todos en el refugio de los templarios. Pese a las ruidosas protestas de algunos miembros del grupo, Dunlap decidió que era más probable que los federales siguieran hacia el norte desde Moscow y pasaran Troya y Bovill de largo. Desde el punto de vista de Dunlap no había manera de evacuar incluso aunque quisieran. Ni los coches ni los camiones funcionaban. Tenían varios caballos, pero algunos de los miembros del grupo no se encontraban en condiciones de andar ni de montar. Tres guardaban cama afectados por una gripe estomacal especialmente virulenta. Otra estaba embarazada y hacía una semana que había salido de cuentas.
Cuando oyeron los primeros rumores sobre los federales en Grangeville, Dunlap dio órdenes de cavar trincheras en tres de los cuatro lados del rancho. Y en el momento en que las tropas ocuparon Lewiston, acordaron dejar un alijo con suministros un kilómetro y medio al sur de la casa. Con la llegada de los federales a Moscow, los templarios enviaron a una joven pareja del grupo, Tony y Teesah Washington, a cuidar del alijo. Todos accedieron a quedarse, con el convencimiento, o la esperanza, de que los federales pasarían de largo. Confiaban en pasar desapercibidos el tiempo suficiente como para que los enfermos se recuperaran y la futura madre diera a luz.
Un explorador montado en motocicleta llegó zumbando por la carretera alrededor de las dos de la tarde. Redujo su velocidad cuando pasó frente al portón de los Dunlap y luego volvió a acelerar. El vigilante del portón de los templarios, escondido en un POE cerca de la carretera, envió por radio un mensaje. Todo aquel que estuviera disponible se dirigió a su puesto designado en las trincheras. Los enfermos, los viejos y los niños permanecieron en la casa. Se quedaron esperando.
Justo después de las cuatro de la tarde oyeron las maniobras de muchos vehículos en la carretera, y en los caminos forestales hacia el sur y el oeste. No estaban en el campo de visión de la casa o del guardián del portón. Entonces, el sonido de los motores se detuvo. Wes, el guardavías retirado, fue correteando por la línea conectora de las trincheras hasta Dunlap. Lo señaló con el dedo índice y le dijo:
—Eres un estúpido, Roger. Te dije que teníamos que haber construido uno o dos travois al estilo indio. Podríamos haber llevado a todos al alijo hace dos días.
Dunlap se quedó de pronto sin palabras. Se quedó mirando a Wes y finalmente dijo:
—Lo siento.
Tras unos instantes oyeron el característico sonido de los disparos de mortero lejos en la arboleda.
—Te lo dije —dijo Wes con amargura. Luego se encogió instintivamente junto a los demás en el fondo de la trinchera.
Pasó un rato hasta que los primeros disparos de mortero empezaron a caer. Debido a la elevada trayectoria parabólica, pasaban veinte segundos desde el momento en que salían disparados hasta que aterrizaban. Los templarios tenían la sensación de que ese espacio de tiempo duraba una eternidad.
Los primeros disparos cayeron en el lado norte de la casa. Los proyectiles de 88 mm impactaban provocando un gran estruendo y levantaban enormes nubes de polvo. Todos estaban en modo «explosión rápida», por lo que estallaban inmediatamente después de impactar. Tan solo por unos pocos metros no acertaron en las trincheras que había al norte de la casa.
En una colina a seiscientos cincuenta metros hacia el sur, un joven sargento de quinta categoría llamado Valentine, perteneciente a un equipo de fuego de apoyo, transmitía órdenes a través una vieja y machacada radio de campo PRC-77 mientras observaba a través de unos prismáticos baratos de marca Simmons.
—Disminuye cien —ordenó con tono acostumbrado.
—Disparamos, corto —respondió la voz en la radio.
—Disparad, corto —contestó lacónicamente Valentine.
Hubo una pausa, tras la cual se produjo la segunda descarga. Los proyectiles cayeron a una distancia de entre unos seis y veinte metros de las trincheras de la parte sur de la casa.
Los hombres y las mujeres de Dunlap se cubrieron las cabezas y se agacharon tanto como pudieron en las trincheras. Una lluvia de rocas y barro les cayó encima. Algunos empezaron a gritar.
El sargento Valentine observó el impacto de los proyectiles y accionó el micrófono:
—Añade cincuenta. Abrid fuego con efecto.
En la siguiente descarga, durante un minuto entero, obuses y obuses cayeron dentro y alrededor del rancho.
Valentine evaluó los impactos y de nuevo accionó el micrófono.
—Y… repetid —dijo sin dejar de mirar a través de los prismáticos.
Dio comienzo otra descarga de un minuto. Se inició un incendio en la casa. Al poco tiempo, el granero también estaba ardiendo. Algunos de los obuses cayeron directamente en las trincheras.
El joven suboficial volvió a transmitir un lacónico «repetid».
La pared sur de la casa se derrumbó. Tanto la vivienda como el granero eran engullidos por las llamas.
Los morteros dejaron de sonar y los últimos proyectiles cayeron con un silbido. El sargento Valentine tomó el transmisor y dijo:
—Alto el fuego. Dile a tu sección que han hecho un gran trabajo. Bien hecho, chicos.
Entonces, echó mano de su mochila tipo Alice y sacó un tubo plateado con una etiqueta de papel blanca. Tenía una pulgada y media de diámetro y treinta centímetros de largo. Sacó el tapón de metal y lo colocó en el otro extremo del tubo. A continuación, apartó la cara y lo clavó en el suelo. Un cohete de señalización salió disparado con un sonido seseante. Un momento después una estrella verde estalló en el cielo. En la distancia, desde el bosque, respondieron dos silbatos.
Dos supervivientes se arrastraron fuera de las trincheras y corrieron. Solo uno de ellos conservaba con él su rifle.
La compañía Alfa del Batallón de Infantería número 519 empezó a moverse hacia el objetivo. Las secciones se desplegaron en fila y empezaron su barrido. La huida de los dos supervivientes se vio interrumpida por tres ráfagas de un arma automática M249.
Cuando las tropas estaban en las áreas abiertas al sur de los humeantes restos del rancho, Ted Wallach asomó la cabeza fuera de la trinchera y abrió fuego con su rifle MIA. Acertó a dos soldados de infantería de la primera sección que estaban a una distancia de ciento ochenta metros. Poco después, Wallach recibió a su vez un disparo en la cabeza proveniente del fuego de respuesta.
Tras peinar la zona del objetivo y acribillar el fondo de las trincheras con ráfagas de fuego automático, las escuadras plantaron un perímetro defensivo. Las armas que recuperaron de las trincheras fueron colocadas en el camino de acceso al refugio. A su lado estaban los cuerpos de los dos soldados que habían muerto, metidos en sendas bolsas para cadáveres. Una segunda inspección reveló el POE. Limpiaron el bunker con tres granadas disparadas por un M203. La tercera entró por la puerta y mató al único centinela presente. Los cuerpos de los templarios que habían perecido fuera de la casa se dejaron allí.
El capitán Brian Tompkins, comandante de la compañía Alfa, tenía aspecto cansado. Se sentó en el fango junto al excusado exterior, la única estructura que había quedado en pie del refugio templario, y consultó su mapa. Garabateó una nota en un pequeño cuaderno, extendió sobre el mapa un plástico protector y garabateó otra nota. Entonces llamó con el dedo índice a su operador de radio. El operador se levantó inmediatamente. Guiado por la costumbre, le pasó a Tompkins el manoseado cuaderno de notas de Instrucciones Operativas de Comunicaciones Electrónicas (IOCE) que colgaba de un cordel que rodeaba su cuello bajo su UCE. El IOCE no había sufrido ningún cambio en casi seis meses. Brian Tompkins hojeó el IOCE y pasó por alto las frecuencias y claves. El IOCE llevaba tanto tiempo sin cambiar que había acabado aprendiéndoselo de memoria. Fue hasta la sección de código TAC, buscó la clave de tres letras para la recogida administrativa e hizo otra anotación rápida en su cuaderno de notas. Entonces, alcanzó el tubo auricular y transmitió un breve informe:
—Kilo Uno Siete, Bravo Cinco Nueve al habla, corto.
El operador al cargo de la radio del batallón respondió:
—Bravo Cinco Nueve, al habla Kilo Uno Siete. Adelante.
Tompkins dijo entonces lentamente y con claridad:
—Prepárese para copiar… Objetivo «Roble» tomado. La estimación es de diecinueve enemigos muertos en combate, cero prisioneros. Dos aliados muertos en combate. Informe S-1 a continuación. Enviad Hotel Yankee Mike a coordenadas Golf Oscar Cinco Nueve Ocho Tres Dos Cinco Uno Uno. Repito, coordenadas Golf Oscar Cinco Nueve Ocho Tres Dos Cinco Uno Uno para la recogida administrativa de veinticuatro armas aprehendidas, tres armas de nuestra propiedad y dos aliados muertos en combate. Ninguna fuente de inteligencia disponible. Continuamos hasta Bivouac punto Crimson. Tiempo estimado de llegada cuatro punto cero.
—Por favor, repita de nuevo a partir de «S-1 a continuación».
Tompkins puso los ojos en blanco mirando al operario de radio, que sonrió y asintió con la cabeza. Tompkins repitió la parte de su informe que se había perdido aún más despacio.
—Repito: enviad Hotel Yankee Mike a coordenadas Golf Oscar Cinco Nueve Ocho Tres Dos Cinco Uno Uno, para la recogida administrativa de veinticuatro armas aprehendidas, tres armas de nuestra propiedad y dos cuerpos de aliados muertos en combate. Ninguna fuente de inteligencia disponible. Continuamos hasta Bivouac punto Crimson. Hora estimada de llegada cuatro punto cero.
—Entendido.
El comandante de la compañía accionó de nuevo el auricular y espetó:
—Bravo Cinco Nueve, cambio y corto.
—Kilo Uno Siete, corto —respondió el operario de radio del batallón.
Tompkins le pasó el auricular a su operario y dijo con desgana:
—¿Sabes? Todo este asunto apesta. ¿Qué leches hacemos aquí afuera en Idaho disparando a más civiles? ¿Cuántas mujeres y niños vamos a tener que matar antes de dar por finalizado esto? ¿Cuántos más de nosotros vamos a morir? Acabamos de perder a dos buenos hombres, ¿y para qué?
El operario de radio no respondió. Se había quedado con la mirada perdida.
Tras unos instantes, el capitán Tompkins hizo con el brazo la señal de «adelante» a sus jefes de escuadra.
Estos, a su vez, transmitieron la orden a los sargentos, y en cuestión de segundos la compañía entera estaba en marcha hacia el este, en formación de aproximación.
—Maldito sea el nuevo orden mundial y la madre que lo parió. Solo le pido a Dios que esto acabe pronto —murmuró para sí Tompkins, conforme las tropas se ponían en marcha.
Todd Gray dedicó la mañana siguiente a la oración meditativa. Pasó gran parte del tiempo leyendo salmos en su Biblia del rey Jaime de bolsillo. No mucho después del mediodía, una compañía mecanizada de infantería se aproximó a sus tierras. Dos exploradores montados en moto pararon frente al portón en la falda de la colina. Uno de ellos disparó al candado con una Uzi. Llevaban uniformes con un esquema de camuflaje moteado que Todd no supo reconocer. Se agacharon tras el granero y uno de ellos sacó un walkie-talkie de su cinturón para transmitir un informe.
Los transportes blindados de personal llegaron unos pocos minutos después. Eran BTR-70 de fabricación rusa que habían formado parte anteriormente del antiguo inventario del Ejército Nacional del Pueblo de Alemania del Este (NVA). Todd pensaba que los soldados alemanes conducirían TBP Marder o Luchs. Entonces se dio cuenta de que estaba viendo un ejército improvisado en Europa al inicio del colapso. Iban equipados con cualquier cosa que hubiera disponible en aquel momento. Los viejos vehículos de ocho ruedas habían sido originalmente pintados por el NVA de color gris verdoso, luego de blanco por las Naciones Unidas, y más recientemente, habían sido pintados de verde oliva para hacerlos más tácticos. A los lados llevaban vistosas marcas de pintura negra que decían «UNPROFOR» y «ONU» en la parte trasera. La última capa de pintura empezaba a pelarse de forma que parte de la pintura blanca que había debajo quedaba visible, principalmente en los puntos altos y en el interior de los huecos para las ruedas.
Casi todos los TBP pararon a intervalos amplios en la carretera del condado. Dos siguieron a través del portón hasta el camino circular de entrada de los Gray. Rápidamente, de cada uno de ellos bajó una escuadra de ocho hombres. Las escuadras registraron el granero y el taller, y después, tímidamente, intentaron registrar la casa. El candado de la valla no supuso un obstáculo serio. Bastó una ráfaga de un HK G36 para destrozarlo. La puerta principal sí que sería más difícil de abrir, así como las pesadas cubiertas metálicas de las ventanas. Todd se rió cuando vio a los soldados intentar echar la puerta abajo de una patada.
—Podéis seguir hasta caer muertos, tíos —susurró para sí.
Las puertas traseras de todos los TBP estacionados en la carretera se abrieron al mismo tiempo y, escuadrón tras escuadrón, los soldados de infantería enfilaron con calma la colina. Vestían una colección variopinta de camuflaje alemán Flecktarn, uniformes de combate del ejército británico modelo Woodland, y la última edición de uniformes de camuflaje de esquema digital del ejército de Estados Unidos. Todd vio que algunos soldados llevaban los rifles y las submetralletas colgados a la espalda. Algunos incluso fumaban. Todd chasqueó la lengua y se dijo a sí mismo:
—Ah, sí, otro día más de saqueos para la Bundeswehr.
Un soldado descolgó un pico de la colección de herramientas que había en el lateral de uno de los TBP y empezó el asalto a la puerta. Incluso desde la distancia, Todd podía oír el ruido del pico y los gritos de maldición.
Mientras una escuadra de soldados atacaba la puerta, el resto empezó a perder la paciencia. Un soldado de caballería regó el molino de viento Winco con largas ráfagas de su metralleta ligera HK-21. Otro reventó las ruedas del VW de Mary con un rifle HK G36 5,56 mm y luego empezó a disparar a los pollos que trataban de ocultarse tras el granero. La menguante bandada dio dos vueltas al granero antes de que el soldado acabara por aburrirse del juego y dejara al resto en paz.
Tras bastantes minutos, los soldados alemanes dejaron el pico. Lo siguiente que intentaron fue abrir la puerta con un RPG-18 desechable de fabricación rusa propulsado por un cohete disparado desde un lanzagranadas. El cohete atravesó la puerta por el centro; tras de sí dejó un agujero limpio de unos seis centímetros de diámetro, pero, para sorpresa de los soldados, la puerta permaneció en pie. Un segundo RPG fue transportado desde el BTR y disparado justo al lado del marco de la puerta. La explosión sacó la puerta de sus bisagras por completo. Los alemanes pasaron los minutos siguientes apagando el pequeño fuego que los RPG habían iniciado en el interior de la casa. Una vez que el humo empezó a aclarar, un flujo continuo de soldados entró en la casa en busca de un buen botín.
Sin dejar de vigilar con los prismáticos Steiner, Todd contó cómo treinta y dos soldados que entraban en la casa. Incluso desde esa distancia distinguió a dos de los hombres por sus gestos como suboficiales sénior u oficiales. Pese a la gran cantidad de aparato logístico que había sido evacuado, la casa seguía lo suficientemente llena como para interesar a los soldados.
Todd esperó hasta que vio al primer soldado salir por la puerta. Entonces, Gray susurró:
—De acuerdo, panda de inútiles, ¿queréis mi casa y todo lo que hay en ella? Muy bien, ¡toda vuestra!
A continuación, apretó un botón en un panel que había frente a él. La casa escupió llamas con un tremendo rugido. Media docena de cartuchos de dinamita escondidos en partes separadas de la casa detonaron simultáneamente. Cada cartucho iba pegado a la junta de un bidón de dieciocho litros de gasolina. Dos de los bidones estaban ocultos en los extremos del ático, uno bajo la cocina, uno bajo la cama abatible y dos en el sótano. La explosión resultante fue tan potente que mandó varias de las cubiertas metálicas de las ventanas volando por los aires a más de diez metros de distancia. El tejado de la casa se partió en dos mitades envueltas en llamas que aterrizaron cada una en un lado de la base. Una enorme bola de fuego ascendió, hinchándose hacia arriba con la forma de una nube de hongo. Se fue volviendo gradualmente negra, luego se puso gris conforme alcanzaba altura. Todd sonrió satisfecho.
Sabía que la mayor parte de la gasolina no estaría completamente vaporizada, por lo que Todd no se esperaba semejante explosión. Todd recordaba de una clase de química en la universidad que tres litros de gasolina tienen aproximadamente la misma potencia que catorce cartuchos de dinamita bajo condiciones óptimas. Como mucho, esperaba un rendimiento del uno por ciento de toda la fuerza explosiva de los ciento ocho litros de gasolina. Sabía que la mayor parte de la gasolina se limitaría a arder y que solo una fracción actuaría como explosivo real. El resultado, sin embargo, era muchísimo mejor de lo esperado.
Una docena de soldados que había estado holgazaneando lejos de la casa corrió tras la explosión a ocultarse de la lluvia de escombros dentro del taller. Todd apretó otro botón del panel Señor Destructor. Esta vez, tres bidones de gasolina detonaron junto al combustible restante del depósito de gasolina subterráneo. El tejado ondulado del granero se elevó en el aire y volvió a aterrizar sobre su base.
—Adiós y que tengáis buen viaje —maldijo Todd. La bola de fuego del taller incendió el granero. Alimentado por el heno apilado en su interior, el fuego se extendió a toda velocidad.
Alrededor de la casa, los soldados restantes correteaban presa del pánico. La mayoría corrieron de vuelta a los TBP del camino rural. Tres se agacharon para esconderse tras un árbol caído. Todd sonrió maquiavélicamente y consultó su esbozo de sector revisado. Apretó otro botón que prendió el fougasse que cubría la zona tras el árbol caído. Estalló con un rugido y trituró a los tres soldados.
Los dos BTR-70 que estaban aparcados frente al granero arrancaron sus motores en rápida sucesión. Los pocos soldados supervivientes se apilaron dentro de cada uno. Mientras salían hacia la carretera, la metralleta de 14,5 mm de uno de los TBP empezó a disparar en largas ráfagas llenas de furia. Todd calculó que había disparado más de cien balas hacia las colinas circundantes. Dos artilleros de los BTR aparcados en el camino rural aprovecharon la ocasión para acribillar la casa y el granero de los Anderson, al otro lado del camino.
Cuando los dos BTR-70 se acercaron al camino rural, Todd observó con atención a través de los prismáticos. Cuando creyó que su posición era la correcta, accionó la fougasse vertical. En un primer momento Todd creyó que había apretado el botón demasiado pronto, ya que la explosión ocurrió bajo las ruedas delanteras de los BTR. El vehículo de diez toneladas no se elevó perceptiblemente con el estallido. El TBP continuó avanzando brevemente y paró. Empezó a salir humo de su interior. Algunos soldados alemanes corrieron hacia el BTR. Dos de ellos abrieron las puertas con la esperanza de rescatar de su interior a los supervivientes. Fueron recibidos solo por llamaradas rojizas y espesas nubes de humo negro.
El fuego en el TBP se hizo más intenso. Ahora, veinte soldados se arremolinaban en torno a la parte trasera del flameante BTR-70, cuyas ruedas de goma acababan de prender. Los cartuchos de 14,5 mm y las granadas del interior del TBP empezaron a calentarse. Temiendo las posibles explosiones, los soldados retrocedieron en desbandada de forma instintiva hacia el camino de entrada de los Gray. Todd no podía creerse lo afortunado que era. Golpeó el botón que accionaba la primera de las minas fougasse que Mike había preparado. Los pedazos de chatarra, cadenas y cristales rotos atravesaron al grupo de soldados y mataron a nueve de una tacada, como si se tratara de la invisible mano de un genio. Los supervivientes de esta explosión corrieron hacia los BTR que seguían intactos y llevaron consigo a dos soldados heridos.
A lo largo de toda la carretera los conductores de los BTR-70 pusieron en marcha los motores. La mayoría de los artilleros rotaron las torretas de 14,5 mm y dispararon largas ráfagas hacia la arboleda, principalmente hacia el este. Los artilleros de AGS-17 se unieron y dispararon sus lanzagranadas automáticos de 30 mm en lo que parecían descargas aleatorias. Estuvieron así varios minutos. Todd sonreía y reía a carcajadas, superado por la enormidad del desperdicio de munición que se estaba llevando a cabo allá abajo en la carretera. También veía el fuego automático de las armas pequeñas saliendo de las escotillas de varios BTR.
Las granadas y las trazadoras de 14,5 mm estaban iniciando esporádicos fuegos en la hierba y los arbustos. Era consciente de que en cualquier momento podía aterrizar cerca de él una granada, pero aun así se siguió riendo. Para su sorpresa, ni uno solo de los disparos se acercó a más de cuarenta y cinco metros de su posición. Usando los prismáticos, Todd vio que los TBP seguían aparcados durante el tiroteo. Vio también que la casa y el granero de los Andersen estaban ahora completamente en llamas. En medio del rugido de los disparos, Todd susurró:
—Adelante, quemad vuestra munición. Cansaos. Estáis más verdes que una lechuga. Estáis desatando el sonido y la furia y no le estáis acertando a nada. Vamos, ¡quemadla toda! Quemadla, chicos. Mientras tanto yo voy a reservar mi munición para tirar a dar, con paciencia y apuntando con cuidado, mil gracias.
Tras un rato, el ritmo de los disparos disminuyó visiblemente y finalmente se detuvo casi por completo. Todd detonó, una tras otra, las fougasses restantes, incluso aunque no hubiera objetivos frente a ellas. Todd se rió y susurró burlonamente:
—Estamos rodeados.
Los artilleros de los BTR empezaron a disparar a lo loco de nuevo, y esta vez el fuego proveniente de las armas de mano era aún más intenso. Finalmente, el ritmo volvió a reducirse y la columna de BTR-70 empezó a avanzar por la carretera. Unos pocos artilleros siguieron disparando descargas a ciegas a cualquier lado de la carretera. Todd observó a través de los Steiner cómo seguían avanzando por la carretera hasta perderse de vista.
—Corred, corred —murmuró mientras escuchaba el sonido de los motores perdiéndose en la distancia. Luego, lo único que pudo oír era el crepitar del fuego y los disparos ocasionales. Docenas de pequeñas lenguas de fuego ardían en un semicírculo de quince metros alrededor de los restos de la casa de Todd.
Todd esperó y esperó. La mayoría de las lenguas de fuego se apagaron rápidamente. Unas pocas en las pendientes encaradas al sur, más secas, aguantaron más tiempo pero también se extinguieron al llegar a la cresta de la cima. Afortunadamente, ninguna había ardido inmediatamente bajo su posición. El valle seguía estando cubierto por un velo de humo. Para cuando se acercaba el atardecer, los incendios de su casa y de la casa de los Andersen estaban prácticamente extinguidos. Seguían despidiendo mucho humo, pero solo quedaban llamas en unos pocos puntos.
★★★
Dos horas después de que oscureciera, Todd desconectó en silencio los cables WD-1 del panel Señor Destructor y lo envolvió en su poncho.
Se echó la mochila al hombro y cogió el panel y su rifle. El olor del humo pesaba en el ambiente. Todd echó aire por la nariz para limpiar sus fosas nasales. Cayó en la cuenta de que era posible que los alemanes hubieran dejado a alguien atrás, por lo que no se atrevió a acercarse a la casa para buscar armas abandonadas. Eso podría esperar a otro día. Todd emprendió en silencio y cuidadosamente una larga caminata siguiendo una ruta rumbo al Valle de la Forja.
Mientras caminaba resuelto, tarareaba muy bajito la melodía de una de sus canciones favoritas, un viejo himno cuáquero, How Can I Keev From Singing?, popularizado por Enya. La melodía y la letra se repetían una y otra vez en su cabeza, acompañando al ritmo de sus pasos:
«¿Cómo no voy a cantar?
Mi vida prosigue en una canción sin fin,
por encima de los lamentos de la tierra,
oigo el himno real aunque lejano,
que anuncia una nueva creación.
A través de todo el tumulto y la lucha
oigo vibrar su música,
que hace que resuene un eco en mi alma.
¿Cómo no voy a cantar?
Mientras la tempestad ruge con fuerza,
oigo la verdad, y vive.
Y aunque la oscuridad se cierne sobre mí
y me da canciones en la noche.
No hay tormenta capaz de sacudir mi calma más íntima
mientras me aferré a esa roca.
Si el amor es señor del cielo y de la tierra,
¿cómo no voy a cantar?
Cuando los tiranos tiemblan de terror
y oyen sonar su marcha fúnebre,
cuando los amigos se regocijan a lo largo y ancho,
¿cómo no voy a cantar?
En la celda de una prisión y en una vil mazmorra,
nuestros pensamientos vuelan hacia ellos.
Cuando la vergüenza cura el sacrilegio de nuestros amigos,
¿cómo no voy a cantar?».