19. Hola

«La presión hace diamantes.»

General George S. Patton

Todd dedicó la tarde entera a escuchar el informe de Ken y Terry. Ken habló la mayor parte del tiempo, mientras que Terry rellenaba los huecos que Ken pasaba por alto.

—Como estoy seguro de que ya habrás descubierto hace tiempo, Terry y yo tardamos demasiado en «salir de ahí zumbando» —empezó a contar Ken—. Creíamos que una vez suspendido el comercio en el mercado de valores, el gobierno cumpliría su promesa y emprendería acciones para devolver las cosas a su orden natural. Supongo que violamos la regla número uno: Nunca te fíes de lo que dice el gobierno. En cualquier caso intentamos salir de la ciudad una noche después de que Dan y T. K. se largaran. Desgraciadamente, como voy a explicarte, no llegamos demasiado lejos.

»E1 último día lo pasamos prácticamente entero cargando nuestras cosas en el Bronco y el Mustang. No había electricidad, así que no pude usar el compresor para ajustar los amortiguadores de gas del Bronco para la carga más pesada. Finalmente tuve que usar una bomba manual. Acabamos de cargar todo el equipaje alrededor de las diez. Por suerte habíamos dejado previamente la mayoría de nuestro equipo aquí en el refugio, así que no tuvimos problemas para almacenar la carga que nos íbamos a llevar. Mientras metíamos las cosas oímos algunos disparos. Le dije a Terry que serían solo unos tipos aprovechándose del apagón para saldar cuentas pendientes. En realidad solo pretendía tranquilizarla. Viéndolo en perspectiva me doy cuenta de que en realidad era yo el que estaba más nervioso. Terry iba delante en el Mustang, y yo la seguía.

«Habíamos pensado en tomar la autopista Eisenhower, pero ni siquiera nos molestamos en tratar de subir por la rampa de acceso. Aquello parecía un aparcamiento. A lo lejos se oían más disparos e incluso se veían algunos fogonazos. Así que presioné el botón de habla de la TRC-500 y le dije a Terry que intentáramos ir por las calles del lado oeste. Avanzamos sin incidentes unas diez manzanas. El único problema es que estaba oscuro. Bueno, más que oscuro, negro. Ni farolas ni casas iluminadas, nada. De vez en cuando se veía la tenue luz de una vela en alguna ventana, pero eso era todo.

»Cuando nos acercábamos a una esquina tuvimos que parar repentinamente porque alguien salió por un lado empujando un contenedor de basura y por el otro alguien desenrolló una bobina de cable como las que usan las compañías telefónicas. Los dos tuvimos que clavar el pie en el freno. De repente, el mundo entero explotó en una lluvia de disparos. Dispararon a todas las ventanas del Bronco y noté cómo reventaban las ruedas del lado derecho. Me recosté hacia el asiento del acompañante para apartarme de la línea de tiro y por el camino me aplasté las costillas contra la palanca de cambio. Me quedé casi sin respiración.

»Justo entonces, ¡otro golpe! El Mustang se estampó contra el morro de mi coche. Por lo visto Terry no era consciente de que mis ruedas estaban pinchadas y asumió que yo ya había dado marcha atrás. Pisó a fondo sin asomar la cabeza, tal y como yo habría hecho. Tal y como estaba, tumbada en el asiento, cogió la palanca de cambios, puso la marcha atrás y salió a todo gas. La mala suerte quiso que yo estuviera en su camino. Probablemente habría logrado escapar.

»En ese momento le grité a través de la TRC-500: «¡Si puedes… huye!». Quienquiera que fuera, seguía acribillando nuestros vehículos. Afortunadamente, la mayoría de los disparos venían por el lado del acompañante, así que pudimos salir arrastrándonos por el lado del conductor sin que nos liquidaran. Nos limitamos a coger nuestras armas y las mochilas Alice. No teníamos ni el tiempo ni las ganas para intentar llevarnos nada más. Además, se nos iban los pies. Terry, que ha demostrado ser capaz de mantener la cabeza más fría que yo en situaciones de fuego real, me dijo por radio mientras huía: «Venga, sígueme. Yo disparo, tú corres». Salí corriendo hacia uno de los lados de la calle y me refugié detrás de un coche aparcado.

»Yo le respondí por radio: «Venga, Joe; yo disparo, tú corres», y puse a trabajar mi viejo HK. Con cada una de sus esprintadas, disparé de cuatro a seis tiros. Era increíble, todo lo aprendido en el entrenamiento de Trasel brotó de forma inconsciente. Salimos corriendo calle abajo, por donde habíamos venido, en esprintadas de tres a cinco segundos. Cada vez la oía decir a través de los cascos: «Venga, Joe, yo disparo, tú corres». Entonces yo buscaba nuestra próxima cobertura y corría como si me llevaran los demonios mientras ella disparaba. Hicimos eso las cinco primeras veces. Dejamos de disparar cuando nos dimos cuenta de que nadie devolvía el fuego. Supongo que estaba demasiado oscuro como para que vieran algo más que los fogonazos de nuestras armas, así que no se molestaron en desperdiciar munición.

»Nos reunimos al final de la manzana y comprobamos si teníamos algún agujero de bala, más al tacto que a otra cosa. Milagrosamente ninguno de los dos estaba herido. Como ya he dicho antes, me había dado un buen golpe en las costillas. Aparte de eso, estaba bien. Terry tenía unos cuantos rasguños en la mano y en la mejilla derecha, causados por los cristales rotos. Nos agachamos tras el seto de una casa del final de la manzana durante tres o cuatro minutos. Como ya he dicho, seguimos comprobando si teníamos alguna herida.

«Aprovechamos también para recargar las armas. Entonces fue cuando me percaté de que mi segundo cargador estaba completamente vacío. Había disparado unas cuarenta balas y Terry había gastado unas cincuenta. En un descuido, a ella se le había caído el cargador que había usado mientras huíamos, pero yo aún tenía uno vacío guardado en un bolsillo lateral de mis pantalones, así que se lo di a Terry para que lo pusiera en un bolsillo exterior de mi mochila.

»Justo cuando estábamos listos para emprender la marcha otra vez, vi a alguien encender una bengala al otro lado de la manzana. En unos minutos habían preparado una hoguera. Por la forma en que prendió debieron de usar gasolina para iniciar el fuego.

«Inmediatamente, empezaron a sacar el contenido de los coches y del Bronco. Debieron darse cuenta de que habían dado con un objetivo lucrativo, pues empezaron a dar voces y a gritar. Estaban armando un jolgorio digno de una tribu de indios de camino a la guerra. Oí a Terry decir: «Pandilla de paganos bastardos». Le pregunté: «Qué dices, ¿les hacemos pagar por esto?». Ella me contestó: «No sé, ¿crees que es lo correcto?». Y yo dije: «Ya lo creo. Acaban de intentar matarnos, y nos han robado prácticamente todo lo que importa en este mundo. Yo digo que les hagamos pagar con intereses». Ella se limitó a estrecharme muy fuerte la mano.

»Nos tumbamos uno junto al otro en la acera, al lado del seto y nos pusimos en posición de tiro. Terry me dijo: «Yo me encargo de los tipejos a la derecha de la hoguera, tú ve a por los de la izquierda». Había un tipo que tenía lo que creo que era mi escopeta de corredera Remington y la sostenía en alto sobre su cabeza. Incluso desde donde estábamos pude oírle gritar con claridad: «¡Yo tengo el poder! ¡Yo tengo el poder!». Su silueta se recortaba contra el fuego. Lo elegí como mi primer objetivo. Esperé hasta que pude ver más blancos fáciles y entonces susurré «Una, dos y tres», y me lancé a por todas.

»Los dos vaciamos un cargador de una tacada. Vi caer claramente al primer tipo al que había apuntado y creo que acerté al menos a otros dos. Terry lo hizo mejor porque tenía una mira de tritio en su CAR-15. Yo prácticamente no veía nada. Habéis oído bien, mi HK no llevaba puesta la mira de tritio. La había sustituido por una mira estándar para una competición a la que habíamos ido T. K., Terry y yo unos meses antes. Por desgracia, nunca llegué a reponer la mira nocturna. Una jugada estúpida por mi parte. La maldita mira puede que siga en el cajón de mi escritorio en la casa de Chicago. No veas lo útil que me está siendo allí en ese cajón.

—Disparé dos tiros a cada tipo —intervino Terry—. Sé con total seguridad que al menos en tres de los disparos acerté de pleno, y que los otros dos fueron bastante decentes. No podía estar segura. Incluso con la hoguera, estaba bastante oscuro. Vacié el resto del cargador sin ton ni son, disparando a sitios donde era posible que se hubieran puesto a cubierto.

—Cuando nos quedamos sin más munición —prosiguió Ken, retomando la narración de la historia—, giramos rápidamente la esquina, y fuimos recargando al mismo tiempo que corríamos. Puede que suene increíble pero nos estábamos riendo. Ninguno de los dos nos habíamos metido ni siquiera en una pelea. Seguramente acabábamos de matar a media docena de hombres y ahí estábamos, riendo. Es increíble cómo cambian los tiempos, y las personas, ya que estamos. En fin, a mitad de manzana paramos para una breve puesta en común. Decidimos que para rodear a la cuadrilla que nos había tendido la emboscada, seguiríamos hacia el sur unas cuantas manzanas más y luego giraríamos para retomar rumbo oeste.

»Tras cubrir ocho manzanas en breves esprintadas estábamos muy nerviosos y cansados. No se veía nada y podía ser que algún ciudadano nervioso nos masacrara en mitad de una carrera. Le dije a Terry: «Tiene que haber otro camino mejor. No vamos a conseguir salir de la ciudad antes del amanecer si seguimos así». Así que nos sentamos junto a unos grandes arbustos al lado de una iglesia y nos cubrimos con un poncho para poder mirar un mapa de la ciudad con una linterna sin convertirnos en un blanco fácil.

«Durante unos veinte segundos nos quedamos ahí mirándonos como tontos y entonces fue cuando Terry dijo: «¿Por qué no vamos bajo tierra, por las alcantarillas, igual que dijimos que haríamos en caso de una catástrofe nuclear?». Mi respuesta fue un sonoro «¡Te quiero!». Entonces ella me preguntó: «¿Cómo vamos a bajar?». Me acordé de aquello que vimos en el libro de Bruce Clayton, La vida tras el día del Juicio Final. Coges un par de pernos fuertes y los unes con un trozo de cable, y dejas caer uno por el agujero de la tapa de alcantarilla. En la mochila llevaba algo de cable, pero no pernos. Pasé los minutos siguientes rebuscando en mi mochila un sustituto razonable.

»Al final elegí mi vieja navaja-tenedor-cuchara de los boy scouts, esas que llevan todo junto. Bueno, enrollé el cable alrededor de la cuchara y del cuchillo. El cuchillo resultó especialmente útil, pues en el medio tenía una hendidura para abrir botellas y el cable encajó a la perfección.

»Volví a meter mis cosas en la mochila y pasé unos minutos dando vueltas por la calle en busca de alguna boca de alcantarilla. Tras unos cuantos minutos algo comprometidos, encontramos una. Le pasé el rifle a Terry y metí el cuchillo en el agujero central. Cuando tiré de la cuchara que iba unida por el cable, el cuchillo se amarró sin problemas, justo igual que un perno acodado. A continuación, me agaché para ayudarme con mi peso a levantar la tapa y correrla hacia un lado. Esas cosas pesan una barbaridad. Tras gruñir y refunfuñar un rato, conseguí levantarla y hacerla a un lado. Mandé a Terry primero, y a continuación le entregué su carabina, luego su mochila, después la mía y por último, mi rifle. Afiancé mis pies en los travesaños que se clavaban en el cemento y devolví la tapa a su sitio. Me costó un esfuerzo enorme. Se cerró con un ruido sordo que retumbó abajo.

»Una vez bajamos a las alcantarillas, decidimos seguir hacia el oeste por la que iba en paralelo a la calle. Andar por el alcantarillado es realmente difícil, especialmente con una mochila. El diámetro interior mide solo un metro y medio. Terry podía ir mucho más rápido y con menos problemas porque es más bajita y, por lo tanto, no necesitaba agacharse tanto como yo.

»Una cosa rara de las alcantarillas es que el aire ahí abajo es mucho más cálido que el de la calle. Debe de ser efecto del calor ambiental del suelo. Por mucho que lo intentáramos, no pudimos evitar pisar el agua del fondo del canal. Enseguida teníamos los pies mojados y helados. Tras un rato ya ni nos molestábamos en separar los pies para tratar de evitar el agua. Nos limitamos a continuar andando pese a las dificultades.

«Seguimos viajando rumbo al oeste durante horas, controlando dónde estábamos aproximadamente por el número de desagües y bocas de alcantarilla que dejábamos atrás.

»Hubo un punto en el que oímos una gran conmoción y disparos por encima de nosotros. Era realmente inquietante oír cómo todo reverberaba a nuestro alrededor. Hubo otro desagüe en el que escuchamos a un hombre sollozar. Debía de estar tirado justo al lado de la boca del desagüe. Apunté hacia arriba con la linterna durante un segundo y vi que había sangre corriendo por el desagüe, muchísima sangre. ¿Qué dicen ahora todos esos políticos que hablaban de sangre en las calles?

«Cuando dieron las cuatro de la mañana, estábamos exhaustos. Más o menos a esa hora nos encontramos con una de esas intersecciones de cuatro tuberías. Por suerte, esta era de las que tienen una pasarela metálica que corre a lo largo de los dos niveles. Subimos a la pasarela y vimos que había suficiente sitio como para acostarnos los dos, con los pies pegados. Colgamos nuestras mochilas y rifles en el extremo de las escaleras. Nos quitamos las botas y los calcetines y los tendimos para que se secaran. Tras solo media hora empezamos a tener frío, así que sacamos los sacos de dormir. Y así fue como pasamos el día siguiente, tumbados en aquella pasarela.

»A lo largo del día siguiente el caos en la superficie fue empeorando. Los tiroteos eran prácticamente constantes. Debía de haber muchos edificios en llamas porque incluso abajo, en las cloacas, llegaba el olor a humo. En ocasiones se oían las sirenas de las ambulancias. Por extraño que parezca, conseguimos dormir un buen rato. Debíamos de estar hechos polvo.

»Sobre las cinco de la tarde nos pusimos las botas y los calcetines, aún mojados, y descendimos al canal que iba de este a oeste. Continuamos andando en dirección oeste la mayor parte de la noche. Parábamos de vez en cuando para recuperar el aliento y estirar un poco la espalda. Yo me sentía como embriagado; era igual que si fuésemos trogloditas. Tan solo podía oír los ecos de nuestra respiración y el chapoteo de nuestros pasos. Pensé que aquello no se acabaría nunca. Fue entonces cuando vi una tenue luz un poco más adelante.

»La salida de la cloaca daba a la orilla del río Des Plaines. Debían de ser las seis de la mañana. Justo entre el amanecer náutico y el amanecer civil, tal y como diría Jeff. Decidimos permanecer en el cauce del río, ya que era un buen lugar donde ocultarse. Caminamos durante quince minutos, hasta que dimos con un buen sito donde pasar tumbados el día. Era una gran arboleda de sauces que crecía a orillas del río. Era bastante espesa, así que supuse que nadie podría detectarnos si decidíamos quedarnos allí.

»Para entonces ya empezaba a clarear. Desenrollamos los sacos de dormir y descansamos por turnos. Alrededor del mediodía compartimos una ración de combate. En aquel momento caí en la cuenta de que no habíamos comido nada ni bebido apenas en casi treinta horas. Más que comer, devoramos. Después, por turnos, limpiamos nuestros rifles. Me alegro de haber comprobado también las pistolas; la mía estaba empapada, tanto que tuve que desmontar el cargador y secar con una toalla cada cartucho.

»Serían las dos del mediodía cuando Terry me despertó tapándome la boca con la mano. Un grupo de unas veinte personas venía caminando directamente hacia nosotros; viajaban en nuestra misma dirección. Nos quedamos quietos y pasaron por nuestro lado sin más. No tenían ni idea de que estábamos allí. La mayoría portaban armas, pero las llevaban colgadas sobre los hombros, como si fueran a cazar ciervos o algo así. Caminaban sin fijarse, metiéndose en toda clase de zonas potenciales de emboscada y con los rifles colgando. Una auténtica tontería. Al igual que hicimos nosotros, eligieron la ruta del fondo del arroyo para salir pitando. Sin embargo, no habían recibido ningún entrenamiento táctico. Eran muy ruidosos. Los muy idiotas iban hablando en voz alta. Y además andando en grupo, sin ningún tipo de separación y sin hombre punta. Simplemente habían puesto tierra de por medio sin pensarlo y a plena luz del día.

»Antes del atardecer otro grupo pasó por allí. Esta vez eran solo diez personas; mismo modus operandi. Tal y como viajaban hubiera bastado una granada para matar a la mitad. Era un espectáculo bastante lamentable. Dudo mucho que viajando así llegaran muy lejos de una pieza.

»Cuando se hizo de noche nos empolvamos los pies, nos pusimos calcetines secos, hicimos las mochilas y emprendimos la marcha. Seguimos el río hacia el oeste durante dos días, evitando todo contacto y acampando durante el día en arboledas o en los campos de maíz abandonados. En aquel punto el río empezaba a girar casi totalmente hacia el sur, dirección que nosotros no queríamos seguir. Alrededor de las ocho de la tercera tarde en el río pasamos bajo un puente ferroviario justo al norte de Joliet. Voilá! Las vías iban en dirección este-oeste. Seguimos en dirección oeste por las vías durante varias noches sin ningún incidente.

»Como sabíamos que el camino iba a ser largo decidimos partirnos una ración de combate por día. Estábamos hambrientos la mayor parte del tiempo. La única comida adicional nos la proporcionaban las remolachas azucareras que encontrábamos de vez en cuando en las vías del tren. Supusimos que habían caído de los vagones tolva. Para cortarlas usábamos la navaja del ejército suizo de Terry. También tomábamos de vez en cuando espigas secas del borde de los campos. No les hicimos ascos, de hecho nos las comíamos como locos. Muy a menudo, la gente dice que tiene hambre, pero os lo aseguro, saltarse una comida o dos no tiene nada que ver con estar verdaderamente hambriento. Solo puedes pensar en comer. Te puedes volver completamente loco. Supongo que cada día quemábamos muchas más calorías de las que consumíamos. Los dos perdimos bastante peso.

»Un día nos encontramos una autocaravana de la compañía de ferrocarriles abandonada en una pendiente. Le podríamos haber hecho un puente en un abrir y cerrar de ojos, pero por desgracia alguien había sacado todo el combustible del depósito o lo había consumido por completo. Con esa autocaravana podríamos habernos acercado hacia Idaho varios cientos de kilómetros en un solo día. Mala suerte. Continuamos nuestro camino sin más.

»Cada vez que nos aproximábamos a alguna población de tamaño considerable salíamos de las vías y la rodeábamos. Esto nos hizo perder bastante tiempo, pero supongo que el esfuerzo valió la pena. En algunas ciudades oímos disparos y vimos edificios en llamas.

Terry interrumpió otra vez a Ken en este punto.

—Cerca de Mendota tuvimos un incidente de los que asustan. Pasamos por una especie de campo de refugiados o de vagabundos o de saqueadores a las afueras de la ciudad. No tenían ninguna hoguera encendida y casi todos debían de estar durmiendo. El caso es que estaba muy oscuro y había mucho silencio, así que para cuando nos dimos cuenta ya estábamos en medio del campamento. Ken me llamó por la Truco y dijo: «Actúa con valentía y sigue andando».

»Justo entonces, un tipo con una pistola en la cadera, completamente borracho, se acercó tambaleándose a la vía y se puso a mear. Entonces, levantó la vista y nos vio; caminábamos separados por seis metros y en lados opuestos de la vía. «¿Quién coño sois vosotros?», le preguntó a Ken. «No quiera saberlo, señor», contestó Ken. «Déjenos en paz y le dejaremos vivir.» Mantuvimos nuestras armas apuntándole mientras caminábamos hacia atrás hasta desaparecer en la oscuridad de la noche. Estaba muerta de miedo, temía que diera la voz de alarma y nos viéramos envueltos en medio de un tiroteo. Una de dos, o le asustamos o no pensó que mereciéramos el esfuerzo. Bueno, en cualquier caso, no vino a por nosotros. Supongo que tuvimos suerte. Había al menos cincuenta personas en ese campamento.

Ken retomó la narración por donde la dejó Terry.

—Conforme íbamos hacia el oeste, caí en la cuenta de que íbamos a necesitar encontrar alguna forma de cruzar el «poderoso Misisipi». El problema estaba en que solo había unos pocos puentes, cuellos de botella ideales para emboscadas. El problema, sin embargo, se resolvió por sí mismo cuando llegamos. La noche en que arribamos a orillas del Misisipi caía una fuerte lluvia. Era la primera vez que llovía de forma apreciable desde que salimos de Chicago. Estaba tremendamente oscuro y llovía a cántaros. Solo un exmiembro de los Boinas Verdes o de la PRL tendería una emboscada en una noche como esa.

—Te has dejado las Fuerzas de Reconocimiento —intervino jocosamente Jeff. Todos rieron.

—Cruzamos por un largo puente ferroviario, justo encima de East Moline. Daba mucho miedo. Estaba oscuro, el puente estaba mojado y no estaba diseñado para tráfico de a pie. Pareció que nos llevara horas atravesar el puente con nuestros ponchos, pasando cuidadosamente de una traviesa a otra. Además, en el fondo de mi cabeza no podía evitar pensar en qué pasaría si un tren o un coche sobre raíles cruzaran el puente. Sabía que era poco probable pero no podía sacarme la idea de la cabeza.

Cuando por fin estábamos en la orilla oeste del Misisipi respiré aliviado. Además de ser una de las pocas barreras naturales que teníamos que cruzar, marca un cambio en la demografía. La densidad de población es muy inferior al oeste del Misisipi. Menos gente, menos encuentros, menos problemas.

»Una vez estábamos en Iowa el tiempo cambió a peor. Acabamos pasando tres semanas horribles refugiados en la pendiente inversa de una montaña de grano, en un gran silo a unos cinco kilómetros de una ciudad llamada Durant. Al principio diluvió sin parar durante cuatro días. Luego la lluvia se convirtió en aguanieve, y luego en nieve. Nevó día sí y día no durante dos semanas. Básicamente comimos grano pasado por agua. Pasamos la mayor parte del tiempo metidos en los sacos de dormir, durmiendo por turnos. Por suerte no vino nadie durante aquellas tres semanas.

»Para entonces ya estábamos a finales de noviembre y no habíamos visto demasiado la luz del sol. Cuando la nieve cesó llenamos nuestras mochilas con todo el grano que pudimos. Dejé todo mi dinero en metálico, unos trescientos dólares, en lo alto de la pila con una nota de agradecimiento dirigida al propietario del silo. Fue allí, en el silo, donde nos dimos cuenta de que Terry había perdido por el camino su TRC-500. Como una sola radio bidireccional no sirve para mucho, saqué la pila de níquel y cadmio de la mía y dejé la radio allí. Probablemente le resultaría bastante divertido encontrar el dinero, teniendo en cuenta que no valía prácticamente para nada. Al menos la TRC-500 le serviría para algo, aunque fuera por las piezas.

«Intentamos volver a tomar rumbo oeste, pero no avanzamos mucho. La temperatura media era veinte o treinta grados más fría que cuando salimos de Chicago. Cuando empezamos el viaje, los días eran claros y frescos y las noches tolerablemente frías. Afuera, en las llanuras, prácticamente nos helamos vivos. Sabíamos que necesitábamos encontrar un sitio donde pasar el invierno, pero ¿dónde?

«Acabarnos encontrando refugio en una pequeña ciudad llamada West Branch. Resulta irónico, esa es la ciudad natal de Herbert Hoover, el tipo al que culparon de la última depresión. Supongo que a la larga la historia será más condescendiente con Hoover una vez la gente se dé cuenta de que los años treinta tampoco fueron tan malos. Aquella mal llamada Gran Depresión fue solo un ligero constipado en comparación a esta. Caray, es que esta es una neumonía, y de las gordas.

Terry retomó el hilo de la historia.

—Nos quedamos en una granja a las afueras de West Branch, que está a unos dieciséis kilómetros al este de la ciudad de Iowa. La granja era propiedad de una familia de cuáqueros apellidada Perkins. Afirmaban ser familia lejana de los Hoover. Supongo que decían la verdad. Hay cientos de personas en esa zona que son familia. Los Perkins eran gente de campo humilde y sin pretensiones. Tenían una plantación principalmente de maíz y soja de cincuenta hectáreas. Tenían dos niños pequeños. No nos costó convencerlos para que nos emplearan como seguridad a cambio de comida y cama; los saqueadores que venían de Iowa habían estado causando muchos problemas últimamente en West Branch. El señor Perkins era muy divertido. Nos presentó a los vecinos como «los vigilantes de la noche de Chicago y sus rifles espaciales».

»La vida en la granja era bastante dura. El tiempo era horrible, y las horas pasaban despacio. Trabajábamos en turnos de doce horas, con rotaciones de dos de la mañana a dos de la tarde. Pero comíamos bien. El señor Perkins era muy trabajador. Pasaba al menos diez horas diarias cuidando la granja. A menudo solía decir «el trabajo es vida».

»Una mañana de noviembre, temprano, dos furgonetas aparcaron frente al portón de entrada. Me tocaba a mí estar de guardia y Ken dormía. Le di un grito al señor Perkins, que estaba dando de comer a las vacas: «¿Reconoces esas furgonetas?». Me dijo que no, así que chillé: «¡Vuelve dentro de la casa y despierta a Ken y luego a tu mujer, deprisa!».

»Yo estaba en mi puesto habitual, en la plataforma que había dentro de la puerta superior del silo. Cuando los vi parar, me senté con los codos apoyados sobre las rodillas para tener una buena posición de tiro. De la primera caravana bajó un tipo con un par de cortapernos. En cuanto rompió el candado, antes de que pudiera abrir la puerta, disparé el primer tiro. Fallé. Disparé unas pocas veces más y finalmente le di. Habían empezado a disparar contra mí. Podía oír que las balas rebotaban como locas contra el silo.

»Lo siguiente que oí fue a Ken abriendo fuego con su HK desde la ventana de la cocina, «Bang. Bang-bang. Bang-bang». Supongo que con nosotros dos disparando se dieron cuenta de que habían mordido más de lo que podían masticar. Para cuando se alejaron del portón ya habíamos reventado los dos parabrisas de las furgonetas. Dejaron al tipo de los cortapernos muerto en el suelo. Unas horas después, cuando ya estábamos seguros de que no volverían, salimos para evaluar los desperfectos. Entre los dos habíamos disparado unas setenta balas. Todo lo que encontramos fue al tipo muerto, un par de cortapernos baratos de sesenta centímetros fabricados en China, unos cincuenta casquillos de sus disparos, muchos cristales rotos y mucha sangre. Por lo visto le dimos a más de uno.

Ken volvió a tomar la palabra.

—Le pedí disculpas al señor Perkins por haber disparado a través de la ventana de la cocina. Se limitó a decir: «Bah, para eso hacen esa capa de plástico transparente, ¿o no?». Contamos veinticinco agujeros de bala en el silo y diez en la casa. Ningún daño de importancia. El señor Perkins dijo: «Bueno, supongo que lo invertido en vosotros ha servido para algo. Esos rifles espaciales no son moco de pavo. Aquello sonaba como la tercera guerra mundial». Enterramos al merodeador en el jardín. Supongo que ahora mismo estará criando malvas fuertes y sanas.

»Nos despedimos de los Perkins a finales de abril. Nuestras mochilas estaban repletas de comida enlatada, ternera en cecina y pemmican. También teníamos dos raciones de combate que habíamos guardado. Viajamos de noche, principalmente siguiendo las vías del tren, y así, llegamos a Dakota del Sur en verano. A finales de septiembre nos dimos cuenta de que el año estaba demasiado avanzado como para llegar a Idaho antes del invierno, así que empezamos a buscar refugio.

»Tras tres semanas y un par de discusiones con granjeros nerviosos armados con una escopeta encontramos a alguien dispuesto a contratarnos como «asesores de seguridad» a cambio de comida y cama. Nos quedamos a las afueras de un pequeño pueblo llamado Newell, en el condado de Country, con una familia apellidada Norwood. Gente realmente agradable. Ganaderos. Comimos tanta ternera aquel invierno que casi acabamos aborreciéndola. Los dos aprendimos a montar a caballo y a cuidarlos. También aprendimos lo más básico del trabajo de herrero.

»Con todo, fue un buen invierno. Como el mayor de los chicos de Norwood, Graham, también se encargaba de la seguridad, tuvimos el relativo lujo de hacer turnos de solo ocho horas. Graham llevaba un M1 Garand y un viejo revólver Smith and Wesson Model 1917, modificado para calibre.45 automático. Era bastante bueno con ambas armas, e incluso mejor después de que le diéramos unos cuantos consejos. El chico era increíblemente rápido a la hora de recargar el revólver usando cargadores de luna llena. Te lo juro, era más rápido incluso que alguien que usara un cargador de velocidad.

«Afortunadamente, aquel invierno no tuvimos ningún encuentro con merodeadores. Oímos que Belle Fourche, a unos cuarenta kilómetros, había quedado en un estado bastante lamentable por culpa de un ejército de motoristas.

«Dejamos a los Norwood a finales de marzo. Nos marchamos a caballo con Graham, que nos acompañó hasta Scottsbluff, Nebraska, donde residían unos familiares. Allí, tras entregar unas pocas cartas e intercambiar noticias, Graham tuvo que volver al rancho.

«Como es de suponer, regresó con los dos caballos que habíamos tomado prestados, además del suyo y el de carga. Le dimos a Graham una caja de munición calibre.45 automático para su Model 1917 como agradecimiento y como regalo de cumpleaños. Cumplió diecisiete mientras estábamos de camino a Scottsbluff.

«Pasamos la noche en casa de los familiares de los Norwood. Allí recibimos unas noticias tremendas. Habían oído que su vecino, de nombre Cliff, tenía planeado viajar conduciendo hasta el norte de Utah. Me quedé sin habla. «¿Conduciendo?», pregunté. Me dijeron que sí y que podíamos ir a verlo al día siguiente.

»El vecino, Cliff, realmente iba a «dar una vuelta» en un automóvil de verdad, uno de motor de combustión interna, una autocaravana Ford de cuatro puertas nada menos, desde Scottsbluff hasta Coalville, Utah. Iba allí a visitar a unos familiares, y probablemente a quedarse. No nos lo podíamos creer. Este tío, Cliff, del que nunca llegamos a saber su apellido, era un auténtico pirado. Iba con la parte de atrás de la autocaravana repleta de latas de gasolina. Decía que no había tenido noticias de sus primos desde antes del colapso, y que quería ir a echar una ojeada a ver si se encontraban bien. También dijo que tenía copias adicionales de un montón de documentos de su historia familiar y genealógica que quería entregarles. No pusimos su juicio en duda, al menos no lo hicimos delante de él. Se alegraba de ir acompañado de gente armada.

»Pasé un día comprobando el estado de la mecánica del vehículo de Cliff para asegurarme de que nos llevaría hasta allá sanos y salvos. Sustituí el filtro de la gasolina, la manguera del radiador, ajusté el tensor de correas, que tenía uno de los últimos tipos de correas en serpentina, y luego lubriqué el chasis y cambié el aceite. Ah, sí, y busqué y localicé una correa de repuesto para Cliff antes de salir, por si acaso se rompía. Si una de esas correas de serpentina se rompe, estás totalmente perdido, porque esa correa pilota prácticamente todo lo que hay bajo la capota.

«Salimos antes del amanecer del día siguiente. La mayor parte del camino, Terry iba sentada en la parte de atrás y yo directamente detrás de Cliff, en el asiento de la cabina. Comparado con caminar o montar a caballo, como habíamos estado haciendo los dos últimos años, ahora parecía que voláramos en una nave espacial. El paisaje pasaba a toda velocidad. La mayor parte era una cuenca realmente solitaria y deshabitada y campo abierto. Cliff ponía una y otra vez una cinta de Hank Williams Jr. Creo que era su única cinta. No sé cuántas veces debimos oír Tennessee Stud, o The Coalition to Ban Coalitions y A Lonely Boy Can Survive. Acabé por cantarlas a coro con el bueno de Cliff.

»Por extraño que parezca, no nos encontramos con problemas en todo el camino. Supongo que nuestro Señor debía de estar cuidando del pobre inocente de Cliff. Las únicas señales de desorden que vimos fueron unas pocas casas arrasadas por el fuego y un montón de coches con pinta de haber sido completamente despiezados.

»Cuando llegamos a Coalville le dimos las gracias a Cliff docenas de veces y le entregamos veinte cartuchos de calibre.223 de punta redonda para que los usara con el Ranch Rifle Mini-14 de culata plegable que llevaba en la autocaravana. Por respuesta gritó un simple «¡Gracias por la munición, compañero!», y salió pitando por la carretera. Menudo tronado.

»A partir de Coalville volvíamos a ir a pie. Estábamos en las afueras de Morgan cuando me salió una ampolla horrible en el pie izquierdo. Decidimos descansar un par de semanas, siguiendo nuestro habitual modus operandi como guardias de seguridad. Allá fue donde Terry se cayó de una escalera y se rompió el menisco. No había manera de que se curara bien, así que no tuvimos más remedio que pedir permiso para quedarnos. Y ahí fue cuando empezamos a mandaros cartas de todos los modos posibles. El resto de la historia ya la conocéis.