18. Chasseurs

«Cabalga con ocioso látigo,

cabalga con espuela inútil,

pero una vez en marcha

habrá de venir un día

en que el potro aprenda a sentir

el trallazo que cae encima,

y el freno que contiene,

y el aguijón de la ruedecilla de acero.»

Rudyard Kipling

Durante los primeros ciento veinte kilómetros del viaje a Utah no se produjo ningún suceso reseñable. Resultaba evidente que la vida en el valle del río Clearwater estaba volviendo a la normalidad. Los campos estaban cultivados y se observaban signos de transacciones comerciales entre Orofino, Kamiah y Kooskia. En Grangeville la actividad era constante. Zonas extensas de la pradera de Camas habían vuelto a cultivarse. Al sur de Grangeville, un poco más abajo de la colina de White Bird, el agua se había llevado por delante uno de los lados de la carretera y buena parte del otro. Dan se detuvo, bajó del Bronco, colocó los bujes de las ruedas delanteras y activó la tracción en las cuatro ruedas. Acto seguido, Kevin bajó del coche y fue delante guiando. Tardaron diez minutos en atravesar lo que quedaba de carretera hasta que el camino volvió a la normalidad. Dos horas más tarde pasaron junto a tres coches quemados en medio de la carretera, así que de nuevo tuvieron que decelerar la marcha. Dan y T. K., que ya habían sufrido una emboscada en condiciones parecidas, no recuperaron la calma hasta que no se alejaron lo suficiente del lugar.

—Joder, tío, me he acojonado un poco, la verdad —comentó Dan mientras se alejaban de los coches quemados.

Varios de los pueblos situados al sur de Grangeville habían sido pasto de las llamas. Otros, pese a no haber sufrido desperfectos, parecían abandonados. La destrucción parecía no tener ni pies ni cabeza. A veces había edificios completamente arrasados al lado de otros que parecían continuar con su actividad con total normalidad.

Para pasar la noche eligieron un lugar a tres kilómetros de la autopista 95, un poco más al norte de New Meadows, cerca de la zona nacional recreativa del Cañón del Infierno. Aparcaron el Bronco en un montículo envuelto por árboles no muy altos al lado de uno de los caminos de grava que conducían al parque del Cañón del Infierno. Tras detener el coche, cubrieron los faros delanteros y las ventanas con sacos y le pusieron la red de camuflaje por encima.

Plantaron el campamento a unos setenta metros del lugar, en medio de un grupo de árboles un poco más gruesos. Desde allí apenas podían distinguir la silueta del vehículo debajo de la red de camuflaje. Colocaron sus sacos de dormir como si fuesen los radios de una rueda, con los pies prácticamente juntos. Como se trataba de un lugar relativamente seguro, optaron por que un hombre hiciese guardia mientras que los otros dos dormían. Cada tres horas hacían el cambio de guardia. Kevin, que tenía una vista privilegiada en la oscuridad, hizo el turno entre la medianoche y las tres de la madrugada.

Tras despertarse a las seis de la mañana y tomarse cada uno una ración de combate como desayuno, se acercaron con cautela al coche, buscando cualquier señal de que hubiese sido manipulado. No encontraron ninguna. En cuestión de pocos minutos, Kevin y T. K. retiraron la red de camuflaje y volvieron a estibar la carga. Mientras tanto, Dan se encargó de la vigilancia. A las seis y cuarenta minutos de la mañana estaban de nuevo en marcha.

A mitad de camino entre Wendell y Jerome, en Idaho, se encontraron con un control de carretera. Estaba formado por dos camionetas con los parachoques pegados y atravesadas en medio del camino, en un lugar en el que la carretera cruzaba por el interior de una colina. Alrededor había seis hombres armados con distintos tipos de rifles y escopetas. Vestían una extraña mezcla de ropa de civil, uniformes de combate del ejército y uniformes de campaña. En cuanto vio el control, Kevin pisó a fondo el pedal de freno y el Bronco se detuvo después de que las ruedas patinaran un poco.

—Tenéis que pagar el peaje para poder pasar —les gritó uno de ellos, que estaba a unos treinta metros de distancia del control, llevaba melena a la altura de los hombros y sostenía en las manos una carabina M1.

—Esta es una carretera pública, señor —respondió T. K. también gritando.

—No, ahora ya no. Tenéis que darnos la mitad de la gasolina que transportáis.

—No os vamos a dar nada —contestó T. K. de forma rotunda—. No vamos a pagar ningún peaje.

El tipo de la barricada respondió abriendo fuego con su carabina. Todo un cúmulo de sensaciones se agolparon en los siguientes segundos. Las balas de los emboscados pasaban silbando alrededor, algunas golpeaban en la jaula de seguridad del Bronco. Una de las balas alcanzó a Dan Fong en el hombro izquierdo, pero el chaleco kevlar fue capaz de detener el impacto. T. K. y Dan sacaron enseguida sus armas y se pusieron a disparar. Entre los dos, dispararon más de cuarenta balas. Dos de los forajidos fueron abatidos. Mientras tanto, Kevin dio marcha atrás a toda velocidad. Los cuatros bandidos que seguían con vida salieron corriendo de la barricada y siguieron disparando sin tregua. Después de haber retrocedido marcha atrás unos cuatrocientos metros, Kevin volvió a frenar en seco y dio la vuelta con el Bronco para continuar la huida de una forma más convencional.

A un kilómetro del control de carretera, el camino ascendía en dirección a la cima de una colina de unos ciento cincuenta metros de altura. Tras rebasar el punto más alto, T. K. le hizo una señal a Kevin para que parara.

El vehículo se detuvo en el arcén de la carretera, cuando esta ya comenzaba a descender.

—Creo que puedo acertarles —manifestó T. K. después de que Kevin apagara el motor.

—¿Cómo? ¿Desde aquí? —preguntó Dan.

—Se puede hacer —afirmó T. K.—. Los enfrentamientos igualados son los mejores. —Tras respirar profundamente varias veces, preguntó—: Fongman, ¿puedes prestarme tu McMillan?

—Claro —contestó Dan. Después, quitó el asiento trasero del Bronco y sacó el estuche Pelican de plástico impermeable del McMillan. Tras abrirlo, Fong levantó resoplando el fusil en el aire, insertó un cargador de seis cartuchos de munición de competición y le pasó a T. K. el fusil, que pesaba cerca de doce kilos.

—Me gusta —afirmó Kennedy mientras metía en la recámara un cartucho suelto para no tocar aún el cargador y le ponía el seguro.

T. K. fue caminando cuesta arriba hasta llegar cerca de la cima, luego se echó a tierra y fue arrastrándose muy lentamente sosteniendo el fusil con los brazos. El peso y el tamaño del arma le impedían moverse con presteza. Cuando llegó a lo más alto de la colina, desplegó las patas del bípode del fusil, retiró la tapa de la mira telescópica y comenzó a examinar la zona donde se había producido la emboscada. Entretanto, Dan y Kevin se arrastraron hasta allí también; cada uno de los dos llevaba un cargador de recambio para el McMillan.

Tal y como había hecho en numerosísimas competiciones de tiro, T. K. lanzó entonces al aire unas briznas de hierba para calcular la fuerza del viento.

—Maldita sea —se quejó—, ojalá tuviera una tabla de la resistencia aerodinámica de los Browning de calibre.50. Tendré que hacerlo a ojo. —La espera mientras se preparaba para realizar el primer disparo les pareció eterna. Primero de todo, hizo unos cuantos ajustes con el bípode. Luego se movió hacia los lados hasta conseguir encontrar una posición cómoda. Pegó varias veces la mandíbula a la culata antes de dar con una postura que le resultase natural y que le permitiese ver bien a través de la mira Leupold. A continuación, se concentró en relajarse y en controlar la respiración. Solo después de haber hecho todo lo anterior, eligió un primer y un segundo objetivo.

—Te ayudo con la distancia —dijo Dan, al tiempo que sacaba los prismáticos y se quedaba apoyado sobre los codos, observando con los Steiner de siete por cincuenta recubiertos de goma—. ¿A cuánto calculas que están, a unos setecientos metros? —preguntó.

—Yo diría que a ochocientos —contestó T. K. con tono seco.

—¿Vas a cargarte primero al de la mira telescópica? —preguntó Dan.

—Sí. —Luego, tras un momento de silencio, T. K. disparó.

Las balas, al desplazarse a una velocidad mayor que la del sonido, llegaban a su objetivo antes de que pudieran escucharse los disparos. El primer proyectil levantó una pequeña nube de polvo al golpear contra el suelo un poco más allá de los pies del forajido.

—Un metro más bajo, treinta centímetros a la izquierda —susurró Dan.

Unos instantes después, T. K. volvió a disparar. Esta vez la bala impactó contra la parte superior derecha del pecho del objetivo. Para el resto de los hombres que tenía alrededor, daba la sensación de que algún tipo de fuerza mágica y silenciosa lo había derribado. Tan solo un segundo después, llegó el fuerte sonido que indicaba que se trataba de una bala.

El tipo del pelo largo que llevaba la carabina M1 se giró para ver de dónde provenía el disparo. Un instante después, una segunda bala disparada por Kennedy lo alcanzó. La bala blindada de setecientos cincuenta granos lo derribó después de impactar cerca del plexo. Los otros dos hombres, tras caer por fin en la cuenta de lo que estaba sucediendo, se echaron cuerpo a tierra.

—Ahora ya sabes a qué distancia están, tío —dijo Dan.

T. K. disparó dos veces más antes de alcanzar su objetivo. El tercer hombre, que todavía no había determinado de dónde provenían los disparos, recibió un tiro en la cabeza. La bala entró por encima del ojo izquierdo y le destrozó la parte superior y la parte trasera del cráneo. T. K. cambió de cargador y volvió a colocarse el arma contra la mejilla.

El último de los forajidos, que no dejaba de temblar, divisó la nube de polvo que levantaba el rebufo del McMillan.

—Es increíble, joder, está a un kilómetro y medio. Nadie puede disparar desde tan lejos —gritó a sus compañeros, que ya no podían oírle. Seguidamente, comenzó a arrastrarse lo más rápido posible en dirección a la barricada. T. K. volvió a disparar, pero falló. El siguiente disparo impactó en la parte inferior del abdomen y buena parte de sus vísceras comenzaron a salírsele del cuerpo—. ¡Me han dado! ¡Me han dado! —gritó, pero no quedaba nadie con vida que pudiese oírle. El hombre se quedó destrozado en el suelo; en cuestión de segundos la vida se le escapó por el agujero que tenía en el vientre.

T. K. puso un nuevo cargador y volvió a pasar el cerrojo. A continuación, les disparó una vez más a cada uno de los cuerpos para asegurarse de que estaban muertos. Seguro ahora de la fuerza del viento y de la distancia, acertó a cada uno de los objetivos a la primera.

—Están muertos y bien muertos —sentenció T. K. Luego, sacó el cargador, que estaba medio vacío, e insertó uno lleno. Bajó la vista y mirando al suelo se quedó pensando en los casquillos esparcidos a la derecha del fusil. Reflexionó acerca de qué habría resultado más llamativo en el caso de que el intercambio de disparos se hubiese prolongado por más tiempo: si la presencia de los casquillos o el movimiento que tendría que haber realizado arrastrándose por el suelo para recogerlos. Se encogió de hombros pensando que ahora mismo aquella no era más que una pregunta meramente académica.

Dan Fong dejó sus prismáticos Steiner y se acercó para darle una palmada en el hombro a T. K.

—Nunca había visto algo así en mi vida.

—Me parece que esos tíos no sabían con quién se estaban jugando los cuartos —masculló Kevin.

—Viejo proverbio chino decil —bromeó Fong, exagerando el acento—: Puedes robal a un hombre aplovechando la oscuridad de la luna nueva, pero cuando volvel la luz del día, ¡el cabrón que la hace, la paga!

Tras recoger los casquillos, T. K. bajó la cuesta hacia el coche, abrió una caja de munición y volvió a llenar el par de cargadores del McMillan que había vaciado.

—No vale la pena bajar ahí a ver los resultados. Es posible que detrás de la barricada o entre las rocas haya escondido alguien de refuerzo que no hayamos visto. Ese tipo de cosas es lo que te puede joder el día.

—Estoy de acuerdo contigo —dijo Kevin rascándose la barba que le empezaba a crecer en la barbilla—. Vamonos, las águilas ratoneras se encargarán del funeral; que sea Dios quien se ocupe de ellos.

Durante algunos minutos estuvieron examinando el mapa de carreteras en busca de una ruta alternativa que evitara el lugar de la emboscada. El desvío les supondría casi una hora más de viaje y ocho litros más de gasolina.

Antes de ponerse en marcha, Dan Fong examinó su chaleco Hardcorps y la piel que este cubría.

—La ha parado en seco. Parece que era una bala de punta blanda de ciento diez granos de la carabina esa M1. Fijaos cómo se ha quedado grabado el dibujo del kevlar en la bala aplastada. Es una pasada. Me la voy a guardar como recuerdo.

—¿Qué tal tienes el hombro, Fongman? —preguntó Kevin.

Fong apoyó la mano debajo de la clavícula y movió el brazo en círculo.

—Lo más seguro es que mañana por la mañana me duela como un demonio.

—Típica herida provocada por un objeto romo —dijo T. K. haciendo como si fuera uno de los Monty Python. Entre risas, Dan volvió a ponerse su chaleco y su chaqueta de campo.

Mientras emprendían la marcha, Kevin empezó a tararear una canción y sus dos compañeros lo siguieron: «Pon tu mano en la mano que te da la mano. Pon tu mano en la mano de aquel que te dice… muere».

Durante las siguientes cinco horas viajaron sin sufrir ningún percance. Dieciséis kilómetros al noroeste de Portage, en Utah, el trío se encontró con otra emboscada. Esta vez estaba mejor colocada que la anterior, justo después de una curva muy pronunciada, con lo que Kevin apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de llegar a la fuerte barricada construida con traviesas de ferrocarril que cubría la totalidad de la carretera. A la izquierda, la montaña ascendía prácticamente en vertical y a la derecha había una caída de más de trece metros que conducía a una línea férrea. A Kevin no le quedó más opción que frenar en seco, y el vehículo se detuvo a menos de quince metros de los emboscados.

Nueve hombres, apostados con rifles detrás de la barricada, abrieron fuego sin mediar palabra. Kevin metió la marcha atrás a toda prisa y apretó el acelerador. Mientras, Dan y T. K. se pusieron a disparar tan rápido como pudieron. T. K., con los antebrazos apoyados sobre el salpicadero acolchado de color negro, efectuaba rápidos disparos dobles con su AR-15. Dan disparaba su KH91 de forma entrecortada. El cañón del fusil estaba colocado prácticamente en medio de las dos cabezas de los hombres que iban en el asiento delantero. El sonido de cada una de las detonaciones en sus oídos era ensordecedor. Dan pudo apreciar que tres de los hombres de detrás de la barricada eran alcanzados por las balas y caían al suelo.

Tras haber retrocedido unos veinte metros, Dan vio que la cabeza de T. K. se sacudía hacia atrás de forma violenta y su cuerpo se desplomaba sobre su fusil mientras un chorro de sangre brotaba de la cara y de la parte trasera del casco. Justo entonces, Dan sintió también un fuerte golpe en el pecho.

Una vez hubo retrocedido marcha atrás más allá de la curva y fuera del alcance de los emboscados, Kevin volvió a frenar y dio después la vuelta. A continuación, condujo a toda velocidad durante cinco kilómetros hasta encontrar un lugar en una carretera secundaria donde parecía que podían detenerse sin peligro. Dan había vuelto en sí. Tras palparse la camisa, se dio cuenta de que el chaleco había detenido una bala de punta blanda de grueso calibre. Se incorporó hacia delante para ver cómo estaba Kennedy. Cuando no pudo encontrarle el pulso se dio cuenta de que estaba muerto. Al examinar el cuerpo de T. K. vieron que una bala había impactado en el ojo derecho, justo debajo del borde del casco. La bala había atravesado la cabeza de Tom y había salido por la parte posterior, dejando un agujero de cinco centímetros de diámetro. Los dos llegaron a la conclusión de que debía de haber muerto prácticamente en el acto. Sin poder dejar de temblar, se pusieron a buscar otros daños que hubiesen podido sufrir. Sorprendentemente, no se habían producido muchos. La jaula de seguridad había recibido tres impactos y una de las balas había atravesado la parte superior del radiador, luego había rebotado en la parte de arriba del motor, a la derecha de la bomba de agua y después había salido en dirección prácticamente vertical a través del capó del Bronco y había dejado un agujero alargado e irregular. Por suerte, no había conseguido atravesar el motor.

Mientras Fong vigilaba los alrededores, Kevin intentó reparar el agujereado radiador. Rebuscando en la caja de herramientas, encontró un perno de carrocería de medio centímetro de diámetro y diez de largo. Tras cortar algunas juntas de goma de un pedazo de cámara de una rueda que sobraba, fue capaz de hacer un tapón que recorría todo el radiador. Después de colocarlo, lo selló todo con una gruesa capa de silicona que puso alrededor de las juntas y del perno. Colocó las juntas hechas con la cámara por los dos lados del radiador y las sostuvo con dos grandes arandelas y una palomilla. En menos de cinco minutos el trabajo estuvo acabado.

Los dos hombres hicieron guardia y esperaron media hora hasta que la silicona estuvo seca. Después, Kevin rellenó el radiador con uno de los diez bidones de plástico procedentes del ejército que contenía en su interior diecinueve litros de agua. Lendel cambió entonces la tapa del radiador y encendió el motor.

—Sometido a la presión máxima —le dijo Kevin a Dan—, todavía pierde una gota cada dos o tres segundos, pero teniendo en cuenta la cantidad de agua que llevamos, es insignificante. Comprobaremos el nivel cada hora. Debería de ser capaz de transportarnos adonde queremos ir. Si el goteo va a más, siempre podemos soltar la tapa del radiador y viajar con el sistema con menos presión. —Fong gruñó dando a entender que estaba de acuerdo.

Tras quedarse mirando en silencio durante unos instantes, Dan sacó dos ponchos de una de las mochilas.

—Vamos a envolver el cuerpo —dijo con tono frío.

Dan se dio cuenta entonces de que una raja recorría de arriba abajo uno de los lados del casco de Kevin.

—Será mejor que le eches un vistazo a tu casco, tío. —Kevin se quitó el casco y pudo ver que, de no ser por el Fritz, una bala habría acabado con él, igual que le había pasado a T. K.

—¿Qué hacemos, Dan, tomamos un desvío para evitar el control? —dijo Kevin mientras se pasaba los dedos por el deshilachado y amarillento material kevlar que había ahora alrededor de la cubierta de tela de camuflaje.

—Nada de eso, Kev —dijo Fong después de quedarse un momento pensando—. Esos hijos de puta han golpeado primero. Ni siquiera han hecho una advertencia ni nada parecido. Son saqueadores, de eso no hay duda. Yo digo que nos los carguemos.

Kevin asintió con la cabeza.

—De acuerdo —dijo en voz baja y con tono tranquilo—. Vamos a buscar un lugar donde podamos dejar el Bronco y escondernos hasta que se haga de noche.

Cuando se puso el sol, Kevin y Dan se pusieron mutuamente pintura de camuflaje en la cara y en el dorso de las manos. Dan llevaba el HK-91. Tal y como era su costumbre, Kevin iba con su escopeta de corredera. Los dos caminaron lentamente durante una hora uno delante del otro hasta que llegaron al punto donde habían planeado separarse. Una vez allí, los dos compararon sus relojes. Dan le tendió la mano a Kevin.

—¿Qué quiere decir este apretón de manos, Fongman? —preguntó Kevin, después de estrechársela con firmeza.

—Puede que esto sea una despedida, amigo mío.

—No digas tonterías —contestó Kevin diciendo que no con la cabeza—. Tal y como diría Jeff, vamos a darles con todo y a apuntar a cuántos nos cargamos, tal y como harían Rug Sucker y los hermanos Kolodney. Hay que ser optimista.

Dan se quedó callado un momento y luego asintió.

—Está bien… Entonces vamos a hacer las cosas bien desde el principio.

A las once de la noche los dos estaban colocados en posición. Kevin, que se había aproximado desde el este, estaba sentado en cuclillas a cincuenta metros del campamento de los forajidos, que estaba situado junto a la vía del ferrocarril que había debajo de la barricada de la carretera. Dan Fong se había echado cuerpo a tierra en el extremo del camino, siete metros por encima del campamento y a veinte metros de distancia en dirección norte.

Kevin apretó dos veces el botón rojo de su TRC-500, el que servía para hablar. A continuación escuchó que Dan lo pulsaba a su vez dos veces como respuesta. En el campamento, se veían seis sacos de dormir dispuestos alrededor de un pequeño fuego. Un hombre con una escopeta de corredera caminaba alrededor del perímetro del campamento. La luz que emitía el fuego no le permitía distinguir nada de lo que había en medio de la oscuridad de la noche.

Dan y Kevin esperaron mirando de tanto en tanto sus relojes mientras veían cómo la media luna surcaba lentamente el cielo nocturno. Poco antes de la medianoche, el guardia se acercó a uno de los que dormían y le dio una patada en los pies.

—Eh, capullo, te toca —le gritó a la figura que estaba tumbada. El segundo tipo se incorporó, salió del saco de dormir y se puso las botas. Poco después de la medianoche, se irguió y cogió la escopeta que llevaba el guardia al que había de sustituir, quien por su parte desplegó su saco de dormir y no tardó en conciliar el sueño.

Poco después de que comenzase la nueva guardia, el vigilante empezó a caminar en dirección a Kevin. Este contuvo el aliento; podía escuchar su propia circulación golpeándole en los oídos. Cuando el guardia estaba a diez metros de distancia del campamento, este se detuvo, se bajó los pantalones y se puso en cuclillas para hacer sus necesidades. Transcurridos dos minutos, continuó con su ruta normal alrededor del perímetro del campamento. Hasta pasados diez minutos, Kevin no volvió a recuperar el pulso normal.

Unos cuantos segundos antes de las dos y cuarto de la mañana, poco después de que la luna se hubiera ocultado, Kevin se puso de pie y se estiró sin hacer ruido, utilizando algunas posturas propias de la esgrima. A continuación, caminó en silencio hacia el campamento con la escopeta al hombro. Cuando penetró en la zona ligeramente iluminada por el fuego, pudo ver claramente, de espaldas a él, al hombre que hacía la guardia. Kevin calculó que el objetivo estaba a una distancia entre nueve y once metros. Para asegurarse de acertar, se apoyó en una rodilla. Al apuntarlo con la mira de tritio de color verde fosforescente de su escopeta, vio cómo el hombre giraba la cabeza hacia él. En ese mismo momento, Kevin apretó el gatillo.

Con el primer disparo, el guardia cayó al suelo. Kevin volvió a disparar una vez más al cuerpo en el suelo. A continuación, metió rápidamente dos nuevas balas de la cartuchera que llevaba pegada a la culata en el cargador de la Remington. Se puso de pie y avanzó hacia el centro del campamento, desde un ángulo de 90° con respecto a la línea de fuego de Dan. Mientras caminaba, Kevin pudo escuchar los disparos de Dan desde el borde de la carretera. Kevin comenzó a disparar una y otra vez mientras avanzaba, accionando el guardamano, con la escopeta colgada aún del hombro. Entretanto, Dan disparaba dos veces a cada uno de los hombres que había en los sacos de dormir. Cuando Kevin llegó hasta donde estaba la hoguera, escuchó un clic al apretar el gatillo. El cargador de siete cartuchos estaba vacío. Dejó rápidamente la escopeta en el suelo, sacó de la cartuchera la.45 automática Special Combat Government y comenzó a disparar a cualquier cosa que se moviera y a los sacos de dormir que pareciesen intactos aún. Ninguno de los cinco forajidos consiguió llegar a salir vivo de los sacos.

Tras vaciar la.45, Kevin sacó el cargador, metió uno lleno de los que llevaba en la bolsa y quitó el retén de corredera, cargando así un nuevo cartucho. El HK de Dan dejó de disparar. Kevin caminó en círculo alrededor del fuego y de forma mucho más concienzuda, para asegurarse de que no representaran más una amenaza, disparó una bala de punta blanda de ciento ochenta y cinco granos en la cabeza de cada uno de los saqueadores. Luego fue caminando hasta el centinela que estaba tirado en el suelo e hizo lo mismo.

—Ya no son nada —informó después Kevin, hablando a través del micrófono de su TRC-500.

—Recibido —respondió Dan secamente.

Kevin recogió del suelo la escopeta y recargó rápidamente las dos armas con los cargadores que llevaba en las bolsas de su correaje LC-2. Pese a que todavía le zumbaban los oídos, pudo oír cómo Dan recargaba su fusil. Lendel empezó a examinar el campamento, mientras Dan continuaba cubriendo la zona desde la posición más elevada. Lendel comprobó que los seis hombres estaban muertos. Descubrió también tres tumbas poco profundas en la parte oeste del campamento. Se imaginó que en su interior estaban los cuerpos de los tres hombres que habían abatido el día anterior. Durante los siguientes veinte minutos, examinó las armas y las mochilas de los forajidos.

Las mochilas eran de las baratas, de nailon, hechas con piezas de aleación que se vendían por menos de cuarenta dólares en las tiendas de deportes. Por fuera parecían mochilas de buena calidad, pero en realidad eran importadas de China. Y no solo estaban hechas con materiales de mala calidad, además el nailon estaba tintado con colores chillones. Hasta a la suave luz de la hoguera podía Kevin distinguir el color azul celeste y el naranja fluorescente. El sentimiento de desprecio le hizo resoplar. Una de las mochilas contenía una gran cantidad de billetes. Kevin los lanzó al fuego mientras apartaba a un lado las monedas de oro y de plata que contenían algunas de las otras bolsas.

Aparte de algo de munición, no encontró nada más que pudiera ser útil; básicamente había ropa, comida enlatada y botellas de alcohol. La mayoría de las armas no merecían ni siquiera la molestia de agacharse para recogerlas. Había dos Winchester modelo 1897 muy oxidados, una carabina Universal MI, un revólver Rossi.38 especial bastante picado, una escopeta Mossberg modelo 500 a la que le habían recortado los cañones de cualquier manera. Después hubo dos que sí llamaron la atención de Lendel: un rifle de cerrojo Remington modelo 700 de calibre.30-06 que llevaba incorporada una mira Weaver K4, y una escopeta de corredera: una Benelli M/P de buena calidad.

Kevin decidió coger todas las armas. Al principio pensó en coger solo el rifle de cerrojo Remington y la escopeta Benelli y pegarle fuego a las demás. Después cayó en la cuenta de que el resto, pese a que estuviesen algo deterioradas, seguían disparando y servirían para hacer trueque. Como mínimo, algunas de las piezas del modelo 1897 y de la Mossberg se hallaban en buen estado y podrían cambiarse por otras cosas.

Kevin echó al fuego el montón de leña que los saqueadores habían almacenado y lanzó después las mochilas. A continuación, llenó una de las bolsas de los sacos de dormir con las monedas y la munición, la enganchó a través de su cinturón y ató los cordones a una de las correas de su equipo. Acto seguido, se colgó al hombro el rifle y la escopeta requisados. Dan bajó la cuesta y recogió el resto de las armas.

Para cuando llegaron al Bronco, los brazos les dolían a causa de la carga transportada durante tan larga distancia. Kevin escondió debajo del asiento trasero el equipo requisado a los saqueadores. Después de eso, rellenaron los cargadores que estaban vacíos con las cajas de munición que llevaban en el vehículo y los colocaron en los morrales de su correaje. Tras sacar sus mochilas del Bronco, subieron unos cien metros montaña arriba hasta llegar a un lugar donde plantar el campamento. Eran cerca de las cuatro de la mañana. Kevin le dijo a Dan que estaba demasiado nervioso aún como para dormirse. Así que mientras su compañero hacía guardia, Dan desenrolló su saco de dormir lleno de remiendos y lo puso sobre un poncho.

—Buen trabajo, Kev —le dijo a Kevin poco antes de conciliar el sueño.

—No hace falta que me felicites —contestó Lendel moviendo la cabeza hacia los lados—. Ha sido como disparar a patos en un charco. La verdad es que les hemos dado su merecido. Venga, a dormir.

Dan se despertó a las siete y media de la mañana y se encontró a Kevin limpiando su modelo 870.

—No sé cómo puedes dormir como un tronco después de lo sucedido la noche pasada —le dijo Kevin a Fong.

—Todo lo contrario —contestó Fong riéndose—. Me costaría dormir si esos hijos de puta siguieran con vida.

Mientras Dan se ponía las botas y guardaba el saco de dormir, Kevin terminó de limpiar su escopeta. Tras acabar de revisar el cañón, lo volvió a poner en el sitio, colocó el muelle cargador extralargo y le añadió una extensión del cargador. A continuación, recargó el arma, revisando cuidadosamente cada uno de los cartuchos de perdigones del cuatro antes de introducirlos en el cargador.

—Ya he limpiado y recargado tu HK —le dijo a Dan.

—Gracias —contestó Dan.

—No problemo —contestó a su vez Kevin.

Después de partirse una ración de combate y algunas manzanas secas, regresaron hasta donde estaba el Bronco, se quitaron el camuflaje y cargaron todo el equipo. Mientras Kevin calentaba el motor y rellenaba el radiador, Dan repasó uno de los mapas de carreteras para familiarizarse con la ruta que seguirían durante el día.

Cuando se detuvieron a desmontar el control en el lugar donde se había producido la emboscada, decidieron amontonar las traviesas de ferrocarril y prenderles fuego. Más tarde, arrastraron hasta allí los cuerpos que seguían metidos en los sacos de dormir empapados en sangre y bien ventilados, y los echaron a la hoguera. Luego se arrodillaron y rezaron una breve oración.

El resto del viaje hasta la granja de los Prine se produjo de forma pacífica. Como toda la región estaba dominada por los mormones, que estaban bien preparados para cualquier eventualidad, el colapso había provocado menos sobresaltos en la zona. La ciudad de Morgan fue fácil de encontrar y no hallaron ningún indicio de disturbios. De hecho, las únicas señales extrañas eran que los semáforos no funcionaban y que algunos coches y camiones aparcados tenían los parabrisas sucios o las ruedas deshinchadas.

Cuando se detuvieron frente a la casa de los Prine, Ken reconoció el Bronco de T. K. y salió corriendo a recibirles.

—¿Cómo es que solo habéis venido dos? Me figuraba que seríais tres o cuatro —les dijo, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Éramos tres, pero ahora solo somos dos —contestó Kevin con tono triste mientras señalaba con el pulgar a las dos botas que sobresalían del extremo de los ponchos.

—¿Quién es? —preguntó Ken con los ojos muy abiertos.

—Es T. K. —contestó Kevin tras quedarse callado y cerrar un momento los ojos. La expresión de Layton cambió radicalmente.

Ken caminó hasta la puerta trasera del coche y se quedó mirando el cuerpo amortajado.

—Si hubiese sabido que algo así podía pasar, jamás habría mandado ninguna carta —dijo con voz temblorosa—. Es todo culpa mía.

—No ha sido culpa tuya, tío —dijo Dan Fong, moviendo la cabeza hacia los lados—. Las cosas están muy complicadas ahí fuera. Todos éramos conscientes de los riesgos, pero somos tus amigos. Algunas cosas son más importantes que la integridad personal. Se trataba de una cuestión de honor.

Ken siguió mirando la parte de atrás del Bronco sin ser capaz aún de creer que Tom Kennedy estaba muerto. Kevin y Dan se quedaron a una distancia respetuosa. Transcurridos unos minutos, Ken se volvió hacia ellos, envuelto en lágrimas, y los abrazó a los dos. Terry apareció entonces por la puerta, cojeando, apoyada en un par de muletas caseras.

—Nunca me había sentido tan feliz y tan desgraciado al mismo tiempo —dijo Ken.

Mientras rellenaban el depósito y cargaban cosas en el Bronco, Kevin Lendel le dio a los Prine los cubos de plástico sellados llenos de comida que les habían traído, así como cuatro bidones de gasolina, uno de los cuales no estaba lleno del todo. Después de despedirse, guardar las cosas de Ken y de Terry fue relativamente sencillo. Solo llevaban sus rifles, los correajes y unas mochilas Alice. Ninguno de los cuatro pudo evitar echarle un vistazo al cuerpo de T. K. Lo que en otras circunstancias habría sido una animada conversación quedó del todo atenuada.

El viaje de regreso a casa transcurrió sin incidentes. Después del viaje de ida, Dan y Kevin sabían qué ruta debían seguir para evitar cualquier tipo de problema. Cuando habían recorrido más de la mitad del camino, establecieron otro campamento a unos dieciséis kilómetros de donde habían dormido dos noches antes. Conscientemente, evitaron acampar en el mismo lugar. El segundo día de viaje fue prácticamente tan tranquilo como el primero.

Cuando el Bronco cogió la cuesta que subía hacia la granja de los Gray, Shona comenzó a ladrar repetidamente, pero la forma en que meneaba el rabo indicaba que los ladridos eran amistosos. Todos los que estaban en el refugio salieron fuera para lo que acabó siendo un triste reencuentro.

Poco después de su llegada, Kevin le entregó a Todd las monedas, las armas y la munición que habían requisado para que las pusiese a buen recaudo. Al igual que el resto de objetos requisados anteriormente, todo el conjunto se guardó bajo llave en una de las casillas del sótano.