«No puedes decir que has vivido de verdad hasta que no has estado a punto de morir. Para aquellos que luchan por conservarla, la vida tiene un sabor que los que están a salvo nunca llegarán a conocer.»
Cita anónima escrita en una señal en un puesto de mando en Khe Sanh, Vietnam
Tras algunas oraciones y una última reunión informativa, los milicianos llevaron a cabo las últimas inspecciones y pruebas. Con la ropa y el maquillaje de camuflaje puesto, sus miembros tenían un aspecto aterrador. Mike, Lisa, Todd, T. K. y Rose llevaban chalecos antibalas y cascos. Mike no paraba de andar de un lado a otro haciendo preguntas.
—¿Cuál es la contraseña vigente? ¿Qué indican unas bengalas rojas en forma de estrella o seis toques breves de silbato? ¿Cuál es la ruta a seguir en caso de desorientarse? ¿En qué canal de BC vamos a coordinarnos con los templarios? ¿Cuál es el canal alternativo? ¿Cuál es nuestro indicativo? ¿Cuál es la cadena de mando?
A continuación, obligaba a cada uno de los miembros de la patrulla a que dieran varios saltos para detectar aquellos objetos que pudieran hacer demasiado ruido. Para acabar, se hacía una revisión individual de camuflaje.
—Muy bien, peregrinos —dijo Mike una vez estuvo satisfecho con todo—, nos ponemos en marcha. Todos preparados. —Entre gritos y silbidos, salieron en fila por la puerta en dirección a las dos camionetas que estaban ya preparadas.
Margie, Mary, Shona y el pequeño Jacob se quedaron a defender el fuerte. Al ver cómo los dos vehículos se alejaban, las dos mujeres se pusieron a llorar.
El trayecto en dirección norte fue relativamente tranquilo. Aparcaron las dos camionetas en un camino cinco kilómetros al sur de Princeton, que fue abierto para facilitar la tala de árboles. A partir de ese punto, viajaron a pie, en «fila Ranger». Los asaltantes llegaron a la posición planificada, a trescientos metros del pueblo, a las tres y media de la madrugada. Una vez allí, se tumbaron en el frío y oscuro suelo y esperaron. La radio tan solo se escuchó una vez, a las cuatro de la mañana. Dan Fong, que tenía el auricular conectado a la BC, escuchó la llamada.
—Listos, Freddie, cambio —susurró en voz baja.
—Listos, Mikey cambio y corto.
Giró sobre sí mismo, le dio una palmada en el hombro a Mike, señaló el auricular y levantó el pulgar de la mano derecha indicando que todo estaba correcto. Mike asintió con la cabeza y le dio unas palmaditas a Dan en la espalda.
A las cinco y veinte de la mañana, Mike recorrió la línea de asaltantes tumbados bocabajo en el suelo, dándoles patadas en las botas. Como era de esperar, algunos de ellos se habían quedado dormidos. Tras toda la adrenalina generada durante la primera fase de la operación, permanecer tumbados durante dos horas había sido suficiente para que algunos alcanzasen un sueño profundo.
—Despacio y sin hacer ruido —les dijo Mike en voz baja—, estirad un poco, y si alguno lo necesita, que vaya a orinar.
A las cinco y media de la mañana, todos estaban colocados en formación. Mike hizo un gesto con el brazo para que se pusiesen en marcha. Cada hombre avanzaba a nueve metros de distancia del siguiente, en dirección al difuso contorno que los edificios dibujaban con los primeros y tenues rayos de luz de la mañana.
Los asaltantes llegaron a los límites del pueblo sin que ninguno de ellos fuera avistado. Kevin fue el primero a quien vio el hombre que hacía la guardia. Lendel abrió fuego dos veces con su escopeta y el motorista cayó al suelo sin tener ni siquiera tiempo de sacar la carabina que llevaba colgada al hombro. En cuanto advirtió que el guardia había dejado de ser una amenaza, Kevin recargó rápidamente la escopeta con las balas de una cartuchera elástica de nailon que llevaba pegada a la culata.
En cuanto se escucharon los primeros disparos, el resto de la patrulla aceleró el paso y comenzó a correr al trote hacia los edificios que cada uno tenía asignados.
La responsabilidad de acabar con la posición de la ametralladora M60 había recaído en Jeff Trasel. En cuanto escuchó los disparos efectuados por Kevin a poco menos de treinta metros más al oeste, avanzó hasta poder ver la posición de la ametralladora. El motorista que la controlaba, nervioso por los disparos, estaba apuntando en dirección al lugar del que venía todo el jaleo. Por suerte, Jeff se aproximaba en perpendicular al cañón de la M60, con lo que pudo apoyar una rodilla en el suelo y disparar al hombre que había detrás de la ametralladora cuatro veces con su HK91. Tres de sus cuatro disparos impactaron sobre el pecho y la cabeza del motorista.
Sin dudar un instante, Jeff fue corriendo hasta la posición. Una vez allí disparó dos veces más con su fusil al motorista moribundo que estaba tirado en el suelo. A continuación, se puso en cuclillas detrás de la ametralladora, cogió uno de los cargadores que llevaba y recargó el fusil. Mientras lo hacía, escuchó más disparos provenientes de los dos lados de la calle.
—Muy bien —susurró Jeff, lleno de regocijo, mientras cogía la M60. Primero levantó la tapa del alimentador y descubrió que el cerrojo estaba echado hacia atrás, listo para disparar—. Vamos a comprobar qué tal vas —se dijo a sí mismo en voz baja y volvió a cerrar la tapa. Rápidamente encontró otra cinta de cartuchos metida en una caja de madera. Trasel soltó el último cartucho de la cinta y lo encajó con el primero, de forma que la cinta tuviera forma de bucle. A continuación, se la colgó a la espalda como si fuese una bandolera. Después, levantó el arma de once kilos de peso, plegó las patas del bípode y se pasó por encima del hombro izquierdo el extremo de munición que quedaba colgando.
En uno de los extremos del pueblo, Todd Gray se estaba metiendo en la boca del lobo. Lisa, Lon y él dirigían sus disparos a una casa en la que había al menos dos motoristas. Los miembros de la banda disparaban una y otra vez, sin apuntar apenas, desde las ventanas de la planta baja. Debido a la posición que ocupaban tanto los atacantes como los motoristas, sus disparos no estaban teniendo ningún efecto. Cuando Gray escuchó que cesaban las detonaciones durante un momento, cruzó la calle corriendo en zigzag sin parar de disparar un momento hasta que alcanzó el edificio. Una vez allí, apoyó la espalda contra la pared y recargó rápidamente el HK.
A continuación, Todd se echó cuerpo a tierra y fue arrastrándose muy lentamente hasta que llegó justo debajo de la ventana desde donde se producían los disparos. Las explosiones del arma disparando a medio metro encima de su cabeza eran tremendas. Todd cogió una granada de uno de los bolsillos de su uniforme, tiró de la anilla y dejó que saltase por el aire. Por suerte, el ruido de los incesantes disparos disimuló el sonido del cebo y el silbido de la espoleta. Todd contó dos segundos en silencio y lanzó la granada al interior de la ventana. Luego, tuvo el tiempo justo de volver a echarse completamente en el suelo antes de que la granada explotase y causara un enorme estruendo.
Con los silbidos todavía zumbándole en los oídos, Todd saltó al interior de la humeante ventana. Hasta en tres ocasiones disparó a la forma inerte de un hombre que llevaba tan solo puestos unos pantalones vaqueros. A continuación, fue con mucho cuidado recorriendo las habitaciones. Cuando llegó a la parte de delante de la casa, desde el otro lado del medio tabique separador, alguien hizo varios disparos al azar. Gray apuntó cuidadosamente un metro más abajo del lugar por donde había visto asomarse un momento la pistola. Disparó una decena de veces, trazando una línea horizontal a partir de este punto. No volvieron a producirse más disparos.
Para cerciorarse de que las balas habían alcanzado su objetivo, Todd bajó el cañón y disparó horizontalmente otra ráfaga en la base del tabique separador, ya que suponía que de haber sobrevivido, quien estuviese allí estaría con el cuerpo pegado al suelo. Había vaciado el cargador de su fusil, así que desenfundó la.45 automática y le quitó el seguro. Se asomó un momento al otro lado del tabique y vio el cuerpo inmóvil de una mujer sobre un charco de sangre; en la mano sostenía una.45 automática AMT de cañón largo de acero inoxidable. La pistola se había quedado sin balas, el cerrojo estaba echado hacia atrás. Todd disparó un tiro de gracia a la cabeza de la mujer. A continuación, escuchó los leves sollozos de alguien en el piso de arriba.
—He despejado el piso de abajo, pero todavía hay alguien arriba. Necesito algo de ayuda —gritó a través de la destrozada ventana.
—Voy para allá —gritó Lon Porter.
—Yo os cubro desde aquí —dijo Lisa enseguida.
Una vez hubo entrado Lon por la puerta delantera, Todd movió la cabeza hacia los lados un par de veces.
—Me zumban los oídos. Estoy prácticamente sordo, será mejor que vayas tú delante.
—Muy bien, jefe —dijo Porter haciendo una mueca.
Antes de subir, los dos hombres recargaron por turnos sus armas.
—¿Cómo vas de munición? —preguntó Todd.
—El FAL tiene sesenta cartuchos, y todavía no he disparado mi Colt.357.
—Pues a lo mejor te llega ahora la oportunidad. —Después de decir esto, Todd señaló en dirección a la escalera con el cañón del HK—. Yo te sigo.
No muy lejos de allí, en la calle, Jeff estaba probando su nuevo juguete. Primeramente, respondió a algunos fogonazos provenientes de una ventana del segundo piso de una casa de madera. Jeff se apoyó contra un muro y disparó cuatro ráfagas de diez balas cada una contra la ventana y el muro que había debajo. Después de eso, no se escucharon más disparos desde el edificio.
—¡Soy Trasel! ¡Soy Trasel! —gritó Jeff con todas sus fuerzas después de disparar la M60.
A continuación, siguió recorriendo la calle. Su segundo posible objetivo fueron dos hombres armados con pistolas que salían corriendo del pueblo por una calle secundaria. Jeff se echó al suelo, desplegó las patas del bípode y apuntó a sus objetivos. Los hombres estaban a unos trescientos metros de distancia. Cinco pequeñas descargas bastaron para que mordiesen el polvo.
—¡Soy Trasel! —volvió a gritar, porque, tal y como explicaría después, no quería que nadie pensase que la M60 estaba todavía en manos enemigas.
En la parte este de Princeton se escucharon los motores de cuatro Harleys que salían del pueblo a toda velocidad. Della hizo media docena de disparos sin llegar a alcanzar a ninguna de las fugitivas siluetas.
—No malgastes munición —escuchó decir a Doug desde el otro lado de la calle—. Están fuera de alcance. Los templarios se ocuparán de ellos. —Segundos más tarde, oyeron una explosión y varias ráfagas de disparos. Della alzó la mano e hizo un gesto de aprobación a Doug. Justo entonces, escucharon el ladrido de una escopeta procedente de una casa cercana hecha de ladrillos.
—Venga, tío, tú avanzas y yo disparo —gritó Della medio cantando, repitiendo la consigna que habían utilizado miles de veces en las sesiones de entrenamiento.
Carlton fue corriendo entre coche y coche, y luego en dirección a la casa, por un lateral próximo en el que se oían los disparos.
—Venga, tú avanzas y yo disparo —dijo con alegría.
En cuanto Della se puso en marcha, Carlton empezó a abrir fuego con su M1A con intervalos de entre uno y dos segundos, de manera que el tipo de la escopeta tuviese que ponerse a cubierto. Una vez pegados a la pared del edificio, Doug y Della recargaron los fusiles y se pusieron otra vez de acuerdo. Della reemprendió el fuego contra la ventana mientras Doug daba la vuelta y entraba por la parte delantera de la casa. El tipo de la escopeta devolvió tan solo algunos de los disparos, sin llegar nunca a apuntar del todo.
Cuando estaba a punto de gastar los últimos cartuchos del segundo cargador de treinta, Della escuchó una explosión de granada procedente del interior de la casa. A continuación, esperó un par de minutos algo nerviosa hasta que vio a su marido salir de nuevo por la puerta delantera de la casa.
—Se acabó lo que se daba —dijo Doug sonriendo mientras caminaba sin hacer ruido hacia ella.
Tras comprobar que la casa que le había sido asignada se encontraba vacía, T. K. volvió a la calle principal y retrocedió hasta un callejón que corría en paralelo a esta, un poco más al norte. Le dispararon en dos ocasiones. La primera, una bala le pasó zumbando junto al oído; la había disparado un hombre con un rifle de cerrojo desde el tejado de una casa móvil. T. K. se giró hacia él, se puso en cuclillas, apuntó y disparó dos veces. La primera de las balas Match Sierra, de sesenta y dos granos, impactó contra el cuello del hombre, y la segunda le atravesó el ojo izquierdo. Una nube de color rosáceo salió de la parte de atrás del cráneo mientras este se deshacía.
Poco después, durante su avance por aquella misma calle, un hombre apostado en un porche le disparó por la espalda con una carabina M1. Dos de las balas acertaron en su espalda y le hicieron caer al suelo. Por un momento, se quedó sin respiración. Después, tras darse cuenta de que el chaleco antibalas había detenido los cartuchos, giró sobre sí mismo y efectuó cuatro rápidos disparos dobles con su AR-15. Su oponente fue cosido por media docena de balas y se quedó tendido en el porche dando pequeños gritos sofocados. T. K. se levantó y siguió caminando; sin pensar, cambió el cargador de su arma y continuó buscando nuevos objetivos.
Con la Smith and Wesson desenfundada y lista para disparar, Lon empezó a subir lentamente la escalera, pegado en todo momento al muro que tenía a su izquierda. Desde abajo, Todd cubría el umbral de la puerta que había en la parte de arriba. Una vez llegó allí, Lon hizo un gesto a Todd para que le siguiese. Gray subió las escaleras y se quedó en cuclillas en el rellano mientras Lon registraba las habitaciones del piso de arriba. Cuando entró en la segunda habitación, Todd escuchó que Lon disparaba tres veces seguidas, se detenía un momento y disparaba una cuarta vez. Acto seguido, Gray escuchó el ruido metálico de los casquillos que caían en el suelo de madera mientras Porter recargaba su 686 con un cargador rápido. En la última de las habitaciones no había nadie.
—En la habitación de en medio había una mujer —le informó Lon al volver hacia la escalera—. La única ropa que llevaba era una camiseta sin mangas. Cuando entré estaba sentada en una silla, llorando. Entonces me di cuenta de que llevaba una rosa y una calavera tatuadas en el hombro. Se puso en pie y vino hacia mí con un cuchillo bien grande. Entonces le disparé. Estaba solo a unos cuantos pasos de distancia. No quiero volver a pasar por algo así en mi vida.
Mike, Dan, Kevin y Rose acabaron de despejar la mayoría de las casas. Como un equipo perfectamente compenetrado, abrían puertas a patadas, se movían de cuarto en cuarto y eliminaban toda la resistencia que encontraban. Mike solía ir delante en la mayoría de los asaltos. Su chaleco antibalas le salvó la vida dos veces aquella mañana.
Entrando en uno de los edificios, Dan Fong fue herido levemente en el antebrazo por un disparo de pistola. Enseguida se puso un vendaje modelo Carlisle y la herida dejó de sangrar.
Veinte minutos después de que comenzase la lucha casa por casa y habitación por habitación, el sonido de los disparos fue apagándose hasta que el silencio volvió a adueñarse del pueblo. Sin ocultarse ya, Mike fue corriendo calle arriba y abajo, comprobando el estado de los asaltantes. Cuando se confirmó que ya no quedaba más resistencia, fue hasta la entrada de la zona de mantenimiento de la gasolinera y dio largos toques de silbato durante medio minuto.
—¡Está bien, muchachos, venid todos aquí conmigo! —gritó a continuación.
Pocos minutos después, diez de los asaltantes se reunían en torno a Mike en la parte de atrás de la gasolinera. Junto a la puerta del garaje, Tom Kennedy vigilaba la calle sentado y con el fusil preparado.
—Está bien —dijo Mike—, ahora que hemos despejado todas las casas, vamos a volver otra vez en grupos de dos para asegurarnos de que no nos hemos dejado a nadie. Quiero que registréis a fondo todas y cada una de las habitaciones. Podéis tardar el tiempo que haga falta. Aseguraos también de que estos «ángeles del infierno» a los que hemos disparado estén de verdad en el infierno. Los que parece que están más muertos son los que siempre se levantan y te pegan un tiro.
El proceso de revisión final fue relativamente tranquilo. Debajo de una cama descubrieron a un miembro de la banda que se había escondido. Cuando le ordenaron que saliese de su escondite, el motorista salió corriendo en dirección a la ventana. Kevin Lendel disparó su escopeta de corredera tres veces y el tipo cayó desplomado debajo del alféizar.
En la trastienda de una antigua tienda de tractores, T. K. y Lisa encontraron a un chico de diez años atrapado en una de las taquillas que había en la pared. Una percha doblada alrededor del pasador impedía que pudiese abrir la puerta. Era el único habitante del pueblo que había sobrevivido. Las manos del muchacho estaban cubiertas por trapos manchados de sangre. Al retirar los trapos, Lisa descubrió que le habían cortado los dos dedos meñiques.
—¿Quién te hizo esto? —le preguntó.
El muchacho murmuró algo imposible de entender.
Lisa repitió dos veces más la pregunta.
El chico fue finalmente capaz de contestar.
—Fue Greasy —dijo temblando—. Me prometió que me iría cortando un dedo cada día hasta que no me quedase ninguno.
—¿Por qué te hizo eso?
—Porque… porque no hacía lo que él quería. Quería que con mi boca le… —Después de decir eso el chico se echó a llorar.
Lisa se acercó para darle un abrazo, pero el chico le gruñó.
—Pobrecito. ¿Quieres un poco de agua? —preguntó Lisa.
—Sí, por favor, señora.
Lisa sacó la cantimplora de la bolsa y se la dio al chico, quien se la bebió prácticamente entera dando largos y sonoros tragos.
A ambos lados del pueblo, los templarios habían preparado sendas emboscadas en la carretera. En cada una de ellas, habían posicionado a tres hombres y habían colocado dos minas Claymore. Otros siete templarios habían dispuesto emboscadas individuales en senderos que pudiesen servir para salir del pueblo, colocando a su vez una mina Claymore cada uno.
Los motoristas cayeron en tan solo tres de las emboscadas que habían sido preparadas. En la primera, el estallido de una mina Claymore fue seguido de varios disparos de fusil. Cuatro miembros de la banda que intentaban huir con sus motos perdieron la vida.
La segunda emboscada la llevó a cabo una chica de catorce años. Dos hombres armados, uno de ellos desnudo, iban corriendo por un sendero que iba directamente hacia donde ella estaba. Cuando vio que entraban en la zona de efecto de la Claymore, la chica se agachó detrás de un árbol caído y conectó los cables WD-1 a la batería de 9 V. El sonido de la explosión la alteró bastante, nunca había escuchado nada igual. Cuando se asomó con su carabina AR-180, dispuesta a disparar a cualquier cosa que se moviera, comprobó que no quedaba nada con vida a lo que disparar.
El experto en comunicaciones de los templarios, un encargado de señales de la Marina retirado y de setenta y cuatro años de edad, fue el que realizó la tercera emboscada templaria, que estaba preparada en un cruce de dos senderos. Desde allí observó que se aproximaba corriendo un hombre con una cazadora de cuero negro y una escopeta de corredera Maverick de las baratas. Como no quería malgastar su mina Claymore, el templario apuntó cuidadosamente con su M1A y disparó dos veces desde una distancia de cincuenta metros.
Dos horas después de que acabase el tiroteo, los templarios, solos o en parejas, empezaron a entrar en el pueblo. La visión de los cadáveres en las calles, tanto los de los habitantes del pueblo como los de los motoristas que ahora estaban reuniendo en un montón los miembros de la Milicia del Noroeste, los dejó boquiabiertos.
Una de las mujeres templarías reconoció al chico que habían encontrado en la taquilla. Era el hijo de la mujer que le cortaba el pelo antes del colapso.
—¿Dónde están tu mamá y tu papá, Timmy? —le preguntó.
El muchacho se la quedó mirando con la mirada perdida.
—Cuando llegaron —dijo después de permanecer un rato callado— dispararon a mi papá. Mi madre también está muerta. Greasy la apuñaló. Yo lo vi.
—¿Quieres venir a vivir con nosotros? —le preguntó la mujer, con lágrimas en los ojos—. Vivimos cerca de aquí, en Troya. Es un lugar seguro. Allí no hay hombres malos.
—Sí, creo que sí —contestó con un tono todavía huraño—. Pero primero quiero ver a Greasy. Quiero verlo muerto. —Después de ir caminando por entre los cadáveres durante algunos minutos, Timmy señaló al motorista al que llamaban Greasy. A continuación, se acercó y escupió sobre él. Acto seguido, regresó junto a Molly.
—No te preocupes, Timmy —le dijo ella, cogiéndolo del brazo y alejándolo de donde estaban los cadáveres—. Ya ha pasado todo.
El chico levantó la cabeza y la miró con un duro gesto de incredulidad.
Tras establecer un perímetro de seguridad, Todd, Mike, Roger Dunlap y Ted Wallach mantuvieron una rápida reunión en la parte de atrás de la gasolinera. En primer lugar, compararon las anotaciones acerca del número de miembros de la banda que habían matado.
—Hemos matado a dieciséis. No hay ningún prisionero —expuso Todd con toda naturalidad.
—Nosotros acabamos con siete en las emboscadas —contestó Dunlap—. Eso hace un total de veintitrés, que encaja bastante bien con las cifras que Trasel facilitó en su informe de reconocimiento. Como mucho, quizá se nos puedan haber escapado uno o dos.
—Confío en que hayamos acabado con todos —dijo Todd con un ligero tono de urgencia—. De todas maneras, es imposible estar seguro. —El tema de la conversación derivó después hacia qué debía hacerse con los cuerpos y con el material requisado.
A lo largo de la tarde se llevó a cabo un registro todavía más exhaustivo de las casas, en el que se incluyó la revisión de sótanos, áticos y recovecos. Tanto los templarios como los milicianos del Noroeste colaboraron en esta tarea. A excepción de un cadáver putrefacto que encontraron en un sótano, no aparecieron más motoristas ni más vecinos. Todd dio la orden de reunir todo aquello que pudiese ser de utilidad, incluyendo los casquillos ya disparados. Llegados a este punto, los dos grupos enviaron patrullas reducidas para acercar al pueblo sus respectivos vehículos.
Todo el material requisado a la banda fue amontonado junto a la furgoneta de los motoristas. De hecho, la mayoría de los objetos más valiosos fueron encontrados en el interior de esta. Allí aparecieron unos dos mil cartuchos de munición de diverso calibre, un par de gafas de visión nocturna, cuatro cajones con doce botellas de alcohol cada uno, y quinientos cuarenta litros de gasolina. En los edificios y en las alforjas de las motos encontraron aún más munición, mapas de carretera, marihuana, ropa y un par de prismáticos. Al registrar los cuerpos de los motoristas y sus objetos personales, aparecieron también las llaves de la furgoneta y de las distintas motos.
El único hallazgo fuera de lo común fue el de una caja de cerca de un centenar de abrojos. Estos artilugios de siete centímetros de largo y tres de ancho eran piezas de metal cortadas con forma de pajarita. Todas ellas estaban dobladas 90° en el centro, de manera que daba igual en qué posición cayeran, una de las cuatro puntas del abrojo apuntaría siempre hacia arriba. Mike supuso que los motoristas los habían fabricado para tender emboscadas a vehículos o para evitar a posibles perseguidores.
Cuando llegó el momento de repartir el material requisado, lo único que Todd pidió fue quedarse con la M60 y la munición y accesorios de la ametralladora. El resto podían apropiárselo los templarios. Dunlap aceptó enseguida la propuesta. Todd ofreció también a los templarios que se quedaran con las cuatro minas Claymore que no habían utilizado. El jefe templario no se esperaba un regalo así y se mostró muy agradecido.
Todd y Jeff tomaron del montón cuatro cintas de balas de calibre 7,62 mm, una caja de munición de 20 mm, llena hasta el borde de enganches de metal para unir cintas adicionales, y una bolsa de nailon de color verde que contenía un cañón de recambio y un kit de limpieza.
Todd cogió a Dunlap del brazo y se alejó un poco del resto para explicarle cómo su grupo había requisado anteriormente cierto material a unos saqueadores y lo había guardado para que lo empleasen los refugiados o grupos de solidaridad. Dunlap asintió y estuvo de acuerdo con que era una buena forma de proceder. Con esa idea en la cabeza, Dunlap seleccionó seis de las mejores armas requisadas y las guardó para Timmy. Se trataba de un Mini-14, una carabina M-2, dos pistola automáticas XD Springfield de calibre.45, una escopeta de corredera Mossberg y un revólver Magnum Smith and Wesson modelo 629 de calibre.44. El líder de los templarios también apartó a un lado una cifra considerable de munición para cada una de las armas.
—Las limpiaremos —anunció Dunlap— y las guardaremos junto con la munición en una caja bien sellada que se llamará «Fondo fiduciario de Timmy». —A continuación, manifestó que guardarían el resto del equipo y de la comida para los refugiados o para los habitantes de la zona que se encontraran en situación de necesidad.
Los cadáveres de los motoristas fueron arrastrados hasta una casa de madera en el extremo norte del pueblo. Los de los habitantes del pueblo los colocaron en otra casa abandonada al otro lado de la calle. A continuación, por encima de los dos montones de cuerpos pusieron objetos que fuesen inflamables como periódicos, pedazos de madera, latas de aceite usado, muebles y la marihuana de los motoristas. Tom Kennedy ofició un funeral frente a la casa en la que estaban los cuerpos sin vida de los vecinos del pueblo. Aunque nadie lo pidió, Tom elevó también una oración por el alma de los miembros de la banda de motoristas.
Tras terminar las oraciones, Tom Kennedy encendió una bengala y le prendió fuego a las dos casas. En cuestión de minutos, las dos eran presa de las llamas. Media hora después, tras asegurarse de que no había peligro de que el fuego se contagiara al resto de las casas del pueblo, los dos grupos comenzaron a cargar sus vehículos. Tras intercambiar saludos y apretones de manos, los tres todoterrenos de los templarios, junto con la recién requisada furgoneta, abandonaron el pueblo. Según les dijeron, volverían unas horas más tarde con una camioneta con una caja más grande y con rampa para llevarse todas las motos, incluidas las cuatro dañadas por la explosión de la mina Claymore.
Mike reunió a los miembros de la Milicia en los dos vehículos e inmediatamente emprendieron el camino hacia su refugio. En la cabina del automóvil que encabezaba la marcha (la camioneta de Kevin Ford) iban Kevin, Lisa y Todd. Cuando ya habían recorrido unos cuantos kilómetros, Lisa se giró hacia Todd y le echó una mirada de reproche.
—Entiendo las razones para pedir la M60 —le dijo—. Desde el punto de vista táctico tiene el mismo valor que todo el resto de lo que había allí. Pero nos deberíamos haber quedado con las gafas de visión nocturna. Nos habrían venido muy bien en el POE.
—Había un problema, y es que esas gafas eran del modelo PVS-5 —contestó Todd—. Si no recuerdo mal, ese modelo precisa la corriente de una batería de 2,75 V, y ha habido casos en que esa batería ha explotado al intentar recargarla.
En el montón de cosas no he visto ninguna batería de repuesto, ¿tú has visto alguna?
—No —contestó Lisa con tono apesadumbrado. Luego suspiró y dijo—: Si es así, hiciste muy bien en invertir nuestro dinero en miras de tritio y en bengalas, tanto las normales como las de paracaidista, en vez de haberlo gastado en equipamiento de visión nocturna.
—No, no me malinterpretes —dijo Todd en tono conciliador—. No digo que el material de visión nocturna no sea bueno, solo digo que no sirve de nada si no se tienen las baterías adecuadas, y la mayoría son difíciles de conseguir, no se pueden recargar y tienen una vida de almacenaje limitada. Algunos de los modelos más recientes se construyeron para que funcionasen con baterías híbridas de níquel doble A y con recargables de 9 V como las que usamos nosotros con algunos de nuestros aparatos eléctricos. Alguno de esos podría haber sido una buena inversión, el problema radica en que eran extremadamente caros, especialmente todos lo que sacaron de tercera generación. En cuanto al material de fabricación rusa… Estaba tan mal hecho que ni siquiera me molesté. La calidad de imagen era muy pobre, las miras no acababan de calibrarse bien y los tubos intensificadores no tardaban en quemarse. Si hubiéramos tenido dinero suficiente, habría comprado algún producto de calidad fabricado en Estados Unidos…
—Si hubiéramos tenido dinero suficiente —interrumpió Kevin— habríamos comprado muchísimas cosas, como uno de esos equipos de detección de seísmos y de movimiento PSR-1 que estaba de saldo, o un transmisor-receptor de radioaficionado. No sé vosotros, pero a mí me frustra bastante estar ahí sentado con el receptor de onda corta escuchando a los radioaficionados y no poder participar en la conversación. Pensad en la cantidad de información de inteligencia que podríamos estar acumulando. Podríamos hablar con radioaficionados de toda la mitad occidental del país y enterarnos de cómo están las cosas en cada zona.
—Después de visto, todo el mundo es listo —repitió Todd una vez más, apoyando la barbilla en la palma de la mano.