«Os diré la verdad, no hay nada mejor que la libertad; nunca viváis bajo el nudo de una soga servil.»
William Wallace, en su discurso a los escoceses (circa 1300)
Tras abandonar el campamento, Chase estuvo al volante la mayor parte del tiempo. Matt iba en la parte trasera de la autocaravana, oculto a la vista. Primero pararon en Roanoke, Virginia, para llenar los más de doscientos cuarenta litros del depósito de la caravana. Una hora después se deshicieron de las bolsas de basura en el enorme vertedero comercial que había tras un edificio de oficinas que parecía recién construido y sin ocupar. Ese día condujeron hasta Baltimore y aparcaron tras una estación de servicio Flying J una hora después de que anocheciera. Matt entró en la estación de servicio y compró el periódico dominical y algunas provisiones.
En el Baltimore no venía nada sobre los tiroteos, pero supusieron que debían de estar copando los titulares en la prensa de Carolina del Norte. Repasaron los anuncios clasificados y discutieron las posibilidades que se les presentaban. Seleccionaron cinco posibles candidatos. Chase no paraba de protestar porque el ruido de los camiones no le dejaba dormir. Empezaron a hacer llamadas telefónicas a las ocho en punto de la mañana del lunes.
Tratándose de un día laborable no había mucha gente en casa para contestar a sus llamadas. Cuando Matt marcó el número del cuarto anuncio que habían señalado, por fin obtuvo respuesta. Sin rodeos, le dieron las indicaciones necesarias para llegar. Chase se quedó en la caravana a tres casas de distancia de la dirección que recibieron; la espera se le hizo interminable.
Matt inspeccionó cuidadosamente el vehículo: olfateó la varilla del aceite, buscó posibles fugas, observó el humo del tubo de escape en busca de cualquier signo sospechoso cuando el propietario arrancó el motor, y escuchó atentamente bajo el capó cuando lo detuvo. Tenía algunos defectos: el retrovisor del lado del acompañante estaba roto, las chapas traseras empezaban a oxidarse y la tapicería del asiento frontal estaba hecha trizas en el lado del conductor. Por lo demás, la camioneta estaba en buen estado y aún se podía aprovechar. El más mayor de los hermanos pasó unos minutos regateando con el viejo, le interrogó sobre la situación de las ballestas, los amortiguadores de aire y cómo de «seca y tirante» estaba la piel de la lona de la camioneta; finalmente acordaron un precio de mil cuatrocientos dólares. En el anuncio, el precio era de mil seiscientos. Matt contó los mil cuatrocientos y el viejo le dio la documentación del vehículo y dos juegos de llaves. Justo antes de irse con el camión, el viejo le dijo a Matt:
—Es una buena pieza, no quema demasiado aceite.
Diez minutos después de que Matt se marchase, el viejo se dio cuenta de que debería haberle pedido al joven su nombre y su dirección.
—No importa, ya me enteraré cuando lo registre y cambie de titular en el DVM.
Matt llevó la camioneta Chevrolet hasta donde estaba la autocaravana y tocó el claxon. Chase arrancó sin pararse a mirar la nueva adquisición e inició la marcha. Dejaron atrás la zona metropolitana de Baltimore y no pararon hasta llegar al campo de granjas del condado de Frederick. Allí, aparcaron en un parque que estaba desierto. Los columpios permanecían inmóviles, pues el día era frío y lluvioso. Había varios edificios recubiertos de metal ondulado que parecían haber servido de expositores durante la feria veraniega del condado. Chase se detuvo tras uno de los edificios más grandes. Matt reculó con la camioneta hasta la puerta lateral de la caravana. Rápidamente repartieron la carga, poniendo los objetos más pesados en la parte delantera de la caja de la camioneta.
La carga llegaba hasta la lona. Matt guardó su mochila, la maleta y el talego donde llevaba el fusil de asalto Steyr AUG en la cabina. Chase solo dejó en la caravana su bolsa portaarmas y su mochila. Cayó en la cuenta de que iba a necesitar alguna lectura para el viaje que iban a emprender, así que se metió en la mochila un ejemplar de La rebelión de Atlas de Ayn Rand. Antes de que Matt bajara de la caravana, Chase abrazó a su hermano y le hizo una promesa:
—Nos veremos en cuatro días, puede que en cinco. Que Dios te bendiga.
Abandonaron el parque con sus autos, y a la salida Matt giró a la izquierda y Chase a la derecha.
Chase fue en dirección oeste hasta Fargo, en Dakota del Norte, conduciendo doce horas al día. Dejó la autocaravana en un campamento informal a un kilómetro y medio al norte de la ciudad. Siguiendo el consejo de Matt, la dejó sin cerrar y con las llaves en el contacto. No hizo ningún intento de borrar sus huellas dactilares; eran tan numerosas y estaban en tantos objetos que habría pasado alguna por alto incluso dedicando un día entero a la tarea de borrarlas. Además, suponía que las autoridades probablemente contarían ya con diversas muestras de sus huellas en la furgoneta y en la mercancía que habían dejado atrás, en Asheboro.
Se echó al hombro el saco y la bolsa de armamento y se puso a andar hacia la ciudad. Compró un billete de autobús para Grand Forks, pero montó en cambio en un autobús con rumbo a Fergus Falls, Minnesota. Ambos autobuses dejaron la estación sobre la misma hora. Pidió disculpas al conductor por embarcar tan tarde y pagó en metálico por el trayecto hasta Fergus Falls. Inmediatamente, con la intención de evitar cualquier contacto visual que pudiera dar pie a una conversación no deseada, Chase se sumergió en la lectura del libro. Después de haber cenado y tras cuatro horas de espera en Fergus Falls, tomó un autobús a Mineápolis. Pasó durmiendo la mayor parte del trayecto. En Mineápolis se afeitó en los baños del McDonald's que había enfrente de la estación de autobuses. Después, caminó cinco manzanas y desayunó en una cafetería. Desde allí, caminó otras cinco manzanas en la misma dirección, hacia el distrito financiero, y pidió a un taxi que le llevara hasta la estación de trenes Amtrak.
Dos horas después estaba en un tren con destino a Chicago. Al día siguiente, dejó Chicago en un autocar rumbo a San Luis. En San Luis tomó otro tren con destino a Dallas. Después de dieciocho horas y treinta y tres capítulos de La rebelión de Atlas, bajó en Hot Springs, Arkansas, pese a que había comprado un billete que cubría el trayecto entero hasta Dallas. En Hot Springs hizo autoestop hasta Texarkana; allí compró un billete de autobús a Baton Rouge. Desde una estación de Baton Rouge hizo autoestop hasta el parque estatal De La Croix, a ocho kilómetros al oeste de la ciudad. Llegó completamente exhausto al campamento. Habían pasado ciento diecisiete horas desde que los dos hermanos se despidieran en Maryland. Encontró a Matt sentado en una tumbona, bebiendo una zarzaparrilla.
—Eh, hermanito —exclamó Matt—, llevo aquí un día y medio esperándote. ¿Por qué has tardado tanto?
El día anterior, Matt había guardado la mayoría de sus bártulos en un trastero de alquiler. Eligió una pequeña compañía de almacenamiento porque exigiría menos papeleo legal. Para no levantar sospechas, se inventó una historia sobre cómo había dejado olvidada su cartera en el mostrador de una estación de servicio hacía dos días.
—Eh, dame un respiro —había suplicado—, acabo de mudarme aquí desde Maryland, me han mangado la cartera, aún no he encontrado un sitio donde quedarme y me aterra la idea de que me puedan robar la ropa y la tele que llevo en la camioneta.
El propietario se mostraba reticente a alquilarle un trastero sin ninguna identificación, pero Matt lo persuadió ofreciéndole el pago inmediato y en metálico de un año de alquiler por adelantado. Registró el almacén a nombre de Marcellus Thompson.
Cuando llegó al campamento, Chase se percató inmediatamente de que el Chevrolet de su hermano luda matrícula de Luisiana con pegatinas de registro vigentes.
—¿De dónde ha salido eso? —preguntó Chase.
—Las compré en un desguace; bueno, algo así. Por lo menos sí que pagué por ellas. Deja que te cuente. El mismo día que entré en el estado voy y me encuentro con dos cajas de cartón de unos cuarenta y cinco centímetros de largo detrás de un restaurante. Rajé una de las cajas, hice un panel de cartón del mismo tamaño que el fondo de la caja y lo metí dentro, vamos, que fabriqué un fondo falso. Después elegí unas cuantas de mis herramientas y las puse dentro la caja. Vi un desguace en la interestatal, me metí en la oficina con la caja y les dije que estaba buscando un espejo retrovisor y unas cuantas rasillas más para una camioneta Chevrolet de 1979. Era un sitio de esos en los que te puedes llevar las piezas que quieras. Pagué la tasa de cinco dólares para poder entrar y me puse manos a la obra: me hice con un retrovisor nuevo en un Chevrolet de más o menos el mismo año; también conseguí repuestos para el interruptor de la radio y el seguro de las puertas y… un manojo de matrículas recientes a las que aún les quedaban unos meses para tener que pasar la revisión. Puse las matrículas en el doble fondo. Al salir, dedujeron los cinco dólares de la tasa del precio total, así que todo me costó un total de noventa y cinco dólares.
Esa noche durmieron en la parte trasera de la caravana. Les sorprendió lo cálido que era el ambiente en comparación al de las Carolinas, incluso en febrero.
Los Keane pasaron el día siguiente ocupados en la construcción de sus «leyendas». El cementerio era la primera parada. Pasaron horas examinando fila tras fila de lápidas, buscando varones nacidos aproximadamente en el mismo año que ellos y que hubieran muerto antes de llegar a la edad de tres años. Matt eligió a Jason Lomax. Jason había nacido un año más tarde que Matt y había muerto aproximadamente a los seis meses de vida. Chase eligió a un tal Travis Hardy, que ahora tendría un año más que él si siguiera vivo. Esa tarde, con sus nuevos nombres, alquilaron dos apartados de correos en dos franquicias diferentes de UPS en Baton Rouge. En ambos establecimientos les dijeron que podían usar una dirección postal en lugar de un apartado de correos. Con una simple llamada telefónica, consiguieron la dirección de la oficina del registro civil, así como la tasa requerida para obtener una copia ante notario de su certificado de nacimiento. «Jason» mandó su giro postal en la oficina de correos; «Travis» envió el suyo desde un supermercado Circle-K.
En la carta, que envió al registro esa misma tarde, Matt explicaba que necesitaba una copia del certificado de nacimiento porque iba a casarse. Chase en cambio explicaba que había perdido su certificado de nacimiento original.
Envió el correo y el giro postal al día siguiente; ambos certificados llegaron a sus respectivos apartados de correo dos días después.
Para evitar llamar la atención y atraer sospechas, se trasladaron al parque estatal de Saint Pierre, al otro lado de Baton Rouge. También obtuvieron licencias de pesca con sus nombres falsos. Compraron equipos de pesca Spincast, un camping gas marca Coleman, una sartén de hierro colado y una barbacoa pequeña y barata. Pasaron mucho tiempo pescando en el parque con sorprendente éxito.
Un poco después de que llegaran sus certificados de nacimiento, se sacaron el carné en dos bibliotecas distintas. A continuación, enviaron dos formularios SS-5 para solicitar el número de la Seguridad Social. Las tarjetas llegaron tras dos agónicas semanas de espera. Durante ese intervalo, los hermanos empezaron a buscar trabajo: Chase consiguió uno en la compañía eléctrica local, en una cuadrilla de reponedores de postes de la luz. Chase era joven, así que el hecho de que no tuviera número de la Seguridad Social no levantó ninguna sospecha. Explicó que había estado estudiando en la universidad y que nunca había tenido un trabajo que requiriera un ÑUS. Su tarjeta de la Seguridad Social estaba «en camino»; de hecho, llegó justo dos días después de su primera paga.
Para que adquirieran aspecto usado, se metieron las licencias de pesca, los carnés de la biblioteca y los certificados de nacimiento dentro de los zapatos.
Chase tuvo trabajo de sobra debido a la plaga de termita formosa que asolaba Nueva Orleans. No solo estaban destruyendo gran cantidad de edificios históricos y de árboles, las termitas también devoraban los postes de la luz. En general, las termitas no se alimentan de madera tratada, pero las formosa son especialmente voraces. En tres años su cuadrilla había tenido que reemplazar más de la mitad de los postes de la luz en el área de Venetian Isles, una de las regiones más afectadas por la plaga. El trabajo aumentó tras los huracanes de 2005, que habían tumbado miles de postes.
Tras otra semana, se trasladaron de vuelta al parque estatal De La Croix. Chase usaba la autocaravana para ir cada día al trabajo, mientras Matt pasaba el día pescando y vigilando, como quien no quiere la cosa, su tienda de campaña. Inmediatamente después de que sus carnés de la Seguridad Social llegaran, los hermanos consiguieron sendos permisos de conducción en los suburbios de Baton Rouge; para ello usaron como dirección postal las direcciones de sus apartados de correos. El certificado de nacimiento de Chase y la tarjeta de la Seguridad Social bastaron como identificación. A Matt le pidieron algún documento adicional, así que les mostró el permiso de pesca y el carné de la biblioteca.
Dos días después de obtener el permiso de conducir, Matt le compró a un particular una camioneta con capota, esta vez con su nuevo nombre. Era una Ford de 1990, sin marcas de óxido y tracción en las cuatro ruedas. Costó dos mil doscientos dólares, era el último dinero que les quedaba. Chase vendió una de sus monedas de oro Maple Leaf en una tienda de empeños para poder aguantar hasta que empezaran a cobrar de sus trabajos. Chase se enfadó porque el dueño de la tienda de empeños le había pagado por la moneda veinticinco dólares por debajo de la cotización diaria del oro. Le pareció un atraco a mano armada. Al menos el hombre de la tienda no le exigió identificación alguna.
Con unos guantes y una goma de borrar, Matt eliminó cualquier huella dactilar de los papeles del Chevrolet; tras esto los metió en la guantera. Al día siguiente llevó la camioneta hasta Beaumont, Texas. Allí pasó horas limpiando concienzudamente cualquier huella dactilar con una botella de lubricante CLP marca Break Free y dos rollos de papel. Después, y con los guantes puestos, condujo hasta el vecindario con peor aspecto que pudo encontrar. La dejó aparcada frente a una licorería con barrotes en las ventanas. Al igual que hizo con el Cutlass robado, la dejó abierta y con las llaves puestas. Los papeles firmados aún estaban en la guantera. Para regresar tomó un autobús que llegó a Nueva Orleans ya bien entrada la noche.
Matt alquiló una casa prefabricada en Nueva Orleans Este por doscientos setenta y cinco dólares al mes. Había un centro comercial con una lavandería, una tienda de comida a escasa distancia, y una parada de autobús a solo ciento ochenta metros del parque de caravanas. Era un sitio ideal. El barrio de Nueva Orleans Este era atractivo porque tenía un aire independiente y sin duda era de clase trabajadora. Nadie preguntaba más de la cuenta. Matt leyó en un periódico un editorial en el que se ridiculizaba a los habitantes del lugar por cazar conejos con pistolas del calibre.22 pese a que el distrito estaba en zona urbana.
Los hermanos Keane alquilaron apartados de correo de compañías distintas en el centro de Nueva Orleans. Ahora que ya tenían permisos de conducir fue coser y cantar. Luego abrieron sendas cuentas bancarias en dos bancos de la zona. Tras un mes de búsqueda, Matt finalmente encontró trabajo como encargado del almacén de una distribuidora de gasolina a las afueras de la ciudad. Cobraba nueve con veinticinco la hora. Su trabajo consistía en conducir una carretilla elevadora, redactar pedidos y llevar el inventario. Comparado con empleos anteriores en los que había tenido que cavar hoyos para buzones o plantar alambradas, este le parecía un trabajo fácil.
Cuando llevaba un mes trabajando, Matt hojeó un número de marzo de una arrugada revista que estaba en el escritorio de la oficina. Quedó impresionado al ver un artículo titulado «La extrema derecha se pasa de la raya» y subtitulado «Los tiroteos de Carolina, otra muestra de la creciente resistencia paramilitar a los controles de tráfico». Se llevó la revista a casa para enseñársela a su hermano. Había una foto enorme pero borrosa del tiroteo. La foto se había obtenido digitalmente a partir del vídeo grabado a través del parabrisas de un coche policial y había salido en numerosas ocasiones por la televisión.
El artículo explicaba que el coche patrulla formaba parte de un grupo de vehículos equipados con videocámaras automáticas para grabar las paradas rutinarias de tráfico. En teoría, estas cámaras se usan para obtener grabaciones en vídeo de los motoristas que son parados bajo la sospecha de conducir ebrios, para así tener más pruebas en caso de juicio. Fue una coincidencia que el coche que paró la caravana de los Keane fuera uno de esos. Matt estudió la foto detenidamente y llegó a la conclusión de que sus caras no eran reconocibles.
Al pasar de página, se encontró con una foto borrosa de su hermano y con otra suya cuya nitidez le produjo una gran inquietud. Por el lugar y la manera en que iba vestido vio que era una de las que se tomaron el pasado junio, durante la boda de un amigo en Coeur d'Alene. Debajo de estas fotos había una a color de la caravana Dodge de Chase con el siguiente pie de foto: «El vehículo empleado durante la huida, abandonado». El artículo hacía un tosco recuento cronológico de los dos incidentes y daba un número sorprendente de detalles biográficos sobre ellos.
Matt estaba indignado por el flagrante sesgo estatista del artículo. Al describir el primer incidente, afirmaba incorrectamente que Chase había disparado primero, y que el policía y el ayudante del sheriff habían «disparado a su vez en defensa propia». El artículo seguía describiendo el posterior «ataque del francotirador» en el centro comercial. Mostraba al agente «dando informes de radio con valentía, mientras Keane, al mismo tiempo, supuestamente disparaba ráfagas de mortíferos proyectiles capaces de perforar el chaleco antibalas del agente, con la intención de darle en la cabeza».
El artículo seguía con una entusiasta descripción de los objetos que los hermanos habían abandonado en la caravana. Hablaba de seis pistolas paramilitares, «dos de las cuales, según el ayudante del sheriff, eran fácilmente convertibles en automáticas»; de las cuatro mil balas, «la mayoría de las cuales podrían atravesar fácilmente un chaleco antibalas», de una camilla, varias bolsas para cadáveres, gorras con el logo del FBI, chaquetas de asalto del FBI, placas de los U. S. Marshall, guantes de látex, y un rollo de cinta aislante. La lista buscaba causar la impresión de que se trataba de un «arsenal de armas» y de «herramientas para cometer crímenes». Quienquiera que escribiera el artículo olvidó mencionar el hecho de que tanto las pistolas como la munición y el material policial llevaban etiquetas con su precio, porque formaban parte del inventario de los Keane para las ferias de armamento. La camilla y las bolsas para cadáveres también eran mercancía de su puesto y también tenían etiquetas con el precio. El autor tampoco mencionaba que la cinta aislante estaba dentro de la caja de herramientas de la furgoneta, y que los guantes de látex estaban dentro del botiquín de Chase, junto con diverso material de primeros auxilios, vendas e instrumentos de cirugía menor.
El extenso artículo estaba lleno de insinuaciones y referencias a los hermanos Keane como «pirados de las armas» (más o menos cierto), «survivalistas» (cierto), «miembros de una célula militar» (mentira), «supremacistas blancos» (mentira), «con lazos con el Ku Klux Klan» (mentira), «distribuidores de armas sin licencia» (una media verdad), «organizadores de una sociedad de amigos» (cierto), «simpatizantes del grupo racista Identidad Cristiana» (mentira), «miembros reputados del grupo neonazi Naciones Arias» (mentira), y «con amplios contactos con el grupúsculo neonazi Elohim City» (otra mentira).
La insinuación más flagrante hacía referencia al rollo de esparadrapo. Un portavoz de la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos lo describía como «la misma clase de cinta que se usa para atar de pies y manos a las víctimas de asaltos a viviendas». Estos comentarios enfurecieron a Chase.
—Deberían cambiarle el nombre por el de ATF & CA: Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego, Explosivos y Cinta Aislante —bromeó Chase. Y con un falsete burlón, añadió—: Si encerraran a todos los psicópatas de este país que tienen esa malvada «cinta aislante de asalto» viviríamos en una sociedad mucho más segura. No hay ningún motivo legítimo por el que los ciudadanos debieran tener cinta aislante. La mera posesión debería verse como intención de delinquir.
—Sí, y solo a los miembros entrenados de los cuerpos de seguridad debería permitírseles tener cinta aislante o surtidores de cinta de gran capacidad —añadió Matt.
Durante las siguientes semanas, Matt bromeaba a menudo sobre ese artículo y otros en la misma línea que habían ido viendo.
—De verdad que me alegro de vivir en un país con una prensa así de justa e imparcial —decía.
A principios de junio, Matt compró un ejemplar de The Gun List en un quiosco de Nueva Orleans. Seguía manteniendo la esperanza de encontrar cargadores adicionales de alta capacidad para sus armas. No vio ninguno anunciado. Sin embargo, un llamativo anuncio a media página puesto por la ATF lo dejó muy impresionado. La agencia ofrecía una recompensa de cincuenta mil dólares, y las autoridades de Carolina del Norte, otros diez mil. En el anuncio se veían dos fotos borrosas de Matt y Chase. Y decía así: «Buscados por el FBI, la ATF, la patrulla de carreteras de Carolina del Norte, la oficina del sheriff del condado de Randolph, Asheboro, y el Departamento de Policía de Carolina del Norte; por el intento de asesinato de tres agentes de la ley… Sesenta mil dólares de recompensa. Precaución: Los sujetos van armados y son peligrosos. En caso de tener información, contacte con la línea 24 horas del centro de operaciones de seguridad de la ATF en el 1-888 ATF-Guns o con su oficina local del FBI».
Al ver el artículo y el anuncio con la recompensa, los Keane se alegraron de haberse sumergido en la clandestinidad, de su cambio de identidad y de no haber hecho ningún intento de contactar con su familia o amigos. Estaban en la lista de los diez más buscados de la ATF. Tras verse en las fotos con y sin barba, Matt decidió dejarse crecer bigote. Llevaba sus Ray-Ban puestas casi todo el tiempo. Chase empezó a dejarse barba. La dejó crecer durante los cuatro años que permanecieron escondidos. Llegó a sobrepasar su mentón siete centímetros.
Cada día laborable, en lo que se convirtió en una rutina implacable, Chase tomaba el autobús a la fábrica de postes y Matt conducía la furgoneta al almacén. No se tomaron ni un día de vacaciones y evitaron conscientemente entablar una relación que fuera más allá del «hola, qué tal» con nadie del campamento o del trabajo. Debido a sus hábitos de reclusión, algunos de sus vecinos en el parque de caravanas llegaron a la conclusión de que eran homosexuales. Raramente comían fuera, y ahorraban cuanto era posible. Casi todos los fines de semana salían a pescar para relajarse. Con el tiempo le cogieron el gusto a la música cajún y a la cocina criolla. Fruto de un empeño consciente, pronto desarrollaron un habla lenta acompañada de un ligero acento sureño.
Cayeron en la cuenta de que como conocían a tanta gente de la época en que frecuentaban las ferias de armas, resultaba muy peligroso asistir a una. Así que evitaron visitarlas. Empezaron a acudir a una iglesia baptista de la zona. Allí también mantuvieron un perfil bajo. Era frustrante, pero evitaban cualquier contacto con su familia o con ninguno de sus viejos amigos. Era la única manera de romper limpiamente con su pasado. Sabían que la gran mayoría de los criminales más buscados eran detenidos cuando volvían a sus viejos dominios y renovaban el contacto con antiguos colegas. Los Keane no eran tontos y nunca cometerían uno de esos errores.
En junio, Matt vació su trastero de alquiler en Baton Rouge y alquiló otro a nombre de Jason Lomax, cerca de Nueva Orleans. En agosto, Chase encontró un remolque de caja abierta a la venta. El remolque era casero y robusto, hecho a partir de la cama de una camioneta. El fin de semana siguiente, compró una capota rígida de segunda mano. Tras registrar el remolque a nombre de Jason Lomax, arreglar el cableado de los faros y encajar algunos muelles de hipersustentación, lo dejaron en su nuevo trastero de tres metros por tres y medio. Lo almacenaron con todo su material táctico guardado dentro, listo para marcharse en cualquier momento en caso de necesidad. La humedad del clima de Luisiana podía destruir rápidamente cualquier arma que no se mantuviera limpia y bien engrasada, así que cuatro veces al año llevaban el remolque a casa para engrasar las armas y efectuar la rotación de los paquetes de gel de sílice secante. Para eliminar cualquier rastro de humedad que pudieran haber adquirido los paquetes, el día anterior a cada viaje de mantenimiento de armas, Chase los ponía en el horno a baja temperatura. Chase había conseguido un suministro gratis de gel de sílice de una tienda de pianos en Nueva Orleans. La tienda obtenía grandes paquetes que venían con cada piano que recibían de ultramar. Hasta que Chase no había empezado a pedírselos «para sus herramientas», la tienda los tiraba a la basura.
En enero, usando su descuento para empleados, Matt compró cuatro barriles de gasolina de setenta y cinco litros y una lata de medio litro de estabilizador.
Esperó a propósito hasta enero para comprar la gasolina. Sabía por su experiencia en el trabajo que la gasolina fabricada en los meses de invierno tenía más butano añadido para facilitar el arranque a bajas temperaturas. Así también se incrementaba su vida útil. Almacenaron los bidones junto con el remolque. El enero siguiente y durante los sucesivos inviernos, Matt los reemplazaba por nuevos bidones. Como el trayecto hasta el trabajo era breve, el combustible le duraba varios meses.
No contentos con tener un solo carné de identidad falso cada uno, en los siguientes dieciocho meses los Keane consiguieron tener dos más. Habían pasado ya por la experiencia de vivir acampados mientras esperaban recibir la documentación y no querían volver a sentirse tan vulnerables. Para estas nuevas identidades decidieron «ir a por todas» y llegaron incluso a sacarse pasaportes.
En mayo, la reparación de unos problemas inesperados en la transmisión y el diferencial de la camioneta acabó con la práctica totalidad de sus ahorros, por lo que tuvieron que reducir sus gastos al mínimo hasta que se recuperaran.
Una vez restablecieron su presupuesto, Matt y Chase invirtieron en su programa de almacenamiento de comida y se fabricaron trajes de camuflaje ghillie. Los primeros en usar los trajes ghillie fueron los guardabosques británicos en el siglo XIX, que los usaban para camuflarse mientras acechaban a la espera de furtivos. Los trajes ghillie están cubiertos por tiras de tela de longitud aleatoria en tonos ocre, de forma que disimulan concienzudamente la silueta de su portador, y si este se queda completamente quieto, sentado o con el cuerpo a tierra tendrá el aspecto de un matojo de maleza.
Para hacerse su propio ghillie, Matt usó primero un gran trozo de red para cazar langostas que encontró en una tienda de excedentes. Formaba parte de una red de nailon marrón prácticamente nueva que había quedado inservible por un desgarro. La parte sin dañar era perfecta para los propósitos de Matt, así que la cortó dándole la forma de un poncho rectangular que llegaba hasta las rodillas. Para reforzar el cuello del ghillie, cosió un anillo de diez centímetros de tela vaquera verde bosque. Esto evitaría que la red se rompiera por ahí, ya que ese era el punto que tendría que soportar mayor tensión. Una vez comprada la red, Matt pidió por correo tres rollos de cinco centímetros de ancho de material de camuflaje a The Gun Parts Company, en Hurley Oeste, Nueva York. La compañía los anunciaba como «rollos de camo». La mitad de los rollos eran de color verde bosque, y los otros eran marrones. La arpillera era perfecta para la fabricación de un traje ghillie. Los Keane añadieron a las tiras verdes y marrones unas pocas sacadas de un saco de patatas. La tarea de coserlas a la red les llevó incontables horas. Sin embargo, como tenían las tardes y los fines de semana libres, no tardaron en tener preparado el traje. Con la idea de darles un aspecto gastado e irregular despuntaron meticulosamente cada una de las tiras. Una vez el poncho estuvo terminado, Matt usó la estopa restante para cubrir uno de sus sombreros militares. Las tiras de estopa colgaban de la parte trasera hasta los hombros. El efecto de cobertura ghillie se completaba al llevar un velo facial de camuflaje por debajo del sombrero. Cuando el conjunto estaba acabado, lo bañó en líquido ignífugo FC-1055 marca Flamecheck.
Chase decidió hacer un ghillie más elaborado aún; el suyo era parecido a los que había visto fabricados por Custom Concealment. Empezó con un mono de mecánico del ejército una talla mayor que la suya. Lo hizo así porque había oído, en boca de un tipo en una feria de armas, que el material del mono encogería conforme se le fueran cosiendo tiras de camuflaje. El tipo estaba en lo cierto. Para cuando había acabado de coser los cinco kilos y medio de «guarnición», el traje le ajustaba perfectamente. Como el material de camuflaje le quedaba por encima de las botas, el efecto era impresionante. Incluso de pie, Chase parecía un arbusto. Cuando se probó el traje completo junto con el sombrero y el velo facial proclamó:
—¡Mírame, soy el increíble montículo reptante! —Antes de guardarlo en el talego, trató también su traje con el líquido Flamecheck.
Cuando ya habían acabado con los trajes, los Keane aún tenían un montón de estopa y de red para langostas, así que las usaron para confeccionar cubiertas ghillie para sus mochilas de combate CFP-90 y para cada uno de sus rifles. Para unir las cubiertas a las mochilas, cosieron unos anillos elásticos que compraron en una mercería. Las cubiertas de los rifles estaban especialmente diseñadas para no interferir en su manejo. Necesitaron varios intentos antes de dar con el diseño adecuado.
Cuando el dólar inició su caída y se desataron los disturbios en el norte, «Jason» y «Travis» anunciaron con dos días de antelación que dejaban el trabajo. Gastaron prácticamente todo el dinero que tenían en comida enlatada: por culpa del incremento desbocado de la inflación sus ahorros no dieron para mucho. Su último día en el almacén, Matt compró a cambio de su último sueldo semanal otro bidón de gasolina Premium sin plomo. Esa misma tarde, Chase devolvió la llave al dueño del trastero alquilado y le dijo que se disponían a mudarse inmediatamente. No tardaron demasiado en cargar la caja de la camioneta, conducir al trastero, cargar el resto de bidones de gasolina y acoplar el remolque. A las ocho de la tarde ya estaban en la autopista. Condujeron por turnos hasta Yellowstone Oeste, parando solo para repostar, y pasaron la noche acampados en las afueras de Yellowstone. Al día siguiente emprendieron otra maratón rumbo a Spokane. La mayor parte del viaje transcurrió sin incidentes, pero cuando llegaron a su destino se encontraron con una ciudad en llamas. Había más de veinte incendios ardiendo sin control en el centro de Spokane.
Exceptuando los prolongados cortes de electricidad, en el barrio de sus padres se respiraba una cierta normalidad. Nadie les abrió cuando llamaron al timbre, la puerta de entrada estaba cerrada con llave. Entraron por la puerta trasera: utilizaron la portezuela del perro para alcanzar el cerrojo de la puerta, un truco que Matt había usado durante años. No cabía duda de que sus padres, su hermana y los perros habían huido a toda prisa. La habitación de su hermana estaba llena de perchas esparcidas al azar. Había algo de comida para el perro derramada por el suelo del garaje; la despensa estaba vacía. Habían desaparecido también la mayoría de platos, cubiertos, sartenes, ropa, herramientas y motosierras. Tampoco había rastro del equipo de acampada, pesca, tiro con arco y de las pistolas. El coche de la familia, el todoterreno y el remolque también faltaban. El único mueble que no vieron era un futón. Tras inspeccionar la casa, Matt y Chase se reunieron en el salón.
—Definitivamente no parece obra de ladrones —dijo Chase—, es todo demasiado sistemático. Parece como si acabaran de decidir darse el piro. Si conozco bien a papá, ahora mismo estarán en la cabaña.
Matt y Chase salieron inmediatamente hacia el parque natural Kanitsu, en el condado de Pend Oreille. Su padre tenía allí una cabaña con su propia concesión minera. La cabaña estaba a veintidós kilómetros al este de Chewelah, Washington. Mientras subían a lo largo de la carretera conocida como Flowery Trail, Chase se preguntó en voz alta:
—¿Estarán aquí arriba o estarán en Montana con el tío Joe?
Cuando llegaron a la cabaña, un torrente de gritos de alegría, ladridos de perro y conversación sin fin lo inundó todo. Todos trataban de hablar a la vez, tanto sobre la situación actual como sobre el paradero de Matt y Chase durante los últimos cuatro años. Sus padres estaban visiblemente envejecidos. Eileen acababa de cumplir veintiún años. Uno de los perros de la familia había muerto atropellado por un coche durante la larga ausencia de los dos hermanos. Un par de cobradores dorados hacían ahora compañía al viejo perro salchicha. Su padre les dijo que los perros eran «animales de ciudad» y que eran «peor que inútiles».
—No vigilan ni siquiera a los intrusos, y ladran a la caza y la espantan —dijo protestando.
Mientras su madre empezaba a preparar un guiso para la cena, el resto de la familia pasó un rato hojeando el «Álbum de recortes de los fugitivos» de Eileen. Contenía docenas de recortes de prensa, el artículo de los «Radicales de derecha», catorce cartas al director que había publicado el artículo en el Spokesman, uno de los anuncios de recompensa de The Gun List, y el cartel de «Se busca» del FBI que Eileen cogió de la oficina de correos.
Chase encontró especialmente alarmante un artículo del USA Today que tenía una foto a color de su autocaravana. El artículo había sido publicado el mismo día en que la habían abandonado en Dakota del Norte. Otro artículo publicado el fin de semana siguiente contaba que la caravana había sido abandonada, y se titulaba: «¿Están los Keane en Canadá? La caza continúa».
Mientras hojeaban el libro, Eileen mantuvo un monólogo sobre el circo mediático.
—Probablemente hayáis visto este… y, claro, también visteis el vídeo…
—No, nunca vimos el vídeo del tiroteo, solo vimos una foto. No teníamos tele en el remolque —respondió Matt.
—¿No lo visteis? Estás de coña, ¿no? Prácticamente todo el país ha visto el vídeo. Tiene gracia que seáis de los pocos que no lo han visto. Apareció en las noticias de la tele durante dos días seguidos, y en la CNN salió como un millón de veces; ya sabéis cómo les gusta repetir cosas. Mamá lo grabó y mandó una copia al tío Joe y a la tía Ruth. Un tiempo después apareció en Los más buscados de América. Volví a verlo el año pasado; lo pusieron en un documental de la televisión pública sobre el movimiento de milicias.
Esa noche, durante la cena, Eileen se burló del acento sureño que habían adquirido sus hermanos.
—Me juego lo que queráis —les dijo— a que os pasabais todo el tiempo bebiendo julepe de menta y llevando de cotillón a bellas damas sureñas.
La señora Keane estaba radiante de felicidad al ver a su familia reunida. El señor Keane regañó a Matt justo después de la cena.
—No sabéis lo preocupada que estaba vuestra madre, Matthew. Viendo lo que vi en ese vídeo y lo que leí en los periódicos, diría que actuasteis con poco sentido común. Deberíais haber dejado que os arrestaran y haber peleado en los juzgados —le dijo en voz baja.
—Tú no estuviste allí, papá. Estaban a punto de hacernos puré. Aquel agente ya había tomado una decisión, no había ninguna duda; por eso salí huyendo. Ellos fueron los que dispararon primero —le contestó Matt.
—Bueno, ya no se puede hacer nada al respecto —dijo su padre suspirando—. Lo pasado, pasado está. Ahora hemos de ocuparnos de asuntos más importantes y cercanos. Solo puedo dar gracias a Dios por que hayáis conseguido llegar aquí para ayudarnos.
La pequeña cabaña estaba llena hasta los topes. Para ahorrar espacio, la señora Keane preparó tres hamacas para Matt y Chase usando mantas que había de sobra.
Aquel invierno se comieron a los perros.