6. Abogados, armas y dinero

«Solo aquellos que combaten la tiranía son capaces de ver los males que provoca.»

John Hay, Días castellanos, II (1875)

Matt y Chase Keane volvieron a la parte oriental de Washington poco después de que el dólar se desplomase. A diferencia de la mayoría de estadounidenses, para ellos el colapso supuso un alivio. La situación de anarquía que se propagó por todo el país les concedió la oportunidad de poder volver a casa sin miedo a que los detuviesen. Hace cuatro años, los Keane habían estado implicados primero en un tiroteo con un agente de Carolina del Norte y con un ayudante del sheriff del condado de Randolph, y minutos después, en otro con un oficial de policía de Asheboro. Esos sucesos cambiaron sus vidas para siempre.

Antes de que tuviesen lugar los tiroteos, los Keane se ganaban la vida como vendedores ambulantes en ferias de armamento y trabajando como jornaleros. Eran dos jóvenes inteligentes y trabajadores que podrían haber conseguido un trabajo bien pagado en la industria del valle de Spokane, pero los dos se negaron a afiliarse a la Seguridad Social, con lo que solo podían trabajar por su cuenta o conseguir trabajos de corta duración donde pudieran cobrar en metálico. Entre feria y feria, trabajaban poniendo vallas, cortando y recogiendo leña, en fábricas de ladrillos, conduciendo cosechadoras durante la época de cosecha y reuniendo el heno.

Matt y Chase eran conservadores de pura cepa, y al igual que muchos otros, estaban convencidos de que los incidentes de Waco y de Ruby Bridge no habían sido otra cosa que masacres llevadas a cabo por el gobierno contra seguidores de la ley de Dios que lo único que querían era que los dejasen tranquilos. Pensaban que la Ley Brady, que exigía un periodo de espera para conseguir una pistola o un revólver, era una pantomima. Según su parecer, la Ley Omnibus de 1994, que prohibía los llamados «fusiles de asalto» y los cargadores de más de diez cartuchos, era completamente anticonstitucional. Cuando semejante ley dejó de estar vigente en 2004 sintieron un gran alivio, pero volvieron a horrorizarse ante la elección de Barack Obama como presidente y la posible amenaza de que esa infame ley volviese a entrar en vigor.

Los Keane se burlaban de los cuerpos de policía y de las leyes que surgían de Washington D. C, y se referían a este como el «Distrito de Criminales» o el «Distrito de Caldeos». Los Keane odiaban a los políticos profesionales de la capital. También odiaban a la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF) y al FBI. Habían crecido admirando al FBI, pero habían acabado por despreciarlo con todas sus fuerzas. La agencia estaba totalmente politizada y corrupta, y todos los agentes que no eran leales a los políticos profesionales de la capital habían sido purgados. En su laboratorio criminal, famoso en el mundo entero, se habían fabricado pruebas, como en el caso del atentado de Lockerbie. Los dos hermanos estaban convencidos de que el atentado de Oklahoma había sido montado por el gobierno: demasiadas pruebas apuntaban a que habían sido dos las bombas que habían estallado casi al unísono, una de las cuales debía de estar en el interior del edificio federal Alfred P. Murrah. También existían pruebas que afirmaban que la ATF estaba al corriente de lo que iba a suceder.

Los Keane llegaron a la conclusión de que el atentado de Oklahoma era una operación del gobierno, al igual que el anterior atentado del World Trade Center, ya que un agente secreto les dio a los terroristas instrucciones detalladas de cómo construir la bomba, les ayudó a conseguir los materiales e incluso les dio clases de conducir a los terroristas que acababan de entrar en el país para que pudiesen llevar el camión hasta el lugar del objetivo.

Los Keane estaban convencidos de que en el caso de Oklahoma también había implicados agentes secretos del FBI. Por la razón que fuera, igual que en la acción del World Trade Center, no habían llevado a cabo las detenciones hasta después de que los atentados tuvieron lugar. Los Keane habían llegado a la conclusión de que el FBI estaba tan politizado y sus métodos eran tan despiadados, que estaba dispuesto a sacrificar cientos de vidas de civiles a cambio de un gran rédito político. Pensaban que Timothy McVeigh y Terry Nichols no eran más que «pequeñas piezas», cabezas de turco, y sabían que el gobierno federal, intencionadamente, había evitado localizar y condenar a entre dos y siete personas más, y había ordenado la rápida demolición de los restos del edificio Murrah para destruir las pruebas de las explosiones que pudiesen haber tenido lugar en el interior. Su conclusión era que al menos uno de esos tipos estaba a sueldo de los federales.

Los hermanos habían tenido unos cuantos líos de poca importancia con la ley, sobre todo por temas de tráfico. Matt casi nunca llevaba el carné de conducir, y la mayoría de las veces no cambiaba de nombre los coches en el registro del estado de Washington. Para él, según la ley, con un contrato de venta era suficiente para demostrar que el coche era de su propiedad.

—Si lees el código estatal de circulación —le dijo una vez a su amigo Dave—, no dice nada acerca de los automóviles de uso privado. Solo habla de vehículos comerciales que circulen realizando algún tipo de actividad comercial. Las autoridades engañan a la gente haciéndole creer que todas esas leyes les atañen también a ellos, pero no es verdad. Un vehículo de motor que realiza una actividad comercial y aprovecha el privilegio de circular por la carretera, eso significa transportar productos comerciales, ya sean carga o pasajeros que pagan un billete. Si solo se trata de ti y de tus «invitados» (nada de «pasajeros»), que viajáis juntos, entonces estáis ejerciendo vuestro derecho de locomoción y no aprovechando el privilegio de circular. Se trata de una distinción muy importante de la que la mayoría de la gente no hace uso, y que esos tribunales jurisdiccionales irregulares y arbitrarios casi nunca reconocen.

Tanto los dos hermanos Keane como su hermana pequeña habían sido educados en casa. Una vez habían aprendido a leer, a escribir y a hacer cuentas, sus padres les permitieron que estudiaran de forma completamente independiente. La más pequeña, Eileen, quería ser veterinaria: trabajaba a tiempo parcial como ayudante en una clínica veterinaria local. A Chase le interesaba la música: se apuntó a clases de guitarra, violín y piano. A Matt le fascinaba el sistema legal, así que se pasó dos años yendo con su padre al centro de Spokane. Una vez allí, su progenitor lo dejaba cada mañana con un paquete con el almuerzo frente a la biblioteca legal del condado y lo recogía al final de la tarde. Matt empezó a hacer esto a la edad de dieciséis años. Al ver el interés que tenía, una de las bibliotecarias lo tomó bajo su protección. Los primeros libros que le dio fueron un ejemplar de Investigaciones legales de Stephen Elias y uno del Diccionario de derecho de Black. Los abogados que veían a Matt en la biblioteca se imaginaban que ejercía el Derecho o que era un asistente de algún abogado que llevaba a cabo una investigación. Matt se sumergía en el estudio lleno de entusiasmo. Estaba dotado de una memoria fotográfica. En cuestión de semanas ya recitaba los nombres y los aspectos claves de los casos de forma literal. Desde que era niño, había hecho lo mismo con los versículos de la Biblia.

A Matt y a Chase los acusaron en tres ocasiones de vender armas sin tener la licencia federal de armas de fuego: dos veces fueron otros vendedores, y la otra, un promotor de ferias de armas. Era cierto que ninguno de los dos tenía licencia, pero no veían la necesidad de tenerla. Matt había estudiado con detenimiento las leyes federales acerca de las armas de fuego. En 2007, el promotor de una feria en Oregón se acercó al puesto de los Keane y le preguntó a Matt, como quien no quiere la cosa:

—¿Lo que estáis vendiendo es una colección privada o tenéis la licencia federal?

La expresión «colección privada» era el eufemismo que se usaba en las ferias de armamento para que alguien que vendía armas modernas montase un puesto sin necesidad de tener licencia.

—Señor —respondió Matt con franqueza—, soy un vendedor de armas, pero no tengo la FFL.

—Pues si estás implicado en este negocio —respondió malhumorado el promotor—, la ley te exige tener una licencia de armas. —Las palabras «implicado en el negocio», la misma expresión que aparece en la ley federal, hicieron que Matt se lanzara a la carga. Durante los siguientes cinco minutos, el promotor se quedó sentado en silencio mientras el joven le daba una lección acerca la inaplicabilidad de la Ley Federal de Armas de Fuego a los ciudadanos del estado.

—Voy a explicarle —comenzó Matt— algunos conceptos acerca de la aplicabilidad de las leyes y le ruego que preste la máxima atención.

»Según lo que he estudiado, tanto la Ley Nacional de Armas de Fuego de 1934, la NFA, como la Ley de Control de Armas de 1968, la GCA, son deliberadamente engañosas, y como consecuencia de esto millones de ciudadanos soberanos, innecesariamente y sin ser conscientes de ello, están sujetos a una falsa jurisdicción. Ambas leyes indican que son aplicables «dentro de Estados Unidos», para «comercio entre estados o con el extranjero» a menos que estén excluidas por la ley. Más adelante, esas leyes definen que los «Estados Unidos» incluyen el distrito de Columbia, la mancomunidad de Puerto Rico y las posesiones de Estados Unidos. Esto se corresponde con la «jurisdicción exclusiva» tal y como está definida en el artículo uno, sección ocho, cláusulas diecisiete y dieciocho de la Constitución.

»Si consulta la Ley Pública 99-308, capítulo 44, sección 921 (a) (2) podrá leer lo siguiente: «Ese término, "comercio entre estados o con el extranjero", incluye el comercio en cualquier lugar dentro del estado y cualquier lugar fuera de ese estado, o dentro de cualquier posesión de Estados Unidos (sin incluir la zona del Canal) o el distrito de Columbia, pero ese término no incluye el comercio entre lugares dentro de ese mismo estado sino de fuera del estado. El término "estado" incluye el distrito de Columbia, la mancomunidad de Puerto Rico y las posesiones de Estados Unidos (sin incluir la zona del Canal)».

Un grupo de curiosos empezó a juntarse en torno al puesto de Matt mientras este recitaba en voz alta de un tirón los textos legales.

—Según las investigaciones que he llevado a cabo, creo que el término «incluye», más que expandir una definición, la restringe. Esta cuestión se dilucidó en numerosos casos federales y estatales, como Montello Salt Co. contra Utah, 221 U. S., 452 hasta 466, y en la decisión del Tesoro número 3980 volumen 29, de 1927. En esa en particular se dice que «incluye» significa «se compone como miembro», «limita» y «se compone como totalidad». Si «incluye» significara una lista incompleta de ejemplos, tal y como es su uso habitual en la lengua vernácula, sin duda el Congreso habría utilizado la frase «incluyendo entre otros a…» o algo parecido.

»Según la definición estricta de la palabra en la ley federal, la también llamada Ley de la Letra Negra, y contrariamente a lo que se piensa habitualmente, si algo no está «incluido», entonces eso significa que está «excluido».

»Dado que el término «incluye» está sujeto a una definición estricta, cuando los legisladores quieren sustituir esa definición temporalmente en una sección individual o en un párrafo, suelen utilizar la palabra «comprende». Para dar un ejemplo, citaré la sección 6103 (b) (5) (a) del código de la Dirección General Impositiva en que el Congreso desarrolló temporalmente («para esta sección») el término «estado» para que abarcara los cincuenta estados: «El término "estado" comprende cualquiera de los cincuenta estados, el distrito de Columbia, la mancomunidad de Puerto Rico, las islas Vírgenes estadounidenses, la zona del Canal, Guam, la Samoa americana…».

»Por otro lado, cuando habla de «posesiones», yo entiendo que tanto la NFA como la GCA se refieren a las islas Vírgenes estadounidenses, Guam y la Samoa americana, así como a ciertos enclaves federales dentro de los cincuenta estados soberanos, como los fuertes militares federales, los astilleros, etcétera. Es evidente que los cincuenta estados soberanos no son «posesiones» del gobierno federal de Estados Unidos. La naturaleza de las posesiones del gobierno federal de Estados Unidos está descrita en el artículo 1, sección 8, cláusulas 17 y 18 de la Constitución. Así que lo esencial es que la jurisdicción federal no alcanza a los ciudadanos individuales de los cincuenta estados soberanos y de las mancomunidades.

»Verá, señor, entiendo perfectamente que las definiciones incluidas en algunas regulaciones federales concernientes a las armas de fuego (como las del título 27) amplían los términos «incluye» e «incluyendo» a «no excluye a otras cosas no enumeradas y que pertenecen a la misma categoría general o están dentro del mismo ámbito». Sin embargo, los cincuenta estados soberanos de la Unión no pertenecen, bajo ningún concepto que se quiera imaginar, a la misma categoría que la mancomunidad de Puerto Rico u otras posesiones federales. No son posesiones del gobierno federal de Estados Unidos, sino que poseen su propia soberanía y sus respectivos sistemas legales y jurisdiccionales.

El promotor se rascó la cabeza y abrió la boca para hablar, pero Matt continuó antes de que pudiera ni siquiera comentar nada.

—Si tiene alguna duda respecto a mi razonamiento —añadió—, debo señalar que los territorios de Hawai y de Alaska fueron incluidos originalmente en la lista de territorios incluidos en Estados Unidos, pero fueron suprimidos en la nueva versión del código de Estados Unidos publicado después de que se convirtiesen en estados soberanos de la Unión.

Cada vez había más gente escuchando alrededor del puesto. Matt se detuvo un momento para facilitar la comprensión de lo que estaba explicando. El promotor no dijo nada, así que Matt siguió hablando.

—Cualquier persona que no sea ciudadana o residente legal bajo el auspicio del gobierno federal de Estados Unidos debería estar exenta de cualquier requerimiento como la necesidad de una licencia federal de armas de fuego para llevar a cabo una actividad comercial dentro de un mismo estado o con cualquiera de los otros cincuenta estados soberanos. La única excepción sería si alguien quisiese hacer negocios con, pongamos por ejemplo, un particular o un vendedor con su licencia federal, en Puerto Rico o en el distrito de Columbia o en algún otro de los estados «federales» según la definición de la NFA y la GCA.

»Ahora bien, y aquí está la sorpresa. No son solo las leyes federales respecto a las armas las que están redactadas de esta manera. Casi todas las leyes federales corresponden solo al Distrito de Criminales y los territorios federales. Tan solo unas cuantas leyes que tienen que ver con el servicio postal, la oficina de patentes y el espionaje corresponden a los cincuenta estados. Con excepción de esas pocas leyes, las leyes federales no afectan a los ciudadanos de cada estado ni tienen ninguna validez dentro de los estados. Así que cuando vea a esos muchachos de la agencia federal vestidos como si fueran ninjas, yendo de un estado a otro cobrando impuestos, deteniendo a la gente, imponiendo multas, quemando iglesias y disparando a la cabeza a las madres que quieren tener a sus hijos en casa, debe tener clara una cosa: están fuera de su jurisdicción.

«Existen otros casos que merece la pena que conozca y valore: «Es un principio fundamental de la ley que toda legislación federal se aplica solo dentro de la jurisdicción territorial de Estados Unidos a menos que una intención de signo contrario aparezca». Eso está en Foley Brother Inc. contra Filardo, 336, U. S., 281. «Las leyes del congreso respecto a estas materias (es decir, respecto a las que quedan fuera de los poderes delegados constitucionalmente) no se extienden más allá de los límites territoriales de los estados, sino que tan solo se aplican en el distrito de Columbia y en otros lugares dentro de la jurisdicción exclusiva del gobierno nacional.» Eso es de Caha contra Estados Unidos, 152 U. S., 211. «Como habitualmente el término "persona" no incluye al soberano, los estatutos que no utilicen esa frase, se interpretan habitualmente como excluyentes.» Eso está en Estados Unidos contra Fox, 94 U. S., 315.

El promotor comenzó a asentir con la cabeza. Matt continuó:

—«A causa de una ordenanza aparentemente legal, muchos ciudadanos, por querer intentar respetar la ley, son astutamente coaccionados a renunciar a sus derechos aprovechándose de su ignorancia.» Esto aparece en Estados Unidos contra Minker, 350 U. S., 179 a 187. «La renuncia a los derechos constitucionales no solo debe ser voluntaria, sino que debe ser una decisión consciente y a sabiendas de las relevantes consecuencias que conlleva y de las circunstancias que la envuelven.» Eso está en Brady contra Estados Unidos, 397, U. S., de 742 a 748.

»Y «Las expresiones "pueblo de Estados Unidos" y "ciudadanos" son términos sinónimos y significan exactamente lo mismo. Ambas describen al cuerpo político que, según nuestras instituciones republicanas, conforma la soberanía… Es lo que comúnmente llamamos "el pueblo soberano", y cada ciudadano forma parte de él y es un miembro constituyente de la soberanía». Esto lo escribe Wonk Kim Ark citando el veredicto de Dred Scott contra Sanford.

«Además: «Según nuestra forma de gobierno, la legislatura no tiene un poder supremo. Tan solo es uno de los órganos de la soberanía absoluta que reside en el pueblo. Al igual que las otras partes del gobierno, tan solo puede ejercer los poderes que le han sido delegados, y cuando rebasa sus límites, sus acciones no tienen ninguna validez». Eso es de Billing contra Hall.

»Y para cerrar con broche de oro: «Todas las leyes que repugnen la Constitución son nulas y no tienen ningún valor». Eso está en Marbury contra Madison, 5, U. S., 137,176. —Después de decir eso, Matt se sentó en el borde de una de las mesas que habían alquilado y cruzó las manos. La multitud congregada se puso a aplaudir. El promotor se marchó sin decir nada y con la cara roja de vergüenza.

Uno de los hombres que había entre la multitud se acercó a estrecharle la mano a Matt.

—Ojalá lo hubiese grabado —le dijo—. ¿Quién es usted, un abogado?

—No, señor, tan solo soy un ciudadano que pasa demasiado tiempo en bibliotecas especializadas en Derecho.

Cuatro años antes del colapso, Matt tenía veinticuatro años y su hermano acababa de cumplir veinte. Una helada tarde de febrero, Matt y Chase volvían de la feria de armas de Charlotte, Carolina del Norte, en la furgoneta de Matt, un modelo Ford azul claro de 1987. A los Keane les había ido bien en la feria: habían vendido siete armas y habían comprado dos. Aparte, habían conseguido vender casi todo el surtido de cargadores que les quedaban, conscientes de que los precios iban a desplomarse cuando dejara de estar vigente la ley federal de 1994. Así que, para completar el negocio que hacían con las armas, en vez de cargadores, los Keane se habían pasado a vender correajes tácticos, máscaras de gas, material de primeros auxilios, chalecos antibalas, memorabilia policial y militar, y munición. Tenían la mayoría del inventario que llevaban a las ferias en la parte de atrás de la furgoneta. El resto estaba en la vieja autocaravana Dodge Executive propiedad de Chase.

Habían abandonado la feria el sábado a las cinco en punto, según era su costumbre. A diferencia de muchos vendedores, nunca ponían sus puestos los domingos: los Keane se negaban a comprar o a vender nada en el día del Señor.

Esto solía enfadar a los organizadores de las ferias, a los que no les gustaba ver plazas vacías el domingo, pero ellos se mantenían firmes en su decisión y citaban las escrituras: «Acuérdate del día de descanso para santificarlo. Éxodo 20, versículo 8».

El viernes por la mañana habían dejado la caravana de Chase en el camping cerca de Greensboro donde el menor de los dos hermanos estaba trabajando temporalmente. Chase había llegado a un acuerdo por el que tenía sitio gratis para su caravana y podía lavar la ropa cuando quisiese, a cambio de recoger la basura, limpiar la lavandería, echar arena cuando helase por las mañanas y ayudar a los viajeros a usar el pozo séptico que había instalado. Esta última era la tarea que menos le gustaba al propietario del camping, así que estaba encantado de encontrar a alguien que estuviese dispuesto a hacerlo y que no pidiese dinero a cambio.

Matt iba al volante. Llevaba su gorra negra de uniforme de campaña, la misma que Chase solía llamar de broma «la gorra de Sarah Connor». Poco antes de llegar a la ciudad de Asheboro, situada a noventa y cinco kilómetros al sudeste de Greensboro, Matt se dio cuenta de que un coche de la policía de Carolina del Norte los iba siguiendo. Llevaba varios minutos colocado justo detrás, cosa que puso nervioso al mayor de los hermanos.

—Seguramente no les gusta el aspecto que tienen nuestras matrículas de Washington.

—Deberíamos haber inscrito la furgoneta —susurró Chase— y haber puesto al día las etiquetas antes de hacer este viaje. En los estados del Este en general no les suele hacer mucha gracia lo de llevarlas caducadas.

Matt contestó con el latiguillo que solía utilizar en estas circunstancias.

—Pero no estamos conduciendo, hermanito, estamos desplazándonos por un sendero en el que tenemos derecho de paso. No soy un conductor, soy un viajero. Viajar es un derecho, conducir es un privilegio. ¿Por qué tengo que matricular esta furgoneta para comerciar si…? —En ese preciso momento, el coche patrulla encendió las luces; Matt dijo—: ¿Será posible? Otra multa, fantástico. Un pico de lo que hemos ganado hoy a la basura. Es hora de pagar tributo al César. —Esperó hasta que la carretera se ensanchara un poco y se detuvo en el arcén. El coche patrulla paró cuatro metros detrás de la furgoneta.

El agente tardó un rato en acercarse, cosa que hizo que Matt se pusiese aún más nervioso. Pudo ver por el espejo cómo el policía hablaba por radio.

—¿Carolina del Norte forma parte de ese AINR que miraste? —le preguntó a Chase, refiriéndose al Acuerdo de Infractores No Residentes, que habían firmado más de treinta estados, en el que se acordaba la creación de una base de datos informática conjunta en la que aparecían las suspensiones y retiradas de licencias de conducción y de circulación, y que estaba disponible para los cuerpos de seguridad de todos los estados firmantes. Según el AINR, cualquier infracción en uno de esos estados era considerada como una infracción que se produjese en el propio estado. A menudo, los coches y los camiones eran incautados hasta que las multas eran abonadas con sus correspondientes recargos y se hacían efectivas todas las deudas acumuladas en otros estados. Muchas veces, todo el proceso duraba más de una semana, durante la cual los conductores se quedaban inmovilizados.

—No me acuerdo —fue la escueta respuesta de Chase.

Mientras esperaban, Matt se bajó la visera de la gorra y sacó el impreso de matriculación caducado y el documento de compraventa firmado por el hombre de Spokane al que le había comprado el vehículo.

El agente de policía fue caminando hasta la furgoneta; en la mano izquierda llevaba la libreta de infracciones, y con la derecha sujetaba la empuñadura de la Glock modelo 17 que llevaba enfundada. Se detuvo a observar la pegatina de la matrícula y luego se puso a mirar por las ventanillas traseras y vio la pila de cajas de cartón y de cubos de plástico que llevaban en la parte de atrás. A continuación, siguió caminando hasta llegar a la altura de la ventanilla del acompañante, que Chase ya había bajado.

Un ayudante del sheriff del condado de Randolph se aproximó al lugar desde el sur. Al ver el pronunciado ángulo en que el agente había dejado las ruedas delanteras del coche patrulla, frenó su vehículo. Se trataba de una señal que utilizaban los agentes de la ley de la zona. Las ruedas giradas de forma tan pronunciada significaban: «Necesito que algún agente, sea del cuerpo que sea, me sirva de refuerzo para esta detención». El ayudante, a su pesar, cumplió su deber y se detuvo. No le gustaba nada la arrogancia que solían desplegar los agentes de policía y la cuota semanal de multas que siempre se proponían cumplir.

—Querrán mantener los ingresos… —se dijo a sí mismo en voz baja.

El agente, que medía un metro ochenta y siete de altura y pesaba noventa y cinco kilos, se inclinó y se quedó mirando a Matt, quien medía solo uno setenta y pesaba sesenta kilos.

—Hace tres meses que le ha caducado la pegatina de matriculación, y eso le va a salir caro. —Con tono acostumbrado, recitó—: Su carné de conducir y el certificado de matriculación.

El ayudante del sheriff bajó del coche y se quedó quieto junto al parachoques delantero, listo para prestar su ayuda en caso de que esta fuese necesaria. Avanzó un poco para poder escuchar lo que decían. No quería inmiscuirse en los asuntos del agente de policía, pero para poder servir de respaldo, tenía que estar al tanto de lo que pasaba.

—Aquí tiene el certificado de matriculación —dijo Matt, mientras revolvía entre los papeles—, pero el carné de conducir no lo llevo ahora mismo, señor.

—¿Y dónde está, en el equipaje?

—No, lo tengo en casa, en Washington. Solo lo llevo cuando tengo que conducir.

—¿Y no estaba conduciendo ahora? ¿Era el otro el que conducía? No he visto que se cambiaran de sitio.

—No, él tampoco estaba conduciendo.

—No intentes tomarme el pelo, muchacho. Uno de los dos estaba conduciendo. ¿Cuál de los dos era?

—Ninguno de los dos. Estamos viajando. Conducir es un privilegio y requiere una licencia. Viajar, como ciudadano soberano, no. Si consulta los casos de Shapiro contra Thompson y Estados Unidos contra Meulner, allí queda bien establecido el derecho inalienable a viajar.

El agente apretó la mandíbula.

—Hace unos diez años, otro tipo que también intentaba darse aires con este rollo de la soberanía y que llevaba unas matrículas que decían «Capellán de la milicia» intentó pasarse de listo con unos agentes de Ohio. Decía cosas parecidas a las que dices tú y llevaba una pistola. Lo pusieron en su lugar, pero bien puesto. Los muchachos del grupo de trabajo de los federales nos pasaron un vídeo de entrenamiento basado en ese incidente. ¿Habías oído hablar del caso?

—Sí.

El agente apretó más fuerte la empuñadura de la Glock y con el pulgar quitó la correa de la funda.

—¿Quieres que te pase lo mismo a ti?

Matt, aparte de nervioso, estaba ahora asustado.

El agente volvió a emplear un tono rutinario.

—El pasajero puede quedarse donde está. ¿Usted puede, por favor, salir del vehículo?

—No es un vehículo y él no es un pasajero, es mi invitado. No voy a salir, no tiene ninguna razón ni ninguna sospecha razonable. Lo único que busca es una excusa…

—¡Sal del coche ahora mismo!

Matt obedeció la orden. Estaba temblando. Los dos caminaron en paralelo hasta llegar junto a las puertas traseras de la furgoneta.

—¿No quiere ver los papeles? —preguntó Matt.

—No, quiero que vengas hasta mi coche, primero voy a registrarte a ver si llevas armas.

Al oír el tono de voz del agente, el ayudante del sheriff se acercó corriendo al trote.

—No quiero que se violen mis derechos de esta manera —contestó Matt, y dio un paso hacia atrás.

—Todos los milicianos soberanistas de mierda sois iguales. Os ponéis a recitar leyes de hace doscientos años y os negáis a aceptar las que rigen ahora. No tenéis ningún respeto por la jurisdicción establecida por la ley. Los del grupo de trabajo ya me explicaron cómo había que tratar con gente como vosotros, por muchos aires que os deis. ¿Así que no quieres que se violen tus derechos? Muy bien, chaval, pues entonces te voy a detener por no tener el carné de conducir y luego te voy a registrar, te voy a meter en la cárcel y te voy a requisar el vehículo y todo lo que contiene. ¿Cómo quieres que lo hagamos? Venga, di.

Matt no se movió de donde estaba. El agente dio un resoplido y dijo con tono autoritario:

—Tenemos tres opciones. La primera es registrarte para comprobar que no llevas armas peligrosas o mortales. Lo más probable es que te encuentre algo que pueda ser considerado mortal y entonces te tenga que meter en la cárcel. La segunda opción es que te detenga por no tener carné de conducir. Entonces te registraré y te meteré en la cárcel… La opción tres es que como te sigas resistiendo al cacheo y sigas alegando tus derechos ancestrales, voy a acabar contigo aquí mismo. Esas son las opciones que tienes, muchacho. ¿Por cuál te decantas? —El agente se metió la libreta debajo del brazo izquierdo y sacó la Glock de la funda.

El ayudante del sheriff estaba a la derecha del agente. Al ver que este desenfundaba la pistola, de forma instintiva desenfundó él también la suya.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó como si aquello fuese un interrogatorio—. ¿Hay alguna orden judicial contra estos tipos?

—¿Cuánto tiempo van a tardar en llamar al estado de Washington —preguntó Matt— y confirmar que tengo un carné de conducir en regla? —Se quedó mirando a los cañones de las dos armas que apuntaban al suelo en la dirección en la que él estaba.

La boca del agente se contrajo y formó una sonrisa algo torcida.

—Se acabó el tiempo, acabas de elegir la opción tres, pedazo de mierda.

Matt se dio la vuelta y echó a correr hacia la parte de delante de la furgoneta mientras le gritaba a Chase que arrancara.

El agente apretó el gatillo de la Glock antes de que el cuerpo de Matt estuviese en el punto de mira. La bala apenas rozó la pierna de Matt y le dejó un agujero en los vaqueros, justo debajo de la rodilla. Después, rebotó en el suelo sin causar ningún daño.

—¡No disparen! —gritó Matt mientras se escondía detrás de la furgoneta. El agente volvió a disparar, pero el disparo se le escapó por encima del vehículo. Las manos le temblaban.

Chase salió por el otro lado de la furgoneta y se puso a disparar su Glock 19 en dirección a los dos agentes. Apuntó a las luces del coche patrulla con la intención de que no siguieran disparando a su hermano. El agente y el ayudante del sheriff se agacharon a derecha e izquierda respectivamente.

El ayudante del sheriff del condado de Randolph disparó instintivamente hacia Chase. Todos sus disparos resultaron demasiado altos, a pesar de que Chase se encontraba a tan solo cinco metros de distancia. Uno, sin embargo, impactó contra la furgoneta. Tanto el agente como el ayudante del sheriff siguieron disparando, pero sin llegar a hacer blanco. Chase disparó dos veces más y volvió a subir a la furgoneta. El ayudante fue corriendo hasta la puerta del acompañante.

—¡Alto! —gritó el ayudante.

El agente volvió a disparar. Esta vez, el disparo pasó a escasos centímetros del hombro de Matt y destrozó el espejo retrovisor.

—¡No disparen! ¡No disparen! —volvió a gritar Matt mientras cerraba la puerta.

El agente pensó que su pistola se había encasquillado. Estaba apuntando con mucho cuidado a la cabeza del conductor y apretando el gatillo una y otra vez, pero nada sucedía. Agachó la vista para ver cómo la corredera estaba echada hacia atrás. El cargador de diecinueve balas de la pistola estaba vacío.

El ayudante corrió hasta la puerta abierta del acompañante. Pensando que el agente quería matarlos, Matt empujó el cambio de marchas hasta la posición de conducir y apretó a fondo el acelerador. El ayudante intentó cogerse de la puerta abierta y fue arrastrándose durante tres metros antes de soltarse. Su pistola Smith and Wesson, modelo 915, se le cayó al suelo.

La furgoneta estaba ya a más de cincuenta metros de distancia cuando el agente volvió a cargar su Glock con un nuevo cargador de diecisiete balas que llevaba enganchado en el cinturón. Consciente de que el conductor estaba fuera de su alcance, el agente, lleno de rabia, disparó cinco tiros al aire.

—Hijo de la gran… —gritó mientras veía alejarse a la furgoneta.

El ayudante del sheriff recogió la pistola del suelo, la examinó y volvió a cargarla. Solo le quedaba una bala de las quince del cargador, además de la de la recámara. Entre los dos habían efectuado treinta y ocho disparos, y ninguno había dado en el blanco. Mientras el ayudante recargaba el arma, el agente fue corriendo hasta donde estaba.

—¿Les has dado? —le preguntó.

—No, me acabo de mear en los pantalones. ¿Y tú?

—Estoy bien, creo —contestó el agente—. Creo que le he dado al conductor un par de veces. Está bien, tú avisa por radio mientras yo voy a la caza de esos cabrones —dijo mientras se iba hacia la puerta del coche patrulla.

—No, no, no. ¿Qué estás diciendo? Tú cállate y siéntate, figura.

El agente se detuvo y se quedó mirando al ayudante del sheriff.

—¿Por qué has intentado disparar a ese crío por la espalda? —preguntó el ayudante—. No representaba la más mínima amenaza. No sé la política que lleva tu departamento, pero para el mío lo que acabo de ver es un caso evidente de abuso de la fuerza, y de los buenos. Y yo he sido lo bastante imbécil como para apoyarte. Ahora que se ha acabado el tiroteo, veo claro que lo que debería haber hecho… es no desenfundar el arma y haberte placado a ti.

El agente de Carolina del Norte se quedó mudo y se puso a buscar manchas de sangre en el suelo. Mientras tanto, el ayudante informó por radio de que se habían producido disparos y pidió refuerzos.

—De verdad creo que le he dado un par de veces —dijo de nuevo el agente.

—No le has dado a nadie, tío, ni yo tampoco. ¿Has encontrado algo de sangre?

—No —contestó el agente con tono de pocos amigos. Luego, se quedó mirando los más de treinta casquillos que había en el suelo y movió lentamente la cabeza hacia los lados sin poder creérselo. Las primeras sirenas empezaban a escucharse a lo lejos.

El agente se quedó mirando al ayudante del sheriff y le dijo con tono nervioso:

—Parece que ahí llega la caballería. Será mejor que los dos contemos la misma historia.

—¿Cómo que «los dos», hombre blanco? —contestó el ayudante del sheriff haciendo referencia a una frase del Llanero Solitario.

Matt Keane giró a la derecha en la primera intersección que encontró y luego siguió cambiando de dirección de forma azarosa en los siguientes cruces que le salieron al paso.

—¡Esos hijos de puta querían matarnos! —exclamó Chase después de respirar hondo unas cuantas veces. A continuación, puso un cargador nuevo en la Glock y se la pasó a Matt, quien se puso la pistola debajo del muslo.

—¿Pero qué se han creído, intentando disparar por la espalda a un hombre desarmado? —preguntó Matt.

—Es increíble. Aquí desde luego no les gusta hacer amigos. Ese tío quería matarte. Normalmente no les tengo mucha rabia a los agentes locales o estatales, pero esos dos se comportaban igual que los matones paramilitares de la ATE Y yo que pensaba que si teníamos un enfrentamiento sería con los federales.

—¿Sabes quién está organizando los entrenamientos de las policías locales y estatales? —contestó Matt ladeando la cabeza—. ¿Sabes quién dirige los grupos de trabajo multijurisdiccionales? Lo que me cuesta creer es que estos tipos se dejen lavar el cerebro por los federales.

Chase se deslizó hasta la parte de atrás de la furgoneta y sacó un rifle Colt Sporter HBAR, uno de los que llevaban en las ferias y que estaba nuevo, aún venía en la caja. La etiqueta del precio era de color rojo y naranja y decía: «Oferta. Colt de después de la prohibición: mil cien dólares». Con gesto desdeñoso, echó a un lado el cargador de cinco balas que venía de fábrica con el rifle y escarbó entre los cubos hasta que encontró uno lleno de cargadores de M16. Cogió cinco, todos nuevos y con el envoltorio del contratista del gobierno aún puesto. Les quitó rápidamente el plástico y los dejó a un lado.

Después de encontrar los cargadores, Chase fue mirando entre las cajas de munición de calibre.50 hasta que encontró una que llevaba la etiqueta «Canadian 5,56 SS-109 (de sesenta y dos granos). Veintiocho dólares por bandolera». Desenganchó el cierre de una de las bandoleras y empezó a meter cartuchos en los cargadores a toda prisa. Una vez llenos, puso los cinco cargadores en la parte de delante, junto con el rifle, y luego avanzó él también hasta su asiento.

—Hermanito mayor, hay que salir pitando de aquí o somos hombres muertos —exclamó Chase.

—Esto va en serio.

Chase metió uno de los cargadores en el Colt, accionó la palanca de recarga, comprobó el seguro y le dio unos golpecitos al regulador de cierre con la culata en la mano derecha.

—¿Dónde estamos? —dijo después de levantar la vista.

—No lo sé exactamente, estoy yendo por carreteras secundarias. Debemos de estar acercándonos a Asheboro. He fijado la velocidad a cincuenta y cinco kilómetros por hora, si no estaría yendo casi a cien y no me daría ni cuenta.

—Buena idea.

—¿Vamos y alquilamos un coche o qué hacemos? —preguntó Chase.

—Ni pensarlo, nos pedirían el carné de identidad, y aunque consiguiésemos salir del aparcamiento de la agencia de alquiler, en cosa de una hora o dos tendrían un informe completo de la agencia con todos nuestros datos.

—Deberíamos de habernos hecho carnés de identidad falsos hace mucho tiempo, mira que lo hablamos. Ahora es demasiado tarde. ¿Y si cogemos un autobús o hacemos autoestop?

—Por Dios santo, Chase, entonces tendríamos que dejar casi todo el inventario. Tenemos casi todos los ahorros de nuestra vida metidos aquí, por no hablar de los tres mil quinientos que pagué por este cacharro. Vamos a tener que robar un coche o una camioneta.

—¿Hablas en serio? ¿Robar? Lo único que hemos robado en nuestra vida ha sido alguna chocolatina y ahora quieres robar un coche. Ni pensarlo. «No robarás.» Esa es la ley. Esa es la alianza. No podemos robar un coche: es un pecado. Es un crimen.

—Y también lo es el intento de asesinato de un agente de policía, y llevar un arma oculta, y darse a la fuga para evitar ser detenido. Y de todo eso nos van a acusar, no tengas ninguna duda al respecto.

—Pero fueron ellos los que dispararon primero. Puedo alegar defensa propia, o más exactamente, que te estaba defendiendo a ti.

—Intenta probar eso delante de un jurado, será nuestra palabra contra la suya. Se presentarán como hombres justos y defensores de la ley. Nos condenarán en menos que canta un gallo. Dirán que somos unos sucios pueblerinos reaccionarios pertenecientes a las milicias survivalistas antigubernamentales. El fiscal del distrito se dará un festín: convencerá al jurado de que somos poco menos que amigos por correspondencia de Osama Bin Laden y que hemos recibido cursos por correspondencia de los Montana Freemen. Ya sabes cómo funcionan esos pervertidos de la jurisdicción marítima. Nos meterán veinte años como mínimo.

—Entonces estamos bien jodidos.

—No si conseguimos un coche con las llaves puestas, dejamos la furgoneta y volvemos al camping. El mejor sitio donde encontrar un coche con llaves es en el aparcamiento de un negocio de esos de cambiar el aceite, o en un taller mecánico.

—Sigue siendo robar —se quejó Chase tras decir que no con la cabeza.

—Sí, tienes toda la razón. Es un robo, pero yo creo que en estas circunstancias es algo justificable, es un pecado perdonable.

Matt no vio ningún taller mecánico, así que empezó a dar vueltas por los aparcamientos alrededor del centro comercial en busca de un vehículo que tuviese el tamaño adecuado.

Justo cuando Matt iba a descender camino de uno de los aparcamientos subterráneos, un agente en un coche patrulla de la policía de Asheboro vio la furgoneta y pegó un fuerte frenazo. Matt se volvió al oír el chirriante ruido de los neumáticos del coche patrulla y pegó un volantazo para intentar maniobrar y salir del aparcamiento.

El agente informó enseguida por radio:

—Todas las unidades. Aquí Alfa Seis. La tengo, está saliendo de Randolph Electric.

El agente se agachó y quitó el pestillo del soporte vertical donde iba la escopeta. Una vez sacó el arma, giró el volante, dio un pequeño acelerón y frenó. El coche patrulla estaba ahora en posición perpendicular a la entrada del centro comercial.

—Ahora sí que te tengo —se dijo a sí mismo, lleno de alegría.

Chase se quedó mirando los empinados arcenes que rodeaban el aparcamiento.

—Matt —le dijo a su hermano—, solo hay un sitio para salir de aquí, y lo está bloqueando.

—Ya, ya lo sé. Si intentamos salir por alguno de esos arcenes, volcaremos igual que un barco con el centro de gravedad demasiado alto. Vamos a tener que salir de aquí a pie. Pásame la cartera y el talego del Steyr AUG. Y ten preparada tu bolsa de tiro. —Chase siguió las instrucciones a toda prisa y metió la Glock cargada en la bolsa de tiro.

El agente salió del coche patrulla y apoyó la escopeta Remington de repetición encima del capó. Forcejeó con el seguro y el retén de corredera. Luego apretó el gatillo. Un cartucho salió rodando por el capó del coche. El agente masculló algo lamentándose de su falta de habilidad con la escopeta.

—Muy bien —dij o Matt con tono tranquilo mientras cogía el Colt Sporter—, voy a hacer algunos disparos de intimidación, tú mientras sal de aquí pitando. Espérame en la parte de atrás de estas tiendas.

Matt y Chase bajaron de la furgoneta al mismo tiempo. Chase echó a correr hacia el final de la manzana donde estaban las tiendas, llevando consigo la bolsa de tiro de nailon negro. Evitando disparar directamente contra el agente de policía, Matt se parapetó detrás de la puerta abierta y empezó a acribillar la parte posterior del coche patrulla de Asheboro. Destrozó las ventanas traseras y las dos ruedas de atrás. Disparó veintiocho cartuchos con intervalos de menos de un segundo entre disparo y disparo.

En cuanto vio a Matt salir con el fusil, el agente de la policía de Asheboro se agachó detrás del coche patrulla, cogió el transmisor y avisó por radio:

—Tiroteo en Randolph Electric. Aquí Alfa Seis. Me están disparando con un fusil AR-15.

Ninguna bala ni ningún cristal hirió al agente de policía. No se levantó del suelo hasta que no llegaron el resto de las unidades.

Matt dejó de disparar, cogió su talego y su cartera y corrió en la misma dirección que había tomado antes su hermano. Chase le estaba esperando según lo acordado. Los dos oyeron las sirenas aullando a lo lejos. Cruzaron corriendo una calle y se metieron en un barrio residencial. Recorrieron tres manzanas en zigzag mientras miraban si alguno de los coches aparcados llevaba las llaves puestas, pero no vieron ninguno.

—Por aquí —dijo Chase, señalando un complejo de apartamentos que quedaba a su derecha.

Siguieron caminando a buen ritmo por el complejo de apartamentos en busca de algún automóvil con las llaves olvidadas en el contacto. Un coche patrulla de la policía de Asheboro con las luces encendidas cruzó a toda prisa la calle por la que acababan de pasar hacía unos instantes. Cuando llegaron a la parte trasera del complejo, Chase vio una acequia hecha de cemento que pasaba por debajo de una valla de tela metálica. Los dos hermanos intercambiaron un gesto de asentimiento. Chase le dio a Matt su bolsa de tiro y trepó por encima. Una vez había llegado al otro lado, Matt le pasó las tres bolsas y trepó para llegar también al otro lado. Ya casi había oscurecido.

Pasaron los siguientes cuarenta minutos metidos en la acequia, con el agua fría que les llegaba a la altura de los tobillos. Matt se tropezó una vez y se mojó hasta la altura de los muslos. Salieron de nuevo a la superficie catorce manzanas más al este. De nuevo, se pusieron a buscar un coche con las llaves en el contacto mientras seguían caminando más tranquilamente en dirección este. A tres manzanas de distancia, vieron pasar a dos coches de policía que circulaban juntos a gran velocidad y con las luces puestas.

Tardaron casi una hora en encontrar un coche. Estaban ya a veinticinco manzanas de distancia de la zona comercial donde habían abandonado la furgoneta. El coche era un Olds Cutlass de 1985, y estaba aparcado en un garaje abierto. El coche había sido propiedad de un hombre que había muerto de cáncer hacía dos semanas. El yerno de ese hombre había cogido el coche unas horas antes y había comprobado si tenía suficiente batería como para ponerse en marcha. Tenía pensado poner un anuncio en el periódico para venderlo. Se había distraído cogiendo el impreso de matriculación, el manual y todos los recibos que había en la guantera, y se había dejado las llaves puestas.

Matt fue por carreteras secundarias en dirección a Greensboro. Chase iba tumbado en el asiento de atrás del Cutlass, con la Glock en la mano, intentando que nadie lo viese: la policía iría buscando a dos hombres que viajaran juntos. Durante el trayecto pusieron la radio del coche. Matt buscó en el dial alguna emisora que diese alguna noticia acerca de los tiroteos. Tan solo escucharon una noticia breve: «La policía del estado sigue buscando a un par de hombres fuertemente armados que han escapado a pie, tras protagonizar dos tiroteos en Asheboro ayer por la tarde. Según la descripción, están armados y son extremadamente peligrosos». Ya no dijeron nada más, así que Matt siguió recorriendo el dial en busca de más noticias.

Cuando escuchó los primeros compases de Manda abogados, armas y dinero, de Warren Zevon, Matt se echó a reír.

—Eh, Chase, están poniendo nuestra canción —exclamó. A continuación, apretó el botón para dejar fija la emisora y se puso a cantar:

«Estaba apostando en La Habana

y me arriesgué demasiado.

Papá, manda abogados, armas y dinero.

Sácame de esta.

Soy inocente, solo pasaba por allí,

pero no sé cómo me he quedado enganchado

justo en el sitio más complicado.

Y tengo una mala racha,

y tengo una mala racha

y tengo una mala racha.

Ahora estoy oculto en Honduras

y no tengo nada que perder.

Manda abogados, armas y dinero.

La mierda me está llegando al cuello».

A las dos de la mañana aparcaron en una carretera secundaria para evaluar la situación. En la maleta llevaban unos mil cien dólares en efectivo (la mayoría, procedentes de las ventas del día anterior), la agenda de Matt, su pistola race gun ParaOrdnance de calibre.45, cuatro cargadores de treinta cartuchos cada uno y una pistolera de hombro. Juntando sus dos carteras, tenían ciento ochenta dólares más. En la bolsa de tiro llevaban la Glock de Chase y su Auto-Ordnance de calibre.45, tres pares de tapones para los oídos, cinco cargadores sueltos para cada una de las armas y dos cajas adicionales de munición: una de calibre.45 y otra de 9 mm.

En el talego, Matt llevaba guardado su valioso fusil Steyr AUG, con el cañón aparte, una chaqueta de campaña M65, un juego de correaje táctico, cinco bandoleras de.223 y nueve cargadores: uno de cuarenta y dos cartuchos y el resto de treinta cada uno. Tan solo uno de estos últimos estaba cargado, así que Matt cargó tres más. Su padre le había comprado el AUG justo antes de la prohibición de 1994. Después de la prohibición, el precio se multiplicó por dos. En un primer momento, había pensado que el rifle formase parte del «inventario», pero cuando su valor aumentó de esa manera, se dio cuenta de que le costaría mucho dinero volver a tener un arma así, con lo que decidió incorporarlo a su colección particular.

Una vez acabaron de hacer el inventario, Matt apagó las luces interiores del coche. Los dos rezaron en voz alta.

—Ahora la gran pregunta es —dijo Matt después de que se quedaran un momento en silencio—: ¿nos arriesgamos a volver a la caravana? Podemos irnos ahora mismo y en paz. Me parece que no hemos dejado nada en la furgoneta que pueda conducir a la policía hasta el camping.

—No, no que yo recuerde, pero si son rápidos, los policías podrían comprobar los vehículos de motor matriculados con nuestro apellido. La caravana está matriculada con el nombre de nuestro padre.

Matt se quedó valorando la situación un momento y luego añadió como si tal cosa:

—Vale, fijemos entonces un margen de veinticuatro horas para salir de Carolina del Norte, y otras veinticuatro horas para deshacernos de la caravana. Pasado ese tiempo, tendrán ya el número de matrícula y una descripción del vehículo.

—Está bien.

—Entonces estamos de acuerdo en que tenemos que volver al aparcamiento. No podemos dejarnos todo allí abandonado. Si vamos a salir huyendo necesitaremos el resto del dinero, las monedas, las armas y el material de supervivencia. Hemos perdido ya la furgoneta y la mayor parte de nuestro inventario, no podemos permitirnos perder nada más.

—De acuerdo —dijo Chase tras asentir con gesto serio.

Llegaron al camping a las tres y media de la mañana. Se detuvieron a algo menos de doscientos metros de la entrada y llegaron a pie hasta la caravana. Tras meter las bolsas y la maleta, Matt salió con una lata de WD-40 y un rollo de papel de cocina, cogió el Cutlass y lo aparcó a un kilómetro y medio, detrás de una taberna. Roció con el lubricante todas las partes que pudiesen haber tocado y las frotó cuidadosamente con las servilletas de papel, dejando una buena capa de WD-40.

—Los forenses se lo van a pasar bien intentando encontrar alguna huella —dijo en voz baja.

Dejó las llaves puestas en el contacto y la ventanilla del conductor medio bajada, con la esperanza de que el coche volviese a ser robado una vez más.

Matt metió las servilletas de papel usadas debajo de una bolsa de basura en un contenedor que había volviendo hacia el camping. Antes de las cinco de la madrugada estaba otra vez en la caravana. Chase estaba profundamente dormido. Matt se quedó una hora tumbado en la cama, trazando la estrategia de huida. Finalmente, le venció el cansancio y se durmió. Chase se despertó a las siete de la mañana y preparó el desayuno. El olor del café despertó a Matt. Durante una hora estuvieron organizando las cosas en montones y hablando de las distintas posibilidades de escape que tenían. Todo aquello que no resultaba esencial, pero que los pudiese incriminar, fue a parar a varias bolsas de basura que pensaban o bien quemar o bien tirar en algún contenedor. Casi todo, excepto un poco de ropa, sábanas, libros, cazuelas, platos y comida que fuese a ponerse mala, acabó en el montón que había en el pasillo de la caravana. Allí estaban el resto de las armas que formaban el inventario que llevaban a las ferias de armas; en su mayor parte, género que tenían repetido y que no habían llevado a la feria: tres rifles rusos SKS con la culata laminada, dieciocho cajas de munición, tres equipos de correaje, dos sacos de dormir, varios petates llenos de ropa y de uniformes de campaña, cinco paquetes de raciones de combate, una tienda de campaña individual del ejército y las mochilas CFP-90.

Con la ayuda de un destornillador Phillips, Matt sacó el resto de armas que no formaban parte del inventario de los escondites que tenían preparados detrás de los paneles de cartón madera de la caravana. Allí tenían un MI Garand, un HK-93, un clon de AR-15 olímpico anterior a la prohibición, un cerrojo encamado de.30-06 con una mira de 4-12x, y dos Magnum Smith and Wesson.357. Después de buscar entre las cajas en busca de la munición y los cargadores adecuados, Matt dejó cargadas todas las armas. También cargó cuarenta cargadores con munición AP y treinta y dos más que iban destinados principalmente al AR-15.

Entretanto, Chase sacó una fina caja de metal que estaba adherida con imanes en la parte de atrás del compartimento del depósito de gas propano de la caravana. En la caja había dinero en metálico, cuatro monedas de oro de una onza cada una con el cuño de la hoja de arce canadiense, veintiocho lingotes de plata de una onza y unos dólares de plata. En metálico habría unos tres mil ochocientos dólares. Chase dividió todas las categorías en dos partes, puso cada mitad en dos monederos de tela y metió uno en la mochila de Matt y otro en su bolsa de tiro.

Los preparativos siguieron hasta las diez de la mañana.

—Eh, que vamos a llegar tarde a misa —dijo Chase tras echar un vistazo al reloj que había en la pared.

Después de ducharse, afeitarse y cambiarse de ropa, recorrieron los quinientos metros que les separaban de la iglesia baptista a la que llevaban yendo los últimos tres domingos. Se sentaron en un banco justo cuando el pastor estaba a punto de comenzar el sermón. Luego, respondiendo a las preguntas de los periodistas, algunos de los miembros habituales de la congregación declararon que los dos parecían muy concentrados en la oración durante todo el tiempo que duró el servicio.

—Tenían un aspecto muy devoto —comentó uno de los presentes.

Poco antes de la una de la tarde estaban de vuelta en la caravana de Chase, donde de nuevo siguieron los preparativos. Aquello parecía un proyecto de dimensiones monumentales. Tan solo en volver a decidir las prioridades y en volver a preparar las mochilas tardaron dos horas. Cuando acabaron, cada una pesaba cerca de treinta y cinco kilos. A la hora de decantarse por la proporción de comida y munición, los dos coincidieron en ir «cargados de munición y ligeros de comida».

Hasta pasadas las ocho de la tarde no acabaron de organizarse. Matt y Chase compartieron una cacerola de sopa y estudiaron los mapas de carreteras. Eligieron una ruta prioritaria, una secundaria y fijaron dos puntos de encuentro en caso de que tuvieran que separarse.

—No creo que sea buena idea quedarnos en casa de ningún amigo —dijo Chase con tono melancólico—. Es probable que la policía los investigue e incluso puede ser que les pinchen los teléfonos o los pongan bajo vigilancia. Es solo cuestión de tiempo. Y a Spokane está claro que no podemos ir. Siguiendo el rastro de la furgoneta, no tardarán nada en llegar hasta allí.

Intentaron sin éxito dormir un poco más. Finalmente, a la una de la madrugada, Matt salió fuera, desconectó el cable de la luz y el tubo que iba a la fosa séptica y frotó la caja de los enchufes con un trapo mojado en aceite. A continuación, sacó los bloques que servían para frenar las ruedas y los puso en un cajón al lado de las ruedas traseras. Una hora y media después de la medianoche abandonaron el camping.