«Unos pocos hombres honestos son capaces de superar a una multitud.»
Oliver Cromwell
A la mañana siguiente de la llegada de Dan y de T. K., Ken y Terry Layton, los últimos miembros del grupo que estaban en Illinois, aún no habían dado señales de vida. Dan dijo que quizá era el momento de preguntarse si serían capaces de llegar. Cuando Mary le expresó el mismo temor a Todd, este sonrió y dijo:
—No te preocupes, los conozco de sobra. Si hace falta llegarán hasta aquí a gatas.
Tras hablar con Mary, Todd fue a ver a Mike, que estaba en el sótano de casa de los Gray organizando el equipo en las taquillas.
—Lo mejor sería empezar esta misma mañana a hacer turnos de guardia las veinticuatro horas del día. Me gustaría que diseñaras un plan de tareas. Usaremos ese esquema hasta que lleguen Ken y Terry, luego ya planearemos uno permanente.
—¿Entonces crees que serán capaces de llegar hasta aquí? —preguntó Mike con gesto de sorpresa—. Si vinieran en coche, ya habrían llegado. A lo mejor están viniendo a pie, o puede haber pasado algo peor. Ya viste los disparos en la camioneta de Dan, son una prueba bastante evidente de que esto va a ser un valle de lágrimas.
Todd se quedó mirando a Mike Nelson con gesto sombrío.
—Ya lo sé, Mike. De todas maneras, ahora mismo lo único que podemos hacer es esperar y rezar. ¿Quieres rezar conmigo? —Los dos se arrodillaron, agacharon las cabezas y rezaron en voz alta, rogando a Dios que protegiese a los Layton y que los guiara en su viaje.
Esa misma mañana, Todd convocó una reunión para que los Nelson, Dan y T. K. informaran de lo que les había pasado. Todos se reunieron en el salón de la casa, con la excepción de Mary, que estaba en el puesto de observación y escucha que había en lo alto de la ladera.
—El viaje fue coser y cantar —comenzó Mike—. Como ya le he contado a Todd, la parte más difícil fue cargar todo el equipo. Nos pasamos medio día reuniéndolo todo en tres montones: uno de cosas esenciales, otro de prioridad secundaria y un tercero con cosas que estaría bien tener.
«Pensábamos que ya habíamos traído casi todo aquí al refugio, pero cuando empezamos a organizar las cosas que teníamos aún en casa nos dimos cuenta de que no habíamos calculado bien el peso y el volumen que ocupaban.
—Deberíamos haber hecho una práctica de carga hace mucho tiempo —interrumpió Lisa—. Así nos habríamos dado cuenta de los fallos de cálculo y no habríamos tenido que ponernos a pensar en el momento las cosas de las que no podíamos prescindir. En fin, el caso es que después de decidir las prioridades nos pusimos a cargar. Las armas fueron lo primero que empaquetamos. Luego la munición. Después, nuestras mochilas tipo Alice. A continuación, doce latas de veinte litros de gasolina, que iban junto a la puerta de atrás del portaequipajes, para que pudiésemos repostar sin necesidad de descargar el resto del equipaje.
»Acto seguido, cargamos nuestro suministro táctico de comida, o sea, las raciones de combate y varios paquetes de comida liofilizada. Menos mal que trajimos la mayoría de las raciones de campaña el año pasado. Si no, las tendríamos que haber dejado. Todo esto conformó el montón de cosas «esenciales». Las complicaciones vinieron con el segundo montón, el de cosas de «prioridad secundaria»: ropa, alimentos, equipo sobre el terreno, la mayoría de nuestras reservas de medicamentos, el generador eléctrico manual, etcétera. No teníamos bastante sitio para todo, aunque juntáramos el Bronco y el Mustang. Pensé en conseguir un remolque de alquiler, pero supuse que ya los habrían alquilado todos hacía tiempo.
»Al final tuvimos que abandonar la mitad del trigo que teníamos, el generador, los quinqués, las latas de queroseno y la mitad de nuestros libros de supervivencia. Antes de salir, dejé las cosas que nos sobraban con una nota de despedida junto a la puerta del porche trasero de nuestros vecinos. No tenía sentido que se echara todo a perder. Además, tenía claro que no podríamos volver y hacer otro viaje. La única cosa que cogimos del montón de «cosas que estaría bien tener» fue la vieja Biblia de Ginebra de mi familia. Ha sobrevivido a inundaciones, tornados y a todo lo habido y por haber. Me alegra que siga con nosotros.
»A las tres de la mañana, lo teníamos todo cargado. Intentamos contactar, pero el teléfono no funcionaba. Salir en medio de la noche fue lo mejor que podíamos haber hecho. Apenas había tráfico. Pese a todo, vimos varios coches y camionetas con remolques. Mike iba delante, nos comunicábamos por la banda ciudadana (BC). Pero no íbamos charlando, tan solo de vez en cuando algún «Ve más despacio», o «Cuidado con ese camioneta que viene». Usábamos el canal 27, en la banda lateral superior, la frecuencia de «Salir de ahí zumbando», así que Mike intentaba a veces contactar con Layton, o con Dan o con T. K., por si alguno tenía abierto el receptor, pero o bien no estaban escuchando, o bien estaban fuera de nuestro alcance. Yo estuve muy nerviosa todo el camino. Llevaba las puertas cerradas y mi Colt Gold Cup metida entre el muslo y el asiento del coche.
—No queríamos gastar la gasolina de las latas a menos que fuera imprescindible —continuó Mike—, así que nos detuvimos varias veces para repostar. Una de las gasolineras cobraba dieciocho dólares el litro, daba igual si era diesel o no.
—En esa estación conocimos a un hombre que estaba allí atrapado con su familia en una furgoneta —añadió Lisa—. La gasolinera había dejado de aceptar cheques y tarjetas de crédito el día anterior, ni siquiera aceptaban tarjetas del establecimiento. El tipo tenía todas las tarjetas de crédito del mundo: American Express, Visa, todas las que se os ocurran, pero solo llevaba dieciocho dólares en efectivo. En el momento en que el hombre estaba quitándose el reloj de oro para ofrecérselo al dueño de la gasolinera a cambio de que le llenara el depósito, Mike se le acercó y le dio nueve billetes de cien dólares. El tipo le dio las gracias y se ofreció a enviarle el dinero más adelante. Mike le dijo: «No vale la pena, quédeselo, amigo. Además, para cuando pueda enviármelo por correo, la gente prenderá el fuego con billetes de cincuenta dólares y se limpiará el trasero con los de cien».
—Bueno, resumiendo, lo más importante es que estamos aquí y que no hemos visto ningún incidente de gravedad por el camino —concluyó Mike—. Pero tal y como ha dicho Lisa, había gente con el coche cargado hasta los topes y con aspecto de estar dispuestos a cualquier cosa.
Los siguientes en dar su informe fueron Dan y T. K.
—Tenía conectada mi emisora de radio Cobra sintonizada con la señal principal de SDAZ mientras recogía las cosas —empezó T. K.—, cuando de pronto escuché una voz que decía: «Eh, tío, ¿nos largamos o qué?». Era Fong. Joder, me alegré cantidad de oírlo. Le dije que lo recibía con claridad y él me dijo que lo tenía todo recogido y que estaba listo para salir. Yo le dije: «Genial, pues vente para acá y ayúdame a cargar las cosas». En cuestión de diez minutos ya estaba allí. El se encargó de las funciones de seguridad mientras yo cargaba el equipaje. Aparte, me aseguré de tener en todo momento una pistola a mano, mi Colt Commander, cargada y lista para disparar en el bolsillo interior de esa chaqueta de aviador que me compré el año pasado.
»Lo que hice, básicamente, fue cargarlo todo mientras Dan estaba sentado en la cabina de su Toyota con su viejo Winchester modelo 1897. Le pregunté que por qué no llevaba la Remington 870. Me dijo que su arma causaba más impresión. A continuación, sacó la bayoneta y la caló. «Esto hará que cualquiera de esos vecinos que pasan hambre se lo piense dos veces antes de hacer nada», dijo. Cuando terminé de cargar todos los trastos ya era casi medianoche. Metí todo aquello que se me ocurrió hasta que el viejo Bronco iba ya bien cargado. Por suerte, ya hice un viaje aquí el pasado verano, así que no tuve que dejarme muchas cosas, aparte de algunos libros y algunas sábanas. Cuando salimos, era Dan el que iba delante.
—Yo empecé a recoger un día antes que Tom —continuó Dan, poniéndose de pie—. No sabía qué armas elegir, así que lo mandé todo a la mierda y decidí cogerlas todas. La mayoría están aún envueltas en mantas ahí, en la parte de atrás del Fongmóvil, debajo de todo. He traído un total de veintinueve.
»Como todavía tenía algunas dudas, continué trabajando durante tres días después de que Todd llamara diciendo que el cielo se estaba cayendo sobre nuestras cabezas. El último día en la fábrica de conservas, el encargado me dio una lista con quince empleados a los que se suponía que debía entregar notificaciones de despido aquella misma tarde, a las cuatro. Le dije: «Lo siento, jefe, no puedo hacerlo. Esas personas dependen de sus trabajos, y todos nosotros dependemos de ellos. No podemos sacar al mercado un producto con las suficientes garantías si tenemos un equipo de gente tan reducido». Entonces me dijo: «Si te niegas, no me queda otra opción que prescindir de ti también». Y yo le dije: «No me puede despedir, porque me voy ahora mismo», y me marché. Ni tan siquiera me molesté en recoger mis cosas. Solo me llevé algunos de mis libros de ingeniería y el abridor de cartas Sykes-Fairbairn que guardaba en el primer cajón de mi escritorio. Antes de irme, pasé por la tienda con descuentos para los empleados y compré dieciséis cajas de distintas frutas y verduras en conserva; eran las más recientes que había y todavía llevaban la etiqueta del precio para empleados, que tenía una rebaja de dos centavos por dólar.
Fong se quedó mirando la habitación y después continuó.
—Así que, a la tarde siguiente, empecé a hacer las maletas. Ya hacía dos días que los teléfonos no funcionaban. Recoger las cosas me costó bastante más de lo que me imaginaba. Tal y como T. K. os ha contado, me pasé luego unas cuantas horas vigilando mientras él cargaba sus trastos. Salimos tarde, a las once. O no, creo que ya era medianoche.
T. K. asintió.
—Aunque no parecía que fuese tan tarde —prosiguió Dan mientras se encogía de hombros—. Bueno, el caso es que nos echamos a la carretera. Cuando salíamos de la ciudad vimos una casa envuelta en llamas, pero no se veía ningún camión de bomberos. También vimos un par de coches completamente desguazados. En la autovía el tráfico era muy poco fluido, pese a ser medianoche. Las gasolineras, o bien estaban cerradas o bien tenían a la vista grandes placas de contrachapado con el mensaje pintado con espray de que no quedaba gasolina.
«Cuando estábamos a hora y media de Chicago, empezamos a ver coches que se habían quedado sin gasolina, parados a un lado de la carretera. En un par de ocasiones tuve que dar un volantazo para esquivar a gente que intentaba que nos detuviésemos. Estaban completamente desesperados. Me di cuenta de que parar a ayudar a alguien podía ser muy peligroso y que no valía la pena. Cuando cruzamos la frontera del estado, cada ochocientos metros se veían coches en el arcén que se habían quedado sin gasolina. Entonces contacté por radio con T. K. y le sugerí que fuésemos por la vieja carretera que va en paralelo a la autovía. Las cosas se estaban poniendo cada vez más feas, así que salimos en cuanto nos fue posible. Tanto T. K. como yo andábamos bajos de gasolina.
»La aguja me indicaba que me quedaba un cuarto de depósito, y T. K. me dijo por radio que ya había pasado a reserva, así que empecé a buscar un lugar apropiado para repostar. Salí por un camino secundario que se dirigía hacia un grupo de granjas. No se veía ningún coche en los alrededores. Nos detuvimos unos ochocientos metros más adelante, en una recta donde podíamos ver a bastante distancia tanto a un lado como al otro. Saqué mi modelo 97, aparte llevaba la Beretta 9 mm enganchada del hombro. T. K. salió con su Colt CAR-15 y se lo dejó colgando de la espalda. Yo me quedé cubriéndolo mientras repostaba gasolina y a continuación, él hizo lo mismo mientras yo rellenaba mi depósito.
»Cuando estaba acabando de poner el tercer bidón, T. K. silbó y vi las luces de un coche. Los dos nos agachamos y nos pusimos al otro lado de nuestros vehículos, tratando de parapetarnos detrás de los motores. Cuando las luces estaban a unos doscientos metros de distancia, pude ver que se trataba de un coche patrulla.
»T. K. y yo tratamos de parecer tranquilos y pusimos nuestras armas debajo de mi camioneta, a lo largo, para que no se vieran. Resultó que era el ayudante del sheriff. Cuando detuvo el coche patrulla detrás de nuestros vehículos, T. K. se acercó a hablar con él. Evidentemente, había advertido nuestra presencia y no iba a correr ningún riesgo. Tenía una Glock 21 de gran tamaño, y no la llevaba enfundada.
»T. K. le explicó que íbamos a reunimos con unos amigos en Idaho y que habíamos parado a repostar. Eso ya se lo había imaginado; apuntó con la linterna al bidón que había al lado de mi camioneta. Al principio había pensado que los dos íbamos en mi Toyota y que nos habíamos parado para trasvasar la gasolina que pudiera haber en el Bronco. Cuando le enseñamos nuestros carnés de conducir y los papeles de los dos coches, se relajó un poco.
»Me asusté un montón. La última cosa que necesitábamos era acabar encerrados en alguna cárcel de pueblo en Iowa justo cuando todo estaba a punto de estallar y la mierda iba a esparcirse por todas partes. La verdad es que el tipo fue bastante simpático. Estuvimos charlando un rato más mientras acabábamos de repostar y de volver a meter los bidones en los vehículos. Un momento antes de irse, dijo: «Espero que lleguéis sanos y salvos a ese escondite vuestro en Idaho». Estaba claro que nos había calado. De todas maneras, esperamos a que se alejara antes de recoger las armas. Nunca las llegó a ver; si no, nos habría tocado dar muchas más explicaciones.
—Yo también estaba asustadísimo —dijo T. K. tras una breve pausa—. Después de que se fuera el ayudante, le pedimos a Dios que nos protegiese, dimos la vuelta y volvimos a la autovía. La cosa iba bien; de hecho, Dan aceleró un poco la marcha. A veces se ponía a ciento veinte por hora y me tocaba gritarle por la radio que fuese más despacio. Volvimos a repostar siguiendo el mismo procedimiento en la parte oriental de Dakota del Sur, un poco antes de que amaneciese, y luego una vez más a las diez de la mañana. Después de esa parada, me puse yo delante. A esas alturas, prácticamente no se veía ningún coche en la carretera.
»Poco después de que llegáramos a Montana tuvimos que reducir la marcha porque había dos coches destrozados que casi bloqueaban los dos carriles de la carretera. A primera vista, parecía un accidente: dos coches empotrados el uno contra el otro, la típica colisión. Luego me di cuenta de que no había ningún cruce aquí, así que no era posible que hubiesen chocado a no ser que uno hubiese golpeado al otro por detrás. Eso tampoco podía ser, porque uno de los coches estaba prácticamente perpendicular a la carretera. Cuando llegué a esa conclusión ya casi estábamos a su misma altura. Por suerte, el arcén era bastante ancho. No me dio tiempo a llamar a Dan por radio para avisarle. Apreté el acelerador y di un volantazo en dirección al arcén. Solo podía confiar en que Dan hiciese exactamente lo mismo, y por suerte lo hizo.
—Yo vi los coches destrozados allí delante —prosiguió Dan—, y luego vi cómo del tubo de escape de T. K. salía algo de humo al pegar el acelerón. Al segundo, yo hice lo mismo y me fui detrás de él. Cuando sorteamos los dos coches destrozados, vi a dos tipos de pie a la derecha con escopetas, detrás de uno de los coches. No eran escopetas cortas, sino viejos rifles de repetición. Me agaché y seguí adelante, me dispararon tres o cuatro veces.
»El primero de los disparos se llevó por delante parte del parabrisas delantero y de la ventanilla del acompañante. El segundo y tercero agujerearon la chapa del vehículo. La ventana trasera también se fue por el aire. Aparte de mi saco de dormir, que ahora va todo el rato perdiendo plumas, el resto del equipaje no sufrió ningún daño. Algunos perdigones impactaron contra dos de los bidones de gasolina, pero por suerte estaban vacíos. De lo contrario, toda la parte de atrás hubiese acabado empapada de gasolina.
»A juzgar por los agujeros debían de estar usando cartuchos cargados con perdigones de buen tamaño. Seguramente del cuatro, o puede que un poco más. Atravesaron sin problemas la cubierta del vehículo. Bueno, el caso es que unos quince kilómetros más adelante, había una recta muy larga y nos paramos a un lado. T. K. me cubrió mientras yo comprobaba los desperfectos. El parabrisas estaba hecho añicos, casi no se podía ver nada. La ventanilla del asiento del acompañante estaba destrozada.
»Me pasé diez minutos arrancando a patadas lo que quedaba de parabrisas y sacando los cristales rotos. Hacía bastante frío y no me quería congelar el culo conduciendo sin parabrisas, así que tardé cinco más en sacar cosas de la parte de atrás de la camioneta hasta que encontré la caja donde llevaba la ropa de abrigo. Me vestí con los pantalones de acampada con el forro para el frío, un suéter de lana, una chaqueta de plumas y una chaqueta de camuflaje DPM. Me puse también mis guantes forrados del ejército y una de esas gorras de la Marina que compramos en la tienda de saldos de Ruvel. Incluso así sentía algo de frío, pero congelarme ya no me iba a congelar. Esa fue la única cosa digna de mención que nos pasó de camino hacia aquí. La última parte del viaje fue muchísimo más tranquila, incluso vimos algunos ciervos y alces preciosos.
Una vez terminado el informe formal, los recién llegados continuaron contándose historias mientras comían. Para sorpresa de todos, la comida fue un abundante banquete, con carne tierna, queso y verduras.
—¿De dónde ha salido toda esta comida fresca? Pensaba que ya estaríais comiendo la comida almacenada —le dijo T. K. a Todd.
—Saboréala mientras puedas, T. K. Estamos gastando toda la comida que tenemos en la nevera y en el refrigerador. No sabemos cuánto tiempo más seguirá habiendo electricidad.
T. K. miró con gesto apesadumbrado.
—Ya, y supongo que mañana desayunaremos salvado con bayas —se quejó. Todos se rieron.
Tras un estudio conjunto, Todd y Mary habían elegido la región de las colinas de Palouse en la parte central del norte de Idaho como escenario para su refugio. Respondía a todos los criterios que les interesaban: tenía poca densidad de población y estaba a más de seis horas en coche de una zona metropolitana, Seattle. La tierra de toda la región era fértil y la agricultura variada. Y lo más importante, tenía altos índices de precipitaciones la mayor parte del año, con lo que no sufría de la misma debilidad que la inmensa mayoría de la agricultura moderna en Estados Unidos: la dependencia del agua. La zona no precisaba de un sistema de riego controlado por motores que funcionaran con energía eléctrica.
Un viaje durante las vacaciones en el año 2001 confirmó las esperanzas que tenían puestas en la zona. La gente era amigable, apenas había tráfico y casi todas las camionetas llevaban un compartimento para las armas y pegatinas de la Asociación Nacional del Rifle. Quitando las antenas de móviles y de satélites que se veían de vez cuando, parecía más que estuviesen en los años sesenta que en la primera década del nuevo siglo. A Todd y a Mary, que habían crecido en los barrios residenciales de las afueras de Chicago, el precio de la tierra y de las casas les parecía ridículo. Una casa de tres habitaciones con ocho hectáreas de tierra costaba entre ciento cuarenta mil y trescientos mil dólares.
Tras tres viajes más, finalmente encontraron una granja de dieciséis hectáreas y se decidieron a comprarla. Estaba a un kilómetro y medio de distancia de Bovill, una pequeña ciudad a cincuenta kilómetros al este de Moscow, Idaho. Bovill estaba situada en el extremo oriental de la región agrícola de las colinas de Palouse. La ciudad era un poco más fría que la zona de alrededor, pero eso implicaba también que el precio de la tierra era algo más bajo. La economía de la zona se nutría de la agricultura y de la explotación de la madera. A Todd, además, le gustaba mucho la idea de estar cerca del bosque nacional de Clearwater. Desde su punto de vista, las setecientas sesenta mil hectáreas de bosque eran un patio trasero fantástico. El edificio principal de la casa estaba hecho de ladrillo y era de 1930. Le hacía falta algún arreglo, pero tenía todo lo que ellos necesitaban: un sótano con la misma extensión que la casa, tres dormitorios pequeños pero suficientes, una cocina que funcionaba con leña y que parecía de los años treinta y un tejado metálico. Había también un garaje/taller, un granero, una leñera, un ahumadero, un enorme terreno con árboles que les proporcionarían frutos secos, y un depósito de agua situado junto a un manantial en la colina que había detrás de la casa, noventa metros más arriba. A diferencia de la mayoría de los vecinos, que sacaban agua de pozos, el agua llegaba gracias a la fuerza de la gravedad en una cantidad de dieciocho litros por minuto. Debido a que los propietarios se jubilaban e iban a mudarse a Arizona, con la casa iba incluido un tractor John Deere, de siete años de antigüedad. Los dueños pedían ciento setenta y ocho mil dólares por el lugar, los Gray les ofrecieron ciento veinticinco mil. Tras dos ofertas y contraofertas, llegaron al acuerdo de fijar el precio en ciento cincuenta y cinco mil quinientos dólares, que entregaron en efectivo.
El camino que llevó a Todd y a Mary Gray hasta las colinas de Palouse comenzó una tarde de octubre del año 2006, cuando Todd y su compañero de habitación en la universidad, Tom T. K. Kennedy, regresaban al colegio mayor. Los dos acababan de ver la película australiana Mad Max, en deuvedé, en el apartamento de un amigo.
—La película está bastante bien —dijo Todd—, pero es poco creíble. Yo creo que en una situación como esa, la gasolina se acabaría mucho antes que la munición, y no al revés.
—Sí, estaba pensando lo mismo —dijo T. K.—. Además, la mejor manera de sobrevivir a algo así no es ir todo el tiempo zumbando de un sitio a otro. De esa manera se aumenta el contacto con otras personas y, por consiguiente, la posibilidad de encontrarse en situaciones comprometidas. El personaje de Mel Gibson debería organizar algún refugio o algún lugar donde hacerse fuerte.
—Después de unos momentos en silencio, preguntó—: ¿Tú crees que algo así, una debacle total de la sociedad, podría llegar a suceder?
—Yo creo que todas esas cosas que se dicen tipo «efecto 2000» son una exageración, pero teniendo en cuenta la complejidad de nuestra sociedad y la interdependencia de unos sistemas con otros, algo así sí sería posible. De hecho, bastaría con unos problemas económicos de la misma magnitud que la Gran Depresión de la década de 1930 para que todo el proceso se pusiese en marcha. Algo así sería suficiente para que el castillo de naipes se desmoronase. Nuestra economía, nuestro sistema de transportes, nuestro sistema de comunicaciones, todo en general, es mucho más complejo y vulnerable de lo que lo era en los años treinta. Y además la sociedad de entonces mantenía mucho más las formas que la de ahora.
T. K. se quedó parado de pronto en medio de la acera, ladeó la cabeza y se quedó mirando a Todd directamente a los ojos.
—Si algo así es de verdad posible —proclamó—, aunque la probabilidad sea muy remota, creo que lo más prudente sería organizar algunos preparativos.
Ya en la habitación del colegio mayor, la conversación alcanzó grandes cotas de intensidad y se prolongó hasta las tres de la madrugada. Sin ser conscientes de ello, Todd y T. K. habían conformado el núcleo de una organización que acabaría teniendo más de veinte miembros, que celebraría reuniones de forma regular y que contaría con unas bases logísticas, una Serie de Procedimientos Operativos Estándar (SPOE) y una cadena de mando. Por extraño que parezca, y pese a lo formal de su estructura, durante varios años el grupo de supervivencia no tuvo ningún nombre. Todos se referían a él simplemente como «el grupo».
Cuando reclutaban a nuevos miembros, Todd y T. K. describían «el grupo» como una organización de ayuda mutua. Los miembros podían confiar en la ayuda de los demás, tanto en las épocas favorables como en las desfavorables. Si, por ejemplo, a alguno de los integrantes se le estropeaba el coche o pasaba por algún apuro económico, el resto se comprometía a darle toda la ayuda posible de manera inmediata, no valían excusas y no se hacía ninguna pregunta. La idea era que cuando las cosas se pusiesen feas de verdad, el grupo aportaría una gran fuerza de efectivos y una sólida base logística que permitiría que los miembros tuviesen más oportunidades de salir indemnes de la época de crisis.
Al cabo de unos pocos meses, Todd y T. K. habían conseguido que unos cuantos amigos pasasen a formar parte del grupo. Casi todos eran compañeros de estudios en la Universidad de Chicago. Como la mayor parte de ellos iban muy justos de dinero, hasta que no se licenciaron y empezaron a mantener unos salarios más o menos decentes, la actividad del grupo se redujo a tener largos debates.
Los primeros años de gestación, Todd y los otros miembros hablaron, razonaron y discutieron sobre cómo articular la organización. Todd asumió el papel de líder y guía. Los demás lo llamaban «jefe» o a veces, bromeando, «el mandamás».
T. K. se convirtió en el especialista en personal del grupo. Daba consejos, limaba asperezas y facilitaba las relaciones entre los distintos miembros. Además, T. K. se encargó de las tareas de reclutamiento. Evaluaba cuidadosamente a cada posible futuro miembro, sopesaba sus virtudes y sus debilidades, e intentaba adivinar cómo reaccionaría ante una situación de presión que se prolongara durante un largo periodo de tiempo.