Salió caminando de su hotel en la avenida Connecticut. La recepción iba a ser un buffet-lunch, decía la carta, de modo que Gordon había dormido hasta las once. Hacía tiempo que había aprendido ya que en los viajes al este de poca duración lo mejor era no hacer caso del mito de las zonas horarias y seguir con el esquema del oeste. Esto encajaba invariablemente con las exigencias de sus citas y entrevistas, puesto que tales ocasiones eran excusas para demorarse con los entremeses bañados en salsa de los restaurantes de lujo, seguidas de las serias revelaciones de ahora-que-ya-no-estamos-en-la-oficina-podemos-hablar-francamente ante varias tazas de café, y luego irse invariablemente muy tarde a dormir. Pero aunque a la mañana siguiente se levantara a las diez, raramente llegaba a la FNC o a la Comisión de Energía Atómica más tarde que los ejecutivos, puesto que él no desayunaba.
Cruzó por el zoo de la ciudad; más o menos le cogía de camino. Unos amarillos ojos caninos siguieron su paso, evaluando los resultados si los barrotes que los encerraban se alzaran de pronto. Los chimpancés se columpiaban con fuerza, impulsos en el interminable circuito de su reducido universo. Aquello era una parte del mundo natural encajonado entre lejanos bocinazos y omnipresentes perfiles rectangulares de sucios ladrillos marrones. Gordon saboreó el frescor de la brisa que llegaba directamente desde el Potomac. Dio la bienvenida a aquel encuentro viajero con las estaciones, un clima distinto a cada mes que pasaba, un agradable alivio a la monótona excelencia de California.
La primera vez que había venido aquí había sido con sus padres.
Aquella órbita turística era ahora un vago conjunto de recuerdos en un rincón de su preadolescencia, el período de la vida que se supone es la edad dorada de todo el mundo. Recordaba haberse sentido maravillado por el brillante esplendor blanco del Monumento a Washington y de la Casa Blanca. Durante varios años después estuvo seguro de que aquellos solemnes edificios eran lo que quería decir su clase de la escuela primaria cuando cantaba América y alababa los esplendores del alabastro. «El país empieza realmente en Washington», había dicho su madre, sin olvidarse de añadir el pedagógico «D.C.», de modo que su hijo nunca pudiera confundirlo con el estado. Y Gordon, llevado a remolque de la lista de lugares históricos, supo lo que ella quería decir.
Más allá del afrancesado diseño del centro de la ciudad había un parque rural que respiraba a Jefferson y a los bulevares flanqueados por árboles. Para él Washington había sido desde entonces el umbral de una enorme república donde las cosechas crecían bajo un sol blanco anglosajón protestante. Allá, las chicas rubias de ojos azules conducían sus deportivos amarillos dejando nubes de polvo en las desiertas carreteras mientras iban de una feria campestre a otra, mujeres que ganaban premios con sus confituras de fresa mientras los hombres bebían cerveza aguada y besaban a chicas que habían sido modeladas según el patrón de Doris Day. Había alzado la vista al Spirit of St. Louis colgando como una paralizada polilla en el Smithsoniano, y se había preguntado cómo una ciudad dedicada al cultivo del maíz como era St. Louis —«sin ni siquiera una buena universidad en ella», había resoplado su madre— podía desplegar unas alas y alzar el vuelo.
Gordon se metió las manos en los bolsillos para conservar el calor y siguió caminando. Las comisuras de su boca se alzaron en una alegre sonrisa. Había aprendido mucho acerca del enorme país que se extendía más allá de Washington, la mayor parte de ello gracias a Penny. Sus mutuas fricciones habían acabado sanando transcurrido 1963 y habían hallado de nuevo la persistente química que los había situado al principio en sus órbitas entrelazadas, círculos centrados en un punto a medio camino entre los dos. Lo que había habido a partir de entonces entre ellos no era un punto geométrico sino más bien un pequeño sol, prendiendo entre los dos una pasión que Gordon tenía la impresión de que era más profunda que cualquier otra cosa que le hubiera ocurrido a él antes. Se habían casado a finales de 1964. El padre de ella, llámame simplemente Jack, quiso una boda de campanillas, brillante y regada con abundante champaña. Penny llevó el tradicional traje blanco. Y bajó la vista y miró de reojo cada vez que alguien le mencionaba algo al respecto. Había venido con él a Washington ese invierno, cuando él hizo su primera gran presentación en la FNC a fin de conseguir una mayor subvención para su propio experimento. Su discurso fue bien acogido y Penny se enamoró de la Galería Nacional, a donde acudió todos los días para ver los Vermeer. Juntos fueron a comer mariscos con las grandes lumbreras de la FNC, y fueron del domo del Congreso al monumento a Lincoln. No les importó el frío y la humedad que reinaba allí; formaba parte del escenario. Todo parecía encajar con todo.
Gordon comprobó la dirección y descubrió que tenía que cruzar otra manzana. Siempre se había sentido intrigado por los contrastes de Washington. Aquella concurrida calle resplandecía con su propia importancia, pero cruzándola había otras avenidas más pequeñas llenas de pequeñas tiendas, casas algo más deterioradas, y tiendas de comestibles en las esquinas. Viejos hombres de raza negra estaban reclinados en las puertas, contemplando la agitación con sus grandes ojos marrones. Gordon entró en una de ellas y, girando un ángulo, descubrió un enorme patio. Poseía el austero estilo francés del gobierno clásico de los años 1950, con cónicas coníferas irguiéndose como centinelas en las esquinas. Bien recortados arbustos arrastraban a los ojos a inflexibles perspectivas.
Bien, pensó, por pretencioso e imponente que fuera, allí era. Se balanceó ligeramente sobre sus talones para mirar. La fachada de granito se recortaba contra un suave cielo. Sacó las manos de los bolsillos y se echó el pelo hacia atrás. Sabía que estaba empezando a clarearle ya por la coronilla, signo seguro de que la calvicie de su padre tendría su eco en él pasados los cuarenta.
Abrió una serie de tres puertas de cristal. Los espacios entre ellas parecían servir como compuertas de aire, conservando el seco calor interno. Ante él había mesas cubiertas con lujosos manteles. En el centro del alfombrado salón había grupos de hombres bien trajeados. Gordon cruzó la última compuerta de aire y penetró en el apagado zumbido de las conversaciones. Enormes cortinas amortiguaban los sonidos, proporcionando ese aire de solemnidad que uno encuentra en los funerales. A la izquierda, un grupo de azafatas recepcionistas. Una de ellas se destacó y acudió hacia él. Llevaba una cosa sedosa color crema que Gordon hubiera tomado por un traje de noche de no haber sido mediodía. Le preguntó su nombre. Gordon se lo dijo con lentitud.
—Oh —dijo ella, los ojos muy abiertos, y se dirigió a una de las adornadas mesas. Regresó con una tarjeta con un nombre, no el plástico habitual, sino un robusto marco de madera alojando una rígida placa con su nombre cuidadosamente caligrafiado. Se la prendió en la solapa.
—Deseamos que nuestros invitados luzcan hoy mejor que nunca —dijo con una abstracta preocupación, y sacudió una imaginaria mota de la manga de su chaqueta. Gordon, halagado por la intención, perdonó su profesional frialdad. Otros hombres, todos vestidos con negros trajes burocráticos, iban llenando el salón. Las azafatas acudían a su encuentro con puñados de tarjetas con nombres de plástico, observó—, y tarjetas de admisión y números de situación. En un rincón, una mujer con aspecto de secretaria ejecutiva ayudaba a un frágil hombre de pelo blanco a librarse de su pesado abrigo. El hombre se movía con unos gestos delicados y vacilantes, y Gordon lo reconoció como Jules Chardaman, el físico nuclear que había descubierto alguna partícula, no recordaba cuál, y había recibido el premio Nobel por sus esfuerzos. Creía que había muerto, pensó Gordon.
—¡Gordon! Intenté llamarle ayer por la noche —dijo una voz seca tras él. Se volvió, dudó, y estrechó la mano de Saul Shriffer.
—Llegué tarde y salí a dar una vuelta.
—¿En esta ciudad?
—Parecía seguro.
Saul agitó la cabeza.
—Puede que no ataquen a los soñadores.
—Probablemente no tengo un aspecto lo suficientemente próspero.
Saul exhibió su sonrisa conocida en toda la nación.
—No, tiene usted muy buen aspecto. Hey, ¿cómo va su esposa? ¿Está con usted?
—Oh, está bien. Ha ido a visitar a sus padres… ya sabe, a mostrarles los niños. Llegará por avión esta mañana, tengo entendido. —Miró su reloj—. Debería estar aquí de un momento a otro.
—Oh, estupendo, me encantará volver a verla. ¿Qué le parece si cenamos juntos esta noche?
—Lo siento, ya hemos hecho otros planes. —Gordon se dio cuenta de que había dicho aquello demasiado rápidamente y añadió—: Quizá mañana. ¿Cuánto tiempo va a quedarse en la ciudad?
—Tengo que volver a Nueva York mañana al mediodía. Le llamaré la próxima vez que vaya a la costa.
—Estupendo.
Inconscientemente, Saul frunció los labios, como si considerara cómo plantear la siguiente frase.
—Ya sabe, esas partes de los antiguos mensajes que se guardó usted para sí mismo…
Gordon mantuvo su rostro inexpresivo.
—Sólo los nombres, eso es todo. En público dije que se habían perdido en medio del ruido. Lo cual es parcialmente cierto.
—Aja. —Saul estudió su rostro—. Miré, después de todo este tiempo, me parece que… mire, le daría un nuevo e interesante toque complementario a todo el asunto.
—No. Vamos, Saul, ya hemos discutido sobre esto antes.
—Pero fue hace años. No consigo comprender por qué…
—No estoy seguro de haber captado correctamente los nombres. Una letra aquí y otra allí, y obtienes un nombre equivocado y la persona equivocada.
—Pero mire…
—Olvídelo. Nunca voy a dar publicidad a las partes de las que no estoy seguro. —Gordon sonrió para quitarle mordiente a sus palabras. Había otras razones también, pero no tenía intención de plantearlas.
Saul se alzó filosóficamente de hombros y se alisó su reciente bigote con un dedo.
—De acuerdo, de acuerdo. Sólo pensé que debía intentarlo una vez más, pillarle a usted de mejor humor. ¿Cómo están yendo los experimentos?
—Seguimos luchando con la sensibilidad. Ya sabe cuál es el problema.
—¿Obtienen alguna señal?
—Quién sabe. Es un galimatías increíble.
Saul frunció el ceño.
—Debería haber algo ahí.
—Oh, lo hay.
—No, quiero decir aparte de todo aquello que recibió usted en el 67. Reconozco que fue un mensaje clarísimo. Pero no estaba en ningún código ni lenguaje que nosotros conozcamos.
—El universo es un lugar muy grande.
—¿Cree usted que procedía de muy lejos?
—Escuche, cualquier cosa que yo diga es pura suposición. Pero se trataba de una señal fuerte, muy bien dirigida. Fuimos capaces de demostrar el hecho de que duró tres días y luego desapareció debido al paso de la Tierra a través de un haz de taquiones. Me atrevería a decir que simplemente nos cruzamos en el camino de la red de comunicaciones de alguien.
—Hummm. —Saul se quedó pensando aquello—. ¿Sabe?, si tan sólo pudiéramos estar seguros de que esos mensajes que no podemos decodificar no procedían de un transmisor humano, muy lejos en el futuro…
Gordon sonrió. Saul era uno de los hombres más importantes en el mundo científico por aquel entonces, al menos a los ojos del público. Sus libros de divulgación encabezaban las listas de los best-sellers, sus series de televisión ocupaban las horas de máxima audiencia. Gordon terminó por él:
—Quiere decir, tendríamos una prueba de la existencia de una tecnología alienígena.
—Aja. Valdría la pena intentarlo, ¿no?
—Quizá.
Las enormes puertas de bronce del extremo del salón se abrieron de par en par. La multitud avanzó hacia la sala de recepciones al otro lado. Gordon había observado que la gente que formaba grupos se movía a través de un lento proceso de difusión, y aquella multitud no era distinta. Conocía a muchos… Chet Manahan, un metódico físico de estados sólidos que siempre llevaba una chaqueta con corbata a juego, hablaba cinco idiomas, y se aseguraba de que tú te enteraras de ello a los pocos minutos de haber sido presentados; Sidney Román, un hombre delgado, muy moreno, delicado, cuyas precisas ecuaciones conducían a conclusiones extravagantes, algunas de las cuales habían demostrado ser ciertas; Louise Schwartz que, contrariamente a su nombre, poseía una piel luminosamente blanca y una mente que lo catalogaba todo en astrofísica, incluyendo la mayor parte de los chismorreos impublicables; George Maklin, de rostro enrojecido y enormes hombros llenos de músculos, que realizaba experimentos sobre filamentos suspendidos en helio líquido, midiendo los impulsos de torsión; Douglas Karp, un zar para un grupo de estudiantes graduados que emitían dos artículos al mes sobre la estructura de banda de diversos sólidos surtidos, lo cual le permitía ir a dar conferencias en verano a las soleadas universidades del Mediterráneo; Brian Nantes, cuya enorme y desbordante energía se comprimía en sus artículos en precisas y lacónicas ecuaciones, desnudas de comentario o discusión para uso de sus contemporáneos, un resumen abstracto completamente desprovisto de las perlas-para-los-cerdos que suelen acompañar al texto… y muchos más, algunos conocidos casualmente en conferencias, otros enfrentados a él en acaloradas sesiones en las reuniones de la Asociación de Ciencias Físicas, la mayor parte rostros imprecisos asociados con el conjunto de iniciales debajo de algún artículo interesante, o conocidos en una comida de facultad a base de bocadillos y cerveza poco antes de un seminario, o vistos recibiendo educados aplausos en una reunión después de haber leído el texto de un artículo ante un micrófono. Saul avanzó con él en medio de toda aquella gente, mientras le describía a medias un plan para localizar a extraterrestres a través de las oscilaciones y señales electrónicas en el espectro de los taquiones. Gordon podía efectuar las observaciones, naturalmente, y Saul revisaría los datos y vería lo que significaban.
Gordon derivó diagonalmente, dejando que un grupo de físicos de partículas que hablaban rápidamente se interpusiera entre él y Saul. El buffet-lunch estaba directamente frente a él. De forma característica, los científicos no pasaban el tiempo aguardando educadamente antes de dirigirse a la mesa del self-service. Gordon tomó un poco de ternera y la aplicó sobre pan, y escapó con un presentable bocadillo. Dio un mordisco. El aroma del rábano picante limpió los senos de su nariz, haciendo que sus ojos lloriquearan. El ponche era champaña de alta graduación rebajado con oloroso zumo de naranja.
Shriffer estaba rodeado ahora por un semicírculo de rostros aprobadores. Era extraño cómo la celebridad invadía la ciencia en esos días, de tal modo que aparecer en el espectáculo de Johnny Carson era más efectivo con la FNC que publicar una brillante serie de artículos en la Physical Review.
Pero en último término, reflexionó Gordon, era la fijación de los media lo que había conseguido todo eso. Al término de la conferencia de prensa de Ramsey y Hussinger, Gordon había sentido una asfixiante ola de calor pasar a su través como si hubiera acudido a su encuentro a través de toda la habitación. Luego, contemplando a Cronkite hablar sobriamente a la cámara el 22 de noviembre, la había sentido de nuevo. ¿Era ésa la firma de una auténtica e inevitable paradoja? ¿Era entonces cuando el futuro se había visto radicalmente alterado? No había forma de decirlo, al menos todavía no.
Había escrutado los informes de fenómenos atmosféricos, de índices de rayos cósmicos, de parásitos de radio y variaciones de luz estelar… y no había encontrado nada. No había todavía instrumentos diseñados que pudieran medir el efecto. Sin embargo, Gordon tenía la sensación de experimentar una percepción subjetiva de cuándo había ocurrido. ¿Quizá debido a que él se hallaba cerca del lugar donde llegaban las paradojas? ¿O quizá porque, como Penny había dicho, él ya estaba en línea, es decir sintonizado? Quizá nunca lo supiera.
Un rostro que pasaba por su lado hizo una inclinación.
—Vaya día —dijo formalmente Issac Lakin, y siguió su camino.
Gordon le devolvió el saludo. La observación era convenientemente ambigua. Lakin se había convertido en uno de los directores de la FNC, dirigiendo los trabajos sobre resonancia magnética. La controvertida área de Gordon, la detección de taquiones, estaba en otras manos. Lakin era ahora más conocido por su coautoría del artículo sobre la «resonancia espontánea» en el PRL. La fama refractada lo había elevado, agradablemente ingrávido, a su actual posición.
El otro coautor, Cooper, se las había arreglado bastante bien también. Su tesis pasó por el comité con una fácil velocidad, una vez librada de los efectos de la resonancia espontánea. Se había ido al estado de Pensilvania con un evidente alivio. Allí, se abrió camino hasta su posdoctorado con algunos respetables trabajos acerca del spin del electrón, y consiguió una buena posición en la facultad. Actualmente estaba torturando tenazmente a varios compuestos III-V para que le confesaran sus coeficientes de transporte. Gordon lo había encontrado en alguna reunión y habían tomado ocasionalmente unas copas juntos, compartiendo una circunspecta charla.
Escuchó accidentalmente una conversación acerca del relanzamiento de la idea de la nave espacial Orión, y de los nuevos trabajos de Dyson. Luego, mientras Gordon estaba agenciándose un nuevo bocadillo y hablando con un periodista, un físico de partículas se le acercó. Deseaba hablarle de los planes de un nuevo acelerador que tenía la posibilidad de producir una cascada de taquiones. La energía requerida era enorme. Gordon escuchó educadamente. Cuando una reveladora sonrisa escéptica empezó a asomarse a su rostro, obligó a sus labios a adoptar una expresión de profesional atención. Los tipos de altas energías estaban luchando por producir taquiones, pero la mayor parte de los observadores imparciales consideraban que el esfuerzo era prematuro. Se necesitaba profundizar antes en la teoría. Gordon había presidido varios paneles sobre el tema y había ido adquiriendo una reserva cada vez mayor ante las nuevas proposiciones que necesitaban grandes cantidades de dinero. Los físicos de partículas eran unos adictos a sus inmensos aceleradores. El hombre que solamente dispone de un martillo para trabajar descubre que cada nuevo problema necesita un clavo.
Gordon asintió con aire juicioso, bebió champaña, habló poco. Aunque las pruebas de la existencia de los taquiones eran ahora abrumadoras, no encajaban con el programa estándar de física. Eran mucho más que simplemente una nueva especie de partícula. No podían ser puestos en la estantería al lado de los mesones y los hiperones y los kaones. Antes de ellos los físicos, con el instinto de unos contables, habían descompuesto el mundo en una confortable zoología. Las otras partículas más simples presentaban únicamente diferencias menores. Encajaban en el universo como canicas en un saco, llenando pero no alternando el tejido. Los taquiones no hacían eso. Hacían posibles nuevas teorías, pateando el polvo de las cuestiones cosmológicas con su sola existencia. Las implicaciones tenían que ser puestas a la luz.
Más allá de ello, sin embargo, estaban los propios mensajes. Habían cesado en 1963, antes de que Zinnes pudiera proporcionar una confirmación más extensa. Algunos físicos creían que eran reales. Otros, siempre desconfiados ante los problemas esporádicos, pensaban que debía tratarse de algún error fortuito. La situación tenía mucho en común con la detección de las ondas gravitatorias por Joe Weber en 1969. Experimentos posteriores de otros no habían encontrado ondas. ¿Significaba eso que Weber estaba equivocado, o que las ondas llegaban en ráfagas ocasionales? Podían transcurrir décadas antes de que otra ráfaga pudiera dilucidar la cuestión. Gordon había hablado con Weber, y el nervioso experimentador de pelo plateado pareció tomarse todo el asunto como algún tipo de comedia inevitable. En ciencia, normalmente no puedes convertir a tus oponentes, dijo; tienes que sobrevivir a ellos. Para Weber aún quedaban esperanzas; Gordon tuvo la impresión de que su caso jamás podría ser comprobado.
Ciertamente, la nueva teoría de Tanninger señalaba el camino. Tanninger había metido los taquiones en la teoría general de la relatividad de una forma altamente original. La vieja cuestión que aparecía en la mecánica cuántica, la de dónde estaba el observador, había sido finalmente resuelta. Los taquiones eran una nueva clase de fenómeno ondulatorio, ondas de casualidad formando lazos entre pasado y futuro, y las paradojas que podían producir conducían a un nuevo tipo de física. La esencia de la paradoja era la posibilidad de resultados mutuamente contradictorios, y la imagen de Tanninger del lazo casual era parecida a la de las ondas de mecánica cuántica. La diferencia residía en la interpretación del experimento. En la imagen de Tanninger, una especie de función ondulatoria, semejante a la antigua función cuántica, proporcionaba los varios resultados del bucle paradójico. Pero la nueva función ondulatoria no describía probabilidades… hablaba de distintos universos. Cuando se establecía un lazo, el universo se escindía en dos nuevos universos. Si el lazo era del tipo simple de mata-a-tu-abuelo, entonces el resultado era un universo donde el abuelo vivía y el nieto desaparecía. El nieto reaparecía en un segundo universo, habiendo viajado hacia atrás en el tiempo, donde disparaba contra su abuelo y vivía su vida, a lo largo de los años alterados para siempre por su acción. En ninguno de los dos universos el mundo era paradójico.
Todo esto ocurría si se utilizaban los taquiones para producir el tipo de lazo temporal de onda estacionaria. Sin taquiones, no se producía ninguna escisión en distintos universos. De modo que el mundo futuro que había enviado los mensajes a Gordon había desaparecido, era inalcanzable. Se había separado en algún momento en otoño de 1963; Gordon estaba seguro de ello. Algún acontecimiento había hecho el experimento de Renfrew imposible o innecesario. Podía haberse tratado de la conferencia de prensa Ramsey-Hussinger, o el depositar el mensaje en la caja de seguridad en el banco, o el atentado contra Kennedy. Una de esas cosas, sí. ¿Pero cuál?
Avanzaba por entre la multitud, saludando a los amigos, dejando que su mente derivara. Recordó que un ser humano, comiendo y moviéndose de un lado para otro, proporcionaba 200 vatios de calor corporal. Aquella habitación atrapaba la mayor parte de él, llenando su frente de gotitas de sudor. Su nuez de Adán estaba constreñida por el nudo de su corbata.
—¡Gordon! —llamó una voz musical por encima de las conversaciones entremezcladas.
Se volvió. Marsha se abrió paso por entre la gente. Se inclinó y la besó. La mujer agitaba un pequeño maletín de viaje mientras se volvía a uno y otro lado para decir hola a la gente que conocía. Le habló del atasco de tráfico que había sufrido al llegar a la ciudad desde La Guardia, alzando las cejas para subrayar una palabra, las manos describiendo con amplios arcos las colisiones evitadas. La perspectiva de unos cuantos días de libertad de los niños le daba un aspecto alegre y excitado que contagió a Gordon. Se dio cuenta de que cada vez se había ido sintiendo más incómodo a medida que avanzaba la sobrecalentada y deslumbrante recepción, y Marsha había borrado todo aquello en un momento. Era esta cualidad, una vida desbordante, lo que más recordaba de ella cuando estaban lejos el uno del otro.
—Oh, Dios, ahí está ese Lakin —dijo ella, desorbitando los ojos en una parodia de pánico—. Vayamos en dirección contraria, no deseo empezar de nuevo con él. —Lealtad de esposa. Lo empujó hacia la ensalada de gambas, que él había pasado de largo, probablemente siguiendo de forma instintiva un axioma alimentario genético. Marsha capturó a alguno de sus amigos por el camino… para formar una barrera protectora contra Lakin, dijo. Todo esto fue hecho con una exageración cómica, arrancando risitas de rostros serios. Un camarero les divisó y les ofreció copas de champaña—. Hummm, apuesto a que no es esto lo que hay en el bol de ahí encima —dijo Marsha, dando un sorbo, los labios aprobadoramente fruncidos. El camarero vaciló, luego asintió: «El presidente ha dicho que se subieran algunas botellas de la reserva privada», y luego desapareció, temiendo haber revelado demasiado. Marsha parecía polarizar el medio, notó Gordon, sacando a amigos de las esquinas de la gran habitación para formar una nube en torno a ellos. Carroway apareció, estrechando manos, sonriendo. Gordon se empapó de la compacta energía de la mujer. Nunca había sido capaz de relajarse de aquel modo con Penny, recordó, y quizás eso hubiera debido decirle algo desde el principio. En 1968, cuando estaban en lo más arduo de su última disputa, él y Penny habían acudido a Washington de nuevo en invierno. Era una ciudad velada. La bruma brotaba de la serpenteante corriente del Potomac. El había evitado las comidas con otros físicos en aquel viaje, recordó, principalmente debido a que Penny los encontraba aburridos y él no podía predecir cuándo iría a meterse de lleno en una de sus discusiones políticas o, peor aún, hundirse en un hosco silencio. Sin mencionarlo, habían decidido de común acuerdo no hablar de ciertos asuntos, asuntos que se iban ampliando con el tiempo. Cada uno tenía hachas que enterrar, eres un coleccionista de injusticias, le había acusado Penny en una ocasión— pero, perversamente, los buenos períodos entre los malos se habían mostrado radiantes con una liberada energía. Él había cambiado de humor entre 1967 y 1968, sin aceptar las recetas freudianas de Penny para mejorar, pero sin encontrar ninguna alternativa tampoco. ¿No resulta un poco obvio mostrarse tan hostil al análisis?, había dicho ella en una ocasión, y él se había dado cuenta de que era cierto; tenía la sensación de que el resonante lenguaje mecánico era una traición, una trampa.
La psicología se había modelado a sí misma a partir de las ciencias duras, con la física como principal ejemplo. Pero había tomado su ejemplo del viejo reloj newtoniano. Para la física moderna no existía un mundo tictaqueante independiente del observador, ningún mecanismo intocado, ningún medio de describir un sistema sin verse involucrado en él. Su intuición le decía que ningún análisis exterior de este tipo podía captar lo que rozaba y chirriaba entre ellos dos. Y así, en los últimos días de 1968, su núcleo personal se había fisionado, y un año más tarde había conocido a Marsha Gould del Bronx, Marsha, bajita y morena, y algún inevitable paradigma se había aposentado de su hogar. Recordando ahora los acontecimientos, viéndola envuelta en ámbar, sonrió mientras Marsha irradiaba a su lado.
Las ventanas de la parte occidental del gran salón dejaban pasar una luz cobriza. Las luminarias de las fundaciones estaban llegando, como siempre, tarde. Gordon hizo inclinaciones de cabeza, estrechó manos, conversó lo que se consideraba adecuado. En el grupo creciente de charla de Marsha se introdujo Ramsey, fumando un delgado cigarro. Gordon lo saludó con un guiño conspirador. Luego alguien dijo:
—Deseaba conocerle, y por ello me temo que me he colado sin permiso. —Gordon sonrió sin interés, absorto en sus propias reflexiones, y luego se dio cuenta del nombre que el mismo hombre había escrito en la tarjeta que llevaba en la solapa: Gregory Markham. Se inmovilizó, la mano suspendida en el aire. Las charlas a su alrededor parecieron esfumarse, y se oyó su propio corazón latir fuertemente. Estúpidamente, dijo:
—Yo, ah, entiendo.
—Escribí mi tesis sobre la física de los plasmas, pero he estado leyendo los artículos de Tanninger, y los de usted, por supuesto, y, bueno, creo que ahí es donde se encuentra la auténtica física. Quiero decir que hay todo un amplio abanico de consecuencias cosmológicas, ¿no cree? Tengo la impresión… —y Markham, que Gordon podía ver era tan sólo una década más joven que él, se lanzó a su exposición, desarrollando las ideas que tenía acerca del trabajo de Tanninger. Markham tenía algunas nociones interesantes acerca de las soluciones no lineales, ideas que Gordon no había oído antes. Pese a la sorpresa inicial, se dio cuenta de que estaba siguiendo las partes técnicas con interés. Podía decir que Markham había sabido enfocar bien el trabajo. El uso que hacía Tanninger del nuevo análisis de formas diferenciales exteriores había hecho que sus ideas fueran difíciles de aceptar para la generación más vieja de físicos, pero para Markham eso no representaba ningún problema; no se sentía trabado por la retorcida y más aceptada notación. Había dominado las imágenes esenciales conjuradas por el ojo mental de curvas paradójicas descendiendo con lógica elíptica al plano de la realidad física. Gordon se dio cuenta de que estaba empezando a excitarse; deseaba encontrar un lugar donde poder sentarse y tomar algunos apuntes de sus propias argumentaciones, para permitir que los impactantes símbolos matemáticos hablaran por él. Pero entonces un maestro de ceremonias con impecables guantes blancos se le acercó e interrumpió, haciendo una respetuosa pero firme inclinación de cabeza y diciendo:
—Doctor Bernstein, señora Bernstein, se requiere su presencia ahora. —Markham se alzó de hombros y sonrió con un lado de la boca, y en lo que pareció un instante había desaparecido por entre la gente. Gordon se dominó y tomó a Marsha del brazo. El camarero les abrió camino. Gordon sintió un impulso de llamar a Markham en voz alta, encontrarle, pedirle que cenara con él aquella noche, no dejar que se le escapara. Pero algo lo contuvo. Se preguntó si aquel acontecimiento, aquel encuentro fortuito, podía haber sido el elemento que había desencadenado las paradojas… pero no, aquello no tenía sentido, la ruptura se había producido en 1963, por supuesto, sí. Aquel Markham no era el hombre que calcularía y argumentaría en aquel distante Cambridge. El Markham que acababa de ver no moriría en un accidente de avión. El futuro sería distinto.
Una expresión desconcertada aleteó en su rostro, y avanzó rígidamente.
Fueron presentados al secretario para la Salud, Educación y Bienestar, un hombre con una larga nariz y una boca puntiaguda de finos labios, formando entre ambas cosas un carnoso punto de admiración. El maestro de ceremonias les condujo a todos a un pequeño ascensor privado, donde permanecieron incómodamente cercanos los unos a los otros —dentro de los límites de nuestros espacios personales, observó Gordon de forma abstracta—, y el secretario para la Salud, la Educación y el Bienestar emitió algunas pedantes observaciones, todas ellas literariamente recitadas. Gordon recordó que su cargo había sido siempre un cargo altamente político. La puerta del ascensor se abrió para dejar al descubierto un pasillo lleno por una multitud inmóvil. Algunos hombres le dirigieron una mirada escrutadoramente obvia y luego sus ojos volvieron a adquirir una expresión normal, mientras sus cabezas se giraban rutinariamente hacia las direcciones asignadas. Servicio de seguridad, supuso Gordon. El secretario les condujo a través de un estrecho canal hasta el interior de una amplia habitación. Una mujer bajita acudió apresuradamente, vestida como si fuera a la ópera. Parecía del tipo de las que habitualmente se llevan la mano a su collar de perlas e inspiran profundamente antes de hablar. Mientras Gordon formulaba ese pensamiento, hizo precisamente eso y dijo:
—El auditorio está ya lleno, nunca creímos que pudieran venir tantos, y tan pronto. No creo que valga la pena quedarnos aquí atrás, señor secretario, puesto que ya todo el mundo ha llegado.
El secretario avanzó. Marsha apoyó una mano en el hombro de Gordon y se empinó.
—El nudo de tu corbata está demasiado apretado. Parece como si estuvieras intentando estrangularte a ti mismo. —Aflojó el nudo con dedos diestros, lo arregló. Se mordió concentradamente el labio inferior, apretando hasta que la rojiza carne se volvió pálida bajo el lápiz labial. Él recordó la forma en que la playa se volvía blanca bajo sus pies cuando corría por ella.
—Vamos, vamos —les urgió la mujer de las perlas.
Caminaron por un espacio desnudo enlosado en mármol y bruscamente salieron a un escenario. Había gente detrás de los focos. Algunas sillas chirriaron. Otro maestro de ceremonias con los absurdos guantes blancos tomó a Marsha del brazo. Los condujo hacia el resplandor. Había tres hileras de sillas, la mayor parte de ellas ya ocupadas. Marsha se sentó en el extremo de la primera fila y Gordon ocupó el asiento contiguo. El maestro de ceremonias comprobó que Marsha se había sentado sin problemas. Gordon se dejó caer en su silla. El maestro de ceremonias desapareció. Marsha llevaba un traje adecuadamente corto, a la moda. Sus esfuerzos por tirar de él hasta más abajo de la curva de sus rodillas llamó su atención. Se sintió henchido con una agradable sensación de posesión, ante el pensamiento de que la voluptuosa curva de aquella cadera tan oculta al público era suya, podía ser suya aquella misma noche sin más esfuerzos que un simple gesto.
Entrecerró los ojos para ver más allá de la batería de focos. Una multitud de rostros se apiñaba al otro lado. Se agitaban nerviosamente —no por él, sabía—, y a su izquierda una cámara de televisión estaba clavada con ciclópeo estupor en el sillón vacante. Un ingeniero de sonido comprobaba los micrófonos.
Gordon escrutó los rostros que podía ver. ¿Estaba Markham ahí? Intentó reconocer sus rasgos. Se sintió sorprendido dándose cuenta de lo parecida que era mucha gente, pese a su alardeada individualidad, y sin embargo cuan rápidamente podía el ojo atravesar hasta más allá de las similitudes para captar los pequeños detalles que separaban los conocidos de los desconocidos. Alguien llamó su atención. Miró por entre el resplandor. No, era Shriffer. Gordon se preguntó divertido qué pensaría Saul si supiera que Markham estaba probablemente a tan sólo unos metros de distancia, un lazo inconsciente con el mundo perdido de los mensajes. Gordon nunca revelaría ahora esos distantes nombres. Aparecerían en la prensa y lo confundirían todo sin probar nada.
No sólo mantener secretas las identidades era lo que le había hecho posponer la publicación de todos sus datos. La mayoría de lo que había considerado como ruido en sus experimentos anteriores era en realidad señales indescifrables. Esos mensajes viajaban hacia atrás en el tiempo desde algún inconcebible futuro. Apenas eran absorbidos por la muy baja densidad de distribución de la materia en el universo. Pero a medida que viajaban hacia atrás, lo que para los hombres era un universo en expansión aparecía para los taquiones como un universo en contracción. Las galaxias se juntaban, acercándose las unas a las otras en un volumen que se contraía cada vez más. Aquella materia más densa absorbía mejor los taquiones. Mientras iban hacia atrás en lo que para ellos era un universo en implosión, un número creciente de los taquiones era absorbido. Finalmente, en el último instante antes de que se comprimiera en un punto, el universo absorbía todos los taquiones de cada punto de su propio futuro. Las mediciones de Gordon del flujo de taquiones, integrados hacia atrás en el tiempo, mostraban que la energía absorbida de los taquiones era suficiente como para calentar la comprimida masa. Esta energía era el combustible para la expansión universal. De modo que a los ojos de los hombres, el universo estallaba a partir de un simple punto debido a lo que ocurriría, no a lo que había ocurrido. Origen y destino se interconectaban. La serpiente se mordía la cola.
Gordon deseaba estar absolutamente seguro antes de informar acerca del flujo y de sus conclusiones. Estaba seguro de que nada de aquello iba a ser bien recibido.
El mundo no deseaba paradojas. El recordar que los enormes movimientos del tiempo eran lazos que nosotros no podíamos percibir… la mente intentaba alejarse de aquello. Al menos parte de la oposición científica a los mensajes estaba basada precisamente en ese simple hecho, estaba seguro. Los animales habían evolucionado de tal forma que los caminos de la naturaleza parecían sencillos para ellos; ése era el rasgo definido de la supervivencia. Las leyes habían modelado al hombre, no al revés. Al córtex no le gustaba un universo que fundamentalmente iba a la vez hacia delante y hacia atrás.
Así que no iba a empañar los resultados con unos cuantos nombres balbuceados, no para que Shriffer pudiera lucirse. Quizá se lo diría a Markham, del mismo modo que inevitablemente publicaría las débiles llamadas que había medido de Épsilon Eridani, a once años luz de distancia. Eran voces de un futuro inconcreto, informando de detalles de mantenimiento de una nave. No había paradojas allí. A menos, por supuesto, que la información no frenara el impulso actualmente en efervescencia de los cohetes, abortando la próxima estación espacial con algún efecto contrario. Eso siempre era posible, suponía. Entonces el universo volvería a escindirse de nuevo. El río se bifurcaría. Pero quizá, cuando todo aquello fuera comprendido y las anotaciones de Tanninger penetraran más profundamente en el enigma, pudieran llegar a averiguar cómo evitar las paradojas. Aunque las paradojas no causaban ningún daño, después de todo. Era como poseer un hermano gemelo más oscuro al otro lado del espejo, idéntico excepto que él es zurdo. Y la naturaleza de los taquiones hacía improbables las paradojas accidentales, después de todo. Una astronave informando a la Tierra utilizaría haces muy estrechos. Ningún campo periférico alcanzaría por casualidad la Tierra actual en su girar helicoidal a través del espacio, intersectaría su gavota en torno a la galaxia.
Ramsey cruzó su campo de visión y lo extrajo de su ensoñación. Ramsey expulsaba nerviosamente su humo, retorciendo su delgado cigarro como si fuera un insecto agonizante. El hombre estaba nervioso. Repentinamente, un estadillo de música grabada, Salve al jefe. Todo el mundo en el escenario se puso en pie, convencidos del hecho de que el hombre que acababa de entrar por la derecha, sonriendo y agitando casualmente una mano, era un servidor público. El presidente Scranton estrechó la mano del secretario con todo el calor que los medios requerían, y abarcó al resto del escenario con una sonrisa generalizada. Pese a sí mismo, Gordon sintió una cierta emoción. El presidente se movía con una confortable seguridad, aceptando los aplausos y sentándose finalmente junto al escenario. Scranton había desacreditado a Robert Kennedy, involucrando a su ceñudo hermano menor en una maraña de escuchas telefónicas de los demócratas, y luego de uso indebido de los servicios de Inteligencia y del FBI contra los republicanos. Gordon había considerado que las acusaciones eran difíciles de creer en aquel momento, particularmente desde el momento en que había sido Goldwater quien había puesto al descubierto los primeros indicios. Pero en retrospectiva, era bueno haberse librado de la dinastía de los Kennedy y de un imperialismo presidencial.
El secretario estaba ahora en la tribuna de oradores, haciendo las mecánicas presentaciones y lanzando las habituales y obligatorias alabanzas a la Administración. Gordon se inclinó hacia Marsha y susurró:
—Cristo, no he preparado ningún discurso.
—Háblales del futuro, Gordelah —dijo ella alegremente.
—Ahora ese futuro no es más que un sueño —gruñó él.
—Una triste clase de memoria la que solamente funciona hacia atrás —respondió ella lacónicamente.
Gordon le sonrió. Ella había tomado aquellas nociones de sus lecturas a los chicos, una frase del espejo, la escena del tiempo al revés, la Reina Blanca. Gordon agitó la cabeza y se reclinó en su asiento.
El secretario había terminado su discurso preparado y ahora cedió la palabra al presidente, entre una nutrida salva de aplausos. Scranton leyó la concesión del premio a Ramsey y Hussinger. Los dos hombres avanzaron, intentando torpemente caminar al unísono. El presidente les tendió las dos placas entre los aplausos. Ramsey miró la suya y luego la cambió por la de Hussinger, entre algunas risas del público. Unas educadas manos aplaudieron mientras volvían a sentarse. El secretario avanzó, revolviendo papeles, y le tendió algunos al presidente. El siguiente premio era para algún logro en genética del que Gordon nunca había oído hablar. La premiada era una regordeta mujer alemana que extendió algunas hojas ante ella en el estrado y se volvió al público, evidentemente preparada para ofrecer una detallada historia de su trabajo. Scranton lanzó al secretario una mirada de soslayo y luego retrocedió y se sentó. Había pasado por tales cosas antes.
Gordon intentó concentrarse en lo que decía la mujer, pero perdió su interés cuando ella se dedicó a saludar a los demás trabajadores en su mismo campo que lamentablemente no podían ser honrados hoy allí en tal augusto ambiente.
Jugueteó con la cuestión de lo que debía decir. Nunca iba a ver de nuevo al presidente, jamás tendría que oír a una persona tan influyente como el secretario. Quizá si intentaba hacer comprender algo de lo que todo aquello significaba… Sus ojos se clavaron en la audiencia.
Tuvo una repentina sensación de que el tiempo estaba allí, no una relación entre acontecimientos, sino una cosa. Que un consuelo específicamente humano era ver el tiempo como inmutable, un peso del que uno no podía escapar. Creyendo eso, un hombre podía dejar de nadar contra la corriente de aquel río de segundos y simplemente dejarse llevar, dejar de golpearse contra el plano rostro del tiempo como un insecto golpeando contra la pantalla de una luz. Si tan sólo…
Miró a Ramsey leyendo su placa, insensible al discurso sobre genética, y recordó las espumosas olas en La Jolla, avanzando desde Asia para romperse en las desnudas nuevas tierras. Gordon agitó la cabeza, sin saber por qué, y tomó la mano de Marsha. Le dio un cálido apretón.
Pensó en los nombres que había delante, en aquel futuro desviado, que habían intentado enviar una señal a la retrocediente oscuridad de la historia y la habían escrito de nuevo. Se necesitaba valor para enviar luciérnagas de esperanza a través de las tinieblas, dardos fosforescentes cruzando un terciopelo infinito. Habían necesitado valor; la calamidad de la que hablaban podía sumergir al mundo.
Discretos y educados aplausos. El presidente entregó a la fornida mujer su placa —el cheque vendría más tarde, sabía Gordon— y ella se sentó. Luego Scranton se puso sus bifocales y empezó a leer, con las cuadradas vocales de Pensilvania, la citación a Gordon Bernstein.
—… Por sus investigaciones en la resonancia magnética nuclear que produjeron un sorprendente y nuevo efecto…
Gordon reflexionó que Einstein había ganado el premio Nobel por el efecto fotoeléctrico, que era considerado razonablemente seguro en 1921, y no por la todavía controvertida teoría de la relatividad. Estaba en buena compañía.
—… que, en una serie de experimentos definitivos en 1963 y 1964, mostró que solamente podían ser explicados por la existencia de un nuevo tipo de partícula. Esta extraña partícula, el tac… tac…
El presidente se encalló con la pronunciación. Unas risitas comprensivas se elevaron entre el público. Algo se aferró a la memoria de Gordon, y rebuscó entre el oscuro conjunto de rostros. Esa risa… ¿Alguien que conocía?
—… taquión, es capaz de moverse más rápido que la velocidad de la luz. Este hecho implica…
El apretado moño, la mandíbula orgullosamente alzada. Su madre estaba en la tercera fila. Llevaba un abrigo negro y había acudido a verle en este día, a ver a su hijo en el resplandeciente escenario de la historia.
—… que las partículas puedan viajar hacia atrás en el tiempo. Las implicaciones de todo esto son de fundamental importancia en muchas áreas de la moderna ciencia, desde la cosmología hasta…
Gordon se levantó a medias, las manos tensas. La orgullosa energía en el radiante rostro de su madre, la cabeza vuelta ligeramente hacia el flujo de palabras…
—… la estructura de las partículas subnucleares. Esto constituye realmente un inmenso…
Pero en los febriles meses que siguieron a noviembre de 1963 ella había muerto en Bellevue, antes de que él pudiera verla de nuevo.
—… escala, haciendo eco a la creciente conexión…
La mujer de la tercera fila era probablemente una secretaria madura que había acudido a ver al presidente. De todos modos, algo en su alerta mirada… La sala pareció oscilar, las luces se volvieron profundos pozos.
—… entre lo microscópico y lo macroscópico, un tema…
Sentía sus mejillas húmedas. Gordon miró a través de sus desenfocados ojos la imprecisa silueta del presidente, viéndolo tan sólo como una mancha más oscura junto a los cegadores focos. Más allá de él, no menos reales, estaban los nombres de Cambridge, cada uno de ellos una silueta, cada uno de ellos conociendo a los demás, pero nunca completamente. Las imprecisas figuras se movían ahora más allá de su alcance, dirigiéndose a sus propios destinos tal como lo habían hecho él y Ramsey y Marsha y Lakin y Penny. Pero todos ellos no eran más que simples figuras. Una luz penetrante brillaba a través de ellas. Parecían como heladas. Era el propio paisaje lo que cambiaba, vio finalmente Gordon, refractado por sus propias leyes. Tiempo y espacio eran también jugadores, enormes extensiones englobando a las figuras, un entretejido de futuro y pasado. No había ninguna corriente, ningún fluir de los años. Los inmutables lazos de causalidad iban a la vez hacia delante y hacia atrás. El cronopaisaje se agitaba con ondas, se curvaba y se flexionaba, un gran animal en el oscuro mar.
El presidente había terminado. Gordon se puso en pie. Caminó hacia el estrado con rígidos pies.
—El premio Enrico Fermi por…
No podía leer la cita que estaba escrita. Los rostros colgaban ante él. Ojos. La cegadora luz…
Empezó a hablar.
Vio a la multitud, y pensó en las olas que se movían a través de ella, rompiéndose en una blanca espuma que la tragaba completamente. Las pequeñas figuras captaban débilmente los bordes de las olas como paradojas, enigmas, y oían el tictaquear del tiempo sin saber lo que sentían, y se aferraban a sus ilusiones lineales de pasado y futuro, de progresión, desde la apertura de sus nacimientos hasta la inevitabilidad de sus muertes. Las palabras se aferraron a su garganta. Siguió adelante. Y pensó en Markham y en su madre y en toda aquella incontable gente, sin soltar nunca sus esperanzas, y en su extraño sentido humano, su última ilusión, de que no importaba el cómo los días avanzaran a través de ellos: siempre quedaba el pulsar de las cosas por venir, la sensación de que incluso ahora aún quedaba tiempo.