Marjorie estaba sentada en la pequeña casa alquilada de los Markham y observaba a Jan. Había acudido esperando actuar como una gentil y eficiente ayuda ante una amiga desconsolada y abrumada por el dolor, para encontrarse con que sus papeles casi se habían cambiado. Jan estaba empaquetando sistemáticamente sus cosas. Marjorie le había ofrecido hacerlo por ella. Tenía la impresión de que Jan se merecía el desahogo de echarse de bruces sobre su cama, el rostro enterrado en la almohada, y llorar abundantemente si creía que lo necesitaba. Jan había rechazado su ayuda, diciendo que no iba a ser capaz de encontrar luego las cosas si no las metía ella misma en las maletas. Marjorie había ofrecido hacer un poco de té. Un buen té fuerte y dulce ablandaba a cualquiera. Pero Jan tampoco había querido té. Siguió con su trabajo. Marjorie, ligeramente ofendida, pensó que Jan igual iba a ponerse de un momento a otro a tararear una canción mientras trabajaba. Deseaba que la otra le ofreciera algo de beber. Bruscamente, desechó aquel pensamiento. Dios, si tan sólo era por la mañana.
—¿No hay nada que pueda hacer? —preguntó, con un ligero tono de exasperación. Jan se detuvo y apartó un mechón de pelo de sobre sus ojos.
—Bueno, ahora que pienso en ello, podrías guardar los trajes de Greg. ¿Por qué no tomas esta caja grande y subes arriba? Sólo sus trajes y zapatos. Intentaré venderlos en la tienda de ropas usadas de Petty Cury. Oh, y mira también en el armario del vestíbulo. Creo que allí está su impermeable. Y su bata está detrás de la puerta del cuarto de baño. —Esbozó una ligera sonrisa—. Creo que será mejor que compruebes en todas las habitaciones. Nunca conseguí que no dejara sus cosas un poco por todas partes.
Marjorie se la quedó mirando, incrédula. Ella misma había evitado cuidadosamente mencionar el nombre de Greg.
—¿Cómo puedes estar tan tranquila? —estalló. Jan meditó un momento.
—Creo que es debido a que hay tanto que hacer. No he tenido tiempo de derrumbarme. No te preocupes, Marjorie, me llegará en cualquier momento, más pronto o más tarde. Supongo que realmente aún no puedo llegar a creerlo.
Marjorie observó que Jan guardaba sus ropas siguiendo un estricto ritual. Primero las faldas, dobladas cuidadosamente a lo largo y luego por las caderas. Las medias en precisas bolas. Jan se concentraba en su tarea con una absoluta energía. Extendía las blusas con movimientos precisos y definidos, las mangas formando tensas líneas paralelas. Abrochaba los botones del cuello y de la parte delantera con dedos rítmicos. Luego doblaba las mangas. Alisaba diestramente las arrugas. Las suaves prendas formaban precisos rectángulos, cada una de ellas un paquete. Jan las alineaba en una maleta, apretándolas contra las esquinas. La tapa apretadamente cerrada.
—¿No preferirás quedarte con nosotros hasta que salga tu avión? No creo que debas quedarte aquí sola.
—Estaré bien. Tengo que ir a Londres a confirmar mi vuelo. Hay evidencias de que el vuelo de Greg tropezó con alguna forma virulenta de eso que hay en las nubes… creen que fue eso lo que le ocurrió al piloto. Nada oficial, por supuesto. Pero eso significa que las compañías aéreas están reduciendo sus vuelos hasta tanto el Consejo se pronuncie en una u otra forma. Han cancelado todos los itinerarios que puedan cruzar los bancos de nubes realmente densos —Jan se alzó de hombros.
—¿Estás segura de que debes volver a casa? ¿A California?
—Creo que es lo mejor. —Un débil cansancio apareció en el rostro de Jan—. No soy de ninguna utilidad aquí.
—Sigo creyendo que deberías quedarte un tiempo con nosotros. Los niños están en casa… cerraron los colegios, ya sabes… y podemos hacer excursiones, y…
—No. Lo siento, no. Gracias de todos modos. —Jan tomó la caja. Miró por unos instantes su interior—. Espero que pueda llegar a California.
Renfrew recorría el laboratorio arriba y abajo, golpeando el puño de una mano contra la palma de la otra. Su ayudante Jason estaba reclinado contra un armario gris, mirando malhumoradamente al suelo.
—¿Dónde está George? —preguntó de pronto Renfrew.
—En casa, enfermo.
—Bueno, supongo que no importa. No hay nada que podamos hacer, de todos modos. Malditos cortes de energía. Ni siquiera he conseguido ponerme en comunicación con Peterson. Su secretaria dice que está enfermo. ¡Vaya momento para elegir ponerse enfermo!
Caminó arriba y abajo un poco más. Las bombas permanecían silenciosas a su alrededor. El laboratorio estaba en penumbra, iluminado tan sólo por la luz exterior. Los débiles rayos del sol del atardecer penetraban oblicuamente por las ventanas.
—Dios, Markham hubiera debido estar de vuelta mañana, y hubiéramos tenido el equipo de Brookhaven. ¿Quién va a hablar por nosotros ahora?
—El señor Peterson dijo que estaba preparado para ayudar, la última vez que estuvo aquí.
—No confío en ese hombre. Pero si al menos pudiera ponerme en contacto con él. ¡Maldita sea!
Se dirigió hacia el distribuidor de agua y pulsó el botón. No ocurrió nada. Le dio una patada.
—Nunca pensé vivir para ver el agua racionada en Inglaterra —dijo—. Y está lloviendo a cántaros. Agua, agua por todas partes, y ni una gota para beber. Recuerdo haber aprendido este verso en la escuela. Y cosas viscosas se arrastrarán sobre sus patas fuera del legamoso mar, sí. —Se echó a reír—. Pronto los acantilados de Dover serán rojos.
—¿Por qué no se va a casa? —sugirió Jason—. Yo me quedaré aquí en caso de que haya una llamada de Londres.
—¿A casa? —dijo vagamente Renfrew. Hubo un tiempo en el que Marjorie había sido la primera persona a quien dirigirse en tiempos difíciles. Su eficiente presencia maternal y su sencillo optimismo lo habían tranquilizado siempre. Pero ahora ella estaba constantemente nerviosa y fuera de sí. Sospechaba que estaba bebiendo demasiado. Se lo había insinuado en una ocasión, pero ella no había agarrado la mano que él le tendía, así que no había vuelto a insistir. Su innato buen juicio la ayudaría a salir de aquello, estaba seguro. Y los chicos. Ni siquiera los había visto, excepto brevemente, durante un mes. Se levantaban tarde, puesto que no había escuela, de modo que ni siquiera los veía en el desayuno. Sí, quizá debiera ir a casa. Intentar entrar en contacto de nuevo con su familia.
Al abandonar el laboratorio, descubrió que alguien había cortado la cadena y le había robado su bicicleta.
Era ya tarde y oscuro cuando llegó a su casa. Se detuvo cansadamente en el porche y sacudió la lluvia de su impermeable. Su llave giró en la cerradura, pero la puerta estaba asegurada por dentro. Golpeó la hoja, pero nadie acudió. Pulsó el timbre, dándose cuenta mientras lo hacía, de que no había luces en la casa, por lo que el timbre no funcionaría tampoco. Subiéndose el cuello del impermeable, abandonó el refugio del porche y dio la vuelta hacia la parte de atrás. La puerta de la cocina estaba cerrada por dentro también. Mirando a través de la ventana, vio a Marjorie sentada a la mesa, a la vacilante luz de una vela. Golpeó la ventanilla. Ella alzó la vista, gritó. La vela se apagó, y hubo un golpe.
—¡Marjorie! —gritó—. ¡Marjorie, soy yo, John!
Un ruido de pasos. La cadena interior resonó. Ella abrió la puerta de atrás.
—No hagas eso —protestó—. Dios mío, casi me hiciste sufrir un ataque al corazón. Ahora no puedo encontrar la maldita vela. Cayó al suelo por alguna parte. —Cerró de nuevo la puerta por dentro tras ellos—. Iré a buscar otra.
La oyó rebuscar en la oscuridad, haciendo resonar las puertas de los armarios. Sus pies pisaron algo que sonó como cristales rotos sobre el suelo. Olió a whisky. Ella nunca ha bebido whisky. El destello anaranjado de una cerilla; la débil luz de una vela envió sus sombras danzantes a las paredes de la cocina.
—En nombre de Dios, ¿por qué no enciendes más de una vela?
—Porque puedes estar seguro de que ésa será la próxima cosa de la que va a haber escasez.
—¿Dónde están los chicos?
—Cielos, John, están con mi hermano. Te lo dije. No hacían otra cosa más que ir de un lado para otro de la casa, metiendo las narices en todas partes, de modo que pensé que se lo pasarían mejor con sus primos. Pueden ayudar con la cosecha. Si la lluvia no lo pudre todo completamente.
Se inclinó para recoger los trozos de cristales rotos del suelo.
Él empezó a preguntar si había algo para cenar, luego refraseó tácticamente:
—¿Ya has cenado?
—No. —Ella dejó escapar una risita—. Me bebí mi cena. Crea menos problemas.
Su risita le recordó la antigua y alegre Marjorie. Con una extraña sensación brotándole de muy adentro, tomó sus manos.
—¡Maldita sea! —Se echó hacia atrás, chupándose el pulgar, allá donde un fragmento de vidrio le había producido un corte.
—Pedazo de tonto —dijo ella, sin la menor simpatía—. Viste lo que estaba haciendo. —Echó los trozos de cristal en el cubo de la basura, y secó el suelo con una esponja.
—Tú nunca bebías whisky —dijo él, observándola.
—Es más rápido. Ya sé lo que estás pensando. Tienes miedo de que me convierta en una alcohólica. Pero yo sé cuando detenerme. Sólo bebo lo suficiente como para ablandar un poco las cosas.
—¿Qué te parece entonces si comiéramos algo?
—Come tú si quieres. —Se alzó de hombros—. Puedes abrir una lata de judías y calentártelas en el hornillo de gas. O hay un poco de queso en la despensa.
—¿Sabes?, no resulta divertido llegar a casa en una noche lluviosa para encontrarse un hogar frío y a oscuras y nada siquiera para cenar.
—No veo que puedas echarme la culpa de que la casa esté fría y a oscuras. Qué se supone que debo hacer, ¿quemar los muebles? Y es la primera vez que llegas tan temprano a casa desde Dios sabe cuándo, y puesto que no me lo comunicaste, difícilmente puedes esperar que te tenga preparada la cena. John, no sabes lo horrible que es ir a comprar comida estos días. Tienes que hacer horas de cola, literalmente, y luego no encuentras prácticamente nada que puedas llevarte a casa.
—No sé, Marjorie. Tú siempre te las habías arreglado muy bien. Parecía como si las cosas nos fueran mejor a nosotros que a los de más. Podíamos matar un pollo, y luego estaba tu huerto.
—Dios, John, a veces tengo la impresión de que has estado fuera meses. Los pollos fueron robados hace semanas. Todos. Y sé que te lo dije. En cuanto al huerto, ¿se supone que debo ir chapoteando por ahí en medio de la lluvia, rebuscando la patata o dos que puedan haber quedado? Estamos a finales de septiembre. En estos momentos todo el jardín no es más que un pantano.
Las luces volvieron bruscamente. La nevera se puso en marcha con un chirrido. Parpadearon, dos personas frente a frente sin unas sombras que las protegieran. Se produjo un silencio. John se agitó.
—La madre de Heather murió —dijo ella bruscamente—. Bien, casi es un alivio. No como Greg Markham. Dios, eso fue conmocionante. Es difícil creer que esté muerto. Parecía tan… bueno, tan vivo. Y Heather y James perdieron sus trabajos, ya sabes.
—No me cuentes más malas noticias —dijo él ásperamente, y desapareció en la despensa.