31

Markham esparció sus papeles de trabajo sobre la estrecha tablilla abatible del asiento delantero del avión. Tenía la perspectiva de varias horas de aburrimiento cruzando el Atlántico, encajonado allí en el lado de la ventanilla. Las ecuaciones de Cathy Wickham se extendían ante él, los índices tensores pidiendo ser situados de esa o de esa otra manera, densas anotaciones cargadas de promesas.

—El almuerzo, señor —murmuró la profesionalmente inexpresiva azafata.

Aceptó educadamente una cajita de cartón y la depositó sobre la tablilla con un murmullo inconcreto de agradecimiento. Abrió los bordes doblados de la cajita. Una lluvia de paquetitos cayó entre sus papeles. Eran las ahora universales y cómodas (para ellos) unidades modulares de comida. Desenvolvió una, y se encontró con el obligatorio y correoso pollo. Dio un reluctante mordisco. Pastoso y agrio. Lo único que salvaba todo aquello era la ausencia de una envoltura de plástico, pensó. El bombardeo de los campos petrolíferos saudíes hacía varios años había puesto un brusco fin a la era del plástico, y un regreso al humilde cartón. La pulposa superficie gris de la caja le recordaba sus años de muchacho, antes de que los hidrocarburos dominaran el mundo. El lado humano de los contenedores de papel era el simple hecho de que aceptaban el contacto de una pluma, podían recibir un mensaje; la hoja de plástico rechazaba incluso la huella de sus usuarios temporales. Ociosamente, garabateó las nuevas ecuaciones cuánticas de campo en la caja de la comida. Las elegantes épsilones y deltas pronto rodearon marcialmente las letras de imprenta de la UNITED AIRLINES. Masticó con aire ausente. Pasó el tiempo. Markham vio un camino para separar los elementos tensores en varias ecuaciones reducidas. A golpes de reducciones emparejó las componentes del campo. Realizó unos cuantos cálculos colaterales para comprobar su trabajo. Los demás pasajeros se agitaban en la distancia. En un instante las cinco nuevas ecuaciones se alinearon en la acanalada superficie de la caja de la comida. Sospechó que tres de ellas eran viejas amigas: las ecuaciones de Einstein, con modificaciones para los efectos cuánticos cuando la escala de longitud era lo suficientemente pequeña. Las tres eran bien conocidas. Las otras dos parecían implicar más. Una acentuación de los efectos cuánticos añadía un nuevo término aquí, una mezcla de tensores allí. Parecía no haber forma de reducir más el sistema. Markham tambaleó sobre ellas con su pluma, frunciendo el ceño.

—¡Hey, mire eso! —exclamó de pronto el hombre que estaba a su lado. Markham miró por su ventanilla. Una inmensa nube, de un color amarillo sulfuroso y veteada de naranja, colgada frente a ellos—. Es la primera vez que la veo —dijo el hombre excitadamente. Markham se preguntó si el piloto iba a volar a través de ella. En unos segundos la ventanilla se vio velada por jirones de nubes, y Markham se dio cuenta de que estaban pasando ya a través de un segmento inferior de la masa amarillenta que gravitaba sobre sus cabezas. Un peso inesperado tiró de su estómago hacia abajo; el avión estaba ascendiendo.

—Directamente frente a ustedes, amigos, tienen una de esas nubes de las que todos hemos oído hablar. Estoy llevándoles hasta encima de ella, para que puedan verla mejor.

Aquella explicación le pareció diáfanamente falsa a Markham. Los pilotos no variaban su altitud por una cosa así. La nube parecía grávida, de alguna forma mucho más sólida que los algodonosos cúmulos blancos que la rodeaban. Rizados filamentos de un color oscuro emergían de su parte superior, formando como una especie de domo.

Markham murmuró algo y volvió a sus papeles. Copió las nuevas ecuaciones de la caja de cartón en una hoja y las estudió, intentando aislar el agudo lamento de los motores. En una ocasión, un ingeniero le había dicho que la nueva generación de motores superrápidos chillaban a niveles insoportables. La Rockwell International había tenido que gastar mucho dinero en investigación para paliar un poco aquel terrible sonido que se clavaba como lanzas en los oídos. Habían sido necesarios seis meses para envolver el aullido en una sábana de tranquilizador sonido bajo, de modo que los seres de sangre caliente que habían pagado por sus billetes y que iban en su interior pudieran viajar ofuscadamente tranquilos en aquel metálico abrazo. Bueno, aquello no servía de nada para él. Siempre había sido muy sensible al ruido. Encontró los tapones para los oídos en el compartimiento elástico frente a él y se los puso. Una bendita pantalla lo aisló. El único remanente del chillido de los motores era un temblor acústico que trepaba por sus piernas y se asentaba en sus dientes.

Pasó una hora comprobando las nuevas ecuaciones. Proporcionaban soluciones coherentes a los problemas límite que conocía. Limitando la longitud de la escala y dejando a un lado los efectos gravitatorios, encontró las ecuaciones estándar de la teoría relativista de partículas. El trabajo de Einstein emergió fácilmente, con unos cuantos trazos fáciles de la pluma. Pero cuando las ecuaciones de Wickham eran contempladas de frente, sin ningún paso lateral hacia un terreno más familiar, se presentaban opacas.

Estudió con ojos entrecerrados las cortas y gruesas anotaciones. Si cortaba por la mitad ese amasijo de términos aquí, y simplemente los dejaba a un lado… pero no, eso no era correcto. No podía limitarse a dar una desapasionada vuelta de manivela. Debía proceder con habilidad y buen juicio, para seguir avanzando con el impulso adquirido. Más allá de los estándares lógicos, estaban las cuestiones estéticas. Los nuevos desarrollos en física siempre te proporcionaban, primero, una estructura lógica que era más elegante. Segundo, una vez la comprendías, la estructura no era solamente elegante, sino que era más simple. Tercero, de la estructura surgían consecuencias que eran más complejas que antes. La omnipresente trampa en buscar nuevos caminos era invertir los pasos. Era difícil explicarle eso a un filósofo; había algo en el arte de las matemáticas que lo eludía a uno, a menos que lo buscaras. Platón había sido un gran filósofo, y había decidido que deseaba que los planetas se movieran en conjuntos de círculos, todos ellos interrelacionados entre sí para que dieran las órbitas observadas. Pero como descubrió Tolomeo, las leyes necesarias para conseguir esos círculos preestablecidos eran horriblemente complejas. Eso significaba leyes complejas conduciendo a consecuencias sencillas, el camino equivocado. De modo que todos los esfuerzos de Tolomeo dieron como resultado una teoría que chirriaba y gemía, con esferas cristalinas dando vueltas gracias a una compleja maquinaria llena de piñones y de ruedas y de cadenas transmisoras crujiendo y zumbando.

Por otra parte, la teoría de Einstein era lógicamente más elegante que la de Newton. Sutil, pero simple. Sus consecuencias eran mucho más difíciles de definir, lo cual era el camino correcto. Markham se rascó con aire ausente la barba. Si uno tenía esto en cuenta, podía desechar muchas propuestas antes incluso de empezar, sabiendo que a fin de cuentas terminarían en fracaso. En realidad, no había elección entre belleza y verdad. Uno tenía que aceptar las dos. En arte, la elegancia era como una mujer fácil, a la que cada generación de críticos daba una imagen distinta. En física, sin embargo, había una frágil lección que aprender de los milenios pasados. Las teorías eran más elegantes si podían ser transformadas matemáticamente a otras formulaciones por otros observadores. Una teoría que permanecía invariable bajo la transformación más general era la más hábil, la más cercana a una forma universal. La simetría SU(3) de Gell-Mann había alineado las partículas en hileras universales. El grupo de Lorentz; el isospín; el catálogo de propiedades etiquetadas Peculiaridades y Color y Atractivo… todo ello transformaba unos guarismos inconcretos en una cosa concreta. Así, para ir más allá de Einstein, uno debía seguir las simetrías.

Markham garabateó ecuaciones en un bloc de papel amarillo, buscando. Había pretendido pasar su tiempo elaborando su táctica con FNC, pero la política era basura comparada con la ciencia. Intentó distintas aproximaciones, retorciendo la compacta notación tensorial, escrutando el laberinto matemático. Tenía un principio guía: a la naturaleza parecían gustarle las ecuaciones expresadas en formas diferenciales covariantes. Encontrar las expresiones correctas…

Elaboró las ecuaciones que gobernaban a los taquiones en un espacio-tiempo plano, realizando el ejercicio como un caso límite. Asintió. Allí estaban las familiares ecuaciones de onda de mecánica cuántica, sí. Sabía a dónde conducían. Los taquiones podían ocasionar una onda de probabilidades que se reflejara hacia delante y hacia atrás en el tiempo. Las ecuaciones hablaban de cómo actuaba esta función ondulatoria, del pasado al futuro, del futuro al pasado, un desconcertado viajero. Crear una paradoja significaba que la onda no tenía fin, sino que al contrario formaba una especie de esquema de onda estacionaria, como las olas de un océano en torno a un espigón, creando sus valles y crestas pero siempre regresando, un orden impuesto al inexpresivo rostro del agitado mar. La única forma de resolver la paradoja era penetrar en ella, romper el esquema, como una barca cortando las olas, dejando una agitada estela detrás. La barca era el observador clásico. Pero ahora Markham añadía los términos de Wickham, haciendo las ecuaciones simétricas bajo el intercambio de taquiones. Rebuscó en su maletín el artículo de Gott que Cathy le había dado. Allí estaba: Una cosmología de taquiones, antimateria, materia y simetría temporal. Arduo y difícil de aprehender. Pero las soluciones de Gott estaban allí, ante sus ojos, luminosas. Las fuerzas Wheeler-Feynman estaban también allí, mezclando las soluciones de los taquiones adelantados y retardados con las sumas no euclidianas. Markham parpadeó. En su aislado silencio algodonoso, se sentó muy envarado, sus ojos recorriendo línea tras línea, su imaginación saltando hacia delante para ver dónde las ecuaciones se abrían y apartaban para mostrar nuevos efectos.

Las ondas seguían allí, enigmáticamente confusas. Pero no había ningún papel para la barca, para el observador clásico. La vieja idea de la mecánica cuántica convencional había sido dejar que el resto del universo fuera el observador, dejarle que obligara a las ondas a colapsarse. En estos nuevos términos tensoriales, sin embargo, no había ninguna forma de regresión, ninguna forma de dejar que el universo en su conjunto fuera un lugar estable desde el cual todas las cosas podían ser medidas. No, el universo estaba firmemente emparejado. El campo de taquiones unía cada fragmento de materia con todos los demás. Incluir más partículas en la red lo único que hacía era empeorar las cosas. Los viejos teóricos cuánticos, desde Heisenberg y Bohr, habían llegado a alcanzar la metafísica en este punto, recordó Markham. La función ondulatoria se colapsaba, y éste era el hecho irreductible. La probabilidad de alcanzar una solución cierta era proporcional a la amplitud de dicha solución dentro de la totalidad de la onda, de tal modo que al final únicamente se conseguía una estimación estadística de lo que podía resultar de un experimento. Pero con los taquiones este toque metafísico tenía que desaparecer. Los términos de Wickham…

Un repentino movimiento llamó su atención. Un pasajero en la siguiente fila de asientos se aferraba a una azafata, con ojos vidriosos. Su rostro estaba crispado por el dolor. Una boca contorsionada, unos labios pálidos, unos dientes marrones. Sus mejillas estaban salpicadas de manchas rosas. Markham se quitó los tapones de los oídos. Un agudo grito le sobresaltó. La azafata consiguió que el hombre se tendiera en el suelo en medio del pasillo y sujetó sus frenéticas y engarfiadas manos.

—¡No… puedo… respirar! —La azafata murmuró algo tranquilizador. El hombre se agitó como presa de un ataque, sus ojos girando alocadamente. Entre dos azafatas lo arrastraron hasta más allá de Markham. Notó un olor agrio procedente del hombre enfermo y frunció la nariz, echando hacia arriba sus gafas. El hombre jadeaba a la esmaltada luz. Markham volvió a colocarse sus tapones.

Se sumergió de nuevo en la embalsamada quietud, consciente tan sólo del tranquilizador zumbido de los motores. Sin picos y valles de sonido, el mundo proporcionaba una sensación amortiguada, esponjosa, como si el clásico éter de Maxwell fuera una realidad, pudiera ser captado por las yemas de los dedos. Markham se relajó por un momento, pensando en lo mucho que le gustaba aquel estado. La concentración en un problema intrincado podía sumergirlo a uno en una aislada y densa perspectiva. Había muchas cosas que uno solamente podía ver desde un cierto distanciamiento. Desde su infancia había buscado esa sensación de libre deslizamiento, de sentirse suavemente alejado del comprometido agitarse del mundo. Había utilizado su oblicuo humor para distanciarse de la gente, sí, para mantenerse seguramente apartado del centro de donde vivía. Incluso de Jan, a veces. Uno tenía que formarse un lenguaje lúcido para el mundo, para superar el asalto de la experiencia, para reemplazar el dolor y la dureza y las debilidades de la vida cotidiana con… no, no con una seguridad, sino con una ignorancia con la que uno pudiera vivir. Una profunda ignorancia, pero pese a todo de un tipo que conociera sus propios límites. Los límites eran cruciales. Los cubos de Galileo deslizándose por encima del mármol de los salones italianos, su suave resbalar obedeciendo a la inercia de la mano que los lanzaba… eran realmente caricaturas del mundo. Aristóteles había comprendido en sus entrañas el horrible hecho de que la fricción era la que lo gobernaba todo, todas las cosas se arrastraban hacia su detención. Ése era el mundo del hombre. Sólo el juego infantil de los planos infinitos y de los cuerpos lisos, la realidad sin aristas, proyectaba una trama de consolador orden, de trayectorias infinitas, de armónica vida. Era preciso alejarse constantemente de ese mundo caricaturesco, desplegar estimulantes vuelos de estilo deductivo, respetable. Pero eso no significaba, cuando los artículos científicos aparecían bajo su disfraz de abstracciones y manierismos germánicos, que uno no hubiera estado en otro lugar, el lugar del que uno raramente hablaba.

Hizo una pausa en el sosegado silencio, y luego siguió adelante.

Se preguntó distantemente si su primera intuición habría sido la correcta; esas nuevas ecuaciones de la Wickman no permitían ningún escape a la paradoja, puesto que todo el universo estaba englobado en el experimento. La consecuencia de dar estabilidad a la onda era enviar a los taquiones hacia delante y hacia atrás en el tiempo, sí, pero también esparcirlos a velocidades superiores a la de la luz a través de todo el universo. En un instante, cada ápice de materia en el universo sabía de la paradoja. La estructura global del espacio-tiempo se entrelazaba en una sola unidad, instantáneamente. Ése era el elemento nuevo con los taquiones; hasta su descubrimiento, la física asumía que los trastornos en la métrica del espacio-tiempo tenían que propagarse hacia el exterior a la velocidad de la luz.

Markham se dio cuenta de que había permanecido mucho rato inclinado hacia delante, garabateando representaciones matemáticas de aquellas ideas. Su espalda le dolió como si tuviera clavados infinidad de pequeños cuchillos al rojo. La mano con la que había estado escribiendo protestó con un suave dolor. Se echó hacia atrás, reclinándose en su asiento. Bajo él vio la grisácea llanura del mar como si fuera una enorme pizarra para que Dios escribiera en ella sus ociosas ecuaciones. Un carguero dejaba tras él una estela que se curvaba con las corrientes, plata bajo el sol. Estaban descendiendo hacia el Dulles International en una suave y larga parábola.

Markham sonrió con serena fatiga. Los problemas te atrapan y te conducen a lo largo de impensadas corrientes. ¿Había alguna forma de resolver la paradoja? Sabía intuitivamente que allí estaba el núcleo de la física, la forma de demostrar de una manera rigurosa que podía alcanzarse el pasado. La lacónica nota en la caja fuerte del banco de Peterson probaba que había ocurrido algo, pero ¿qué?

Markham se agitó incómodo, irritado por el angosto asiento. El viaje en avión se estaba convirtiendo de nuevo en la forma de viajar privilegiada de los hombres ricos, sólo que esta vez sin alharacas. Luego volvió a alejar de su mente aquellos recuerdos pasados del inexorable mundo real. El problema aún no estaba resuelto, y todavía quedaba algo de tiempo.

¿Pero es posible decidir la existencia de la paradoja?, pensó. El matemático alemán Gödel había demostrado que incluso los sistemas aritméticos sencillos contenían cosas que eran ciertas, pero imposibles de probar. De hecho, uno ni siquiera podía demostrar que la propia aritmética fuera consistente… es decir que no contuviera paradojas. Gödel había obligado a la aritmética a describirse en su propio lenguaje. La había atrapado en su propia caja, la había prohibido probarse a sí misma mediante referencias a cosas exteriores a ella misma. ¡Y esto con la aritmética, el más simple de los sistemas lógicos conocidos! ¿Qué ocurriría con el universo, con los taquiones yendo de un lado para otro, tejiendo la trama del espacio-tiempo? ¿Cómo podían todos los garabatos de todos los blocs de papel amarillo del mundo atrapar ese enorme tramado en las antiguas cajas del sí/no, verdadero/falso, pasado/futuro? Markham se relajó en su rebosante entusiasmo. El avión hizo clunk, y se inclinó hacia el suelo.

El punto que seguía desconcertándole era por qué Renfrew necesitaba enviar un mensaje, crear una paradoja. Los taquiones eran producidos constantemente por la colisión natural de las partículas de alta energía… así era como habían sido descubiertos.

¿Por qué esos taquiones naturales no producían alguna paradoja en algún lugar? Frunció el ceño. El avión hundió más el morro, dando la impresión de estar asomándose al borde de un pozo, con las piernas colgando. Los taquiones naturales… la respuesta tenía que ser que se necesitaba un impulso mínimo para desencadenar una paradoja. Algún volumen crítico de espacio-tiempo tenía que ser retorcido, y entonces la alteración se propagaba instantáneamente hacia fuera, con la suficiente amplitud como para ser apreciable. Uno podía cambiar el pasado a voluntad, siempre que no creara paradojas que tuvieran la suficiente amplitud. Una vez se franqueaba el umbral, la onda de taquiones tenía un impacto significativo en todo el universo. Pero si era así, ¿cómo podía uno decir que eso había ocurrido realmente? ¿Cuál era su firma? ¿Cómo hallaba el universo una forma de resolver la paradoja? Sabían que habían alcanzado el pasado… Peterson lo había probado. ¿Pero qué más podía ocurrir?

Markham sintió un súbito aguijonazo de percepción. Si el universo era un sistema completamente entramado sin ningún mítico observador clásico para colapsar la función de onda, entonces la función de onda no tenía por qué colapsarse en absoluto. Y entonces…

Un golpe dislocante. Markham alzó la vista sorprendido, y vio el suelo girar bruscamente. Delante estaban los pacíficos campos verdes de Maryland. Un grupo de árboles se deslizaba bajo las alas. En la cabina, un maremágnum de voces. Gritos. Un resonante zumbido. El bosque estaba cada vez más cerca. Los árboles se destacaban nítidos, precisos, con la claridad de las grandes ideas. Los observó pasar velozmente mientras el avión se convertía en algo ligero, aéreo, una telaraña de metal que caía con él, materia muda atrapada por la curva geométrica de la gravedad. Schriiiiii. Los árboles eran pálidas varillas en la oblicua luz, cada uno de ellos con una bola verde estallando en la copa. Pasaban más y más aprisa, y Markham pensó en un universo con una función de onda, diseminándose en nuevos estados de existencia a medida que una nueva paradoja se estaba formando en su interior como la semilla de una idea… Si la función de onda no se colapsaba… Había mundos ante él, y mundos detrás. Hubo un seco crac, y repentinamente vio lo que hubiera debido ser.