30 - 1998

Cerró de un golpe tras él la puerta exterior de su oficina, y cruzó con resonante paso el viejo suelo de madera. Tenía una respetable y antigua oficina, justo al lado de Naval Row, pero a veces hubiera preferido tener menos madera aceitada y más aire acondicionado. Ian Peterson, regresando de una larga conferencia matutina, dejó caer un montón de papeles sobre su escritorio. Notaba los senos de su nariz inflamados, como si fueran de algodón. Aquellas reuniones le causaban invariablemente este efecto. Había sentido como si una suave neblina descendiera sobre su mente a medida que avanzaba la reunión, aislándole de muchos de los tediosos detalles y discusiones. Conocía el efecto a través de muchos años de experiencia; cansancio ante tanta charla, tantas frases revestidas de autoridad, tantos expertos cubriéndose el trasero con juicios cuidadosamente impersonales.

Echó a un lado su mal humor y pulsó el Sec sobre su escritorio. Primero una lista de llamadas, ordenadas según su prioridad. Peterson había anotado cuidadosamente listas de nombres, de modo que al responder el ordenador del Sec supiera si debía tomar en consideración la llamada o no. Las listas variaban semanalmente, a medida que pasaba de un problema a otro. La gente que en una ocasión había trabajado con él en un proyecto tenía una irritante tendencia a suponer que podían seguir llamándole acerca de cosas secundarias, meses e incluso años más tarde.

Segundo, los memorándums llegados, con fechas límite para su respuesta.

Tercero, los mensajes personales. Nada esta vez, excepto una nota de Sarah acerca de su maldita fiesta.

Cuarto, noticias de interés, convertidas en resúmenes. Finalmente, los detalles menores inclasificables. Hoy no había tiempo para ellos. Revisó la categoría Uno.

Hanschman, probablemente quejándose acerca del problema de los metales. Peterson lo trasladó a uno de sus ayudantes tecleando un símbolo de tres letras. Ellehlouh, el norteafricano, con una última y desesperada súplica de más envíos de ayuda a las nuevas regiones alcanzadas por la sequía. Lo trasladó a Opuktu. Era el oficial encargado de seleccionar a quién debía enviar los embarques de grano y azúcar; él se encargaría. Una llamada de aquel Kiefer de La Jolla, calificada urgente. Peterson tomó el teléfono y pulsó el número. Ocupado. Apretó la tecla de repetición y dijo «Doctor Kiefer», para que la cinta añadiera lo de «el señor Peterson del Consejo Mundial está intentando comunicarse urgentemente con usted», e intentar la comunicación con el número de Kiefer cada veinte segundos a partir de entonces.

Peterson pasó a los memorándums. Pulsó para proyección en pantalla su propio memorándum, que había dictado mientras conducía hacia su trabajo aquella mañana para que el ordenador lo pasara a máquina. Nunca antes había probado aquel sistema.

…¿seguro que es esto?… Oh, sí, veo que está encendida / entendida la luz verde, por Dios ¿por qué no ponen correctamente todas las indicaciones y así no me haré / mearé un lío? Seguro que no habrá espacio para adscribir / escribir / inscribir otra carta, está bien, ahí va, hay que pulsar este botón, no hay tecla de opción contextual / con textual, en fin, veamos. Resumen para sir Martin relativo a la Proposición Coriolis. El Comité está de acuerdo en que el sitio lógico para desarrollar / des arrollar, si, esto, desarrollar el sistema es en la Corriente del Golfo, espero que las mayúsculas salgan en su sitio, ya lejos de la costa Atlántica de Miami, punto y aparte, sí.

Ayuna / Hay una corriente de oh, este es el botón especial de pronunciación, supongo, una corriente de cuatro nudos firme y segura. Esa corriente es la que puede hacer girar las hélices de las gigantescas turbinas, produciendo suficiente electricidad como para toda Florida. Las turbinas son enormes, hay que admitirlo, 500 metros de diámetro. Sin embargo, parafraseando la definición técnica, diré que básicamente se corresponden a una ingeniería victoriana. Grandes y sencillas. Su casco mide 345 metros de largo, y quedan suspendidas a 25 metros por debajo de la superficie. Esto es suficiente como para que los barcos que pasen por encima puedan hacerlo con toda seguridad. Los cables de anclaje deben sumergirse hasta cerca de tres kilómetros en algunos lugares. Esto es poco con parado / comparado, si, comparado con los cables que deberán traer la energía hasta tierra firme, pero los servicios técnicos dicen que probablemente no habrá efectos secundarios.

Según nuestras proyecciones, los candidatos más inmediatos —gas natural procedente de las algas y energía de conversión térmica del océano— se hallan terriblemente detrás de Coriolis. El nombre, como usted indudablemente sabrá y yo no sabía, procede de un matemático francés que demostró por qué las corrientes oceánicas actúan como actúan. Los efectos de la rotación de la Tierra y todo lo demás.

Los obstáculos son obvios. Instalar 400 de estas turbinas frenando la Corriente del Golfo puede ser arriesgado. El clima de gran parte del océano Atlántico depende de esa corriente, que pasa junto a Estados Unidos y Canadá y luego se adentra en el mar y desciende hasta el Caribe, sí, con be. Una simulación numérica a escala en el ordenador omni, no, todo mayúsculas, OMNI, muestra un efecto registrable de un uno por ciento. Completamente seguro, según los parámetros actuales.

El impacto político negativo es mínimo. El destinar 40 gigavatios de producción a esa zona silenciará las posibles críticas por la interrupción de la pesca, creo. Me permito aconsejar por lo tanto una aprobación rápida. Sinceramente, etc.

Peterson sonrió. Notable. Incluso asignaba los homónimos más probables. Corrigió el texto y lo envió a través del laberinto electrónico a sir Martin. Los detalles y las menudencias del comité eran para los ayudantes; sir Martin reservaba su tiempo para las decisiones, el delicado acto de equilibrio por encima del flujo de información. Había enseñado mucho a Peterson, hasta los detalles más nimios tales como el modo en que debía hablar en un comité donde tus oponentes estaban aguardando al acecho. Sir Martin hacía una pausa y respiraba en mitad de sus frases, luego se pasaba rápidamente el punto y aparte y se metía de lleno en la frase siguiente. Nadie sabía cuándo interrumpir.

Peterson pidió una revisión a su Sec. Descubrió que la llamada a Kiefer aún seguía dando como respuesta comunicando, y que dos de sus subordinados habían dejado mensajes grabados que revisaría más tarde.

Se reclinó en su sillón y estudió la pared de su oficina. Bien decorada, sí. Diplomas en pseudopergamino de sus excelencias burocráticas. Fotos suyas al lado de varios carismáticos fabricantes de eslóganes con sus biblias de palabrería. Profesionales del liderazgo, sonriendo a la cámara.

La reunión del comité de aquella mañana había contado con buena parte de ellos, junto con dedicados bioquímicos y meteorólogos numéricos. Sus informes sobre la distribución de las nubes eran inquietantes pero vagos. Las nubes eran nuevos ejemplos de la «función biológico cruzada», un término válido para todo que significaba interrelaciones en las que nadie había pensado todavía. Aparentemente el vórtice de vientos circumpolar, que había derivado hacia el ecuador en los últimos años, estaba absorbiendo algo en la región cercana a la floración. Los agentes biológicos desconocidos que eran arrastrados por las nubes habían ocasionado el marchitamiento de las más recientes cosechas de la Revolución Verde. Además de proporcionar cosechas uniformemente abundantes, la Revolución Verde proporcionaba plantas uniformemente débiles. Si una de ellas enfermaba, todas enfermaban. Lo devastadoras que podían llegar a ser las extrañas nubes de color amarillo oscuro era algo que no se sabía todavía. Se estaba produciendo algo extraño en el biociclo, pero las investigaciones aún no habían podido poner en su sitio todas las piezas del rompecabezas. La reunión se había saldado con riachuelos de indecisión. Los biólogos belgas se habían enfrentado a los categóricos desastrólogos, sin que ninguno de ellos exhibiera pruebas concluyentes.

Peterson meditaba en lo que podía significar esto, mientras hojeaba algunos informes. Inventarios, evaluaciones, cálculos especulativos, verdades innegables. Algunos de ellos estaban escritos en recios caracteres cirílicos, o en las volutas de la escritura arábiga, o en las patas de mosca asiática, o en el cuadrado tipo de ordenador del moderno inglés. Un tracto del Erdwissenschaft convertía al hombre en una pequeña molestia estadística, un insecto deslizándose sobre un mundo reducido a nombres y números. Peterson se sentía a veces maravillado por la mezcla de mentes que existía en el Consejo Mundial, el poder enciclopédico que representaban. Voces, una babel de voces. Ahí estaba la furiosa energía de los alemanes; la austera y finalmente asfixiante lógica de la belle France; los japoneses, ahogados ahora en su exceso industrial; los extrañamente tristes americanos, aún fuertes pero cada vez más parecidos a un boxeador envejecido, lanzando puñetazos a unos contrincantes que ya no estaban allí; los brasileños, que acababan de entrar en el escenario del mundo y parpadeaban ante los focos, deslumbrados. Hacía varios años, Peterson había efectuado una gira por Etiopía con un cloqueante grupo internacional de prospectistas del futuro, y observado como sus cálculos colisionaban con la vida real. En las polvorientas gargantas de rojiza piedra había visto a los hombres atacando y destruyendo hormigueros para apoderarse de las migajas de grano almacenadas allí. Mujeres desnudas, del color del barro y con pechos que parecían escuálidos sacos, colgantes, trepando por las mimosas para recoger los brotes verdes con los que hacer una sopa. Niños recolectando brezos y zarzas que masticar en busca de algo de humedad. Arboles despojados de su corteza, roídos en sus raíces. Esqueletos vueltos blancos y quebradizos por el sol junto a pozos secos desde hacía tiempo.

Los metodologistas de la previsión habían palidecido y habían dado media vuelta. Cuando era un muchacho había contemplado los programas del National Geographic en la televisión, y había llegado a pensar en los casi míticos animales de África como en distantes amigos, jugueteando en el horizonte del mundo. Leones, enormes y perezosos. Jirafas, con sus largos cuellos balanceándose en la distancia. Había sentido un amor de adolescente hacia todos ellos. Ahora estaban a punto de desaparecer. Había aprendido una lección allí, en África. Pronto no habría nada más grande que un hombre en el planeta que no fuera un proveedor de carne o un animal doméstico. Sin los animales gigantes, la humanidad se hallaría sola, con las ratas y las cucarachas. Peor quizá, se hallaría sola consigo misma. Este incierto desenlace no había preocupado a los futurólogos. Se habían limitado a cloquear acerca de montañas de mantequilla aquí contra hambrunas allí, y habían rellenado sus propias recetas. Amaban más sus teorías que al mundo. Forrester, haciendo resonar sus fantasías numéricas como si fueran cuentas; Heilbroner, empujando a la humanidad hacia una prisión a fin de asegurar su sustento; Tinbergen, que creía que una buena crisis nos despertaría de nuestro letargo; Kosolapov, cuyo optimismo marxista permanecía pacientemente sentado esperando que el hacha de la historia cortara el ultimo lazo con el capitalismo, como si la pobreza fuera únicamente un resfriado de la humanidad, no una enfermedad; sus contrarios, los seguidores de Kahn, con la engreída seguridad de que unas cuantas guerras y algunas hambrunas no afectarían demasiado a la renta media per cápita; el discípulo de Schumacher, con su ingenua fe de que los cártels de los hidrocarburos decidirían que las pequeñas industrias eran lo mejor después de todo; y Remuloto, el partidario de la Tercera Revolución Industrial, viendo la salvación en nuestros satélites artificiales.

Peterson recordó con una sonrisa que el Departamento del Interior de Estados Unidos había hecho una minuciosa predicción de las tendencias en 1937, y había olvidado la energía atómica, los ordenadores, el radar, los antibióticos y la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, seguían probando una y otra vez, con sus simplistas extrapolaciones lineales que seguían siendo, pese a los bancos de ordenadores para pulir los números, simplemente una nueva forma de mostrar su estupidez a un gran coste. Y estaban llenos de recetas. Un poco más de espíritu solidario, decían, y todo irá mejor. Para sobrevivir ahora, el Hombre ha de ser más paciente, prefiriendo las soluciones racionales a largo plazo a los problemas globales y dejando a un lado las viejas e irracionales demandas de soluciones a corto plazo. Todos ellos contemplaban un sueño de futuro en cierto modo lockeano, una ley natural que determinara simultáneamente los derechos humanos y las obligaciones humanas. Una ley no escrita, pero alcanzable a través de la razón. Una mitología de estoica resistencia podría conseguirlo, podría sacarnos del apuro. ¿Pero quién podía vendérnosla? La fe secular en las soluciones tecnológicas se había ido perdiendo en favor de la astrología y de otras cosas peores. Los descendientes de Jefferson estaban royendo sus últimas libertades y dejando para la posterioridad un deteriorado cubo de la basura. ¡Au revoir, Etats-Unis! Comprueben su nublada visión a la salida. Peterson miró a lo único en su pared que estaba fuera de lugar, un cartel con un siglo de antigüedad:

Toda la naturaleza no es más que arte, a tus ojos ignorado; Todo azar, orientación, que tú no puedes ver;

Todo discordia, armonía, que no puedes comprender, Todo maldad parcial o bondad universal;

Y pese al orgullo, pese a los extravíos de la razón, Una verdad es clara; sea como sea, todo es correcto.

Se echó a reír en el momento en que sonaba el teléfono.

—¿Hola, Ian? —La voz de Keffer era lejana y aguda.

—Me alegra oírle —dijo Peterson, con una cordialidad artificial.

—No creo que se sienta tan alegre dentro de un minuto.

—¿Oh? —Keffer no había respondido con la esperada jovialidad con la que normalmente abría las conversaciones profesionales.

—Hemos establecido el proceso fundamental de esa floración de diatomeas.

—Estupendo, entonces podrán combatirla.

—En principio, sí. El problema es que se está volviendo incontrolable. El proceso está entrando en una fase en la que está tomando la envoltura del plancton y transformándola en las moléculas originales del pesticida base.

Peterson se sentó muy rígido y pensó intensamente.

—Como un movimiento religioso —dijo, por decir algo.

—¿Eh?

—Convirtiendo a los gentiles en apóstoles.

—Bueno… sí. El asunto es que eso hace que se extienda muy rápidamente. Nunca vi algo como esto. Ha preocupado a gran número de los chicos del laboratorio.

—¿No pueden encontrar ningún… antídoto?

—Con un poco de tiempo, probablemente sí. El problema es que no tenemos mucho tiempo. El proceso es exponencial.

—¿Cuánto tiempo?

—Meses. En un término de meses se esparcirá por todos los demás océanos.

—Cristo.

—Sí. Mire, no sé en qué medida puede hacer usted algo ahí, pero me gustaría que esos resultados llegaran directamente a la cumbre.

—Yo me encargo, por supuesto.

—Estupendo. Tengo aquí un informe técnico en clave. Se lo transmito a continuación, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Tengo preparado el receptor.

—Estupendo. Ahí va.

Fue sir Martin quien vio la relación. Había muy poca transferencia de vapor desde la superficie del océano hasta las formaciones nubosas. Pero supongamos que las impurezas en la floración podían transformar las envolturas celulares en microorganismos vivos independientes. A partir de ahí una pequeña cantidad de esa materia con tiempo suficiente, podía diseminarse a través de las nubes. El transporte a través del aire era rápido. Evidentemente mucho más rápido que a través del contacto con la zona interfacial biológica, en la superficie de interacción entre la floración y la vida marina.

Peterson se abrió camino en la penumbra que prevalecía dentro del restaurante. O al menos se llamaba a sí mismo restaurante; todo lo que podía ver era a gente sentada en el suelo. El incienso ascendía en volutas hacia su nariz, haciéndole sentir deseos de estornudar.

—¡Ian! ¡Aquí!

La voz de Laura le llegó desde algún lugar a su izquierda. Tanteó el camino hasta que pudo distinguirla, sentada sobre almohadones y sorbiendo algo lechoso con una pajita. Una música oriental flotaba por la estancia. Había sabido tan pronto como había dicho que sí que era un error acudir al encuentro de una chica con la que se había acostado una vez, simplemente porque ella estaba atravesando alguna especie de crisis. Las noticias de California y la agitación que habían causado en el Consejo lo habían mantenido clavado a su escritorio durante toda la noche. Los tipos del departamento técnico estaban histéricos. Algunos de los altos mandos habían hecho resaltar el hecho de que los técnicos ya se habían alarmado muchas veces antes, y se habían equivocado por completo. Esta vez Peterson no estaba seguro de que esta lógica fácil tuviera algún sentido.

—Hola. Realmente hubiera preferido que nos encontráramos en mi club. Quiero decir, esto está bien, pero…

—Oh, no, Ian. Yo deseaba verte en un lugar que yo conociera. No en algún club lleno de hombres.

—Realmente es muy agradable, no está lleno en absoluto. Podemos ir a dar una vuelta y cenar algo ligero…

—Pero quería mostrarte el lugar donde trabajo.

—¿Tú trabajas aquí? —Miró incrédulo a su alrededor.

—Hoy es mi día libre, por supuesto. Pero es un trabajo, ¡y un buen paso hacia mi independencia!

—Oh. La independencia.

—Sí, eso es exactamente lo que tú me dijiste que hiciera. ¿Recuerdas? Me he ido de casa de mis padres. He dejado Bowes & Bowes, y he venido a Londres. Y he conseguido un trabajo. La semana próxima empezaré mis clases de arte dramático.

—Oh. Oh, eso es estupendo.

Un camarero se materializó de la penumbra.

—¿Qué desea, señor?

—Oh, sí. Whisky. Y algo de comida, supongo.

—Los curries de aquí son muy buenos.

—Ternera, entonces.

—Lo siento, señor, no tenemos platos de carne.

—¿No tienen carne?

—Este es un restaurante vegetariano, Ian. Realmente estupendo. Todo es fresco, traído el mismo día. Pruébalo.

—Oh, Cristo. Un biryani, entonces. Con huevo.

—Ian, quiero contártelo todo acerca de mí, de mi marcha de mis padres, y de mis planes. Y deseo tu consejo respecto a convertirme en actriz. Estoy segura de que tú conoces a mucha, mucha gente que sabe cómo conseguirlo.

—Realmente no. Estoy en el gobierno, ya sabes.

—Oh, pero debes conocerla, estoy segura de que la conoces. Si simplemente piensas un poco, estoy segura… —Y mientras seguía hablando, Peterson decidió que realmente había cometido un error. Había sentido la necesidad de romper la tensión en el centro del Consejo, y la llamada telefónica de Laura había llegado en el momento preciso para tentarle. Había permitido que aquel instante dominara su buen juicio. Ahora se veía obligado a comer alguna comida horrible en un restaurante mantenido casi a oscuras porque no deseaban que uno viera toda la suciedad, y al mismo tiempo se veía arrastrado por aquella pequeña vendedora. Peterson hizo una mueca, seguro de que ella no se daría cuenta de su gesto bajo aquella luz. Bueno, al menos iba a comer algo; un poco de combustible para el trabajo que estaba seguro iba a venir a continuación. Y necesitaba apartar un poco sus pensamientos de sir Martin.

—¿Vives cerca de aquí? —preguntó.

—Sí, en Banbury Road. Pero me temo que el apartamento es poco menos que un armario.

—Estoy seguro de que no me importará. —Sonrió en la oscuridad.