24

Markham hizo un gesto con la mano que sostenía el vaso, derramando un poco de su contenido en la moqueta gris de los Renfrew. Inconscientemente restregó la mancha con el pie, como si no estuviera seguro de que había sido culpa suya, y siguió hablando con Cathy Wickham.

—Esas nuevas ecuaciones suyas tienen algunas soluciones curiosas. Está la vieja onda de probabilidad para los lazos causales, de acuerdo, pero… —Siguió hablando de una forma soñadora mientras al mismo tiempo un rincón de su mente esperaba que Jan llegara pronto. La había llamado a última hora desde el laboratorio, cuando Renfrew le había dicho que aquella reunión era en parte una informal fiesta de despedida para desearle a él buen viaje. Renfrew había puesto todas sus esperanzas de resolver el problema del ruido en el equipo de Brookhaven, y en la destreza de Markham para arrancárselo.

—Parece que la lluvia ha amainado, ¿eh? —observó Renfrew, mirando por la ventana. Era cierto. Una intensa oscuridad había seguido a la violenta y repentina lluvia. Peterson, conduciendo de vuelta de Cambridge, había tenido que bajar su ventanilla y asomar la cabeza para ver la verja. Markham se dirigió hacia la ventana y captó el fuerte olor de la tierra empapada y las goteantes hojas. Haladas semillas de sicómoros caían en espirales sobre los húmedos setos. Parecía un mundo sumergido.

Marjorie Renfrew flotaba en torno al triángulo Peterson-Wickham-Markham, incapaz de integrarse en la casual charla científica. John Renfrew iba de un lado para otro de la habitación, empujando las bandejitas de pequeños canapés un centímetro más hacia el centro de las mesillas. Su rostro estaba enrojecido y parecía haber bebido un poco más de la cuenta.

Sonó el timbre de la entrada. Ninguno de ellos había oído acercarse un coche en la martilleante lluvia. Marjorie se apresuró a responder, con una expresión de alivio. Markham oyó su voz en el vestíbulo, hablando sin hacer ninguna pausa.

—¡Oh, qué tarde tan terrible! ¿No es absolutamente espantosa? Entre, ¿no ha traído impermeable? Oh, si viviera usted aquí debería tener siempre uno a mano. Me alegra que Greg haya conseguido localizarla. Fue en el último minuto, lo sé, pero estoy completamente rodeada de científicos, y necesito a alguien con quien hablar.

Markham vio las gotas de lluvia caer regularmente del alero del porche detrás de Jan, antes de que Marjorie cerrara la puerta, empujándola con el hombro para hacerla encajar en la jamba.

—Hola, amor. —La besó con un afecto casual—. Ven a secarte un poco. —Ignoró los revoloteos de Marjorie y condujo a Jan hacia la sala de estar.

—¡Un auténtico fuego de leña! —dijo Jan—. Qué encantador.

—Creí que alegraría un poco las cosas —confió Marjorie—, pero la verdad es que en cierto modo resulta deprimente, hace que nos sintamos como en otoño cuando en realidad sólo estamos en agosto, por el amor de Dios. El tiempo parece haberse vuelto loco.

—¿Conoces a todo el mundo? —preguntó Greg—. Veamos, ésta es Cathy Wickham. —Cathy, que se hallaba sentada en el sofá con John Renfrew, le dirigió una inclinación de cabeza.

—Oh, estar en California, con el agosto que nos hace aquí, ¿eh?

—Y éste es Ian Peterson. Ian, ésta es mi esposa, Jan. —Peterson estrechó su mano.

—Bien, ¿cómo va el experimento? —preguntó Jan a todos.

—Oh, cielos, no volvamos a eso de nuevo —dijo Marjorie rápidamente—. Esperaba que pudiéramos hablar de alguna otra cosa, ahora que está usted aquí.

—Bien y mal al mismo tiempo —dijo Greg, ignorando a Marjorie—. Tenemos gran cantidad de ruido, pero la detallada explicación de Cathy del nivel de ruido y del espectro parece buena, así que con un mejor equipo electrónico que parece que John podrá conseguir tal vez logremos eliminar algo del problema.

—Me sorprende que Peterson no pueda conseguirlo por usted simplemente alzando un dedo ante el teléfono —dijo Cathy secamente. Todas las cabezas se volvieron hacia ella. Agitó nerviosamente su mandíbula, un movimiento lateral intenso e inconsciente.

—Se sobreestima mi omnipotencia —dijo Peterson calmadamente.

—Es impresionante ver la cola científica meneando al perro de la CIA.

—Creo que no comprendo lo que quiere decir.

—La gente debería volver a dejar los archivos allá donde los encontró.

—Le aseguro que no tengo la menor idea de lo que está usted…

—¿Piensa usted ocultarse siempre tras esa frase aprendida de memoria?

Marjorie los miró a los dos, horrorizada, prendida por la chispa de la tensión.

—¿Quiere usted algo de beber, Jan? —intervino desesperadamente, con voz un poco demasiado alta. La seca observación de Peterson ahogó la suave respuesta de Jan.

—Aquí en Inglaterra todavía seguimos pensando que la discreción y la urbanidad lubrican las ruedas de las relaciones sociales, señorita Wickham.

—Doctora Wickham, si debemos ser formales, señor Peterson.

—Doctora Wickham, por supuesto. —Convirtió la palabra en un insulto. Cathy se envaró, sus hombros rígidos por la furia—. Los de su clase no pueden soportar el ver a una mujer que sea algo más que una fornicadora sin seso, ¿verdad?

—Le aseguro que éste no es el caso en relación con usted —dijo Peterson sedosamente. Se volvió a Renfrew, que parecía como si deseara hallarse a un millar de kilómetros de distancia. Markham dio un sorbo a su bebida, mirando de uno a otra con despierto interés. Aquello era mejor que la charla habitual de cualquier fiesta…

—Curioso, ésa no ha sido la impresión que he sacado esta tarde —prosiguió Cathy obstinadamente—. Pero sin duda no ha aprendido usted a aceptar bien los rechazos, ¿verdad?

La mano de Peterson se crispó en su vaso; sus nudillos se pusieron blancos. Se volvió con lentitud. Marjorie dijo débilmente:

—Oh, Dios mío.

—Creo que debe de haber interpretado usted mal algo de lo que dije, doctora Wickham —dijo Peterson finalmente—. Difícilmente me atrevería a plantear el tema con una mujer de su… esto… persuasión.

Por un momento nadie se movió ni dijo nada. Luego John Renfrew se dirigió hacia la chimenea y se detuvo frente a ella, las piernas abiertas firmemente plantadas, sujetando su jarra de cerveza. Frunció el ceño, cada centímetro de su figura era la imagen de un sólido hacendado inglés.

—Miren —dijo—, ésta es mi casa, y espero que mis invitados se comporten civilizadamente en ella.

—Tiene usted toda la razón, Renfrew —respondió rápidamente Peterson—. Le pido disculpas. Atribúyalo a una provocación intolerable. —Aquello tuvo el efecto de echarle toda la culpa a Cathy.

—Oh, Dios mío —dijo ella desconsoladamente—. John, lamento que me haya visto arrastrada a esto en su casa. No me ha gustado tampoco verme obligada a ser ruda con él…

—Ya basta —declaró Renfrew—. No sigamos. —Hizo un gesto con su jarra de olvidarlo todo.

—Bien hecho, John —le dijo Jan—. Defiende tus derechos. Ahora, si alguien pudiera proporcionarme esa copa… —Avanzó hacia él, sonriendo. El rígido círculo se rompió, la tensión se disipó. Él la tomó del brazo y se dirigieron hacia el aparador. Peterson se fue a hablar con Marjorie. Greg se quedó sentado en el sofá junto con Cathy Wickham.

—Bien, creo que he pisado la lona en este asalto —dijo ella alegremente—. Pero ese minuto o dos han valida la pena.

—¿Le hizo realmente alguna proposición? —preguntó Greg—. Yo estaba allí y no noté nada. —Jan se les unió, inclinándose sobre el borde del sofá.

—¿Está usted bromeando? —Cathy se echó a reír—. Por supuesto que me la hizo.

—Por intentarlo no se pierde nada, por supuesto. Pero directamente, así, sin conocerse siquiera, y…

—Oh, fue muy sutil y discreto al respecto. Dejó margen suficiente para un gracioso rechazo, para salvar su ego y todo lo demás. Es un bastardo vanidoso. Pero Jan desaprueba mi comportamiento, ¿verdad, Jan?

—Bueno, sí. Creo que ha hecho usted que la situación se pusiera un poco incómoda para John y Marjorie. Francamente, yo tengo la misma opinión de él que usted, pero…

—Esto es fascinante —dijo Greg—. Presenciemos como las dos clavan sus garras en el pobre tipo.

—¿Pobre tipo? Es un asqueroso sapo que ha conseguido el éxito, que se siente seguro de sí mismo y que desprecia a las mujeres. ¿Va a ponerse de su lado como un machista más?

—¿Qué desprecia a las mujeres? —murmuró Greg, sorprendido—. Creía que era precisamente al revés. Jan y Cathy intercambiaron miradas.

—Nos detesta, a todas. Y no puede soportar el rechazo de un ser inferior. ¿Por qué cree que dio a entender que yo era homo?

—¿Lo es?

Ella se alzó de hombros.

—En realidad soy bi. Pero es cierto, tiendo a preferir a las mujeres. No mire ahora, pero el viejo Ian está apretándole fuertemente los tornillos a nuestra querida anfitriona. Ella está enrojeciendo como una loca.

Markahm se retorció en su silla y miró al otro lado de la habitación, curioso.

—Cristo, no puedo imaginarme esto. Es una mujer que no me atrae en absoluto sexualmente. Además, probablemente debe pasarse todo el tiempo hablando.

—¿Quién está siendo chismoso ahora? Al menos ella es obviamente heterosexual… eso es todo lo que Peterson necesita para curar su ego herido. Luego le tocará el turno a Jan.

Jan alzó una ceja.

—Oh, vamos. ¿Con Greg aquí en la habitación? De todos modos, él tiene que saber ya que no me atrae particularmente.

—¿Piensa que todo eso va a importarle algo? Vaya a hablar con él… Apuesto a que no pasarán cinco minutos antes de que empiece a hacerle insinuaciones. Entonces será el momento de ponerle de nuevo en su lugar.

Jan agitó la cabeza.

—Prefiero evitar la experiencia.

—Dios, esto es demasiado —dijo Greg—. No puedo creer que sea tan mala persona.

Cathy le obsequió con una mueca.

—Bueno, es su problema. Voy a ir a hablar con John acerca de su experimento. —Se levantó y se fue.

—¿Y bien? —preguntó Greg.

—¿Y bien, qué?

—¿No crees que ella se está pasando un poco con Peterson? ¿Piensas que realmente le hizo proposiciones?

—Estoy segura de que se las hizo. Pero pienso que lo que a ella le molesta es haber sido arrancada de su propio trabajo por alguien que ni siquiera la trata como a una científica. Y no debe ser en absoluto agradable saber que los archivos personales de una pueden estar al alcance de cualquiera.

—Oh, al infierno con ello. Peterson me parece una persona completamente razonable, comparada con el resto de la compañía. Renfrew se vuelve apático apenas sale del laboratorio, Marjorie es una estúpida y Cathy es insoportable. Jesús. Sólo somos tres, y el único normal soy yo.

—E incluso tú eres un poco raro —dijo ella irónicamente—. Pensaba que todo iba bien en el experimento. ¿Por qué todo el mundo está de un humor tan terrible?

—Tienes razón… Todos estamos un poco salidos de tono, ¿verdad? No se trata del experimento. Personalmente, no me hace la menor gracia tener que tomar el avión a Washington.

—¿Qué tienes qué?

—Oh, Dios claro… Todavía no he tenido oportunidad de decírtelo. Espera, te prepararé otro vaso y te lo explicaré.

—Pero habíamos planeado…

—Lo sé, pero esto tomará tan sólo unos cuantos días, y…

Los otros huéspedes evitaron prudentemente el sofá mientras Jan y Greg ordenaban su logística familiar. Luego los Markham se relajaron un poco y escucharon el fluir de conversación inglesa en torno suyo, las aes largas, las agudas inflexiones. Cathy había salido al patio, anunciando que la lluvia había cesado, cosa que no había sido advertida en su momento debido a la tensión en la sala de estar. Un buen humor tenso y artificial parecía agarrotar las gargantas de Peterson y Renfrew mientras hablaban. Sus palabras eran entrecortadas y ligeramente elevadas de tono. Marjorie intercalaba alguna frase entre las de los dos hombres con una especie de pitido. Peterson estaba describiendo la enorme e inútil campaña de prensa que había rodeado el salvamento de las especies de rinocerontes de Sumatra y Java. El Consejo Mundial había decidido reorientar los fondos hacia aislar en una reserva los rinocerontes de Java. El ecoinventario había dictado esta medida como parte del plan de estabilización orientado a salvaguardar especies. La única especie que sobraba era, por supuesto, la humana. La política del Consejo había sido aplaudida por los tipos ambientalistas, que no habían mencionado en absoluto el hecho de que, al nivel cero de recursos, esto significaba menos tierra disponible y menos dinero para la gente.

—Cuestión de elegir —dijo Peterson en forma distanciada, haciendo girar el líquido ambarino en su vaso. Todos asintieron juiciosamente.

—No, no —le dijo Greg Markham a Marjorie Renfrew—, olvide esa escena entre Cathy e Ian. No significa nada. Todos nos hemos dejado llevar últimamente por los nervios.

Estaban de pie en el patio, al límite de la anaranjada luz que llegaba de dentro.

—Pero los científicos son menos emocionales, tenía entendido, y verlos atacarse así…

—En primer lugar, Peterson no es un científico. En segundo lugar, todo eso acerca de suprimir las emociones es más bien una leyenda convencional. Cuando Newton y Hooke tuvieron su famosa disputa acerca de quién descubrió la ley de la inversa del cuadrado, estoy seguro de que ambos estaban lívidos de rabia. Pero se necesitaban dos semanas para que una carta llegara del uno al otro. Newton tenía tiempo de pensar su respuesta. Con eso la discusión se mantenía a un alto nivel, naturalmente. En nuestros días, si un científico escribe una carta, hace que la publiquen. El tiempo intermedio es muy corto y los temperamentos estallan. Sin embargo…

—¿No cree usted que eso explica la irritabilidad en nuestros tiempos? —observó Marjorie sagazmente.

—No, hay algo más, una sensación… —Greg agitó la cabeza—. Oh, mierda, debería quedarme dentro de los límites de la física. Aunque incluso ahí, por supuesto, no sabemos realmente mucho de lo que es básico.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Bueno, tomemos el hecho desnudo de que todos los electrones poseen la misma masa y carga. E igual hacen sus antipartículas, los positrones. ¿Por qué? Uno puede hablar acerca de campos y fluctuaciones del vacío y de todo lo demás, pero me gusta la antigua idea de Wheeler… tienen la misma masa porque todos ellos son la misma partícula.

Marjorie sonrió.

—¿Cómo es eso posible?

—Entiéndalo, sólo hay un electrón en el universo. Un electrón viajando hacia atrás en el tiempo se parece a una antipartícula, el positrón. De modo que usted lanza un electrón hacia delante y hacia atrás en el tiempo, y tenemos que todo sale de una sola partícula… perros y dinosaurios, piedras y estrellas.

—¿Pero por qué debería viajar hacia atrás en el tiempo?

—¿Una colisión con un taquión? No lo sé. —La frivolidad de Greg desapareció—. Mi idea es que los fundamentos de todo son frágiles. Incluso la lógica está llena de agujeros. Las teorías están basadas en imágenes del mundo… imágenes humanas. —Alzó la vista y los ojos de Marjorie siguieron su mirada. Las constelaciones colgaban en el cielo como parpadeantes velas. Un lejano avión zumbó. Una luz verde se encendía y apagaba en su cola.

—Prefiero las cosas antiguas y seguras —empezó ella, con un hilo de voz.

—¿Para que lleguen a convertirse en arcaicas y podamos digerirlas? —preguntó Greg aviesamente—. ¡Tonterías! Debemos seguir adelante. Pero por ahora volvamos dentro…

Markham se dirigió a la ventana y miró al cielo, que se estaba aclarando.

—Me preguntó qué tipo de nubes nos habrá arrojado toda esta agua —murmuró, casi para sí mismo, Giró ligeramente su cabeza, contemplando ociosamente el patio, y de pronto se inmovilizó—. Hey, ¿quiénes son ésos?

John Renfrew acudió junto a la ventana y miró hacia la oscuridad.

—¿Dónde…? ¡Hey, están en nuestro garaje!

Markham se apartó de la ventana, pensando en el hombre en la parada del autobús el otro día.

—¿Qué es lo que tienes ahí?

Renfrew vaciló, estudiando las oscuras siluetas que ahora habían abierto de par en par las puertas del garaje.

—Herramientas, trastos viejos, yo…

—¡Comida! —exclamó Marjorie—. Mis conservas, almacené algunas allí. Y cosas enlatadas.

—Eso es lo que están buscando —dijo Markham con decisión.

—Los intrusos de ahí abajo —murmuró Renfrew para sí mismo—. Llama a la policía, Marjorie.

—Oh, Dios mío —dijo ella, sin moverse.

—Vamos —John le dio un ligero empujón.

—Yo lo haré —dijo Jan. Echó a correr hacia el vestíbulo.

—Vamos a echarlos —dijo Markham. Tomó un atizador de la chimenea, con un movimiento casual.

—No —dijo John—. La policía…

—Cuando lleguen, esos tipos habrán desaparecido hará horas —dijo Markham. Se dirigió rápidamente hacia la puerta delantera y la abrió—. ¡Vamos!

—Puede que estén armados —dijo la voz de Peterson tras él. Markham salió y se detuvo en mitad del césped. Renfrew le siguió.

—¡Eh! —gritó una voz en el garaje— ¡larguémonos!

—¡Fuera! —gritó Markham.

Corrió hacia el oscuro rectángulo del abierto garaje. Pudo distinguir a un hombre inclinado, alzando una caja de cartón. Otros dos llevaban cosas. Vacilaron cuando Markham se dirigió directamente hacia ellos. Alzó el atizador y gritó en dirección a la casa:

—¡Eh, John! ¿Has cogido tu revólver?

Los hombres recuperaron su movimiento. Dos de ellos se lanzaron hacia el sendero. Greg cargó y les cortó el camino hacia la verja. Agitó violentamente el atizador. Un sonoro fuzzz hendió el aire. Los hombres se detuvieron. Retrocedieron un poco, mirando los setos a ambos lados del patio.

Renfrew corrió hacia el tercer hombre. La oscura silueta hizo una finta y lo eludió. En aquel momento Cathy Wickham bajaba los escalones del porche. Renfrew resbaló en la mojada hierba.

—¡Cristo! —juró.

El hombre aceleró su marcha, mirando hacia atrás a Renfrew. Cathy Wickham, intentando descubrir quién era quién en las sombras, se detuvo en mitad del sendero. La figura chocó con ella. Ambos cayeron sobre las piedras.

Markham agitaba el atizador a uno y otro lado ante él. Los hombres parecían paralizados por el sonido de hendir el aire que hacía. En la oscuridad no podían decir cuan cerca estaba de ellos. Markham tampoco podía calcular la distancia. Ejércitos ignorantes enfrentándose en la noche, pensó atolondradamente. ¿Debía cargar contra ellos?

—Vuestro amigo ya ha sido atrapado —dijo con voz clara.

Los dos se volvieron para mirar. El amarillento rectángulo de la puerta de la casa arrojaba una mancha de luz sobre el brillante césped. En ella, John Renfrew estaba tirando del hombre caído para obligarlo a ponerse en pie, mientras decía:

—¿Quién demonios…?

Markham avanzó tranquilamente y lanzó el atizador, crac, contra la pierna del hombre que tenía más cerca.

—¡Hau! —El hombre golpeado se derrumbó. Su compañero vio a Markham retroceder, hundiéndose en las sombras. De pronto se volvió y echó a correr en diagonal, cruzando el césped. Markham intentó mantener controlados a los dos hombres que ya tenían. DOS capturados, uno fugado.

—¡Cuidado, Greg, tiene un cuchillo! —gritó Cathy Wickham. El hombre se volvió, deslumbrado por la amarillenta luz en el centro del césped. El metal se reflejó en su mano.

—Ahora, simplemente déjennos irnos —dijo jadeante. Markham avanzó hacia él, fuzzz, fuzzz. El sonido llamó la atención del hombre. Ian Peterson avanzó trotando.

—Déjelo irse —le dijo a Markham.

—¡Infiernos, no! —respondió Markham enérgicamente.

—No vale la pena arriesgarse…

—Ya los tenemos —insistió Markham.

—¡Ése de ahí se escapa! —gritó Cathy Wickham. El hombre tendido en el camino se había ido arrastrando hacia la verja. Cuando ella habló, se puso en pie de un salto y echó a correr y saltó por en cima de la verja.

—¡Maldita sea! —exclamó Markham, disgustado—. Hubiera debido vigilarle.

—No nos pongamos melodramáticos —dijo suavemente Peterson—. La policía estará aquí en unos minutos. Markham miró a Renfrew.

—¡Eric! —gritó el hombre con el cuchillo—. ¡Desaparece!

Bruscamente, antes de que Markham pudiera captar la señal, los dos hombres se movieron. El cautivo de Renfrew se apartó de él de un empellón y echó a correr hacia el garaje. Markham le siguió. No podía ver nada. De pronto el hombre reapareció, una sombra. Markham pudo ver que llevaba algo largo en la mano. Retrocedió unos pasos, dudando. Vio que el hombre con el cuchillo se dirigía hacia la verja. Una maniobra elemental para distraerle. La sombra avanzó más hacia la luz y agitó un rastrillo hacia la cabeza de Markham. Markham se agachó y saltó hacia atrás.

—Cristo, alguien…

Ambos hombres echaron a correr de pronto hacia la verja. El del garaje se volvió y lanzó el rastrillo directamente contra Markham. Éste se echó a un lado.

—¡Bastardos! —gritó, y arrojó el atizador contra ellos en la oscuridad. Oyó sus pisadas alejarse.

—No vale la pena ir tras ellos —dijo Renfrew a su lado.

—Dejemos eso a la policía, Greg —confirmó Cathy Wickham.

—Sí, de acuerdo —murmuró torpemente.

Volvieron con lentitud a la casa. Hubo un momento de silencio, y luego todo el mundo empezó a hablar del incidente. Markham observó que aquellos que se habían quedado dentro y habían observado desde la puerta tenían un punto de vista distinto de los detalles. Creían que Renfrew había dominado a su hombre, cuando de hecho el tipo simplemente había aguardado la mejor ocasión para escapar. La relatividad de la experiencia, pensó Markham. Aún jadeaba por el esfuerzo, sus venas llenas de adrenalina.

De lejos les llegó el ulular bitono de una sirena.

—La policía —dijo rápidamente Peterson—. Tarde, como siempre. Miren, voy a marcharme antes de que lleguen aquí. No tengo ningún deseo de responder preguntas durante todo el resto de la noche. Ustedes, amigos, son los héroes, después de todo. Gracias por las copas, y adiós a todo el mundo.

Se fue a toda prisa. Markham lo contempló irse. Pensó en el hecho de que su primera respuesta inconsciente había sido suponer que aquellas oscuras siluetas eran ladrones. No había habido ninguna vacilación, nadie suponiendo que podía tratarse de algún error, de gente que se había equivocado de casa. Veinte años antes, ése hubiera sido el caso. Ahora…

Los demás estaban de pie en el centro de la sala de estar, brindando por el éxito de la aventura. La sirena estaba cada vez más cerca.