21 - Agosto de 1998

Cuando Marjorie oyó el crujir de los neumáticos del coche en la grava del sendero, ya lo tenía todo preparado. Había hielo en el congelador, cuidadosamente acumulado y conservado a través de las horas en que era cortada la electricidad. Estaba ansiando compañía, después de una aburrida y solitaria semana. La descripción que John había hecho de Peterson la había preparado a la antipatía inmediata; los miembros del Consejo eran figuras remotas, prohibidas. Tener a uno de ellos en casa representaba la amenaza de cometer algún enorme fallo social, pero también la compensadora excitación del contacto con alguien más importante que un rector de Cambridge.

John la había avisado hacía apenas dos horas, el clásico olvido de los esposos. Afortunadamente, la casa estaba razonablemente limpia, y de todos modos los hombres no se fijaban en esas cosas. El problema era la cena. Tenía la impresión de que debería invitarle a quedarse a cenar, por simple cortesía, aunque con un poco de suerte él quizá rechazara la invitación. Tenía un asado en el congelador accionado a baterías. Lo había estado reservando para alguna ocasión especial, pero no había tiempo para descongelarlo. Sabía que era importante quedar bien con Peterson; John no lo había invitado a casa por amistad. Un soufflé, quizás. Había rebuscado por los armarios de la cocina y encontrado una lata de langostinos. Sí, eso iría bien. Un soufflé de langostinos y una ensalada y pan francés. Seguido por fresas del jardín, y crema. Absolutamente elegante, teniendo en cuenta las circunstancias. Iba a gastar una buena parte de su presupuesto semanal de comida, pero al diablo la economía ante una ocasión como aquélla. Fue a buscar una botella de su caro chablis californiano y la metió en el pequeño congelador, la única forma de tenerlo frío a tiempo. Aquello sería todo un festín, pensó. Hacía días que apenas veía a John, que cada noche se quedaba a trabajar hasta tarde en el laboratorio. Había llegado a adquirir la costumbre de preparar una cena sencilla y rápida para los chicos y ella, dejando un cazo de sopa listo para calentar cuando John volviera a casa.

Fuera, las portezuelas del coche resonaron. Marjorie se puso en pie cuando los dos hombres entraron en la sala de estar. John lucía su habitual aspecto de oso de peluche, pensó con afecto. Viéndolo a la luz del día por primera vez aquella semana, se dio cuenta también de lo cansado que parecía, Peterson era ciertamente apuesto, decidió Marjorie, pero sus labios eran demasiado delgados, le daban una expresión dura.

—Ésta es mi esposa, Marjorie —estaba diciendo John mientras ella tendía la mano a Peterson. Sus ojos se cruzaron mientras se estrechaban la mano. Le recorrió una especie de estremecimiento. Luego apartó la vista de nuevo, y penetraron en la habitación.

—Espero que mi visita no le traiga demasiados problemas —dijo Peterson—. Su esposo me aseguró que todo estaba bien, y tenemos todavía algunos asuntos que discutir.

—No, en absoluto. Me alegra tener algo de compañía, para variar. Puede llegar a ser tremendamente aburrido el ser la esposa de un físico cuando está trabajando en un experimento.

—Sí, imagino que sí. —Le dirigió una breve y penetrante mirada y se acercó a la ventana—. Este es un hermoso lugar.

—¿Qué quiere para beber, Peterson? —preguntó John.

—Tomaré un whisky con soda, por favor. Sí, es encantador. A mí me entusiasma el campo. Sus rosas tienen un aspecto excelente.

—Hizo un gesto hacia el jardín, y siguió con algunos precisos comentarios acerca de las condiciones del suelo.

—¿Vive usted en Londres, señor Peterson?

—Sí, así es. Gracias. —Aceptó el vaso de John.

—¿Tiene también alguna casita de fin de semana en el campo? —preguntó Marjorie.

Creyó ver por un segundo un ligero destello en los ojos del hombre antes de que respondiera.

—No, desgraciadamente. Me gustaría mucho tenerla. Pero probablemente no tendría tiempo de usarla. Mi trabajo me exige viajar mucho.

Ella asintió con simpatía y se volvió hacia su esposo.

—Yo ya he tomado algo, pero me gustaría otro, por favor, John —dijo, tendiendo su vaso.

—Jerez, ¿no? —Por su forma deliberadamente ligera de hablar, Marjorie se dio cuenta de inmediato del esfuerzo que estaba haciendo John por mantenerse a la altura de Peterson. Desde el primer instante había captado la tensión entre los dos hombres. John cruzó hacia el aparador y dijo con una voz cansadamente jovial—: El trabajo de Ian es cuidar de que no nos veamos obligados a engullir mucho de esto a fin de hacerle frente al mundo.

Esta observación no pareció causar ninguna impresión visible en Peterson, que murmuró:

—Desgraciadamente, los borrachines de antes no tenían la excusa de un Consejo Mundial a quien echarle las culpas de su evadirse de la realidad.

—¿Evadirse de la realidad? —murmuró Marjorie—. ¿No es ésa la nueva teoría terapéutica?

—Una enfermedad enmascarada como un tratamiento, diría yo —rió John.

Peterson se limitó a un «Hummm» y se volvió hacia Marjorie. Antes de poder cambiar de tema, como obviamente era su intención, ella dijo, en parte para no permitirle tomar la delantera:

—¿Cuál es la realidad detrás de esas extrañas nubes que estamos viendo últimamente? Oí algo en las noticias acerca de un francés que decía que eran de un nuevo tipo, algo…

—No sabría decirlo —murmuró Peterson bruscamente—. Realmente no sabría decirlo. No estoy muy al corriente, ya sabe.

Un buen marrullero, sí, pensó Marjorie.

—¿Y de Brasil, entonces? ¿Qué puede decirnos el Consejo Mundial acerca de eso?

—La floración está extendiéndose, y estamos haciendo todo lo que podemos. —Peterson se mostró más a gusto en este tema, quizá porque ya era del dominio público.

—¿Se les ha escapado de las manos, entonces? —preguntó ella.

—Digamos más bien que no entra totalmente dentro de nuestras competencias. El Consejo identifica los problemas y dirige las investigaciones, integrándolas en las consideraciones políticas. Nos hacemos cargo de los puntos críticos relacionados con la tecnología tan pronto como se hacen visibles. La mayor parte de nuestra función consiste en integrar los ecoperfiles del satélite. Examinamos todos los datos en busca de cambios evidentes. En el momento en que aparece un problema a nivel supranacional, entonces es trabajo de los técnicos…

—… resolverlo —terminó John, volviendo con el jerez—. Es esa psicología de servicio contra incendios la que hace que el resolver los problemas se convierta en algo tan difícil, ya sabes. Sin una continuidad en la investigación…

—Oh, John, ya he oído este discurso antes —dijo Marjorie, con un tono alegre en su voz que realmente no sentía—. Seguro que el señor Peterson conoce ya tus puntos de vista.

—De acuerdo, ya me callo —aceptó suavemente John, como si recordara donde estaba—. De todos modos, deseaba enfocar el asunto sobre el problema del equipamiento. Estoy intentando convencer a Ian de que llame por teléfono y me consiga ayuda de la gente de Brookhaven. Se necesita influencia, como dicen los americanos, y…

—Más de la que yo tengo, lamentablemente —interrumpió Peterson—. Tiene usted una idea equivocada de cuánta, o mejor de qué tipo de influencia poseo. A los científicos no les gusta que la gente del Consejo esté moviéndolos de un lado para otro como peones.

—Yo misma me he dado cuenta de ello —dijo Marjorie.

John sonrió cariñosamente.

—No tiene objeto ser una prima donna si no puedes entonar un aria de tanto en tanto, ¿no? Pero no… —se volvió de nuevo hacia Peterson—, yo simplemente quería decir que algo del avanzado equipo de Brookhaven podría solucionar nuestro problema del ruido. Si usted…

Peterson apretó los labios y dijo rápidamente:

—Mire, presionaré por ese lado. Ya sabe lo que significa esto… memorándums y comités y deliberaciones y todo lo demás a menos que se produzca un milagro, tomará semanas.

—Pero seguramente —dijo Marjorie, deseando echar una mano— podrá ejercer usted alguna… alguna…

—Markham es quien puede hacerlo mejor —dijo Peterson, volviéndose hacia ella—. Le daré las bases de actuación por teléfono. Puede ir y ver a esos tipos en Washington y luego en Brookhaven.

—Sí —murmuró John—, sí, eso podría funcionar. Greg tiene contactos, creo.

—¿Realmente? —dijo Marjorie, dubitativa—. Parece, bueno…

Peterson sonrió divertido.

—¿Un poco al margen de todo? ¿Con un cierto mal gusto? ¿Algo inadecuado? Pero es americano, recuerde.

Marjorie se echó a reír.

—Sí, es cierto. Jan parece mucho más encantadora.

—Más predecible, quieres decir —observó John.

—¿Piensas que eso es lo que quería decir?

—Creo —dijo Peterson— que eso es lo que generalmente queremos dar a entender. No es de las personas que hagan agitarse la barca.

Marjorie se sorprendió ante el repentino acuerdo entre los dos hombres. Había algo triste y amargo en ello. Vaciló por un momento mientras los dos, casi como a una señal, miraban a sus vasos. Ambos los agitaron, y los cubitos de hielo tintinearon contra las paredes. El líquido ambarino se agitó y giró. Marjorie alzó la vista hacia la silenciosa habitación que gravitaba sobre ellos. En la mesa del comedor la pulida madera reflejaba el centro de flores que había dispuesto en su centro, y la lustrosa visión invertida del jarrón parecía una mano cerrándose sobre el mundo.

¿Le había dicho Peterson a John algo antes de llegar a la casa, alguna noticia? Buscó alguna forma de alzar los ánimos.

—John, ¿un poco más de jerez?

—Sí, claro —dijo él, y se alzó para servirlo. Parecía irritado—. ¿Qué fue eso que me dijo en el coche acerca de la mujer del Caltech? —preguntó a Peterson.

—Catherine Wickham —dijo Peterson con voz inexpresiva—. Es la que está trabajando en eso de los microuniversos.

—¿Los papeles que le mostró usted a Markham?

—Sí. Si eso explica su nivel de ruido, es importante.

—¿Así que es por eso por lo que llamó usted? —preguntó John sirviendo el jerez—. ¿Quiere otro? —mostró la botella de whisky.

—Sí, gracias. Conseguí ponerme en contacto con ella, y luego con Thorne, el tipo que dirige ese grupo. Ella vendrá en el primer vuelo.

John se detuvo a medio llenar el vaso.

—Bien. Debe haber apretado usted los botones adecuados.

—Conozco al supervisor del contrato de Thorne.

—Oh. —Una pausa—. Entiendo.

—Bueno, no aburramos a su esposa hablando de trabajo —dijo Peterson—. Me gustaría ver su jardín, si es posible. Paso la mayor parte de mi tiempo en Londres o viajando, y debo decir que es realmente delicioso ver una auténtica casa unifamiliar como ésta.

Miró de soslayo a Marjorie mientras se levantaba. ¿Una acción deliberada para despertar su simpatía?, pensó ella.

—¿No viaja con usted su esposa?

—No, nunca.

—No, supongo que no puede, con su trabajo. Se desenvuelve muy bien en él.

—Sí, creo que está progresando. Normalmente Sarah siempre hace bien todo lo que emprende. —Su voz no dejaba implicar nada.

—¿Conoces a su esposa, Marjorie? —preguntó John, asombrado. Estaban fuera en la terraza, junto a los escalones que conducían al césped. El sol estaba aún alto.

—No, no personalmente, pero he oído hablar de ella. Antes se llamaba lady Sarah Lindsay-Stuart-Buttle.

John se mostró desconcertado.

—Oh, tú no lo sabes. Es la diseñadora de esos maravillosos trajecitos. Sara Lindsay. ¿No tienen ustedes hijos, señor Peterson?

—No, ninguno.

Cruzaron el césped. En algún lugar a la derecha cantó un gallo.

—¿Sus pollos? —le preguntó Peterson.

—Sí, tenemos media docena de gallinas, por los huevos. A veces también para comer, aunque odio matar a esos estúpidos animales.

—¿Qué raza crían? Orpington o Leghorn, supongo, si los tienen fundamentalmente por los huevos.

Ella lo miró sorprendida.

—¿También entiende usted de gallinas? Sí, tenemos alguna Orpington. Ninguna Leghorn. Son buenas ponedoras, pero me gustan más los huevos de cascara rubia que los de cáscara blanca.

—Correcto. Y las Leghorn son muy pendencieras, también. Tienden a armar un caos en un corral pequeño como el que supongo debe tener usted. ¿Qué le parecen las Rhode Island rojas? Ponen unos huevos deliciosamente dorados.

—Precisamente ahora tengo un par de pollitas. Todavía no han empezado a poner.

—Tiene intención de cruzarlas, ¿verdad? Ese gallo no sonaba como un Rhode Island rojo.

—Me sorprende que sepa usted tanto acerca de gallinas.

Peterson le dirigió una sonrisa.

—Sé un montón de cosas que sorprende a la gente.

Ella le devolvió educadamente la sonrisa, pero intentó mantener sus ojos fríos. Era una mujer que no se dejaba seducir fácilmente. El hombre era despreciable, se dijo a sí misma. No sentía el menor interés hacia ella. Flirteaba automáticamente con ella simplemente porque era una mujer.

—¿Se quedará a cenar con nosotros esta noche, señor Peterson? —preguntó formalmente.

—Es muy amable de su parte, señora Renfrew. Gracias, pero ya tengo un compromiso para cenar. De hecho —añadió, mirando su reloj—, ya debería haberme ido. Se supone que tengo que encontrarme con alguien a las siete y media en Cambridge.

—Yo también me temo que voy a tener que volver a trabajar esta noche —dijo John.

—Oh, no —protestó ella—. No puedes hacerme esto. —Se sentía algo achispada ahora, con deseos de compañía. También se sentía llena de energías, casi crispada, como si hubiera bebido demasiado café—. No he sabido nada de ti desde hace no sé cuánto tiempo, e iba a hacer un soufflé de langostinos para cenar. Me niego absolutamente a que me dejes de nuevo sola esta noche.

—Suena como una oferta tentadora. Yo no vacilaría ni un momento si fuera usted, John —dijo Peterson, con otra de sus insinuantes sonrisas.

John pareció azarado ante aquel estallido de ella en presencia de un desconocido.

—Bien, de acuerdo, si es tan importante, me quedaré a cenar. Pero probablemente tendré que irme por un par de horas luego.

Regresaron a la casa. Peterson dejó su vaso.

—Gracias por la copa. Le haré saber la próxima vez que tenga que ir a California. Señora Renfrew, gracias por este agradable interludio.

Dejó que fuera John quien lo acompañara a la puerta, y se sirvió otro vaso mientras ellos estaban en el vestíbulo. Era decepcionante que Peterson no se quedara a cenar. Hubiera disfrutado flirteando ligeramente con él… aunque, suponía, el hombre debía poseer un carácter desagradable y carente de principios.

John regresó a la habitación, frotándose las manos.

—Bien, ya nos hemos librado de él. Me alegra que no se haya quedado, ¿y tú? ¿Qué piensas de él?

—Es como un reptil —dijo ella rápidamente—. Suave y viscoso. Yo no confiaría ni un ápice en él. Por supuesto, es muy atractivo.

—¿De veras? Me parece más bien ordinario. Me sorprendió que tú supieras todo eso acerca de su esposa. Nunca lo habías mencionado antes.

—Oh, por los cielos, John, me vino a la cabeza mientras él estaba aquí. ¿Acaso no lo recuerdas? Todo ese terrible escándalo acerca de ella y el príncipe Andrés. Déjame ver, yo tenía veinticinco años, así que debió ser en 1985. El príncipe Andrés tiene la misma edad que yo y ella tendría… oh, no sé… unos treinta, quizá. De todos modos puedo recordar que todo el mundo hablaba de ello. Andy el Calentorro, lo llamábamos todas.

—No lo recuerdo en absoluto.

—Oh, tienes que recordarlo. Salió en todos los periódicos. Y no sólo en las columnas de chismorreos. Montones de cartas de los lectores esperando un comportamiento más decente por parte de una miembro de la familia real, y todo eso. Y la reina nombró a Peterson embajador en… bueno, no recuerdo dónde, pero muy lejos. En África.

—¿Quieres decir que estaban casados, entonces?

—Bueno, por supuesto que estaban casados. Eso fue lo que motivó todo el escándalo. Había sido un matrimonio de la alta sociedad hacía apenas un año. En realidad, él no había sido nombrado todavía embajador. Era primer secretario, ya sabes, o un cargo así. De acuerdo, todas considerábamos al príncipe Andrés como algo súper. Fue una aventura terriblemente excitante. Creo que la última gota fue cuando ellos bebieron un poco demasiado una noche y él la llevó a una habitación del palacio de Buckingham y colgó un letrero de «No molesten» en la puerta, un letrero que habían robado de algún hotel. Y luego ella les contó a los periodistas, cuando la historia se hizo pública, que ella siempre había deseado hacerlo en palacio, ¡pero que las camas eran duras y estaban llenas de grumos!

—¡Santo cielo, Marjorie!

Ella dejó escapar una risita ante su expresión.

—Bueno, es algo más bien divertido, cuando vuelves a pensar en ello.

—Pero suena como si ella fuera completamente irresponsable. Es casi suficiente como para hacerme sentir pena por Peterson, aunque me atrevería a decir que se merecen el uno al otro. Supongo que él siguió con ella únicamente porque podría sacar ventaja en su carrera.

—Muy probablemente. Pero debo decir que a mí no me importa en absoluto. —Ahora que ya lo había dicho le parecía correcto. Ayudaba a explicar algo de la extraña tensión y confusión. El hombre parecía interesante, pero eso quizá fuera debido a las tres copas—. Bien, voy a meter ese soufflé en el horno. ¿Puedes preparar la mesa, amor?

—Hum, sí —murmuró él con aire ausente, cruzando la habitación—. Pienso que podríamos escuchar también las noticias…

Marjorie se volvió en redondo.

—Noticias, esto es. Hubo un momento curioso entre tú y Peterson antes… ¿en qué estabais pensando?

John se detuvo.

—Oh, sí. Él tenía la misma expresión en su rostro que esta tarde, cuando recibió una llamada telefónica en el laboratorio. Me la hizo recordar. Oí parte de…

Se interrumpió, pensando.

—¿Y bien? —dijo Marjorie severamente—. ¿Acerca de qué?

—Las nubes. Un informe acerca de su composición. Y cuando él eludió tu pregunta, supe que estaba ocurriendo algo.

—¿Quieres decir que las noticias van a decir algo?

—Si Peterson no abrió la boca al respecto, lo dudo. Sin embargo…

Los chicos estaban viendo la ITV. John cambió a la BBC 1. Marjorie se quedó junto a la puerta, mirando. Sólo había un noticiario importante al día; el resto era entretenimiento, en su mayoría comedias, con los ocasionales westerns y películas antiguas. Poca gente deseaba ver algo serio por aquellos días.

—«… tumultos en Londres también hoy, aunque no se han registrado víctimas. Grupos de protesta de Cornualles que se manifestaban en Trafalgar Square se vieron envueltos en algunos enfrentamientos con la policía. Un portavoz de la policía manifestó que el grupo ignoró una orden de despejar las calles y dejar libre la circulación, de modo que las autoridades se vieron obligadas a dispersarlos por la fuerza y a arrestar a aquellos que se resistieron. Hugh Caradoc, líder del Movimiento para la Independencia de Cornualles, ha declarado que la manifestación era pacífica y que la policía atacó sin haber sido provocada. —La pantalla mostró a un hombre con los ojos desorbitados y un puño alzado siendo arrastrado por dos policías. El locutor hizo una pausa y pareció más alegre—. Los preparativos para la coronación están yendo a buen ritmo. El rey y la reina visitaron la abadía de Westminster hoy y fueron recibidos por el reverendísimo Gerald Hawker, deán de la abadía. Permanecieron allí algo menos de una hora. —La familiar fachada de la abadía de Westminster apareció en la pantalla y, empequeñecida por el enorme portal, salió una pareja, saludó brevemente a algunos curiosos, y se metió en un coche que aguardaba enarbolando el estandarte real—. Han sido enviadas ya las invitaciones para la ceremonia del próximo noviembre a los jefes de estado de todo el mundo. En las caballerizas reales se han iniciado los trabajos de acondicionamiento de la carroza real tradicionalmente utilizada en las coronaciones. Va a ser enteramente dorada de nuevo, a un costo estimado de quinientas mil libras. El señor Alan Harmon, miembro del Parlamento por Huddersfield, ha dicho hoy en la Cámara de los Comunes que era «una carga escandalosa para los contribuyentes británicos». Un comunicado de palacio de fecha de hoy ha confirmado que el príncipe David, de catorce años, sufre de varicela y se halla en cuarentena en la escuela Gordonstoun. Según los informes el heredero del trono pasa su tiempo leyendo cómics de ciencia ficción. Y ahora las noticias deportivas del día. Al final del juego, el Kent se hallaba a 245 puntos por debajo en su partido contra el Surrey…».

Marjorie abandonó la habitación para preparar la cena, John Renfrew se quedó frente al aparato de televisión, aguardando el resultado del Yorkshire. Ya nunca tenía tiempo para los deportes, pero aún seguía los partidos de cricket del condado, y su equipo favorito era el Yorkshire.

En la cocina. Marjorie se ajetreaba de un lado para otro. Se sentía nerviosa. Maldito cricket. ¿Por qué John se sentaba allí a ver aquella porquería? Podía estar ayudándola o al menos hablando con ella, puesto que tenía intención de irse de nuevo. Se preguntó acerca del vino y decidió dejarlo. Era un derroche abrir la botella cuando iba a pasar la velada sola y ya se sentía un poco achispada. Preparó la ensalada, sacó el pan y la mantequilla. El soufflé estaba ya casi a punto. Regresó a la sala de estar. John seguía todavía frente al televisor.

—Pensé que ibas a poner la mesa —dijo secamente.

Él alzó vagamente la vista.

—Oh, ¿ya está lista la cena? La preparo dentro de un minuto.

—No, no dentro de un minuto. El soufflé está hecho y no puede esperar. Será mejor que lo hagas ahora.

Salió irritadamente de la habitación, y él se la quedó mirando, sorprendido. Se dirigió al aparador y sacó el mantel y algunos tenedores, y lo colocó todo sobre la mesa. Marjorie regresó con el soufflé.

—¿Debo llamar a eso poner la mesa? ¿Dónde están las servilletas? ¿Y los vasos? Y llama también a los chicos. Voy a servirlo antes de que se hunda. —Se sentó a la mesa.

—¿Qué te ocurre, cariño? —preguntó él inocentemente.

—¿Qué quieres decir con «qué te ocurre»? No me ocurre nada —respondió rápidamente ella.

—Pareces enfadada —aventuró él.

—Bueno, es para enfadarse. Todo lo que pido es que pongas la mesa mientras yo preparo todo lo demás, y me encuentro con que no has hecho absolutamente nada. Me paso trabajando todo el día y, ¿para qué? Limpio la casa, y ya nunca recibimos a nadie ni vamos a ver a nadie. Hago una espléndida cena y tú te limitas a engullirla y a marcharte.

—Igual hubiera podido abrir una lata de judías ya cocinadas, y tú ni siquiera te hubieras dado cuenta. Y estoy harta de pasarme todas las noches sola hasta altas horas de la madrugada. Esto es lo que me ocurre. —Se puso en pie, enfrentándosele.

—Marjorie, lo siento, querida. No me había dado cuenta… Mira, me quedaré en casa esta noche, si tanto te importa. Pensé… quiero decir, sé que te he descuidado un poco últimamente, pero este trabajo significa mucho para mí… Es de una importancia vital, Marjorie, pero no puedo hacerlo sin saber que tú estás aquí detrás mío. Tú eres el elemento más estable de mi vida. No te lo digo porque doy por supuesto que tú lo sabes. Simplemente cuento contigo. No podría concentrarme en absoluto en mi trabajo si supiera que te ocurre algo.

Ella sonrió amargamente.

—Ahora haces que me sienta culpable. Te he abandonado un poco, ¿verdad? Tú quieres que yo mantenga encendido el fuego del hogar, ser tu apoyo, lo que hay detrás de todo gran hombre y todo lo demás. Bien, la mayor parte del tiempo soy feliz siendo todo esto, pero esta noche me siento un poco egoísta. No es solamente el que tú estés fuera todo el tiempo. Es que ha sido un día duro, una cosa detrás de otra. He tenido que hacer horas de cola, no había carne en ningún sitio. No encuentro a nadie que venga a arreglar el retrete desde hace toda una quincena. Y alguien ha forzado la cerradura del garaje hoy y nos ha robado un montón de herramientas.

—¿Eso han hecho? No me lo has dicho.

—No me diste oportunidad de hacerlo. Nunca puedo comunicarme contigo en ese maldito laboratorio. Y Nicky vino a casa de la escuela hecho un mar de lágrimas porque la señorita Crenshaw, sin decirle nada a nadie, se ha marchado a Tristán da Cunha, y ya sabes lo encariñado que estaba Nicky con ella. Creí que el gobierno iba a detener la emigración de los trabajadores que son imprescindibles aquí. Supongo que la señorita Crenshaw no estaba calificada como una trabajadora imprescindible. De todos modos, he tenido que consolar a Nicky. Y luego llamaste tú diciendo que traías a Peterson a casa. Honestamente, a veces me siento como una pelota de fútbol a la que todo el mundo le da patadas.

—¿Por qué no te tomas un día de descanso? ¿Por qué no te vas de tiendas a Londres? Cómprate un vestido que te guste. Ve al teatro.

—¿Sola?

—Elige tú el día, y te prometo que vendré temprano por la tarde y nos iremos a algún espectáculo. ¿Qué te parece? Siempre que no se trate de una de esas horribles obras apocalípticas. El mundo ya está lo suficientemente mal sin que nos lo recuerden constantemente.

Ella se echó a reír, más ablandada.

—Oh, las cosas no son tan malas como las pinta todo el mundo. El mundo ha pasado por tiempos peores. Piensa en la peste negra. O en la Segunda Guerra Mundial. Sobreviviremos a todo esto también. Sí, creo que un día en Londres es una buena idea. Llevo años sin comprarme un vestido nuevo. Oh, John, me siento mucho mejor ahora. Y, ¿sabes?, no es necesario que te quedes esta noche. Sé que estás muriéndote de ganas por volver a tu trabajo.

—Me quedaré —dijo él firmemente—. Cuéntame más de lo que se llevaron del garaje.

¿Sabes?, ya es tiempo de que instalemos un sistema de alarma. ¿Crees que fueron esos intrusos de la vieja granja?

—Oh, Dios mío, John —gimió ella de pronto—. ¡Mira el soufflé! ¡Está tan plano como una torta! —Se sentó pesadamente y se quedó mirándolo. Luego se echó a reír. Su risa se convirtió gradualmente en un sollozo. John se situó de pie tras ella, palmeándole torpemente la espalda.

—No te lo tomes así querida —murmuró. Finalmente, ella se secó los ojos y se puso en pie.

—Bueno, de todos modos tampoco tengo hambre ya. No tengo ganas de comerme esta horrible cosa. Estoy agotada. Pero los chicos tienen que cenar. Supongo que tendré que hacerles algo.

Fue a levantarse, pero John la empujó de nuevo a la silla.

—No, tú no. Yo abriré una lata de sopa para ellos o cualquier otra cosa. Vete a la cama. Parece que lo necesitas. No te preocupes por nada. Me quedaré en casa esta noche y me haré cargo de todo.

—Gracias, John, eres un encanto. Sí, realmente creo que voy a irme a la cama.

Lo contempló dirigirse a la cocina y se puso en pie débilmente. Luego casi se echó a reír de nuevo. Una o dos horas antes se había sentido ansiosa de sexo debido a que John estaba tan raramente en casa. Ahora él estaba en casa toda la noche, y ella se sentía tan cansada que a duras penas podía mantener los ojos abiertos el tiempo suficiente como para llegar a la cama. Irónicamente maravilloso, ¿verdad?