16 - 8 de abril de 1963

Gordon iba con retraso para la reunión del comité de la facultad, y caminaba apresuradamente cuando Bernard Carroway interceptó su trayectoria.

—Oh, Gordy, necesito hablar contigo. —Algo en el tono de Bernard hizo que Gordon se detuviera—. He oído hablar de esa cosa que llevas adelante con Shriffer. Vi algo de ello en las noticias de última hora… uno de mis estudiantes me telefoneó para decirme que lo viera. —Carroway unió sus manos tras su espalda, un gesto que le daba el aspecto de un juez.

—Bueno… sí, creo que Saul fue un poco demasiado lejos…

—¡Me alegra oírte decir eso! —Bernard se mostró repentinamente jovial—. Yo también pensé en ello. Bueno, Saul suele pasarse con ese tipo de cosas, ya sabes. —Escrutó a Gordon, buscando su confirmación.

—A veces.

—Ni yo mismo puedo imaginar algo más improbable que eso… ¿experimentos de resonancia nuclear, dijo? Una forma malditamente extraña de comunicarse.

—Saul piensa que parte de… del mensaje… lo constituyen coordenadas astronómicas. Recordarás cuando vine a preguntarte…

—¿Esa era la base de todo el asunto, entonces? ¿Simplemente unas cuantas coordenadas?

—Bueno, él descifró los impulsos convirtiéndolos en esa imagen —admitió Gordon sin convicción.

—Oh, eso. A mí me parecen como los garabatos de un crío.

—No, hay una estructura. En cuanto al contenido, no podemos…

—Creo que tienes que ser cuidadoso con todo esto, Gordy. Compréndelo, me gusta algo del trabajo de Shriffer. Pero yo y algunos otros de la comunidad astronómica tenemos la impresión de que él, bueno, quizá se pasó ya un poco con eso de las radiocomunicaciones. ¡Y ahora esto…! ¡Encontrar mensajes en experimentos de resonancia nuclear! Creo que Shriffer ha ido mucho más allá de los límites.

Bernard asintió seriamente y miró a sus pies. Gordon se preguntó qué decir. Bernard exhibía una gravedad al respecto que frenaba cualquier contradicción directa. Llevaba su exceso de peso con una energía agresiva que parecía desanimar a cualquiera a enfrentársele. Era bajo, con un pecho en forma de barril que, cuando se relajaba, se revelaba de pronto tan sólo como un estómago demasiado alto, mantenido deliberadamente allí. Ahora, mientras Gordon observaba, se relajó; Bernard lo había olvidado, en su concentración sobre los pecados de Shriffer. Su chaqueta en punto de espiga se hinchó, los botones se tensaron. Gordon imaginó poder oír el cinturón de Bernard crujir bajo la nueva presión. Pero esa tortura de sus ropas parecía redimida por el inconsciente flujo de placer que se extendió por el serio rostro de Bernard mientras su estómago descendía.

—Eso pone una mancha negra en todo el asunto, ya sabes —dijo bruscamente Bernard, alzando la vista—. Una mancha muy negra.

—Creo que hasta que lleguemos al fondo…

—Al fondo precisamente es hasta donde te ha arrastrado Shriffer con él, Gordy. Estoy seguro de que nada de eso fue idea tuya. Lamento que nuestro departamento haya de verse mezclado en todo ese asunto. Si eres inteligente, salta lo antes que puedas de él.

Y una vez dado este consejo, Bernard hizo un gesto de saludo con la cabeza y se fue.

Cooper alzó la vista cuando Gordon entró en el laboratorio.

—Buenos días —dijo—. ¿Cómo se encuentra?

Gordon reflexionó sobriamente que la gente solía preguntarle a uno rutinariamente cómo se encontraba, como una fórmula establecida de saludo, cuando de hecho no le importaba en lo más mínimo.

—Me encuentro como una mosca ahogada en un vaso de sifón —murmuró Gordon. Cooper frunció el ceño, desconcertado—. ¿Viste la televisión ayer por la noche? —preguntó Gordon.

Cooper frunció los labios.

—Sí —dijo, como si le costara reconocerlo.

—Yo no quería que las cosas se nos escaparan de las manos de esta forma. Shriffer me quitó la pelota y echó a correr con ella.

—Bueno, quizá marcó un gol.

—¿Realmente lo crees así?

—No —admitió Cooper. Se inclinó hacia delante y ajustó un mando en un osciloscopio, como si obviamente hubiera dicho todo lo que deseaba decir. Gordon se alzó de hombros como si enormes pesos gravitaran sobre ellos. No tenía intención de pinchar la despreocupada impertinencia no judía de Cooper, tan bien oculta bajo la capa de la indiferencia.

—¿Algún dato nuevo? —preguntó Gordon, metiendo los puños en los bolsillos de sus pantalones y recorriendo el laboratorio, inspeccionando, sintiendo un cierto placer privado ante el pensamiento de que allí, al menos, sabía qué era lo que estaba ocurriendo y lo que importaba.

—He obtenido algunas buenas líneas de resonancia. Estoy trabajando con las mediciones que decidimos que debíamos tomar.

—Oh, bien.

—Mire, estoy haciendo únicamente lo que usted y yo decidimos que debíamos hacer. No va a sorprenderme con ningún resultado inesperado, no, señor.

Gordon caminó un poco más por el laboratorio, comprobando los instrumentos. El Dewar con el nitrógeno hervía con su burbujeante frío, los transformadores zumbaban, las bombas resoplaban bovinamente. Gordon examinó el cuaderno de notas de laboratorio de Cooper, buscando posibles fuentes de error. Recordó de memoria las simples expresiones teóricas que los datos de Cooper debían confirmar. Las cifras se alineaban tranquilizadoramente cerca de los límites teóricos. Al lado de la precisión universitaria de las anotaciones de Cooper, los garabatos de Gordon parecían una burda intrusión humana a la nítida y perfecta rectangularidad de las páginas cuadriculadas. Cooper trabajaba con un preciso bolígrafo de punta fina; Gordon utilizaba una pluma Parker, incluso para los cálculos rápidos como aquéllos. Prefería el elegante deslizarse y la repentina muerte por obstrucción de las plumas, y el toque de importancia que sus gruesas líneas azules daban a una página. Una de las razones por las cuales había cambiado de las camisas blancas a las azules era la inútil esperanza de que las manchas de tinta en el bolsillo de la izquierda del pecho fueran más fáciles de disimular.

Trabajar de este modo, de pie en medio de la descuidada maraña del experimento en curso y trazando sus garabatos en el bloc de notas, lo relajaba. Por un momento estaba de nuevo de vuelta en Columbia, un hijo de Israel leal a la causa de Newton. Pero de pronto hubo comprobado ya la última de las cifras de Cooper, y ya no había nada más que hacer. El momento había pasado. Se sumergió de nuevo en el mundo.

—¿Tienes ya el resumen que te pedí que escribieras para tu examen de candidatura? —preguntó a Cooper.

—Oh, sí. Está ya casi listo. Se lo traeré mañana.

—Bien, bien. —Dudó, no deseando irse—. Esto, oye… no has obtenido más que curvas de resonancia normales, ¿verdad? Ningún…

—¿Mensaje? —Cooper sonrió—. No, ningún mensaje. Gordon asintió, miró ausentemente a su alrededor, y se fue.

No regresó a su oficina, sino que en vez de ello tomó un camino lateral que pasaba por la biblioteca de ciencias físicas. Estaba situada en la planta baja del edificio B y tenía un aspecto difuso, provisional. Todo en la Universidad de La Jolla daba esta impresión, comparado con los austeros corredores de Columbia, y ahora se hablaba incluso de que el nombre de campus iba a ser cambiado. La Jolla iba a ser anexionada por el follón de San Diego. El consejo de la ciudad hablaba de ahorro en el servicio contra incendios y en la protección policial, pero Gordon tenía la impresión de que no se trataba más que de un nuevo paso en el camino de la homogeneización, la Losangelización de lo que hasta entonces había sido una agradable y singular distinción. De modo que la Universidad de La Jolla iba a convertirse en la Universidad de San Diego, e iba a perderse algo más que un hombre.

Dedicó una hora a hojear los últimos números de las revistas de física, y luego buscó algunas referencias relativas a una antigua idea que había dejado a un lado hacía tiempo. Al cabo de un rato ya no tenía ningún auténtico motivo para seguir allí, y todavía faltaba una hora para la comida. Con una cierta reluctancia volvió a su oficina, sin pasar por el tercer piso para recoger el correo de la mañana, sino cruzando por entre los edificios de física y de química, pasando bajo el orgásmico sueño arquitectónico de un puente que enlazaba ambos edificios. El hermoso esquema de hexágonos entrelazados atraía ciertamente la atención, tenía que admitirlo. De todos modos, sin embargo, daban la inquietante impresión del andamiaje para algún enorme nido de insectos, un diseño para algún futuro panal.

No se sorprendió al ver abierta la puerta de su oficina, puesto que normalmente siempre la dejaba así. La principal distinción que había notado en los esquemas de comportamiento de los humanistas en relación a los científicos residía precisamente en las puertas: los humanistas las cerraban, desanimando así los encuentros casuales. Gordon se preguntó si aquello tendría algún profundo significado psicológico, o más probablemente significaba que los humanistas se ocultaban cuando estaban en el campus. Por todo lo que Gordon podía decir, la respuesta era: difícilmente. Todos ellos parecían trabajar en sus casas.

Isaac Lakin estaba de pie en la oficina de Gordon, de espaldas a la puerta, estudiando el panal que se extendía allí abajo.

—Ah, Gordon —murmuró, volviéndose—. Estaba buscándole.

—Puedo imaginar por qué.

Lakin se sentó en el borde del escritorio de Gordon; Gordon permaneció de píe.

—¿Oh?

—El asunto de Shriffer.

—Sí. —Lakin alzó la vista hacia las luces fluorescentes y frunció los labios, como si estuviera seleccionando cuidadosamente las palabras más adecuadas.

—Se me escapó de las manos —dijo Gordon servicialmente.

—Sí. Me temo que sí.

—Shriffer dijo que nos mantendría a mí y a la Universidad de La Jolla fuera de todo el asunto. Su única intención era divulgar aquel dibujo.

—Bueno, hizo mucho más que eso.

—¿Cómo?

—He recibido un cierto número de llamadas. También las hubiera recibido usted, si hubiera permanecido en su oficina.

—¿De quién?

—Colegas. Gente que trabaja en el campo de la resonancia nuclear. Todos ellos desean saber qué es lo que pasa. Y, debo admitirlo, yo también.

—Bueno… —Gordon hizo un resumen del segundo mensaje, y de como Shriffer se había visto implicado en ello—. Me temo que Saul se tomó las cosas hasta mucho más allá de lo que debiera haber hecho, pero…

—Yo también opino lo mismo. Nuestro auditor llamó también.

—¿Y qué?

—¿Y qué? De acuerdo, él no tiene demasiado poder real. Pero nuestros colegas sí. Han emitido su juicio.

—¿De veras? ¿Y?

Lakin se alzó de hombros.

—Tendrá que refutar usted las conclusiones de Shriffer.

—¿Eh? ¿Por qué?

—Porque son falsas.

—Eso es algo que no sé.

—No debería hacer usted afirmaciones que no puede probar que sean ciertas.

—Pero negarlas tampoco se ajusta a la verdad.

—¿Considera usted probable esa hipótesis?

—No. —Gordon se agitó, inquieto. Había esperado no tener que afirmar nada, ni en uno ni en otro sentido.

—Entonces niéguese a seguir adelante con ello.

—No puedo negar que hemos recibido ese mensaje. Llegó claro y fuerte.

Lakin alzó sus cejas con un desdén europeo, como diciendo: ¿Cómo puedo razonar con una persona así? En respuesta, Gordon metió los pulgares en el cinturón de sus pantalones y encorvó los hombros. De un modo absurdo, tuvo una repentina visión de Marlon Brando en la misma pose, clavando sus ojos en el matón con el que acababa de cruzarse. Parpadeó y pensó en qué decir a continuación.

—¿Se da cuenta —dijo Lakin cuidadosamente— de que todas esas habladurías acerca de un mensaje, además de hacerle aparecer a usted como un estúpido, van a arrojar un montón de dudas sobre el efecto de la resonancia espontánea?

—Quizá.

—Algunas de mis llamadas telefónicas se referían específicamente a ese punto.

—Quizá.

Lakin miró duramente a Gordon.

—Creo que tendría que reflexionar sobre esto.

—Brillar es mejor que reflejar —murmuró Gordon aviesamente.

Lakin se envaró.

—¿Qué demonios…?

Sonó el teléfono. Gordon lo cogió, aliviado. Respondió a la llamada con monosílabos:

—Estupendo. A las tres, entonces. El número de mi oficina es el 118. Cuando colgó, miró a Lakin francamente y dijo:

—Era el San Diego Union.

—Un periódico peligroso.

—Por supuesto. Deseaban saber algo más acerca de toda esta historia.

—¿Va usted a recibirles?

—Naturalmente.

Lakin suspiró.

—¿Qué les va a decir?

—Les diré que no sé de dónde demonios puede haber venido todo eso.

—Imprudente. Muy imprudente.

Cuando Lakin se hubo ido, Gordon se preguntó acerca de la repentina frase que había salido casi por voluntad propia de su boca: Brillar es mejor que reflejar. ¿Dónde la había oído antes? Penny, probablemente; sonaba como alguna cita literaria. ¿Pero qué significaba? ¿Iba él detrás de la fama, como Shriffer? Estaba condicionado a aceptar un cierto grado de culpabilidad sobre algo como aquello… ése era el cliché, ¿no?, los judíos se sienten culpables, es algo que va de madres a hijos. Pero allí no había ninguna culpabilidad; su intuición se lo decía. Su intuición le decía que había algo en el mensaje, que era real. Había vuelto sobre aquel tema un centenar de veces, y aún seguía creyendo en su propio juicio, sus propios datos. Y si para Lakin el tema era una tontería, si Gordon parecía ser un fraude… bueno, entonces peor para él.

Metió sus pulgares en el cinturón de sus pantalones y miró por la ventana, a la ingeniería insectoide de California, y se sintió bien, condenadamente bien.

Después de que el periodista del San Diego Union se fuera, Gordon seguía sintiéndose confiado, aunque con algún esfuerzo. El periodista le había hecho un montón de preguntas estúpidas, pero esto era algo previsible. Gordon se aferraba a las incertidumbres; el Union deseaba respuestas claras a preguntas cósmicas, preferiblemente en frases que se pudieran citar textualmente. Para Gordon el punto más importante era como trabajar la ciencia, como las respuestas eran siempre provisionales, siempre aguardando el resultado de futuros experimentos. El Union esperaba aventura y excitación y más pruebas del avance de aquella universidad hacia la fama y grandeza. A través de aquel abismo fluía algo de información, pero no mucha. Estaba separando su correo, metiendo algunas cartas en su maletín para leerlas por la noche, cuando entró Ramsey.

Al cabo de unos breves preliminares —Ramsey parecía profundamente interesado en la climatología—, sacó una hoja de un sobre y dijo:

—¿Es ésa la imagen que Shriffer mostró ayer por la noche?

Gordon la estudió.

—¿Dónde la has conseguido?

—Me la dio tu estudiante, Cooper.

—¿Y de dónde la consiguió él?

—De Shriffer, dice.

—¿Cuándo?

—Hace algunas semanas. Shriffer acudió a él para comprobar los puntos y las rayas, dice.

—Hum. —Gordon supuso que era lógico que Shriffer acudiera a comprobarla. Era una precaución razonable—. De acuerdo, eso no tiene importancia. ¿Qué hay con ello?

—Bueno, no creo que esto tenga ningún sentido, pero todavía no he tenido demasiado tiempo para… Mira, lo que quiero decir es, ¿qué demonios está haciendo ese tipo Shriffer?

—Decodificó un segundo mensaje. Cree que procede de una estrella llamada la 99 de Hércules, que…

—Sí, sí, lo sé. El asunto es, ¿qué estaba haciendo en televisión?

—Dar publicidad a esa imagen.

—¿No sabe nada del primer mensaje, de ese en el que estoy trabajando?

—Por supuesto que lo sabe.

—Bueno, infiernos… todo eso de la televisión es pura mierda, ¿no?

Gordon se alzó de hombros.

—Yo soy agnóstico. No sé lo que significa, eso es exactamente lo que acabo de decirle a un periodista.

Ramsey pareció preocupado.

—Entonces todo eso no es más que sensacionalismo barato, ¿no? ¿Pero eso en lo que estoy trabajando es correcto?

—Es correcto.

—¿Y Shriffer es tan sólo un idiota?

—Soy agnóstico —dijo Gordon, repentinamente tenso. Todo el mundo estaba pidiéndole la eterna y absoluta Verdad, y él no tenía nada que vender.

—Está bien. Algo de la bioquímica de todo esto está empezando a tener un poco de sentido, ¿sabes? Por todo lo que sé, alguno de los experimentos en los que he puesto a trabajar a mis estudiantes está dando resultados, al parecer. Y ahora, de pronto, aparece esto…

—No te preocupes por ello. El mensaje de Shriffer puede ser pura mierda, por lo que sé. Mira, en cierto modo me han engañado y… —Gordon se secó la frente—, la cosa se me ha escapado de las manos. Sigue con los experimentos, ¿quieres?

—Sí, claro. ¿Engañado por quién?

—Shriffer. Cree que ha decodificado algo, y se ha apresurado a acudir a la televisión. No fue idea mía.

—Oh, Oh, sí. Eso cambia las cosas. —Ramsey pareció ablandarse. Luego su rostro se volvió a ensombrecer—. ¿Qué hay acerca del primer mensaje?

—¿Respecto a qué?

—¿Piensas difundirlo?

—No. No es mi intención.

—Bien. Bien.

—Puedes disponer de todo el tiempo que necesites para trabajar en él.

—Estupendo. —Ramsey tendió su mano, como si acabaran de hacer un trato—. Estaremos en contacto.

Gordon estrechó la mano solemnemente.

La pequeña comedia que había representado con Ramsey le preocupó al principio, pero pronto se dio cuenta de que formaba parte del tratar con la gente: uno tenía que adoptar su modo de hablar, ver las cosas desde su punto de vista, si deseaba establecer una comunicación. Ramsey veía todo aquello como un juego en el cual el primer mensaje era una información privilegiada, y Shriffer era simplemente un entrometido. Bien, para los propósitos del universo de Ramsey, que fuera así. En una cierta época, cuando era más joven, Gordon no hubiera dudado en ser rudamente cínico en adoptar una postura determinada simplemente para convencer a alguien. Ahora las cosas parecían distintas. No le estaba mintiendo a Ramsey. No estaba ocultando información. Simplemente estaba modelando la forma de describir los acontecimientos. Los clichés adolescentes acerca de la verdad y la belleza y la honestidad no eran más que basura, una forma simplista de pensar. Cuando había algo que hacer, uno debía decir lo necesario. Así eran las cosas. Ramsey seguiría con los experimentos sin preocuparse de lo que desconocía y, con un poco de suerte, conseguirían algo.

Estaba alejándose a pie del edificio de física, encaminándose hacia la Torrey Pines Road, donde estaba estacionado su Chevy, cuando una esbelta figura alzó la mano en un saludo. Gordon se volvió y reconoció a María Goeppert Mayer, la única mujer del departamento. Había sufrido un ataque de apoplejía hacía poco tiempo, y ahora se la veía muy raramente por allí, caminando como un fantasma por los corredores, parcialmente paralizada de un lado, hablando confusamente. Su rostro se mostraba fláccido y parecía cansada, pero en sus ojos Gordon pudo ver una inteligencia activa que jamás se apagaba.

—¿Cree usted en sus re… resultados? —preguntó.

Gordon vaciló. Bajo su penetrante mirada se sintió como debajo del microscopio de la historia; aquella mujer había salido de Polonia, había pasado los años de la guerra, había trabajado en la separación de los isótopos del uranio para el Proyecto Manhattan en Columbia, efectuado investigaciones con Fermi justo antes de que el cáncer acabara con él. Había pasado a través de todo aquello y de más aún: su esposo, Joe, era un brillante químico que ocupaba un puesto de profesor en Chicago, mientras que a ella se le había denegado una posición académica y había tenido que contentarse con un puesto de investigadora asociada. De pronto se preguntó si ella se habría sentido irritada por todo aquello mientras efectuaba el trabajo sobre el modelo del núcleo atómico que la había hecho famosa. Comparado con todo lo que había tenido que enfrentarse antes, sus problemas de ahora no eran nada. Se mordió el labio.

—Sí. Sí, creo que sí. Hay algo… algo que está intentando llegar hasta nosotros. No sé qué.

Ella asintió. Había confianza en la forma en que lo hizo, pese a su lado paralizado, que despertó ecos en Gordon. Parpadeó sintiendo que sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Bien, bien —murmuró ella con un tono entrecortado, y se alejó, sonriendo todavía. Llegó a casa inmediatamente después que Penny, y la encontró cambiándose de ropa.

Dejó su maletín a un lado, lleno con todas las preocupaciones del día.

—¿Dónde vas? —preguntó.

—A practicar un poco de surf.

—Cielos, se está haciendo oscuro.

—Las olas no lo saben.

Se apoyó contra la pared. La energía de Penny lo abrumaba. Aquella era la faceta de California que le resultaba más dura de asimilar: la energía física, el impulso.

—Vente conmigo —dijo ella, poniéndose un sucinto bikini y una camiseta encima—. Te enseñaré. Tú también puedes practicarlo.

—Oh —dijo él, no deseando mencionar que había deseado tomarse un vaso de vino blanco y ver las noticias de la noche. Después de todo, pensaba, y repentinamente el pensamiento no le gustó, podía haber alguna secuela de la historia de Shriffer.

—Anda, vamos.

En la playa de Wind'n Sea la observó abrirse camino en la ladera descendente de una ola, y se maravilló ante ello: una chica frágil, dominando una simple plancha y venciendo el ciego impulso del océano, suspendida en el aire como gracias a algún milagro de la dinámica newtoniana. Parecía un misterio líquido, y sin embargo tenía la sensación de que no debía sorprenderse; se trataba, después de todo, de un asunto de dinámica clásica, La pandilla que solía merodear en torno a la caseta de la bomba de agua estaba allí al completo, cabalgando en sus planchas mientras aguardaban la perfecta sincronización con las crestas de las olas, cuerpos bronceados en equilibrio sobre sus blancas planchas. Gordon sudaba bajo la inflexible rutina de los ejercicios de la Reales Fuerzas Aéreas Canadienses, convenciéndose a sí mismo de que aquello era tan bueno como el obvio placer que extraían los que practicaban el surf rompiendo el empuje de las olas. Una vez realizados los ejercicios de flexiones y tracciones, corrió un poco por la franja de arena, resoplando e intentando al mismo tiempo, de alguna forma, desentrañar los acontecimientos del día: rechazaron su simplista aproximación, el día no iba a descomponerse en un simple paradigma. Se detuvo, jadeando en el salino aire, las cejas empapadas del sudor que resbalaba de su frente. Penny se deslizaba hacia la playa en su plancha, pareciendo colgar en el denso aire, y agitó una mano hacia él. Tras ella, el océano se alzó como un muro y atrapó su plancha con su lisa mano, inclinándola hacia adelante. Penny se tambaleó, vaciló, agitó los brazos en el aire: cayó. La espumosa ola la tragó. La blanca plancha dio un vuelco, se giró del revés, fue arrastrada por el impulso de la ola. La cabeza de Penny apareció, el cabello aplastado contra su cráneo como si fuera una gorra, parpadeando, sus dientes brillando blancos. Se echó a reír.

Mientras se vestían, Gordon dijo:

—¿Qué hay para cenar?

—Lo que tú quieras.

—Ensalada de alcachofas, luego faisán, luego un bizcocho borracho de coñac.

—Espero que seas capaz de hacer todo eso.

—De acuerdo, ¿qué es lo que quieres tú?

—Voy a salir. No tengo hambre.

—¿Eh? —Un breve asomo de sorpresa. Él sí tenía hambre—. Voy a una reunión.

—¿De qué?

—Una reunión. Un mitin, más bien.

—¿Para qué? —insistió él.

—Di más bien para quién. Para Goldwater.

—¿Qué?

—Supongo que habrás oído hablar de él. Se presenta a las elecciones para presidente.

—Estás bromeando. —Se detuvo, un pie a medias alzado, a medio camino de ponerse sus pantalones cortos. Luego, dándose cuenta de lo cómico que debía parecer en aquella postura, bajó la pierna y acabó de ponérselos—. Es un simple de espíritu…

—¿Cómo Babbitt?

No, Sinclair Lewis nunca se le hubiera ocurrido.

—Dejémoslo en un simple de espíritu.

—¿Has leído alguna vez La conciencia de un conservador? Tiene muchas cosas que decir en ese libro.

—No, no lo he leído. Pero ten en cuenta lo que conseguisteis con Kennedy, con el tratado de no proliferación de pruebas nucleares y algunas ideas realmente nuevas en política exterior, la Alianza para el Progreso…

—Además de la Bahía de los Cochinos, el muro de Berlín, ese hermano suyo con sus ojos de cerdito…

—Oh, vamos. Goldwater es un mero peón del gran capital.

—Hará frente a los comunistas.

Gordon se sentó en la cama.

—Tú no crees en todas esas tonterías, ¿verdad?

Penny frunció la nariz, un gesto que Gordon sabía que quería decir que no pensaba cambiar de idea.

—¿Quién envió a nuestros hombres a Vietnam del Sur? ¿Qué les ocurrió a Cliff y Bernie?

—Si Goldwater llega a la presidencia habrá millones de Cliffs y Bernies por todas partes.

—Goldwater ganará esa guerra, no se limitará a hacer tonterías.

—Penny, lo único que hay que hacer es detener nuestras pérdidas. ¿Por qué apoyar a un dictador como Diem?

—Todo lo que sé es que muchos amigos míos están muriendo.

—Y el gordo Barry va a cambiar todo eso.

—Por supuesto, creo que tiene fuerza suficiente para ello. Detendrá el socialismo en nuestro propio país.

Gordon se dejó caer de espaldas en la cama, lanzando un resignado uf de incredulidad.

—Penny, sé que tienes la impresión de que yo soy una especie de comunista neoyorkino, pero no acabo de comprender…

—Se me hace tarde. Linda me invitó a ese cóctel en honor de Goldwater, y voy a ir. ¿Quieres venir tú también?

—Buen Dios, no.

—De acuerdo. Me voy, entonces.

—¿Tú, una estudiante de literatura, a favor de Goldwater? Vamos…

—Sé que no encajo con tus estereotipos, pero ése es tú problema, Gordon.

—Señor.

—Volveré en un par de horas. —Se echó el cabello hacia atrás y se arregló su falda plisada, y salió del dormitorio, firme y enérgica. Gordon se quedó tendido en la cama contemplándola irse, incapaz de decir si ella estaba hablando en serio o no. La oyó cerrar la puerta delantera con un portazo tan enérgico que hizo retemblar las paredes, y decidió que sí estaba hablando en serio.

Desde un principio parecía una unión improbable. Se habían conocido en una fiesta de vino y patatas fritas en un cottage de la playa en Prospect Street, a un centenar de metros del Museo de Arte de La Jolla. (La primera vez que Gordon fue al museo no vio la placa, y supuso que se trataba simplemente de otra galería, algo mejor que la mayoría; llamar a esto y al Metropolitano museos, equipararlos, parecía un chiste deliberado). La primera impresión que tuvo de ella fue de absoluto orden: dientes perfectos; piel escrupulosamente limpia; pelo suave. Un contraste con las mujeres delgadas y llenas de conflictos de Nueva York a las que había conocido, «frecuentado» —una palabra favorita por aquel entonces—, y que finalmente le habían intimidado. Penny parecía luminosa y abierta, capaz de una conversación genuinamente ligera, no ensombrecida por las opiniones del New York Times o del último seminario académico acerca de Qué Es Lo Importante. Vestida con un traje de cóctel estampado a flores con un escote cuadrado, cuyas angulosas líneas quedaban mitigadas por un redondo collar de perlas, su resplandeciente bronceado emitía cálidas radiaciones doradas que lo empaparon a la suave luz, como vida procedente de una distante estrella. Él estaba en compañía de una botella de vino tinto barato y probablemente por ello sobreestimó la magia de la ocasión, pero ella no parecía formar parte de las penumbrosas conversaciones que llenaban la habitación. En circunstancias de una mejor iluminación tal vez no se hubiera producido nada entre ellos. En aquella ocasión, sin embargo, ella se mostró más rápida y hábil y completamente distinta a cualquier otra mujer que hubiera conocido nunca. Su suave acento californiano era un alivio de los congestionados acentos del este, y sus frases brotaban con una fácil perfección que él consideraba fascinante. Aquello era lo principal: la naturalidad, el fervor femenino, la claridad de visión. Y además, ella poseía unos muslos amplios y atléticos que se movían bajo su sedoso vestido como si todo su cuerpo estuviera constreñido por la tela, capaz de una alegre escapatoria. Él no sabía mucho de mujeres —la notoria deficiencia de Columbia—, y mientras engullía más vasos de vino y seguía conversando se preguntó sobre sí mismo, sobre ella, sobre lo que estaba ocurriendo. Se parecía demasiado a un sueño largo tiempo acariciado. Cuando se marcharon juntos, subieron a un Volkswagen y partieron a toda prisa de la fiesta aún en plena efervescencia, su respiración se hizo afanosa por las implicaciones… que rápidamente se revelaron ciertas. A partir de ahí los momentos que pasaron juntos, los restaurantes alegremente compartidos, los discos y libros redescubiertos, parecieron inevitables. Aquélla era la clásica relación. Todo lo que había sabido nunca de las mujeres era que en una relación tenía que existir magia, y ahí estaba, sin anunciar, todavía formándose. Se aferró a ella.

Y ahora, en la metafórica mañana siguiente, resultaba que ella tenía amigos llamados Cliff y unos padres en Oakland y una tendencia hacia Goldwater. De acuerdo, pensó, no todos los detalles pueden ser perfectos. Pero quizás, en un cierto sentido, eso formara también parte de la magia.